DESDE AQUEL DÍA, la calle donde está enclavado el Convento de las Agustinas, debería haberse llamado de Las Cuatro Fuentes, como en el romance de Góngora. Cuatro chorros íbamos llorando por entre las acacias que la sombrean: mis padres, la Balta y yo. Detrás, venían tía Sole y Etelvina. Ésta, estrepitosa como siempre, con una falda escocesa, corta por las corvas; cartera de cantinera y un velo de blonda bruselés que enmarcaba más su esplendor moreno.
En casa había visto cómo vestían a Adela: su enagua de azucenas de encaje; el cuello enroscado de cadenitas de oro para la nueva esposa del Señor, a quien se lo entregaría en arras; sus zapatos de charol que picoteaban en las losas como unas golondrinas. Toda blanca, como una Luna, destacaba más de los encañonados puños de almidón, de donde salían sus manos como jazmines. El pechero de recamado arabesco de puntillas. Una gola, guillotinando su cuello de ánade. Luego, la mantilla en brocado labrado sobre el fondo de noche de su pelo. Zarcillos, sortijas, hasta el arito de Raúl, todo iba a quedar en una bandeja como simulacro de dote. Así, íbamos ya, llevándola en medio a la que había de desposarse. La media, prieta de seda, enfundaba sus rodillas hechas para doblarse en genuflexiones y largas horas de coro. Desde ahora, iban a tener cobertura de estameña, revuelo acampanado de hábito y el péndulo del correaje como una espada de cuero en el cinto.
Adela nos dejaba. Caminaba firme, casi en volandas como lo hacen las monjitas que parecen no posarse en el suelo. Desde la hornacina románica del dintel, un San Martín, repartiendo su capa con el menesteroso, nos miraba en piedra cuando llegamos al Monasterio. Aquellos fustes de la entrada estaban calientes de un sol de mayo alegre; despedían vaho de santidad y encierro por los poros de sus muros. Su ropaje de malvas y ortigas tapaban el sudor. Un eucaliptus añoso y deshojado por la muda, asomaba por encima de las tapias del huerto interior. Y las campanas tenían su badajo colgado en goterón de bronce, después del toque de Maitines.
Don Satur, en cambio, iba que no cabía en sí de gozo. Por fin, si no una Santa, al menos lograba que nuestro pueblo diera una Virgen, como las que quería San Ambrosio para esposas del Señor, y una hija a San Agustín. Adela, ya no era Adela. Dejaba de ser una mujer para convertirse en esa cosa tan diluida que encierra el nuevo nombre monástico: Sor Ana María de las Dulces Llagas. El mundo, quedaba detrás para ella. Al pasar por la portería, friso de azulejos talaveranos en ribetes de color cielo de cerámica, rezaban en verso admonitorio estas estrofas estampadas en un mosaico:
¡Jesús y qué mal haría
el que en esta casa entrare
y por descuido dejare
de decir «Ave-María!»
La celosía enrejada de madera, tremolaba al farolillo de una candela —llama votiva, mansa y quieta como la de las recoletas vidas que velaba—. La sangre del Crucificado refulgía a los brillos, en gotas de rubí que cayesen por sus llagas. Estábamos en el pórtico de la clausura. Sonó una campanilla. Desde un silencio lejano, con la suavidad de un suspiro, dejó algún pálido ramillete de dedos en jacinto, descorrer el cordel de la cancela, mientras el torno giraba. Un pasillo largo se abría a nuestra vista —alameda de tiestos floridos— con un camino de esparto alfombrándolo, rojo como una senda de sangre. Paralelo a ello, las columnas del claustro entreabrían el jardín, mimado de rosales, con los centinelas de un cerezo y un cinamomo. Mañanita de convento, todas las plantas parecían aún cantar la Luna de la noche anterior:
A la Luna, Luna
de la noche clara;
a la Luna, Luna
de por la mañana…
Aquel corro de la columnata me asoció —no sé por qué— al de las niñas de mi infancia enferma. Allí, como en una sardana, alternaba el emparejamiento de árbol y columna, eslabonados entre la sonrisa de los capiteles. El peral, el cerezo, un pino y un palmito, remataban las cuatro esquinas de los macizos de boj. Los demás arbustos eran, intercalados en los huecos de cada ramaje, como niños vegetales. En la enramada estaban las flores violáceas y de la fragancia de sus cápsulas, como en el caso del arbolito meliáceo, sacarían rosarios las monjas; unos rosarios difíciles y duros, de cuentas sobeteadas en bruñir de manos. Las trepadoras se enroscaban por los fustes, como queriendo ser acanto al llegar al capitel.
El anillo de un brocal, floreadamente enarcado por el herraje y la cuerda suspendedora de la garrucha, ocultaba entre sus profundidades el secreto del agua. Cada vez que le extraían su sangría fresca, chirriaba con lamentos de hierro estremecido. También el enmohecimiento hace lamentarse.
No se veía figura humana, ni pululaba aún por ningún lado el soplido del revuelo de tocas. Nos habían pasado a todos a una salita. Una mesa de pino, media docena de sillas en anea y un canapé de mimbre eran todo el ajuar. Las cortinas —tamiz de percalina sin lavar que amarilleaban como marfiles— filtraban la mañana dejando una luz mate, cremosa, en la estancia. Desde la pared, una estampa del Santo Patrono Carpintero, nos sonreía con su caduceo de nardos como un florilegio.
Sigilosamente se entreabrió una puerta. Por otro corredor nos pasaron a la capilla, mientras Adela se perdía en la clausura. La ceremonia iba a comenzar y la novicia era recogida por su nueva maestra y aya, no tan solícita como la Balta, pero más suave y dulce. Entonces, al fijarme en nuestra buena fámula, le vi cómo le colgaban dos esquilones de sal, más gruesos que los del goterón de la campana que comenzó a sonar. Como en el Salmo, Adela nos despidió con una mirada que le delataba su alegría interior, pareciendo repetir:
Zelus domus tuæ comedit me…
Era verdad. El celo por la casa de Dios, la consumía. Y ahora, iluminada, tras tanto sufrimiento, se la veía como el poeta dijo de la Aurora: «aun a pesar de las tinieblas, bella; aun a pesar de las estrellas, clara…». En un breve tránsito, pasando cerca del Refectorio, donde ya estaba previsto un desayuno de dulces, bizcochos y café con leche para los asistentes, nos encontramos en la capilla a la que los rayos del sol, colados por el través de los vitrales, ponían azules, anaranjados y verdes en los reclinatorios y en los bancos.
Era un templo severo y magnífico, el gusto neoclásico del XVIII. Rebosante de mármoles y alabastros jaspeados, se pisaba epitafios de enterramientos en el ensolado de la planta. Un Ribera soberbio campeaba a todo lo alto del frontis del altar mayor. Su graderío, bajo frondas de lilas que enardecían el aire de lujuriante aroma primaveral, denotaba las manos monjiles en la simétrica colocación de los floreros y los candelabros. Presidiéndolo todo, el cuadro representaba al obispo de Hipona, mitrado y con báculo, volando sobre una nube de la que tiraban cuatro querubines rollizos y coloreados a pesar de la pátina. En la parte baja, Santa Mónica, su madre, conversaba con él desde aquella ventana de Ostia, donde miraron a Cartago con nostalgia cristiana y fe de conversión. El autor de las «Confesiones», estaba contemplando un cielo más alto que el del fondo de la pintura en el que sólo podían brillar falsas astrologías de las que le pintara el maniqueo Fausto cuando le hablaba del Sol, la Luna y las estrellas. La escuela naturalista y real del maestro valenciano, había sabido distinguir con precisión las dos atmósferas, en trazos de instinto certeramente teológico. Ha sido el primer cuadro donde, en realidad he visto volar a un Santo. Era una asunción perfecta. A los dos lados del ara, sendas estatuas de gran tamaño del Beato Orozco y de Santa Rita, dos de las figuras más preclaras de la Orden, en talla policromada de escuela septcentista, cubrían su rico trabajo con una injuriante capa de albayalde en blanco, que ¡sabe Dios qué mano nefanda de ignorancias habría ordenado pintar así! En otro retablo del crucero, una dulce Concepción testimoniaba la belleza de la mujer del Españoleto que, al decir de los eruditos, había servido de modelo al cuadro.
El oro de los estofados en los restantes altares, bañado por la luz de la linterna y los nichos de los mausoleos con sus estatuas orantes o dormidas, se dejaban acariciar por el silencio. Las pechinas tenían al Ángel de la Guarda y los tres arcángeles canónicos, Miguel, Rafael y Gabriel.
Por entre el cuadriculado de una de las rejas se dejó escapar una leve tosecilla. Era el acostumbrado aviso de la sacristana, que en el cajón del torno por debajo de la grada, depositaba el recado para la misa. Don Satur, revestido de oficiante previa delegación del Prelado, iba a celebrar antes de la toma de hábito. Mi padre, como padrino, ofreciéndole el brazo a Adela, la condujo hasta las primeras gradas, mientras el Coro con el canto nasal de las monjas, preludiaba el cántico por la voz de la Maestra:
Veni sponsa Christi…
No pude contenerme de volver la mirada hacia el Coro, de donde entre una luz grisácea provenía aquel soniquete lastimero. Profesas, novicias, legas, toda la Comunidad estaba en el Oficio. Colocadas en sus sillas, al repliegue de esclavinas y faldas, las monjas parecían palomas acurrucadas en su columbario. Como una fulgencia de suave claridad lunar emanaba desde allí arriba. Tan sólo la mano de la priora, alguna vez se distinguía volando en el aire para pasar la rígida y blanda hoja de pergamino del cantoral. El facistol, parecía una casita más del palomar. En el altar mayor había quedado ya depositada la novicia.
Al Ofertorio, mi padre se adelantó otra vez para cumplir el rito, colocándose a su lado, en almohadón de rico raso carmesí. Ella sostenía un cirio encendido, tenía tapada la cabeza con un velo y rezaba sobre su breviario. Era después, al término de la celebración, cuando don Satur más solemne con su capa pluvial, dió comienzo a la ceremonia verdadera. El acólito le ofreció la bandeja al rocío del hisopo, para que la bendijese. En ella estaban el hábito, el escapulario y el correaje, que durante la misa habían estado aguardando del lado de la Epístola. Inmediatamente comenzó una procesión por el interior del templo, a todo vocerío del Salmo 117. Adela iba detrás del oficiante, y a su vez mi padre de azafate, mostrábanos el nuevo traje que la ingresante había de vestir. Llevaba la bandeja en sus manos, como se suele hacer en las procesiones de Semana Santa, cuando un penitente porta las insignias de la Crucifixión.
Entre nubes de incienso, llanto de velas y de ojos, volvimos hacia la portería. Se descorrieron los velos de la reja de la clausura y Adela hubo de entonar:
Apérite mihi, portes justitiæ, ingressus in eas confítebor
Dómino: hæc porta Dómini, justi intrabunt in eam.
Su deseo se iba a cumplir. Se le abrían las puertas de la justicia, donde desde ellas pretendía confesar a Dios, ingresando en su morada. La priora, atendiendo el ruego, salió descorriendo el cerrojo entre una constelación de cirios portados por la Comunidad que, en otra procesión, venía al encuentro de la nueva hermana. La oveja fué entregada por don Satur a otra pastora más hábil que la Balta. Tomóla la Madre, mientras la decía en latines: «Ven, esposa del Señor, a alcanzar la corona que Él te tiene preparada para la eternidad.»
Adela se postró a la adoración de un Niño Jesús que le ofrecía Sor Relicario, la última profesa, joven y fresca como un manojo de hortensias. Besada la imagen, mi hermana se volvió de cara a nosotros y nos hizo una reverencia, en señal de envío de adiós con la cabeza. Era otra de las prácticas del rito. Iba a traspasar el umbral de la clausura, y a lo que le quedaba de raíz en el mundo le daba la despedida. Mi padre hizo entrega del hábito, y el cortejo se adentró por galerías hacia el Coro. La Priora, tomando de la mano a la novicia, dispuso en movimiento el cortejo, yendo ellas dos en el centro, doradas de luces.
Era tan sobrecogedor el desgarrón para los familiares, que no pudieron evitar los cánticos, a pesar de su vocerío, el sollozo hiposo de mi madre. Mas, puesto en marcha el desfile con la pálida belleza de mi hermana en medio, iluminado su rostro de fe y de ambiciones ultraterrenas, en aquel clima de nubes de incensario y de calderones de la liturgia, daban ganas de decirla con el versículo IX del VI capítulo de «El Cantar de los Cantares»:
¿Quién es ésta que avanza como la aurora naciente, hermosa como la Luna, escogida como el Sol, terrible como un ejército en orden de batalla…?
Eran las mismas madres del breve cortejo que la recibían, las que parecían subrayárselo, como a la Sulamita las hijas de Jerusalén: «Las doncellitas son sin número». Y ella entre aquel concierto era una más, que destacaba precisamente por no haberse despojado aún de las galas que serían, cuando nos las devolviesen, el único recuerdo que nos quedara de su estancia entre nosotros. Leves sus pies, su corazón alado, inclinado en cisne el cuello al abrigo del plumón, la cabeza como el Carmelo, la palma de su estatura y el nidal de sus brazos recogido sobre el pecho, Adela era la perfección que subía hasta el prodigio, llena de delicias. Hasta Etelvina me pareció observar que la miraba con envidia. ¡Ah!, si mi madre hubiera conocido las estrofas del amoroso lirismo salomónico, cómo le habría dicho —estoy seguro—: «Vuélvete, vuélvete, Sulamita, para que te veamos.»
Pero ya la última toca y el eco de las antífonas se alejaba. Iluminado el Coro, donde Adela iba a sentarse por primera vez en su silla de cantora, distinguíamos el artesonado y el florón de la lámpara, colgada de una paloma símbolo del Espíritu Santo, sobre las cabezas talladas en la neblina de los velos. En el silencio apagado con la terminación del Regnum mundi, la voz temblorosa de don Satur se dejaba oír, preguntando desde la reja del comulgatorio:
—¿Qué es lo que pide?
—La Misericordia de Dios para vivir en compañía de las Madres —se oyó contestar serena a la voz de mi hermana.
Don Satur volvió a dejar caer gravemente:
—No le podemos dar la misericordia de Dios, pero sí creemos que nuestro Señor la usó con ella cuando la inspiró a que menospreciando el mundo escogiese a entrar en esta Sagrada Religión; de buena gana le admitimos en ella, para que viva toda dedicada a Dios, en compañía de las Madres, si no es que tenga impedimento alguno de los señalados en las Constituciones de esta Religión, de los que estará ya advertida. Si le tiene, es necesario que le manifieste. ¿Tiene alguno?
Un breve espacio precedió a la disolvente respuesta.
—No le tengo —dijo al fin.
—Pues para que en ningún tiempo pueda decir que fué engañada, o que no creyó que era tan dificultosa la vida de la Religión, le diré en breve lo que despacio ha de experimentar:
—Cuanto a lo primero, no ha de tener voluntad en nada; antes ha de estar sujeta y rendida a la de sus superiores, en todo y por todo, sin contradicción alguna. Ha de macerar y domar su cuerpo, trayéndole a perpetua servidumbre, con áspero vestido, pobre comida y abstinencia; con largos ayunos, con soledad grande, con penitencias muchas y mortificaciones continuas, trabajando de día y velando de noche. Si todo esto así guardare y cumpliere, yo le prometo de la parte de Dios la vida eterna…
Era terriblemente atemorizador el programa de aquella vida para alcanzar el premio de ser grato a las alturas. Pero aún quedaba otra interrogante conminatoria a la promesa para inquirir si los propósitos eran firmes.
—¿Atrévese a cumplir con estas obligaciones propuestas? —atenazó la última pregunta del celebrante.
—Con la ayuda de Dios, sí me atrevo.
—Pues recibirémosla para que pruebe en un año lo que ha de guardar y hacer en el resto de los que Dios le diere de vida, si es que hubiere de profesar en nuestra Sagrada Religión.
Otro latín sentenciador colgó en el aire, Dóminus, qui incepit…, y cuando oí el Amén nasal de las monjas me asocié a su acento con una rúbrica de «así sea» confirmadora. Se oyó un sonar de anillas y alguna cortinilla debió descorrerse. Eran los velos de las rejas. Ya nada veíamos. Sólo un «tris-tras» leve, de tijeras, debieron hacer caer una lluvia de rizos en la tonsura. El pelo de Adela, aquella arracada de ébano en hebras, nevó sobre las losas en mechones. Un vacío me lo anunció en el interior del corazón. Hubiera querido que me dejaran pasar a recogerlo —siega de la clausura, cosecha de última feminidad que moriría entre el escobón de alguna lega—. Era como si me hubiesen cortado tendones, venas y nervios. La seda negra de los cabellos era ya un vellón de alfombra. Ahora comenzarían a desvestirla. ¡Adiós pulseras y anillos, el jubón de terciopelo, las enagüitas de hilo y el encaje del pechero! Otra escalinata de rezos:
exuat te Dominus véterem, etc.
En cambio, por su cabeza ahora monda, entraría el picor de la lana para el cuerpo —sacrificio ofrecido a la pureza mariana—; la carne que se granearía de privaciones hasta hacerse magra por el cilicio y la ausencia de agua; la media de algodón acanalado —Dominga le había regalado algún par— en vez de la dulce tactilidad de la seda; el borceguí indomable y duro de contrafuertes, la asfixiante caperuza almidonada que, con la cofia, en el verano concentra el sudor como en una marmita.
«En el nombre del Padre…» —la Priora hace la señal de la cruz a medida que le va imponiendo cada prenda. El sayal blanco, rígido, la ha dejado como una aparición de fantasma amortajado. Corrido el cortinaje, le iban dando cuenta a don Satur de cada parte de la vesta que la incorporaban. Cuando tuvo la toca, y el púdico sobretodo de franela blanca que le llegaba hasta los pies, se la mostraron de nuevo para que éste la impusiera el escapulario. Luego vinieron el hábito negro y más bendiciones y oraciones; la correa, el velo. Ya estaba convertida en una monja. Adela, desde el óvalo blanco de la cofia, era una miniatura de Isabel. Marfil de cara y nieve de almidón, en una aureola de siena tostada y caliente de negros. Así era su rostro, diminuto, angelizado.
Inundada de latines y más latines se postró al lado de la sacristana en una actitud de Fra Angélico. Sus dedos semejaban una vara de nardos. Pero todavía faltaba el entierro simbólico. Tendida en el suelo, midiendo con su cuerpo en forma de cruz, selló el tablero de ajedrez de las losas blanquinegras. Era una impronta de carne, inmóvil sobre la madre tierra y guardada por los cuatro cirios simbólicos. Desde el órgano rompieron las notas del Veni Creator… Todo iba saliendo conforme nos lo había explicado Dominga.
Concluidas las oraciones, un salpicado de agua bendita cayó sobre sus vestiduras, y levantada del suelo por la Maestra de Novicias, ésta se la ofrecía de nuevo a don Satur. Él la recomendó de que en vista de que las Madres la habían tomado en su compañía, fuese a mostrarles su agradecimiento dándoles un abrazo a cada una. Besó, reverentemente de rodillas, primero, la mano del Pater; luego, al igual, la de la Priora, y empezando por el lado izquierdo del Coro, prosiguió hasta la última del medio círculo completo que hacía el Capítulo. A medida que pasaba, todas iban quedando arrodilladas en señal de homenaje y bienvenida a la nueva hermana.
Vendavales de fuelle insuflado por el organista y las voces de todo el metal de la trompetería expandieron con exultación hasta las reconditeces del último ámbito de la iglesia el himno al Santo Padre San Agustín que la Comunidad cantó con su mejor entusiasmo. Estábamos terminando. El campanario también se asociaba al festejo, y efectivamente, ahora las campanas no parecían tañer quejumbrosamente. Un hálito de nueva vida corría por el aire del convento. En prosternación final se invocó el Ora pro ea… Nuestra hermana Adela quedaba transformada en una novicia de coro. La voz de don Satur preguntó finalmente:
—¿Se quiere mudar de nombre? ¿Con cuál ha de figurar al servicio del Señor?
Díchole el elegido, la conminó de nuevo:
—Puede pasar a ocupar su puesto. Ya sabe que su lugar es el último de todas.
Y la entregó a la Maestra de Novicias, que a partir de entonces la tomaba a su cargo. Mi estómago acuciaba ya hormigueante la demanda del desayuno suculento, que entre el primor de las manos confiteras de las monjas y el donativo de mi padre habría de rebosar en hojaldres y pastelería. Unas flores para el Santísimo, en nombre de la recién ingresada, fueron mi dedicatoria al adiós de mi hermana. Cuando se las entregué a la sacristana, sus corolas estaban ya mustias de las lágrimas de la Balta y los estrujones recibidos en el emocionario de aquella hora y media larga que duró toda la salmodia. En la mesa, presidida por don Satur y la Priora, las monjitas tuvieron la gentileza de ir colocando algunas florecitas de mi ramillete. Iban, como una greca, ribeteando el largo de la mesa por entre los tazones y los sabrosos bollos de flor de harina. Cursimente, todo armonizaba: la loza vasta, el papel de puntillas de la tarta y el desnudo y blanco mármol de la mesa del Refectorio.
Adela no asistió con nosotros al refrigerio. En cambio, don Satur, felicitando a mi madre, se tomó dos jicaritas de chocolate espeso, y parecía más satisfecho que nunca.
—Mi enhorabuena, señora —le dijo a mi madre—. Ya tenemos una sierva en Jesucristo.
Al salir nos dejaron darla un beso: a mis padres, desde la primera celda del locutorio. Después, a cada uno nos daba a besar también, pero sólo la punta de su correa, oliendo todavía a curtido recién fresco.
—Adiós, Adela —le dije yo—. Que Dios te dé en premio la beatitud que le pides.
Cuando se acercó Etelvina, tuve especial cuidado en fijarme en su expresión. Era la de un perdón dulce, plácido, bienhechor. Al repetirle el mismo deseo, sonriente, pero serena, le contestó, «así sea», aunque ya con voz monjil. Entraba en la vida contemplativa. Lunarmente, como decía Miró, se le iban enfriando de esa otra luz más alta el rostro, los cabellos tapados y su palidez en la nueva soltería de bella y desposada a un tiempo. Era un nuevo abstraerse para poner los ojos al Cielo en la mirada anhelante al Padre de todas las criaturas, lo mismo que los luceros se recrean ante la presencia brillosa y refulgente del disco grande.
No había tenido ni un gesto de emoción vacilante. En la procesión, decidida y firme, pisaba con ingravidez. Era una aparición, como la noche en que la vi alejarse del patio bañada en sudor lunático de glauca irradiación. Etelvina, en un aparte, me dijo:
—Parece que viene muy resuelta. Y estaba monísima cuando le han puesto el velo, ¿te has fijado?
Me daban ganas de decirle: «Todo ha sido por tu culpa.» Pero opté por callarme y asentir con un sí cortante y entrearrancado de mis consideraciones. Si aquel día había un hombre solitario paseando por la ciudad como le hay en todas las ciudades del mundo, ése no debía ser otro que Raúl. Me le imaginaba atormentado de pesares, dándole guardia al convento. Embozado en una capa, por la noche, para filtrarse en sombra por las tapias del huerto entre las ramas del eucaliptus. Adelantado de la madrugada para recoger los primeros acentos de «Maitines», y a las tres, en la hora caliginosa de la siesta, sorbiendo las campanadas de la última llamada de las «Vísperas». Crucificado a las cuatro horas de los rezos canónicos, para recoger del coro la voz de una novicia que había tenido el más blanco y limpio amor para convertirlo en mantel de altares, antes de que se deshojara el lino en la ingratitud.
En cambio, allí dentro quedaban la meditación, la austeridad, el cilicio duro, la obediencia, la sumisión y el renunciamiento. Todo para Dios, nada para él, que no había sabido apreciarlo. Ese hombre pasearía ahora solo, perdido, nostálgico, añorante, con la cabeza, el estómago y el corazón vacíos. Era su castigo.
Miraba a Etel y la veía lejana a él y a la comprensión de tan distintos estados de ánimo. Inconscientemente, ni siquiera podía figurarse que ella había sido una gran parte causante de aquel enterramiento al que acabábamos de asistir. Cada uno teníamos un vibrar distinto: el de Adela, fervoroso; el mío, averiguante; el de la originaria, ignorante, y el de Balta, compungido. Sólo la tía Sole estaba Lunar como siempre, pero un poco más curvada, en cuarto menor, afilándosele las puntas de su cuerpo en el encorvamiento de la vejez. Don Satur y mi padre iban por delante, camino de la Plaza Mayor. Mi madre, sostenida en la Balta, resignada, diciendo:
—Siempre lo tenía dicho yo… Esta hija, esta hija. Era tan afectiva. Y ¡qué vamos a hacer sino conformarnos! Dios lo tendría dispuesto así.
Veía marchar a Etelvina, pisando pizpireta con el vuelo oscilante de sus faldas, prometiendo una sensualidad de bayadera caliente en sus caderas onduladas y firmes. Su presencia era el mundo, la carne tentadora y provocativa. Entre el alfa y el omega de aquellas dos mujeres, tan distintas, pero tan afines en su instinto femenino del amor, la vida marchaba como entre los cometidos que les están confiados al Sol y a la Luna; uno para excitar y remover, para imprimir en las cosas y los seres el movimiento, la transmisión; la otra, para el aletargamiento, para ser aroma quieta en la noche y hacer sentir a la parte más etérea de nosotros mismos. Sin embargo, con los dos se rige nuestro mundo.
Etelvina brillaba y hacía brillar. Adela se helaba al otro brillo más suave y dulce, más de plata, menos quemante. Todo su calor lo habría dado, y en el matrimonio hubiese sido igual, sometida a la luz de su marido al que hubiese querido con esa perennidad y constancia inmóvil del astro que brilla en sus fases regulares e invariables, pero siempre idénticas en intensidad y tono. No como la otra, su apasionamiento era más constante y fiel, aunque se apocara en la debilidad de su carencia de dotes de luchadora. Luz, de fuera para dentro, como la vida interna de los iluminados y los predestinados.
Todavía, en un ademán incitante, Etelvina se acercó hasta mí y agarrándome del brazo, me dijo:
—Chico, ¡qué meditativo vas! Anda, dame tu brazo para que me apoye, porque estos guijos son fatales para mis tacones. No sé a quién se le ocurre empedrar así las calles. Cosas de estas ciudades provincianas, que tienen la misma vida que hace doscientos años. No hay un sitio donde ir a tomar el té, ni un bar, ni nada ¡te digo! Así me explico que estén aquí todos los conventos. Si te fijas, verás que hay uno, por lo menos, en cada calle.
Pasábamos por un callejoncito entoldado, angosto, que ya daba a las arcadas grandes de la Plaza. Un sol de media mañana se recreaba en los balcones y las rendijas de las puertas. La acera era estrecha, y yo, aunque la llevaba por dentro, tenía que dejarla que se afianzara en la marcha sostenida por mi apoyo. Nos cruzó un teniente de la última promoción de Academia, bonito como un San Luis recién pintado. En su traje de gala le refulgían los cordones, el correaje, la gola dorada, el sable de reglamento. Cortésmente se bajó de la acera para dejarnos paso. Instintivamente noté cómo se estoquearon las miradas de él y de Etelvina en una esgrima de aceros de curiosidad. Mi prima, por ejercitar este juego de atracción, dió un ligero traspiés con torcedura de tacones —esa especie de zancos que en el calzado deben dar una sensación de martirio más que de elegancia, aunque sirvan para pronunciar mejor las prominencias de la escultura femenina.
—¡Ay! —dijo Etelvina, aferrándose más a mi sujeción.
El teniente volvió la cabeza e involuntariamente hizo un gesto como de querernos ayudar. No era necesario, pero la interesada recogió inmediatamente el halago.
Ella sonrió, y otra mirada rápida, coqueta, que se le escapó como uno de sus rayos de veloz seducción le dió con los ojos una envolvente y tierna caricia de agradecimiento.
—No ha sido nada —me dijo después a mí.
El militar se quedó suspenso.
—Verás cómo nos mira ahora —musitó ella bajito a mi lado.
En efecto, el teniente se había cambiado de acera, y en ella, plantado, nos miraba alejarnos. Casi descubrí en su actitud que tenía intención de seguirnos.
—No mires —me requirió Etelvina—. Déjale; si seguimos por la Plaza Mayor, ya verás cómo vuelve a aparecer en alguna de las arcadas.
Era sorprendente y maravillosa su seguridad y su precisión. Así se cumplió, en efecto, su pronóstico. Antes de llegar a las tiendas y a los comercios de la primera vuelta, el mílite apareció de nuevo, mirándonos desde lejos. Venía de frente y quería hacerse el distraído, como el encontradizo, hasta tenernos muy cerca. Nos cambiamos otras miradas de juego. Etelvina, ahora, se hizo la interesante. Me habló en voz más alta de cualquier fruslería. Me di cuenta del hábil manejo. Pero me dejaba estupefacto aquella precisión en conocer el desenvolvimiento de sus redes, como cuando de un pescador obtenemos la comprobación de que la presa ha caído después de anunciarnos el botín por una ligera oscilación de la cuerda.
Ella era así; experta en el empleo de sus artes. Me dió un poco de asco y me volví hacia la Balta aparentando cualquier disculpa para desasirme de su brazo. El teniente había girado sobre sus pasos. Ahora atisbaba desde un escaparate, valiéndose del reflejo de las lunas. Nada debía de tener que hacer, por lo visto, y la Ordenanza no le obligaba a presentarse en su cuartel por ser hora de paseo. Teníamos conquista. Desde que se iniciara, Etel hacía una mueca de cojera que le daba cierta gracia y más aliciente a su andar.
—Pero, ¿te has hecho mucho daño, hija? —le preguntó tía Sole.
—No, mamá. ¡Qué cosas tienes! Es un poquito de castigo —dijo riéndose en alto y con segunda intención, para que su sonerio tentador se desparramase en el aire como una llamada convenida. Era el mismo reclamo de la codorniz.
—Después de todo, es muy divertido —añadió.
—Ten cuidado —dijo mi padre, aludiendo también con cierta picardía—, porque si andas a saltos te van a dar alcance.
Estaba visto. Era la Etel de siempre. Dejaba huella por donde pasara. Hasta en la servilleta de las monjas, donde sus labios estampados al rouge habían quedado para escandalizar a las monjas, al par que dificultasen su exiguo lavado. Iban comentando esto, con la Balta, cuando me acerqué al grupo.
—Siempre hace lo mismo —decía su madre—. Y le tengo dicho muchas veces que a mí no me gusta nada manchar así las ropas.
—Dígamelo a mí, que las he tenido que lavar —subrayaba Balta, recordando sus tiempos en la antigua casa.
Ahora, Balta estaba a mi lado como un perrillo, rastreando sus pies aplanados, pesados, embutida en su traje dominguero como una seglar del Servicio Doméstico. Se hallaba aún impregnada de inciensos y de asombro, y recordé mis últimas palabras con ella, cuando al subir por entre crujías de locutorio, sillas de paja y revuelo de tocas dejó caer, sollozante en mi oído, su impresión comparada:
—¿Ha visto, señorito? ¡Qué guapa estaba y qué pena me daba verla! Se ha quedado como la Luna, engarzada en un salterio de luces y de rezos.
Parecía insinuárseme otra vez.
—Sí, Balta, sí. Ya sé lo que me quieres decir —repuse ensimismado en el fondo de todas aquellas comparaciones que me habían venido acompañando durante el transcurso de la vuelta.
—Está, sí, como la Luna, quieta, fija y brillante. Pero nos impiden verla las nubes celestiales. Ya nunca más. El eclipse se ha dado.
Así quedaba nuestra Adela en su celdario, mientras nos deslumbraban las alegrías candentes de Etelvina. Y entonces, ayudado por la imagen sugerida por la Balta, identifiqué mejor a la criolla. Nada de Sol. Era esa estrella Polar, guía de los navegantes, que, cuando no refulge la otra antorcha grande, brilla como una fría lágrima en el cielo.