III

CUANDO CARMEN salió de su casa, quince minutos después, había alguien que la estaba esperando. No es que ella lo supiera, ni siquiera lo conocía, pero aquel hombre la esperaba a ella. Moreno, muy joven y mal vestido, parecía un vagabundo. Estaba en la sombra de la calle, inmóvil, fumando con calma y delectación. Unos metros más allá, con el motor parado, estaba un automóvil llegado unos minutos antes. El muchacho fumaba arrojando el humo como quien tira alegremente una gran riqueza, sin cesar de mirar hacia el portal de enfrente. De él salía la muchacha, ahora. El muchacho la miró sin moverse. En el resplandor de la puerta, como creada por la luminosidad de la luz eléctrica, apareció por un momento su figura entera. Era muy bella; brillaba la juventud de su piel, la larga mancha de oro de su pelo. Parecía como una fuerza alegre y rutilante que atraía irresistiblemente. Sin poderlo evitar, el golfo avanzó hacia ella. Los pasos de ambos coincidieron en la casi oscuridad de la calle. Él, ahora, al lado de ella, casi tocaba el abrigo de tela negra que la cubría y aspiraba el perfume que emanaba de su cuerpo como una atmósfera. La rozó suavemente, y al recibir la mirada de ella, una mirada llena de extrañeza, se paró viéndola seguir. Cada vez se distanciaba más (su cuerpo era alto y atrayente), con la implacable regularidad de un tren en una despedida, hasta que entró en el automóvil. Éste ya se ponía en marcha; por el tubo de escape salía un humo sonoro y ligero con olor a gasolina quemada. El coche era uno de esos nuevos modelos aerodinámicos. Vertiginoso y suave, como si alguien lo escamotease, se fundía cada vez más con la oscuridad y la distancia su color gris. Ahora el muchacho estaba tranquilo. La chica se había marchado ya y él volvía a sentir la vida como lo que era; algo evidente y natural.

Si alguien le hubiese preguntado a Manolo, así se llamaba, por qué venía todos los días a ver salir a la muchacha, se hubiera reído como de la locura de una persona que nada tuviese que ver con él mismo. Y si alguien le hubiera preguntado si es que estaba enamorado de la chica aquella, Manolo de seguro que hubiese soltado una blasfemia. Si él venía aquí todas las noches, como iba a la salida de los bailes, ello nada tenía que ver con el amor. Simplemente, le gustaba; tenía gana de ello y por eso lo hacía. No otra cosa era su vivir. Ahora miraba el aspecto de la calle (era una de las muchas del barrio de Salamanca), intentando penetrar en la extrañeza que siempre le producía esta manera silenciosa y recogida de vivir. Él sabía muy bien que estas calles estaban habitadas por gente rica —las casas eran grandes y suntuosas en sus fachadas—, pero el ambiente, sin ruidos, le parecía triste y aburrido, Y, sin embargo, aquí vivía la muchacha. Apenas había comercios, una lechería y más allá una tienda de calzados a la medida, ambas cerradas, en la masa alta y oscura de las fachadas. En lo alto, como pesando sobre el aire, estaba el relieve de miradores y balcones. A Manolo le hubiera gustado saber —no por nada, por saberlo simplemente— a cuál de ellos solía esa chica asomarse. Pero no tenía ninguna posibilidad de saberlo y por otra parte tampoco le interesaba la cosa demasiado. Él sabía muy bien que nada debía interesar demasiado, entre otras cosas porque era inútil. A Manolo le habían interesado ya demasiadas cosas que no había conseguido para que se hiciera ilusiones.

En realidad, nunca había conseguido nada de lo que quería, ni una vez siquiera. Tenía dieciocho años y nunca había tenido lo que deseaba. Mujeres, alimentos, automóviles, cigarros, trajes, eran como un montón de ilusiones fallidas en su memoria. Y ahora recordaba que había logrado los favores de muchas hembras, golfillas harapientas, y alguna vez hasta viejas prostitutas. Manolo lo había pasado bien con ellas; esta misma noche iría a buscar a una que iba con él gratis porque era su novia; pero era diferente. No eran esa clase de mujeres las que se desean. Como tampoco eran su ideal las colillas, aunque fuesen de cigarros habanos. No. Y ahora se reía alegremente. Se reía de que no fuera él el hombre que se había llevado a la muchacha en su coche. Manolo sacó varias colillas del bolsillo del pantalón; se sentía feliz quitándoles los papeles viejos y quemados; ahora el tabaco, en su mano sucia, era una sola masa que despedía un olor acre y fuerte. Lió el pitillo cuidadosamente y lo encendió metiendo rápida y limpiamente la cerilla en el hueco de la mano, luego la tiró encendida en el suelo de la acera. El olor del tabaco quemado le recordó por un instante el automóvil que acababa de marcharse; entonces Manolo la aplastó con la suela de su viejo zapato como si dentro de la luz de la cerilla estuviera aquel recuerdo. Así hacía siempre él, ya que era necesario.

Tenía que marcharse. Las noches eran para él lo que para el resto de la gente las horas de la mañana y de la tarde. Su día empezaba ahora; tenía que ir a cenar a las Ventas y le gustaba saber que estaba lejos y que tendría que seguir la calle de Alcalá, llena de gente que regresaba a cenar después de haber estado en los cafés y cines. Manolo les oía hablar, miraría con satisfacción a alguna mujer que fuera enlazada con el novio o con el marido. Le gustaba mirarlos y hasta alguna vez se decía a sí mismo que él era el marido y que nada más llegar a casa, ya solos en la habitación, la estrecharía contra su cuerpo y la besaría en los labios. Y entonces aquel muchacho que iba detrás de una pareja elegante, procurando seguir lo más cerca de ella, dejaba de ser, sin él saberlo, el Manolo haragán que iba a comprar o robar lo que se pudiera —piltrafas de carne o pescado frito y medio podrido a los puestos callejeros de las Ventas— para transformarse en una pura curiosidad humana que intentaba penetrar, como si ello fuera posible, en aquella mujer fugaz y elegante que nunca sospecharía siquiera su existencia. Otras veces se paraba ante los escaparates de restaurantes o salones de té y miraba con seria atención, en la que no cabía ni la envidia ni el ansia, los alimentos que en ellos se exhibían, como hace el viajero que extiende su mirada por un país que no conoce. Manolo sabía que aquello se comía. El simple verlo le hacía esto evidente; lo que en cambio resultaba para él difícil era ponerles los olores y sabores que en realidad debieran corresponderles. Careciendo de experiencia en este sentido, acudían hasta él los sabores y olores de lo que solía ser su comida, que si le resultaba necesaria en el momento de engullirla, no creía, sin embargo, que fuese agradable. Y entonces existía en él una pugna entre algo que no podía bien imaginarse y algo que no quería ser recordado. Porque si Manolo aceptaba su vida tal cual era, no por eso la encontraba una compañera demasiado agradable.

Miró de nuevo la calle. Apenas pasaba gente por ella; una doncella que paseaba un perro de lujo llamó a atención de Manolo; debía de ser bueno tener un perro como aquél. Incluso no podía ser muy difícil. La doncella y el perro iban alejándose por momentos sin que le hubiesen visto. Manolo silbó despacio, al principio suavemente; ahora iba subiendo el sonido por instantes. Él sabía que lo que silbaba era una canción que se cantaba en Madrid entero. La doncella y el perro se pararon de repente y miraron hacia Manolo. Éste también los miró. Allí estaban las dos miradas: la grande, redonda y como húmeda del animal, y la otra, oscura, ardiente, solapada de la mujer. El chico dejó de silbar y echó a andar rápidamente hacia la calle de Alcalá.