I

LA MUCHACHA dejó de fumar y se puso en pie de repente.

En sus labios había como una sonrisa distraída y rígida. Esa manera de sonreír de las personas que saben cómo hay que sufrir. Al hacer un gesto con la cabeza se le movió todo el pelo: una hermosa cabellera rubia que caía suavemente por su espalda. Dudó un momento y en seguida cogió un par de medias, y con ese cuidado y precisión de que tan sólo es capaz una mujer, se las empezó a poner.

En la habitación, con la luz eléctrica ya encendida, había como un quieto silencio, pero más allá se oía el sonido constante de una violenta discusión. Hasta la habitación llegaban unos gritos espantosos. La voz chillona y nerviosa de una mujer, y de vez en cuando la cansada y enronquecida voz de un hombre. Carmen, mientras se ponía las medias, las oía con perfecta indiferencia. Llevaba muchos años oyéndolas y ya no le inspiraban ni curiosidad. Como quien va siguiendo en silencio una melodía conocida, ella, a través de los gritos, sabía lo que en estos momentos existía, dentro de sus padres, de impaciencia, furia y exasperación. Y de repente pensó que ésta era la misma desesperación que ella acababa de sentir en aquellas horas de silencio. «Pero ellos necesitan expresarlo, echarlo fuera de su cuerpo.» Y sintió su silencio de más de un año como una larga y tremenda condenación. Ahora contemplaba una de sus piernas, larga, esbelta y carnosa, en el aire, y recordó el deseo que solían producir. Eso la llenaba siempre de una impresión extraña, una compleja sensación en la que se mezclaban el asco y el orgullo. Y ahora miró su cuerpo. Lo vio al principio tal como si de su belleza emanara la aridez que tiene el instrumento de trabajo para el profesional. Y sintió el todo vivo que formaba ella, ahora casi desnuda, como algo que se deshumanizaba pasando a ser una cosa lejana de toda palpitación. Miró la habitación donde se encontraba. Era la suya propia. Y percibió el íntimo olor que encerraba la atmósfera del cuarto. Y vio todos los muebles, conocidos y usados durante años. Todo era normal. Ella no era una perdida como tantas otras. Vivía con su familia. Y por un momento volvió a prestar atención a las voces que venían desde lejos. «Siempre dicen lo mismo —pensó—, nunca sabré hasta qué punto se odian. Pero, ¿se odian?» Y recordó cómo, después de insultarse y golpearse, les había oído muchas veces encerrarse en su habitación, y había adivinado la intimidad de los dos. «Son jóvenes —pensó—, demasiado jóvenes para ser mis padres. O quizá sea que yo soy ya demasiado vieja para tener padres.» Y de repente se acordó de su edad: diecinueve años.

Ahora sonó el teléfono. La muchacha se dio prisa a terminar de vestirse. Detrás de la puerta se oía la voz chillona de su madre:

—Te llama el señor Aguado. —Y variando el tono, casi confidencial, añadió—: Carmen, no olvides que mañana hay que pagar el recibo de la casa.

—Ahora voy. Díselo. Anda —se oyó decir a la muchacha a sí misma.

La llamaba el hombre para quien se vestía esta noche. Sabía de antemano (le conocía bien en sus costumbres) dónde iban a cenar e incluso los platos que ambos iban a pedir. Recordó lo que le había dicho su madre hacía unos instantes. «Mañana se pagará el alquiler de la casa. Y esta noche estaré con este hombre.» Y le pareció extraño, casi como en una pesadilla, que ella, una chica hija de un empleado cualquiera, dentro de unas horas estuviera encerrada en una lujosa habitación de una casa de compromiso con un hombre de cincuenta años, un millonario, viéndole a la vez gozar y sufrir.

—Vamos, no tardes tanto.

Era de nuevo la voz de su madre. Carmen recordó por un momento esta misma voz años antes, cuando ella era casi una niña. Entonces la voz llegaba entre el frío de la mañana, y Carmen sabía que tenía que levantarse para ir al colegio. Ahora era de noche y la llamaba un hombre… Bueno, ella y sus padres sabían por qué. Y estirándose la falda del vestido negro que se había puesto, salió de la habitación.