DE MAL EN PEOR, el estado de Adela se vino haciendo alarmante. Los últimos meses los pasó extenuada en la cama sin poder levantarse. Como la Sulamita de «El Cantar», estaba enferma de amor. «Busqué al que ama mi alma. Busquéle y no le hallé. Levantarme he ahora y cercaré por la ciudad, por los barrios y los lugares anchos buscándole».
Su fiebre era de amor y le encenagaba el corazón. En todo tiempo desean las mujeres apasionadas de amor tener presente a quien aman, «y en las noches mucho más —dice Fray Luis de León—, porque con el silencio y sosiego de la noche quedan más desocupados los pensamientos y sentidos para pensar en lo que aman y así el amor se enciende más».
De estos insomnios los conocía todo el pueblo por la luz de su cuarto que era la más tarda en apagarse en la alta noche, brillando como una lámpara votiva. Nuestra casa era al tipo clásico de las viviendas rústicas. Desde su habitación en la planta principal, vestida con ajuar sencillo e iluminada por dos ojos de ventana, todo el vecindario sabía cómo un alma vigilaba. Desde la plaza, por el nidal de cigüeñas de la torre y tras los ventanales de la escuela o las otras casas sencillas, se veía nuestro tejado enhiesto y reverberando como un faro.
Pero aquella obsesión degeneraba. El amor, para ella, era como una madeja en la que devanaba, ensartando, celos y recelos. Estaba en la niebla perpetua de su ansia y aunque fatigada de buscarle no podía mandarle decir de su congoja ni de su cansancio, pensando siempre en una búsqueda inútil. No podía más, para inducirla a su vuelta, que quemarse en su vivo y ardiente amor —hoguera como la de Iseo, mas sin Tristán ni violines—, pues aunque si se ama se complace en el mismo sufrimiento, nada tan estéril como afilar nuestra imposibilidad en la piedra del abandono.
No quería ni comer, y en manjar alguno por caprichoso que se le presentara llegaba a apetecerse. Tuvo una época de mutismo absoluto. Sólo de vez en vez decía máximas con carácter de sentencia, que venían muy improcedentes y extrañas de lugar, como aquella de Alfredo de Vigny:
—«Sólo el silencio es grande; lo demás es flaqueza…»
Tenía un libro de la Biblia en su cabecera, del que consumía grandes ratos de lecturas largas como tragos de un sediento. También alternaba con el «Tratado de la Oración», de Fray Pedro de Alcántara. Todo ello le era tolerado, y a mí esta norma que para con ella se seguía, ni me convencía ni me parecía adecuada. Yo era de opinión de cambiarla de lugar y residencia, como primera medida; pero no hubiéramos tenido con quién mandarla.
—Creo que estáis haciendo una tontería —le dije a mi padre— al dejar que la chica se abandone de esta forma.
—¿A mí me dices? ¿Qué tengo yo que ver con esto? ¿No está ahí don Satur, que es el que entiende de estas cosas? Él sabrá lo que hace.
Pero don Satur no desautorizaba. El ayuno es una práctica de la virtud —decía— cuando se ofrece como sacrificio. Y citaba ejemplos: Ángela de Foligno estuvo doce años sin probar bocado; Santa Catalina de Siena, ocho; Santa Lidwina, veintiocho. Tampoco le extrañaba la falta de sueño natural: «había habido Santa de éstas que durmió hasta tres horas en treinta años, y la de Siena dormía media hora cada tres días».
—Pero, mi hermana no es una Santa —replicaba yo.
—Es igual. Quizá vaya camino de ello.
Era inaudito. Una comezón de dudas me asaltaba frente a todo esto. Teníamos una enferma moral en sufrimiento, y estaban mixtificando sus padecimientos. El médico había renunciado a sus diagnósticos científicos y se limitaba a observar, acaso con gran escepsis como la mía. Un día se agravaron nuestras preocupaciones viéndola como a la Salesa de Nancy, Sor María Luisa Rivet, exclamando:
—Le veo, está ahí. Me tiene abrazada y su aliento penetra en mí y siento como aspira mi alma.
Había surgido el éxtasis. No —pensábamos algunos—. Es la alucinación.
—¿No serán visiones místicas? —demandaba mi madre.
—Vaya, vaya; no digáis eso —atajé sin poderme contener—. La Mística es una cosa muy seria para que esta niña empiece a darnos estos arrobos. Dejaros de esas cosas.
Don Satur, reponía por su cuenta:
—¿Qué sabemos? Dios tiene muchos caminos para llegar a las almas.
—¡Bah!, ¡qué cosas!
Y me daban ganas de decirles a gritos lo que sabía de los cardos y los sonajeros.
—No hagáis caso. Es una lunática. A quien ve es a él, al otro; no al espíritu del Amor. Su corazón está contaminado como una fruta roída.
La Balta se arrodillaba a sus pies y extremaba el celo de su cuido. Se había hecho su mejor aya. No tan encariñada por ella como por Etelvina, sin embargo con el estado de astenia y aquellas transfiguraciones, la buena pastora desde que yo la introduje en casa en vista del acontecimiento, había venido a convertirse en la mejor enfermera que hubiéramos podido encontrar para Adela. En un año se había afincado tanto al nuevo corazón sufriente que resultaba el mejor apéndice sentimental del yo amoroso, siquiera ella no sospechase las causas y motivos que habían dado con aquel padecimiento, y sobre todo quién era la persona mortal que lo originara. En cambio, yo no podía apartar de mi mente la vista de un bigotito de galán de cine en el apolíneo cuerpo de un figurín mutilado, cual le viera la última vez, como en uno de esos dibujos surrealistas: muletas, media cara, un plinto y un alfanje.
Desde luego, Adela era otra. Su cara se había prematuramente surcado; ponía la vista indefinida y muy brillosa en el vacío, sin preocuparse de los que la rodeábamos. Ante mí, incorporada, parece que la estoy viendo. Su pelo era ahora como las trenzas de la Magdalena de Juan de Juni, cayéndole por el pecho mientras contemplaba un Crucifijo. La boca semiabierta, las manos tendidas sin fuerza hacia adelante, parecían ir a coger algo suspenso en el aire e invisible, que, al no hallarlo jamás la determinaban a cruzarse con ademanes desesperados sobre el pecho. Los ojos fulgentes, más terribles que los de una loca, denotaban el cristalino dolorido de llorar mientras todo el rostro, ceruleándose, se iba convirtiendo en un marfileño mate de imagen policromada.
Aquellas acidosis del ayuno había que sospechar que no eran nada convenientes y que, por tanto, podían predisponer muy bien a las visiones que habían dado comienzo. Sobre ello, decía también conmigo mi amigo, el hijo del boticario:
—Todo eso son bobadas. Ya lo dice Santa Teresa en «Las Moradas»; está perdiendo el tiempo y su salud. Con dormir y comer se le quitarán esas pamemas que no son ni tienen nada que ver con Dios.
Claro que, por otra parte, sin embargo, el médico basándose en las opiniones del doctor Ewald, cuando el caso de Teresa Neumann, decía que no quería arriesgarse sobre interpretaciones que entraban en el dominio de la Fe y que había que colocarse en la actitud de un observador clínico sin prejuicios. Andaban todos hechos un lío. Di en observar con la mayor atención a la paciente. Anotando que una de sus lecturas preferidas eran todos los relatos hebraicos del Antiguo Testamento, tan exornados de los ricos lirismos del lenguaje oriental, me fijé que había devorado en el último tiempo el «Levítico», «Las Profecías», «El Libro de los Reyes», los de Esther y Ruth; en fin, todo el salterio y una copiosa bibliografía de esa ñoña que se hace sobre las «Vidas» de los Santos. Con ello y la Balta por confidente, había depositado en tal género de literatura el hórreo de sus pesares, ya que hasta que llegó lo alarmante nadie había prestado atención a esos atrabiliarios deleites. Hacía algún tiempo que una vez le despojé de una edición de «El Cantar de los Cantares», que ahora había vuelto a aparecer sobre su mesilla.
—Ya sabes que esto —le dije— la misma Santa Teresa dice que no lo pueden leer todas las jóvenes. Ya ves; hasta a Fray Luis de León le costó la cárcel ponerlo en romance…
—Déjamelo, por favor —suplicó.
Muchas veces tenía lucidez completa. Entonces se prestaba a conversar. Yo aprovechando esos momentos, sobre todo si coincidían con las ausencias de don Satur, trataba de sondear en qué estado de conocimiento y preparación se hallaba con respecto a estas materias. Pero, siempre deducía que era la misma hermana de nuestra niñez, con una mente infantilizada, imaginativa y propensa. Hasta me enternecía, porque veía claro su sufrimiento y estaba expuesto a contagiarme de él. La oración, en ella, base preliminar de la vida espiritual, era mentalmente y quizá exacerbada por estas lecturas. Pero en este período se trabaja mucho y se goza poco, porque el gusto que se experimenta en la oración no responde al esfuerzo del ánima. Sacando agua de un pozo, como el que riega un jardín, quedan aún muchas jornadas como las de la mortificación y la humildad, que es preciso andar.
Amaba, sufría y quería. Pero estaba en un mar de confusiones como los principiantes de toda mística. San Buenaventura comienza por un racionalismo espiritual; Fray Francisco de Osuna, por un recogimiento afectivo; San Juan Clímaco, por una alegoría escalonada como la de San Juan de la Cruz en su «subida al Monte Carmelo», entre escapes poéticos que mi hermana venía tomando por peldaños de amor.
—Pero tú, ¿no confundirás una cosa con otra? —le decía.
—Yo lo que sé es que amo; quisiera sufrir mucho, mucho, por amor. Y ofrecérselo a alguien que correspondiera. Ése no es más que Dios.
Era muy simple todo esto, pero era un deseo ferviente. Y es que no había término medio. O creer, o haber nacido para hacer creer. Las supersticiones son un escape para los que no saben creer más alto. Mi hermana había creído en esto del amor, y su fe era más fuerte. Iba a salvarla. Si no podía creer en la pequeñez minúscula de un hombre, era mejor que creyese amorosa en el Padre de todos los hombres. Por ese lado, podía tener razón su confesor. El desengaño no era más que el motor de la evolución.
—No importa que sea pecadora —decía el cura— porque San Bernardo lo dice y el propio San Agustín: «Puede no sólo respirar la confianza del perdón, sino aspirar confiadamente a contraer la más íntima alianza con el rey de los Ángeles, y celebrar los mismos desposorios con el Verbo Divino».
Mas lo primero, a mi juicio, era echar de ver y saber si estaba en pecado mortal. Si no, era imposible que la divinidad se le manifestase. Así lo habían discutido en algún tiempo los exegetas de estos estados, pero desterrada la opinión del maestro Osuna, había que seguir a la Mística Doctora, cuando declara: «acaesce muchas veces que el Señor pone un alma muy ruin, entiéndese no estando en pecado mortal entonces, a mi parecer; porque una visión, aunque sea muy buena, permitirá al Señor que la vea uno, estando en mal estado, para tomarla así; mas ponerle en contemplación no lo puedo creer». Así es, que traté de sonsacarla:
—Bueno; ¿pero tú ya has abjurado de tus idolatrías y antiguas mañas? Se lo has manifestado a don Satur ¿aquellas consultas de los oráculos, tus baños de Luna?, etc… Tú decías que eso no se podía confesar.
—Lo sabe todo —me dijo—. Se lo he dicho, sí, sí; pues claro está. Nada le he ocultado.
Con ello tuve un respiro de alivio, ya que la duda me tenía intranquilizado y me hacía más escéptico. Porque, de algunas conversaciones habíamos sacado la conclusión que lo que don Satur quería era tener una santita en el pueblo. Estaba solazado de pensarlo, como si fuera un descubrimiento en la pacífica vida de nuestro lugarejo. Hasta lo comentaba y todo con la gente.
—Así empezaron Catalina Emmerich y la visionaria de Konnersreuth —les decía—, aunque esta última no esté aún en los altares —e ignorando que aún no había muerto, seguía—: Pero eso, son cosas tardías de la burocracia eclesiástica, rémora como todas. ¿Y qué me dicen ustedes de la prodigiosa conversión de Eva Lavalliére, siendo una mundana famosa como era? No se sabe nunca a lo que estamos expuestos. ¿Por qué no hemos de tener la gloria de una escogida entre nosotros?
Todo esto, luego se comentaba en el Casino y era el pasto de conversaciones entre incrédulos, indiferentes y hasta entre los republicanos. Tales cosas dieron lugar a que tuvieran que llamarle la atención desde el Vicariato a don Satur, por entender que poco menos estaba dando origen a un conflicto político entre las fracciones del pueblo, ya que poco a poco, con su entusiasmo, le estaba preparando a mi hermana una hornacina para los altares. Y el problema de suscitar la santidad en vida siempre es complicado y engorroso. Se tropieza con dificultades de envidias, aparte de las dudas naturales, en el proceso de beatificación, con que mucho más para decretarlo en presencia de la víctima, como quería aquel bueno del cura. Vinieron hasta algunos observadores a presenciarlo, con la disculpa de sus anotaciones imparciales. Hasta un periodista quería sacar unas crónicas creyendo que era un nuevo fenómeno de La Codosera, con el que poder embaucar a alguna empresa periodística y a sus incautos lectores.
Pero los éxtasis no se daban con regularidad, ni a lo mejor cuando hubiese quien pudiera atestiguarlos. Ello les defraudó a muchos. Un catedrático de Psicología dijo que eran producto de una exuberante fantasía. Todos eran a querer saber y a aturdir.
El trance consistió una vez en que Adela, con los ojos abiertos y fijos, permanecía la mirada clavada en el infinito. Duró de cinco a diez minutos y después de un intervalo de descanso, de una media hora escasa, volvió a sumirse en el arrobo por espacio de otra hora y media. Al despertar de este ensueño despierto, estaba deshecha. Bostezaba y se desperezaba como si surgiera de un prolongado dormir, estirando los miembros, más no recordaba una sola de las palabras pronunciadas durante la visión.
En orden a la gracia, es esencial esta suspensión de las potencias, aunque no lo característico del verdadero éxtasis místico. De uno a otro fenómeno, la diferencia está en la inmutación de la parte sensitiva. En grado de confusión, estábamos pues, con respecto a lo que acontecía con Adela. Cuando Santa Teresa describe tan minuciosamente la parte externa de los éxtasis, dice en la «Vida», que le dejaban el cuerpo tan ligero que toda la pesadumbre de él se le quitaba, cual si no posara los pies en el suelo. Y cuando llega el arrobamiento, los miembros como fueran sorprendidos, aunque estando todo él (el cuerpo), como muerto; pocas veces se pierde el sentido; «algunas me ha acaecido a mí perderlo del todo, pero pocas y poco rato». Nada puede hacerse cuanto a lo exterior, oyéndose como cosa de lejos. Los ojos, cerrados o abiertos, si se mantienen en una de las dos posiciones es por la misma luz de la visión y nada ven ni entienden de lo que no sea esta misma.
Cada personalidad tiene un modo distinto de producirse en estos casos. Pasa como con los estigmatizados; en unos, las llagas son permanentes, en otros, desaparecen a temporadas para volver a reaparecer. Y mi hermana también acabó dándonos esta sorpresa. Un rosario de úlceras le corría a lo largo de la columna vertebral. Lo más lógico era pensar que se le habrían producido de su larga estancia en la cama, siempre tendida como una muerta en posición de mirar hacia el techo. La espalda se le había llagado y las cicatrices no se le cerraban. Sobre esto, uno de los médicos que vino, muy racionalista, dijo que era falso y un fenómeno de histerismo. Las llagas pueden ser un prodigio sobrenatural, pero muy a menudo incurren en embaucadoras supercherías, como ocurre con las sesiones de espiritismo. Al efecto, contó un caso muy curioso: Un zapatero alemán, Pablo Diebel, se presta sin escrúpulo a mostrarse públicamente en distintos lugares de Suiza, Polonia y en el Jardín de Invierno de Berlín hacía algunos años, deslumbrando a la gente con un pretendido fraude sobrenatural. Lloraba lágrimas de sangre y mostraba en su pecho una cruz ensangrentada. Pero, cansado de dejarse explotar por sus empresarios y exhibidores que lo muestran en las plazas públicas, descubre su truco como un ilusionista. Dos horas antes de la representación se trazaba sobre la piel dos rayas con un objeto duro, rayas que desaparecían rápidamente sin dejar huella alguna. En el momento oportuno, un gran esfuerzo muscular hacía que afluyese la sangre al sitio previamente lesionado, e inmediatamente se formaba una cruz sanguínea, quedando la piel circundante exangüe.
Mi padre se ofendió mucho al oír este relato. Dijo que no podía tolerar que estuviésemos exhibiendo la desgracia de mi hermana como una reliquia y que en adelante prohibía en absoluto que anduviéramos en visitas y consultas. Le habían contado que si las postraciones de Adela eran verdaderas, había una casa cinematográfica dispuesta a ofrecer una porrada de miles de duros porque se le dejara tomar un éxtasis con la cámara. Creían los buenos peliculeros con esa desaprensión que tienen para todo, que hasta saldría el halo y que las visiones de la iluminada se recortarían en la pantalla. Aquello había herido la sensibilidad aldeana del pobre viejo. Su dignidad se había ofendido en tal forma, que estaba ahora armado de las más ridículas suspicacias. Quería hasta registrar a los que llegaban a la casa, por si traían oculta alguna máquina fotográfica o cosa por el estilo. Sin ser un creyente absolutista y fanatizado, estimaba muy lamentable el percance familiar para que fuese exhibido en el escaparate de un cine o en los reportajes sensacionalistas de la Prensa irresponsable.
El caso no era nuevo, porque a la Neumann también le llovieron parecidas ofertas pensando que era una imponente simuladora, tan magistral en su arte escénico que podía llegar a engañar a millares de ojos espectadores con su maravillosa pantomima. Las revelaciones de Vallejo Nágera hubieran podido abrirle un rayo de luz, orientándole, en vista de la ecuanimidad de este científico en sus estudios sobre casos parecidos, y hasta alguien le llegó a insinuar y recomendar la intervención de un psiquiatra, pero mi padre ya no quería oír más de nuevas averiguaciones. Le causaba verdadero horror la propaganda, tanto que no leía periódicos, porque decía que no sirven más que para engañar a las gentes.
En realidad, los antecedentes de Adela no eran sospechosos. Todos los conocíamos. Una vida pueblerina; ascendientes sencillos; colegio, un amor, sueños. Desconocimiento de costumbres mundanas. Las más limitadas relaciones. Propensión a creencias ingenuas. ¿Qué otras inquietudes, fuera de alguna lectura, podían haberla perturbado, puesto que ni siquiera el cine era espectáculo habitual en su retiro? Los casos de paranoidismo podían ser, si acaso, un descubrimiento, pero todos nos considerábamos normales en la familia, como ocurre siempre con el que está enfermo de la psiquis. Sus vivencias eran claras, sin engramas anteriores, y no podían dar una explicación atribuyéndose a anteriores referencias atávicas. Poco había visto y con su carácter infantil, mediana cultura y la obediencia última, lealmente fiel a la dirección espiritual de su confesor, no podía incluírsela en una psicopatía peligrosa. Por ende, desde que está enferma no ha tenido otra relación que la de los familiares, pues si alguna de las visitas le dirige preguntas intencionadas, contesta con tino certero y sencillo tono respuestas adecuadas.
En una ocasión, con zahiriente ironía le dije, refiriéndome a sus anteriores hábitos:
—Lo que sientes, a lo mejor son cosas de la Luna.
Muy airada y rápidamente me contestó:
—¡Qué Luna ni qué cuernos!
—Sí —le repliqué, recogiendo sin embargo su enfado— todas las veces que la Luna está en Toro es seguro que entre los dos hay cuatro, como decía Quevedo.
Otra vez, un ateote filosofastro que vino desde otro pueblo lejano a conocerla, movido por la curiosidad de su estado que ya había trascendido, al explicarle incrédulamente lo que era el histerismo como causa posible de sus alucinaciones, y decirle que tenía tal fuerza de representación que podía verse mentalmente lo que uno sentía, oyó de ella esta réplica:
—Pues represéntese usted que es un buey, a ver si le salen cuernos.
Nos dejó anonadados con la respuesta. Era demasiado procaz para su carácter y un tanto certera. Daba la casualidad, que ella desconociera, de que el individuo estaba amancebado con su sirvienta y ella le pretería por el mocerío del lugar compartiendo con ellos su solaz dominguero como lo habían presenciado alguna vez ciertos vecinos en una de las eras apartadas. Adela no tenía motivos para conocer esta contingencia, pero su respuesta había sido atinada. Con más precisión no la hubiera podido dar ni aunque se la hubiesen soplado. Para mayor jocosidad de la situación comentó la Balta:
—Habla por inspiración…
La buena sirvienta había sumado esta apostilla, como si en verdad el Verbo hubiese iluminado a la dicente. Al menos, tal debía ser su convicción. Todos reímos, como no se podía por menos. Y el aludido, sonrojado, se marchó trinando contra nosotros y aquellas beatorrerías que nos hacían creernos intérpretes de la misma Gracia.
No obstante, todos estos acontecimientos que ahora no pasan de anécdotas, eran raros y escasos en nuestro ambiente de retiro. Generalmente, dadas las órdenes de mi padre, no queríamos publicidad y sobrellevamos íntimamente el decurso de los malestares de Adela sin más difusión que las de los sabedores del lugar. Don Satur también era partidario de que no vinieran visitas ni se diera resonancia a la cosa, máxime desde su apercibimiento por las jerarquías eclesiásticas. Y, por otra parte, cualquiera estaba intrigado con el deseo de conocer la forma en que un éxtasis se produce. Yo, el primero, traté de hacerme explicar por Adela en qué manera se le producían estos fenómenos, cómo los notaba y qué era lo que veía.
Las crisis convulsivas no eran, por lo visto, fáciles de describir y comunicar a tercero.
—Lo primero que se siente de carácter sobrenatural —me dijo— es una paz interior que no sé cómo explicártela. Parece que se tienen otros sentidos y no los del cuerpo. Es como un estar a solas con la aparición. Pero para ella, en cambio, no se pierde ninguna potencia ni facultad que lo perciba; antes al contrario, todo está entero pero lo está para emplearse en su deleite.
—Entonces, ¿si se te ocasionara algún daño, no lo percibirías?
—No lo sé. Creo que no. Pero también, por otro lado, siento como si los mismos sufrimientos de la visión se reconcentraran y condensaran en mí.
Yo pensaba que, como los faquires hindúes, en esos momentos estaba propicia a los alfilerazos sin percibirlos. Algo así como lo de Santa Teresa con el dardo; más con una pena sabrosa.
—¡Ah! ¿Y tú ves? —le acuciaba insistente.
—Suelen representarme algunas imágenes.
Pero no pudo concretarme cuáles eran. Recordaré a este respecto que la Santa de Ávila las describía con mayor exactitud. Por ejemplo, cuando la escena de la Transverberación, ella misma describe un Ángel en su lado izquierdo y al propio Nuestro Señor. También habló de querubines, distinguiéndolos de los otros ángeles que por sus muchas clases —dominaciones, potestades, voluntades, etcétera— no podía detallarlos como Anatole France, aunque pudiera apreciarlos. Y le vió a uno de ellos en la mano, el dardo de oro, largo, que en la punta parecía tener un poco de fuego encendido sobre el terminal de hierro. Éste era el que se le metía por el corazón y arrancándole quejidos en cada inmersión abrasadora, al mismo tiempo la transportaba a inefables dulzuras.
Reconozco mi incapacidad literaria para transcribir ahora los padecimientos de mi hermana. No le ocurriría a ella como a Catalina Emmerich, que tuvo a su lado al excelente poeta Clemente Brentano para escribir, siguiendo sus propios pensamientos, al dictado de la extática y las referencias que ésta le proporcionara.
Brentano, más tarde, por su amistad con Wagner pasaría a darle estas impresiones que pudieron originar el que éste transcribiera en música la bella página de «Parsifal», en el sublime éxtasis del acto segundo, cuando la visión de la llaga en el costado se transmite al oyente con toda la propiedad de una joya artística.
En un transporte de aquellos Adela pronunció «Sed tengo». ¿Era física o producto de la visión? Y de ello dedujimos que quizá estuviera presenciando alguna escena del Gólgota en su ensueño; acaso la de esta Quinta Palabra —palabra azul, como la llama Ochando—. «Palabra silente, ábrega, enronquecida, agonizante… Sed de todo el azul del mar de Tiberíades y de las venas hinchadas por el añil de la sequedad, como la tarde sin saliva». Ella también la debía experimentar ahora.
Acudimos a calmar su angostura, no con vinagre por los labios, sino con húmedas caricias azucaradas en un trapo empapado, ya que no podía beber durante el trance porque peligraba de ahogarse, según nos recomendaron. Durante los éxtasis se destacaba su actitud por una elevación del tronco y de las manos, permaneciendo incorporada si antes estaba tendida. Algunos de los primeros que tomamos por seudoalucinaciones, los sufrió en pie. El pulso era normal, la respiración lenta y un ligero vaho acético se desprendía de su aliento. Al final, surgía con una debilidad que degeneraba en una crisis de sudor, para dormitar levemente por último.
Preguntada sobre si nos reconocía a los presentes, contra la opinión de un circunstante que dijo que sería inútil, puesto que en el trance no habría de identificamos, Adela, sin embargo, reconstruyó a don Satur, que también se hallaba al pie del lecho y le dijo: «Es un pobre hombre el que está cerca de mí».
No era general en ningún caso la norma de procedimiento durante los arrobos; unas veces callaba, otras respondía a nuestras preguntas. Siendo su estado de bloqueo psíquico casi completo en estos momentos, su imaginación volaba. Extraña situación beatífica la del que experimenta su realización suprema durante el éxtasis místico, que, por ser concedido a tan contadas personas, nos está vedado de comprender y nos es tan difícil de representarnos a los demás. Poco importa que el paciente sea un esquizofrénico para la ciencia, o no. Ella estaba en su entrega y le bastaba.
Balta lo tomaba todo a artículo de fe, ignorando que éstas no son cosas del dogma y que sobre ellas a nada obliga la creencia.
—Estos médicos, herejotes —decía—. ¿No ven que está asistida? Y no, que empiezan ahí a discutir.
—Pero, Balta. Ten en cuenta. El médico no puede atenerse únicamente al milagro. Ante los hechos que a nuestra vista parecen milagrosos, ellos le buscan su explicación científica, la aplicación de las leyes biológicas conocidas. Si no aciertan a explicárselos con ellas, entonces lo más que pueden hacer es detenerse y decir: «aquí hay algo que no se justifica con mis conocimientos».
—Claro —decía también mi amigo—. Lo que pasa es que el crédulo fácilmente se deja arrastrar por su ingenuidad. El materialista, por el contrario, lo niega todo. Y todos por ignorantes, unos fanática y otros sectariamente, carecen de la necesaria serenidad para profundizar en la naturaleza de los supuestos hechos milagrosos, llegando a conclusiones desacertadas.
Y se enredaban las conjeturas y suposiciones en intrincadas materias de absoluto desconocimiento para nuestro alcance. Quien recomendaba la psicoterapia como procedimiento conveniente para la curación, ignorando que esto es sólo para casos de menor cuantía; corrección de voluntades deformadas u ordenación de manías, desórdenes físicos o vicios, hasta de hábitos morbosos, como la curación por sugestión que empleara el doctor Berheim con un niño entregado a una solitaria costumbre perjudicial y vergonzosa. Salían también a relucir las doctrinas freudianas, tan en moda entonces, y su intento de aplicación al caso de la enferma. ¿Había o no subconsciente? ¿Cuál era la metapsicología de la enferma? Por el contrario, parecía que en Adela no había inconsciencia. Todo era un afán tenso, despierto y vehemente, sí. Mas, ¡ah!, la subversión quizá estuviera en el origen, como pretenden los psicoanalistas. ¿Quién tendría razón?
Solamente la Balta con su sencillez primitiva y ruda creía ver la Presencia Suprema en aquellas manifestaciones: «la llamada de Dios». Nada de tantas disquisiciones de razonamiento a lo humano. Una voz más fuerte, sobrenatural; eso era. Fe, como «la del carbonero» de Unamuno. Así, en una ocasión nos dijo:
—Ustedes siempre están buscando explicaciones que no atinan. ¿Por qué no ha de ser algo más grande?
Con su simplicismo virginal venía a poner el asunto sobre la debatida cuestión de si el exceso de saber científico no está haciendo olvidar la metafísica en la vida de hoy. Don Satur la aprobaba:
—Pues claro está —apoyaba—. Si fuese una creyente con formación filosófica podría mantener cierta incredulidad, porque dogmáticamente le está permitido el escepticismo y el creer nunca puede prohibirle la crítica. Pero, amigos míos, olvidan ustedes la intuición. Y en estas cosas de Dios, intuir es tanto como ver. Nadie mejor para esto que las almas sencillas. «Vete, tu fe te ha salvado» —añadía, repitiendo la sentencia de Cristo al leproso de Samaria—. Pero como el paralítico de la piscina, se necesita que alguien remueva el agua para poder sanar. No importa que, como él, se estén treinta y ocho años esperando.
Y en verdad, que con estas inyecciones de ánimo administradas por el buen sacerdote, nadie mejor que él para encargarse de remover el agua, no de la piscina, sino de todas las cisternas estancadas. Insistir, por otra parte, en lo de la histeria era volver a Charcot, el exitoso colega parisino de Axel Munthe; pero ni la prudencia de nuestro padre ni las condiciones de mi hermana eran de las características de las elegantes e insanas clientes del profesor de la Salpétriere. Todo el ambiente de nuestra casa —repito— era muy distinto, por su sencillez, al de las mundanas invadidas de spleen que han revelado las concupiscencias abisales en el psicoanálisis, como en unas memorias galantes.
La comidilla se había desparramado y no se hablaba de otra cosa en todo el pueblo. Las mujeres asaltaban a don Satur y a mi propia madre, preguntándoles. Era algo que obsedía, como es lógico. Incluso venían a ver a la propia Adela, como si acudiesen a un santuario, fervorosas, con unción y hasta con los ojos abiertos al asombro, cual si se fueran a asomar al más allá.
—La hija de don Antonio, la Adela, que es una Santa —decían ignorantemente.
Hasta que mi padre prohibió las visitas, incluso a la misma gente del propio pueblo. Pero entonces se reunían a la puerta y se les oía desde dentro el murmullo de sus cuchicheos en espera. Tal era la fijeza de este pensamiento común, que ninguno conseguíamos apartarlo de nuestra mente. Todos queríamos saber, como digo.
En cierta ocasión, mi madre me preguntó qué era un éxtasis. Me lo dijo casi asaltándome: si era verdad que Dios se representaba y si se le veía totalmente. Al menos, ésa era la idea que tenía la mujer, tanto oír hablar de visiones y de apariciones. Como si me hubiera mandado hacer un soneto Doña Violante, «en mi vida me vide en tal aprieto». Y no sé a cuántas vulgaridades descriptivas recurrí para salir del paso. La mujer, intrigada por tantas posibles excelsitudes de su hija, me inquiría intrigada.
—Pues verás —le dije—. Es un estado placentero de bienestar interior y goce tan hondo en el que lo experimenta, que ni los dolores más intensos pueden apartarle del objeto de su complacencia y embelesamiento, ¿me entiendes?
Pero, todo esto a mí mismo me sonaba vago, distante; una especie de definición de cursillo para aprobar. No pudiendo dar con otra descripción más clara, le dije:
—Mira madre, esto no creo que pueda explicarse ni por los mismos que lo sienten. En los estados místicos hay tanto de experimental como de supraterreno a la vez. Servirse de imágenes poéticas o de metáforas es un medio de querer hacerlo comprensible nada más. Si los procesos de raciocinio se añaden a semejantes estados, es tan sólo con el fin de esclarecer a los ojos de quienes no los experimentan los misterios de los fenómenos acaecidos en esos privilegiados espíritus.
Con lo que había leído, no podía decir más que en cuanto a Dios, está en el centro de ese castillo, cuyo encuentro se logra por la ascensión de una serie de antesalas —las «Moradas» teresianas—, guiados por los medios de la oración, la humildad, etcétera.
—Ha de suponerse el rezo en tal acepción como una comunicación espiritual, no como un bisbiseo persistente, sino como una consideración previa. Tú, ¿no sabes lo que es hacer meditación? Pues algo parecido y más frecuente. Todas esas cosas que te dicen las mujeres, son tonterías y van a acabar volviéndote loca. Como, ¡eso de creer que la chica es ya una Santa, porque tenga estos estados! ¿Quién ha establecido que la contemplación implique la santidad?
En verdad que esto de la Mística es tan insólito en nuestros tiempos, que la gente se ha dado en lucubrar que lo van a aprehender como en una fórmula matemática. Bastante es que se discuta entre científicos y teólogos, pero no para que cualquiera se ponga a dictaminar como si analizara especies vegetales.
Teníamos muchas veladas o sobremesas enteras a cargo casi exclusivo de este tema de conversación. No en balde eran ya largos y dilatados los meses que Adela nos tenía perplejos con su estado.
—En realidad, creo que ni el propio don Satur sabe mucho de esto —comenzó a sospechar mi padre.
—Es probable —asentí—. Como puede que les ocurra a muchos sacerdotes.
—De todas maneras, no cabe duda que hay ciertos caminos comunes para llegar a la «predisposición» —objetó mi madre— como eso que tú dices de la oración.
—Sí, pero una oración de coloquio, de diálogo, casi amistosa con el que todo lo puede y a quien pedimos siempre explicación de tanta cosa inasequible a nuestras ansias y a nuestros corazones. No exclusivamente el rezo monótono en la forma de mover los labios, como ya te he dicho otras veces. Eso lo hacen todos, pero ahí no hay ningún ejercicio mental, ni siquiera un intento de aproximarse a la comprensión. Y una verdadera oración debe ir acompañada de la fórmula vocal, que unas veces será súplica, otras ruego, detractación o consideración, casi hasta apelación, pero siempre indefectiblemente llamada. Y tampoco una consideración discursiva. Rezar no es un problema intelectual ni una maquinación del cerebro. Algo más sencillo: imaginarse a Dios dentro del alma, centro de uno mismo. Así y todo, aun después quedan muchos peldaños: anhelos de perfección, mortificaciones, humildades, desprecio de sí mismo…
—Pues fíjate si son virtudes de santo todas esas cosas.
—Para llegar a serlo, querrás decir. Pero, cuán difíciles de discernir en su verdadera interpretación. ¿Ascetismo? Ascetismo lo hubo siempre, y también se ha falseado cuando no se ha confundido. Hay que mortificar, sí, pero conjuntamente alma y cuerpo; no el espíritu por separado ni el cilicio solamente sobre las espaldas desnudas, como han creído muchos. El esparto o el látigo pueden estar bien; pero también la contradicción de la voluntad hace falta. El sobreponerse sobre los orgullos tan recónditos de nosotros mismos. Tampoco creo que estriba el secreto en darle a nuestra mísera vestidura mortal una penitencia excesiva, sin modo ni medida.
En cuanto a ser humildes es buscar la Verdad. Porque una falsa humildad es el disfraz precisamente de la soberbia, y eso es una mentira farisaica, falsificación y fraude tan comunes entre la gente devota. Yo, que he reprobado siempre, todas esas mojigaterías de «me privo de tomar chocolate, que me gusta, en sacrificio por tal o cual cosa», las «promesas» de hábitos u otras tantas tonterías de beatas de sacristía, me explayaba ahora con vehemencia.
El propio don Satur solía estar de acuerdo en cosas de éstas. A propósito de tales extravagancias se recordaban casos grotescos o sucedidos de alguna veracidad, como con respecto a las vocaciones. Hubo una, sobre todo, muy celebrada cuando sucedió. Fué la de un potentado que se quiso meter cartujo. Ingresó en la comunidad y los primeros meses cumplió la rígida regla de San Bruno con celo y escrupulosamente hasta en la prescripción del silencio. Todo iba bien, pues, al principio. Más a los pocos días solicitó una audiencia con el prior. ¿Qué le podría pasar al novicio? Con algún grave inconveniente debía de haber tropezado.
—Mire usted, Padre. He pensado que yo, que tengo un cocinero estupendo, podría mandarlo venir aquí y nos guisaría a todos para el refectorio.
—De ninguna manera, hermano. Eso no está permitido en nuestra Constitución. Aquí no hay más comida que la que se señala en la prescripción de cada tiempo, con sus ayunos y abstinencias correspondientes.
El hombre vió mal todo aquello, pero se resignó. Regresó a su celda pacientemente y siguió observando y guardando los ritos de la comunidad. A los pocos meses volvió a lamentarse. Era invierno y no podía soportar los rigores de la estación en aquel frío convento. Entonces expuso a la superioridad que, si se lo permitían, él costearía los gastos de instalación y combustible para una buena calefacción que templara las dependencias del monasterio. Así, estarían amables la biblioteca, las celdas, incluso la capilla, y los hermanos y legos no se verían las manos corroídas por los sabañones. El agua se helaba hasta en los recipientes más inconfesables de las celdas.
—Mire, hermano. Aquí hemos venido a ofrecer toda clase de mortificaciones, y las del tiempo, el clima o la estación no son las primeras que debamos tratar de rehuir —volvió a decirle el prior.
Al hombre le pareció intolerable. Repuso que él estaba conforme con el ofrecimiento de la vida comunal al servicio del Señor, pero no podía explicarse por qué habían de pasar hambre o frío.
Y entonces abandonó la Orden. Se construyó en un lugar apartado de la Sierra una Cartuja propia. Compró el terreno, edificó en la roca viva, cercó la finca, establecióse en ella con un mínimo de servidumbre, pero eso sí, bien dotado de despensa y combustible, y después se decía:
—Que no me digan que no se puede alabar lo mismo a Dios sin necesidad de atormentar al cuerpo con tanta inclemencia.
Sin embargo, su nuevo estado le duró poco tiempo. A los dos años de este aislamiento volvió al mundo. Con este período y el de los primeros meses del noviciado no llegó a más de dos años y medio su intento de vocación. Le habían venido muy bien para sanear su salud y dejar en el monte la finca proclamadora de su chifladura; por cierto, una fortaleza magnífica.
—Casos así hay algunos —subrayaba con gracejo el relatante, otro cura, granadino y muy liberal, que había venido desde su tierra para observar el caso de Adela, porque entre sus fieles se había dado uno bastante parecido.
A mí se me ocurrió que él podía aleccionar un tanto a mi madre, sobre las distintas graduaciones de estos estados, pues el hombre era versado al parecer y lo divulgaba además con amenidad.
—Su hija —nos decía— ha empezado por el camino de la lectura de lo que se desprende, que es una buena ayuda, sobre todo cuando se da con buenos libros. Son los primeros pasos, y es lo más frecuente: leer. Si se tiene imaginación, comienzan por discurrir sobre los pasajes o asuntos y en esa representación hay siempre un comienzo contemplativo. Es una oración, como usted ve, siempre que no se caiga en el abuso. Los mismos Evangelios mueven a esta reconstrucción mental. La religión no sería nada sin literatura. Se concentra la razón, y con ello se mueve al corazón. Hay que ver el provecho que para su perfección sacaban nuestros padres, que tenían por costumbre dedicar un rato a la lectura del «Año Santo» o del «Flos Sanctorum». Con la lectura suele producirse una consideración sobre la miseria propia, en contraste con la perfección divina o de las santidades virtuosas. Viene así un reconocimiento de humildad y surge una firme y alentadora esperanza, un deseo de perfección imitativa. Es la misma emulación que encierran las biografías de los héroes o las grandes figuras, cuando nos aleccionan con su ejemplo estimulante a aprovechar sus experiencias.
El Padre iba entrando en materia mientras aspiraba fuertes bocanadas de su cigarrillo de picaduras cuyas pavesas habían agujereado de quemaduras su sotana. Para seguirle alentando, mi madre le volvió a renchir su copita.
Mi padre insistió en que lo que se precisaba más que todo era la buena orientación, el preceptor: la dirección. No acababa de estar conforme con la exclusiva tutela espiritual de don Satur, cura de aldea y un poco adocenado a su misa y olla de grey pastoril con pocos conflictos de hondura teológica o mística. Yo creo que en el fondo le guardaba animadversión por el decidido empeño que aquél ponía en la conquista santificante de la chica, a quien la iba a privar de esa forma a la familia. Por eso insistía.
—Usted, ¿qué opina de eso? —le asaltó al granadino.
—Hombre, sí. Indudablemente es necesario un guía. ¿Quién lo niega? Y que éste tenga prudencia, experiencia y ciencia.
—Sobre todo eso —recalcó mi padre, encontrando la apoyatura necesaria y dando a entender que no concedía mucho crédito a la sabiduría de nuestro pastor lugareño y bonachón, tan entusiasta y tan ingenuo como lo era el pobre don Satur.
El relatante le replicó en seguida.
—Sí, pero no vaya usted a creer. No sé lo que es peor. La misma Santa Teresa lo dice: «Gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados.» Quizá en algunos casos es mejor almas sencillas, sin tantas letras. Ahora que, por supuesto, un director inepto mixtifica, equivoca, impone quizá un criterio erróneo, y más que guiar, desorienta. Lo esencial es, desde luego, tener una determinación resuelta. Sin que quiera decir esto, que hemos de conseguir nuestro propósito de esa comunicación sólo porque lo pretendamos como el que se dedica a un trabajo material. No distraerse de la finalidad, ni tampoco elucubrar con el pensamiento. Ello conduciría a la sequedad en la oración y produce el desánimo. Tampoco se han de pedir arrobos o deseos de gustos. Un contento exterior y un sufrimiento interno. Parecer alegres y serlo, para saber llevar esa hoguera interior y gozarse uno en ella como de su propio tesoro. Es una especie de contradicción al sentir general, que, cuando tiene un padecimiento de cualquier género, no sabe sobrellevarlo y no hace más que proferir quejas, algunas hasta con acritud. Así como no hay mejor principio en el camino de la perfección que el deseo de padecer, el más débil fundamento sería que luego pidiéramos el inmediato consuelo de gracias divinas como premio. De ese modo no se hace más que empequeñecer la virtud de nuestro ofrecimiento.
—No, evidente —dijo mi madre—. A mí nunca me han gustado esas beatitudes tristonas que parecen de palo. Ya conocerán ustedes aquella anécdota de la santa precisamente. Siempre me agradó desde que la supe.
—¿Cómo es? —le objeté yo—. No la conozco —instándole para que la contara.
—Pues creo que fué en ocasión que la santa iba acompañada por San Juan de la Cruz, a campo abierto, en alguna de sus peregrinaciones por los acostumbrados caminos de Castilla. Al pasar por alguna era o tropezar con cierta carreta, un grupo de los arrieros o yangüeses, les gritaron con grandes aspavientos y acaso les lanzaran alguna procacidad, mofándose de ver fraile y monja juntos. El fraile, tan tímido como debía de ser, se ruborizó y entonces la Madre, amonestándole con entereza, le dijo: «Bueno es esto, fray Juan; no se corre la dama y se corre el galán.»
Se celebró la transcripción de la leyenda y seguimos perorando.
En un lapso me fuí con la imaginación a una idea que me venía acometiendo desde hacía algún tiempo: la del misticismo que también puede imprimir la Luna a los temperamentos sobre ella influidos. No conocía ninguna versión sobre el particular que pudiera acreditarlo, pero pensaba que en Adela había un antecedente muy significativo al menos como propensión. Lo anterior, podría ser una como inclinación o predisposición a estas mayores alturas a las que ahora parecía encumbrarse. Después de todo, la Luna también era una extática brillando del resplandor solar.
Pero la voz de mi padre volvióme de nuevo al tema que se devanaba en la conversación. Habían surgido las consideraciones sobre los éxtasis artísticos. El misticismo de Velázquez pintando su cristo, y al que Gabriel y Galán no encuentra mejor explicación para justificar las pinceladas geniales de su atmósfera celeste sublimando la excelsa humanidad, que decir: «lo amaba, lo amaba: el Amor es un ala del Genio». ¿No es un levantamiento espiritual en el grado máximo, el ánimo de un creador cuando está concibiendo la obra genial? Son, las nubes del Greco, las tormentas interiores de Beethoven paseando por las afueras de Viena y concibiendo los arrullos de la «Pastoral».
Decididamente, los éxtasis son estados lunares de nuestra mente, con refulgencias supracelestes. Hasta el propio oyente de una sinfonía puede extasiarse, como se dice vulgarmente. Wagner se ensimisma con el Santo Grial y nos da un ensueño totalmente místico que transporta en su «Parsifal», con la emoción de la noche encantada del Viernes Santo. Llora Koundry y se transfigura el Cáliz. También el arte, sin duda, tiene su anhelo extático. Nadie puede dudarlo contemplando el San José de Calasanz de Goya. Allí se transfiguró el Santo y, probablemente, algo también el intérprete.
Cuando se contemplan los brillos de las pupilas de ciertos cuadros de Santos, como destellos de Luna, hay una interpretación del éxtasis que hace pensar en una situación de gracia espiritual por parte del artista, similar a la expresada en el lienzo. Nadie se atrevería a negar los estados místicos del arte viendo los frescos de las alegorías celestes de Tiépolo en sus cielo-rasos, o en «La Asunción» del Tiziano, por ejemplo. Y ¿cómo no habría de ir extático Schubert, cuando en su rezo interior de arte superando sus miserias, iba por la calle susurrando la melodía angélica del «Ave María»?
Argüíase ahora, que no es fácil la comprensión por las mentes profanas del valor del sufrimiento como apetencia máxima y del goce que proporciona a los afectos en estos estados. Aun con la oración —decía un contertulio— la beatitud si se mira racionalmente puede hacernos exclamar, como a Mignard, que «florece entre escombros»; escombros de los grandes dolores, podredumbres de pasiones o apetencias, pero que como el fermento de la tierra con los detritus hace brotar los rosales más fragantes. La mano que lo transforma es el secreto inarrancable de la Naturaleza. Por eso, añadía el comunicante, «Si no hay asistencia, no se puede celebrar la interrelación del alma…» El sacerdote le asentía:
—Esa comunión se establece —añadió— por una especie de previo aislamiento anterior, preliminar, como en la génesis de la planta. Hay que hacerse la idea, al parecer egoísta, de que en el mundo no existen más que la propia ánima y el Principio Comunicante. Es la etapa a la que Fray Francisco de Osuna llama de «recogimiento», fácil de confundir con un neoplatonismo intelectual. No es esto, es algo más afectivo, como lo calificara San Buenaventura. Amar por amar, sin tanto buscarle por qué. Pero ahí entra ya la intervención de la gracia infusa, enteramente gratuita, concedida por un Poder Superior. Ya no es la meditación sola, ni importa tanto el grado de perfección en que se esté. Se le cierran los ojos instintiva, pero voluntariamente, y la Luz interior pronto comenzará a inundarle paralizándola los sentidos. Surge la quietud y el deleite se produce. Son las visiones, ante el «desasimiento». Ya ni comodidades, riquezas, ni deudos, ni amigos, ni afectos en el mundo ligan ni importan. El umbral místico está ante los ojos del privilegiado…
—Pero, entonces, ¿eso es de grado sobrenatural? —inquirió mi madre.
—Claro que sí, señora. Es la contemplación infusa; gracia otorgada, puesto que no se puede adquirir ni obtener por mucho que se procure con determinación propia. Cosa extraordinaria, mágica, que nunca la conseguiríamos por muchas que fuesen las diligencias que hiciéramos. Por eso hay que precaverse o condenar ciertas aspiraciones místicas, pero de un misticismo enfermizo y sensiblero del que tanto se dejan acometer algunos, como los iluminados y quietistas, creyendo que se hallan en ese estado porque se lo propongan o lo hayan pretendido. Son los falsos místicos, además, porque desde el primer momento, por lo general, han ido a la búsqueda de gustos y deleites, cuando ya hemos visto que esto, ni aun pasando por los espinosos caminos del dolor y de la ascética, se consigue. Y que tampoco confunda esto nadie, con la gracia santificante. No por tener la concesión de ser contemplativos hemos de ser santos, ¡estaría bueno!
—¿Lo ves, lo ves, madre? —me salió de repente.
El cura se rió de mi vehemencia.
—Como también hay muchos santos —atajó el Pater— que no han tenido la suerte de recibir dones de esta gracia contemplativa. No todas las almas van a ser Marías —como dijo la Santa—; preciso es que haya también alguna Marta que atienda al servicio del Señor. Si todas se sentasen como María a sus pies para contemplarle, ¿quién le iba a servir la comida y atenderle en los otros menesteres? Y si es más trabajosa la vida ordinaria, acaso para ella haya también algún mayor premio reservado íntegro. Con las propias palabras de la Santa insisto en que «dejemos cuando el Señor sea servido de hacerla, la merced de la contemplación mística, porque Él quiere y no por más». Así dice en «Las Moradas», y lo repite en varias ocasiones. Pero es natural que la curiosidad espolique sobre el descubrimiento de las sensaciones físicas en tales momentos: ¿cómo son?, ¿a qué pueden ser comparados? Incluso las consultas a los médicos son para que nos establezcan una referencia que permita asociarlas o compararlas, para darnos una idea.
Yo mismo consulté después las versiones de la Doctora Mística, que hasta parece que tiene también especial interés en darnos algún testimonio. Comprendía perfectamente el deseo de mi madre en tener una idea concreta de los éxtasis. Después de todo, el Padre con sus explicaciones, a pesar del esfuerzo por divulgarlas, resultaba todavía demasiado doctrinal. Había dicho que en la infusión divina se va levantando lentamente el espíritu, despegándose primeramente del orden sensible, para lo cual se vale de una especie de sobrenaturalización, hasta llegar al punto donde se mezcla el orden sensitivo con el intelectual; es decir, que se veía y se sentía al mismo tiempo, fundiéndose las dos corrientes en una región de la más pura espiritualidad, que, por lo visto, es la escala donde baja la Divinidad a comunicarse íntimamente con el hombre.
Los científicos, como los teólogos, nunca pueden olvidarse de su condición. Y los humanos, en la vida corriente, queremos las cosas más complejas, sutiles o enrevesadas, al alcance de una concepción material, casi tangible. Aun yo mismo no podía renunciar a mis inquisitorias sobre Adela en una explicación primitiva. Porque el éxtasis, visto desde fuera, a lo primero que promueve además de a la admiración, es a una curiosidad vehemente derivada de su espectacularidad, cuando no a la compasión, como pasa con el epiléptico en su convulsionarse frenético. Adler, aunque lo juzga así, hay que estimarlo que lo considera más bien cuando se trata de los histéricos o maniáticos. Estos sucesores de Freud, como Jung, ya han llegado a más; primero atribuían representaciones de otros valores como la idea de la muerte, los arquetipos míticos, las figuras de nuestros antepasados más directos, los familiares inmediatos, el padre, la madre, hasta llegar así a admitir la idea de que Dios preocupa nuestra mente y hay un ansia de buscarle. He ahí por dónde los caminos de la Ciencia y de la Fe, vienen a encontrarse en el remoto principio de causalidad.
Más, tras de tanto averiguar sobre la enferma, ni aún de ella se podían sacar conclusiones rotundas sobre sus sensaciones. Está visto que ni ellos mismos pueden dar razón más clara de lo que experimentan físicamente. Así, pues, tampoco era de extrañar que la Santa abulense se valiera de modos tan indefinidos como éste para describirnos un éxtasis, a pesar de que su tono es bastante sencillo, como el de todo su estilo tanto personal como de escritora:
«La primera oración que experimenté sobrenatural —dice— es un recogimiento interior que se siente en el alma, que parece que ella tiene allá otros sentidos, como acá los exteriores; y así, algunas veces los lleva tras sí, que le da la gana de cerrar los ojos y no oír, ni ver, ni entender, sino aquellos en que el alma entonces se ocupa, que es poder tratar con Dios a solas.»
Su narración sobre la quietud es la de una sensación de presencia de la divinidad, llena de dulzuras y gustos, en que la inteligencia conoce, no sólo con percepción directa, sino hasta con cierta reflexión, la realidad divina que se acerca como para invadir todo su ser. La imaginación, entonces, puede originar conflictos peligrosos por su intervención en la parte espiritual, pero resulta, según se desprende, que al mismo tiempo hay una intervención de la fantasía. Las pasiones están dormidas o, mejor dicho, acalladas por dominio. Entonces se producen gustos hasta del orden material, a la vez que los del alma. Unos y otros son deleitosos. Es la oración de gustos, como la define ella misma. Los referentes al alma se sienten, sobre todo, en la voluntad, en forma de un «contento quieto y grande de aquélla sin saberse determinar qué es señaladamente, pero bien se determina que es algo muy diferente de acá o de los contentos terrenales».
En cambio, nada dice de la naturaleza y forma de los deleites del cuerpo, coligiéndose que han de ser una especie de redundancia de los que entonces circulan por el espíritu y que se extravasan como una corriente, para un bienestar físico completamente sedante, conforme lo anuncia también el autor del «Cántico espiritual». Y en tal estado, ya ni se reza, porque hasta la oración resulta estorbo. Es visión, pura visión con toda el alma hecha ojos, el aliento recogido para que no se marche con él el espíritu; la voluntad cautiva en el objeto, una sonrisa plácida y la armazón del cuerpo quieta; con la palabra suspendida, «que tardaría en decir un Padrenuestro más de una hora». El tiempo así consumido no suele pasar de unos minutos al principio.
En el sueño de las Potencias, otro grado místico superior, el estado se define así: «Coge Dios la voluntad y aun el entendimiento, porque no discurre, sino que se ocupa en el gozo de Dios, como quien está mirando y ve tanto que no sabe hacia dónde mirar.» Sólo la memoria queda libre. Puede ser este grado más o menos intenso en el deleite. En el primer caso, todas las potencias están embebidas, quedando como desahogo alguna exclamación casi sin concierto y en tono de alabanza, y si no llega a embriagar, mientras permanecen la voluntad y el entendimiento quedos, las otras fuerzas y sentidos pueden emplearse en sus respectivas funciones.
Por último, queda la Unión Plena. En ella, todas las potencias se ven suspendidas, falta la memoria, la voluntad está perdida, enajenada y el entendimiento ni se sabe cómo funciona, porque el orden sensible como el intelectual en esos instantes es de grado tan superior que parece estarse incomunicado, con la sensación de Divinidad en invasión absoluta. La suspensión de los sentidos hace que el fenómeno se produzca con corta duración. «Cuando se estuviese media hora —aclara Santa Teresa— es muy mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto». Sin embargo, el descenso ordenado de este grado a otros inferiores puede hacer que se consuma un período de varias horas hasta la vuelta a la regresión normal. ¿Qué ve o siente el alma en esos momentos? Una certeza de la íntima unión con Dios y la aceptación por Éste de nuestra alma, así como la de dejarse entender por ella. Diálogo, coloquio, comprensión. Corriente de establecimiento y relación. Más que unión, comunión. Confusión mutua, excelsitud incomparable que eleva a la gnosis del Creador a la criatura y al acercamiento de aquél a ésta —suprema aspiración—, hasta convencerse la última —que es su mayor goce— de que lo ha penetrado y de que Él se ha poseído de ella.
—La carrera mística —terminó diciendo el cura, al apurar su último sorbo de coñac— no es más que un largo camino para alcanzar ese inaccesible graderío de la Gloria. Nubes, sí; rayos, acaso; por eso, algo ingrávido como nuestra esencia, que es natural que se considere lograda cuando se confunda con su propia substancia de la que ha dimanado. El éxtasis, en ese caso, como asegura Marcel Herbert, solamente viene a ser como una sensación anticipada de este logro.
Por aquel invierno mi padre sufrió un agudo ataque de ciática y dolores muy fuertes que le tuvieron impedido por unas cuantas semanas en la cama. Adela preguntó a don Satur si le sería grato que ofrendase a algún Santo, el Patrón del pueblo, por ejemplo, San Esteban, llevar ella los sufrimientos del paciente. Como le dijera que sí, en efecto, amaneció ella un buen día, paralizadas las dos extremidades inferiores. El atenderla se hacía más difícil. La Balta se multiplicaba. Pero el accidente, y aumento de un enfermo más en la casa, entristeció la pusilanimidad de mi madre.
A poco, sin embargo, como por arte de magia, mi padre volvió a valerse, aunque no le agradó nada saber que por causa de la ofrenda ella se hubiese echado encima esta nueva carga dolorosa.
—Adela no quiere más que estar sufriendo —decía— y hacernos padecer. No debía haberle tolerado el cura que hiciese este sacrificio. Cada uno debemos sobrellevar lo que nos está reservado.
Tales tensiones, en realidad, acongojaban al virtuoso más pacienzudo. Parecía que se nos fuera a morir, acrecentando por su gusto nuestra zozobra y sus molestias. Tenía la pierna izquierda contracturada y las úlceras, por otro lado, le seguían manando sin cicatrizarse.
—¿No puedes aplicar tu voluntad a ponerte buena? —le reconvino un día mi madre exasperada.
—Déjela usted. No la riña —decía don Satur—. Son etapas que tiene adelantadas para ganar el Cielo.
Y por otro lado, Balta, rezando por los pasillos y la cocina, murmuraba:
—Es una santa, es una santa.
Sus delirios parecían como haberla apartado de nosotros y de la vida misma. A mí no me reconoció un día.
—¡Has crecido mucho! —me dijo—. Estás hecho un hombre.
—Adela, por favor. No nos hagas sufrir más. ¿No te gustaría estar bien? Levantarte, salir, ir a otro sitio. Fíjate que eres una chica joven. Pero hay que intentar curarse. Bien está, aunque sea con un milagro. Aplica tu fe para ponerte buena. Creo que hay una peregrinación a Fátima —le dije—. Deberías ir. Te podría acompañar mamá. Es para la primavera. ¿Quieres que intentemos llevarte a la peregrinación?
Le decía estas cosas a fin de animarla con sus propias creencias.
—Pero, ¿por qué creéis que estoy mal? Si me encuentro muy bien —me respondió.
—Tú estás enferma por ganas de estarlo —le dije ya harto—. Y eso no me parece bien. ¿No ves lo que sufren nuestros padres?
Se me incorporó súbitamente, sentándose sobre la cama, cosa que no podía hacer desde mucho tiempo antes, sino a costa de grandes esfuerzos y dolores, y me miró fijamente. Una gran claridad irradiaba de su contorno con una luz vivísima, como la del magnesio en combustión, aunque sin dañar mi vista. Me alarmé muchísimo y comencé a gritar asustado.
—¡Venid, venid, que no sé lo que le pasa a Adela!
Cuando llegaron todos, ya se había vuelto otra vez a reclinar. Estaba como adormecida, sonriente y en un estado de placidez. Los ojos, semientornados, los tenía en dirección a la pared de enfrente. Permaneció así como unos minutos.
—¿Qué ha pasado? —me preguntaron.
—Callad —les dije—. Debe de estar en éxtasis.
Ella permanecía impasible, glorificada. De repente, extendiéndome la mano, me hacía señas de que me apartase. Me amedrenté, creyendo que no me quería ver, y me reprobaba por haberla reconvenido, pero los ademanes se fueran convirtiendo en más explícitos, como pareciendo indicar que no se le obstaculizara la vista en la pared. Se conoce que, al igual que en una pantalla, se le estaba representando en ella la visión. Cuando pasó el trance rompió a llorar, mansa y fluidamente. Las lágrimas le corrían por las mejillas como una torrentera que brotara de sus ojos. Balta, al acudir a secarle, observó que eran sólidas las gotas y cristalinas, que no humedecían el pañuelo con que se las enjugaba, pero que en cambio se disolvían inmediatamente al contacto con otra cosa que no fuera su rostro. Era sorprendente el fenómeno. Recordamos las lágrimas de sangre de Gema Galgani.
Por fin volvió en sí. Al recobrar la consciencia le pregunté si era que yo le estorbaba alguna visión, puesto que me había hecho señas con la mano para que me apartase de la pared. Nada recordaba. Por consiguiente, quedamos sin enterarnos del trance. Les expliqué, pues, a mis padres y a don Satur cómo la había visto incorporarse y quedar iluminada de un resplandor como una aureola. Cada vez eran más extraños los sucesos. Desde luego, era muy sorprendente que tan de improviso se hubiera podido mover sin violentarse. Observada en su estado, las lesiones y la paralización, en la pierna, permanecían en su inmovilidad. ¿Sería que en el éxtasis las vicisitudes corporales desaparecerían?
Empezaron a dudar de si mi impresión de haberla visto levantarse fuera también una autosugestión alucinadora.
—No, no —insistía yo—. La he visto. Tenía un halo. ¿En qué quedamos, creéis o no creéis? Si hay milagro por dentro, ¿por qué no puede desaparecer en ese instante la afección física que la tiene impedida?
—Tiene razón —agregaba don Satur cuando se lo contaron—. Ya lo ven ustedes, hasta el chico, que es el más escéptico, está impresionado.
Pero es que yo lo había presenciado, y la vista es el sentido más convincente. Aquí no había una versión de la Balta, como otras veces, que podía haber agrandado la cosa o exagerarla por fantasía. Y es que en realidad me había quedado confuso. Casi empezaba también a creer en la sobrenaturalidad de mi hermana. Por lo menos, en admitirla. Ya no me atrevería nunca más a reprocharla.
Mas no iba a ser solamente esa vez la única que iba a apreciar en ella anomalías semejantes. Una noche que me quedé a velarla, mientras descansaba Balta, porque dada la situación de su estado nos solíamos turnar los de la casa en acompañarla, interrumpió mi lectura un incidente sin importancia al parecer. La luz de la lamparilla que tenía sobre la cómoda alumbrando a Santa Rosa de Lima, comenzó a parpadear chisporroteando. Me levanté para despabilarla, creyendo que tendría poco aceite o que se hubiera consumido la torcida, mientras Adela parecía estar descansando. Antes de llegar dió un parpadeo exhaustivo, como el de una bujía cuando se va a extinguir en su último estertor.
—Se apaga —pensé.
Pero ante mi asombro, el resplandor fué creciendo hasta iluminar toda la habitación como si de improviso una llama prendiera en un candil de aceite. Temí que se pudiera incendiar la habitación. Pero aquello no era de carácter ordinario. La luz se fué haciendo primero amarilla, luego azul. Adela misma se asusta y grita. Acudo a ella y la veo aturdida, y con las manos tendidas hacia mí, pero observo que hace graciosas reverencias e inclinaciones de cabeza que parecían saludar a un personaje invisible que hubiese penetrado en la estancia. Me quedé perplejo. En cambio, su semblante denotaba inconfundibles muestras de alegría. Se le sonrosó la tez, de costumbre pálida, marfileña.
—Por fin estás aquí. ¡Oh, cuánto te he esperado! —balbuceaba.
Parecía estar en coloquio, pero dejó de musitar palabras. Me retiré a un rincón para mejor observarlo todo. La luz se fué desvaneciendo en un tornasol y pronto todo volvió a hacerse normal. Una fragancia como de éter descompuesto y pétalos de rosa quedó invadiendo la alcoba. Atónito, la miraba bullir entre la ropa de la cama. Movía los miembros con soltura. Sacándome de mi estupor, me preguntó mirándome:
—¿A cuántos estamos?
—Mañana, a… es decir, hoy, porque ya ha pasado de la medianoche, a cuatro de septiembre.
—Sí. Entonces la fiesta de la Virgen de la Consolación. Tengo que ir a la iglesia.
—¿Qué dices? Si no te puedes mover.
—Anda. Cállate. Avísales cuando se levanten y dile a don Satur que venga a verme.
Yo estaba como anonadado. Faltaban aún varias horas para que amaneciese. La primera que podía venir a relevarme era la Balta, que no se levantaría antes de las seis. Mi padre, después, era el que más madrugaba para concertar la faena con los aperadores. Y mi madre, a las siete, estaría ya en pie. Don Satur, mientras, andaría diciendo la primera misa. ¿Qué hacer? Supuse que sería todo producto de la reciente impresión. Había una distancia tan grande entre la realidad y nuestro momento anterior, con lo que ahora estábamos tratando, que yo mismo empecé a creer que estaba delirando.
Indudablemente, algo de carácter milagroso debía de haber ocurrido, porque aun no me explicaba yo el fenómeno de la luz. Serían las tres y media cuando noté los primeros guiños de la candela. Ahora ya cantaban los gallos en su presentimiento de aurora. Mi hermana había tenido tiempo de reaccionar a la realidad. En la aparición no se habían invertido más de diez minutos o un cuarto de hora cuando máximo, con las reverencias y todo. Después, habíamos tenido ambos un rato de estupor y perplejidad. Eran, pues, sobre las cinco. ¿Cómo podía decirme que ya estaba buena por completo?
Yo consideraba todo esto: ella llevaba más de un año en cama y cerca de otro tanto con aquellas irregularidades. Ahora, de improviso, me dice qué se va a levantar. Y como para convencerme, en vista de que no puedo dar crédito a sus palabras, insiste:
—Mira, ¿ves? Puedo andar —y hace ademán de salir del lecho.
En efecto, sus piernas se estiraban por debajo de las coberturas y notaba los movimientos de juego en las articulaciones. Esta curación no podía menos de deberse a una intervención extraordinaria. Pero ¿y las úlceras?
Estaba deseando que amaneciera para que todos comprobasen el prodigio. Adela estaba buena, estaba bien —me daban ganas de gritar—. Sí, sí, hay que avisar a todos. Pero, sobre todo, al médico. No lo va a creer —pensaba—. Sin embargo, que lo vea, ¡qué diantre!, como lo he visto yo. Ahora, que, ¿cómo dejarla sola mientras tanto? Estaba aturdido del todo. De cuando en cuando me asomaba a la puerta queriendo acelerar el tiempo y acechando la llegada de alguien para decírselo. Ella, mientras, yacía indolente, plácida.
Por fin siento pasos en la escalera. Era la Balta que venía al relevo. Era la primera que se iba a enterar de la buena nueva. Ya había un aliento de luz en la ventana; ese incierto temblar del amanecer.
—Oye —le dije—. Que Adela ha sanado. Puede moverse. Esta madrugada ha tenido otra aparición.
—Ca, ¡milagro, milagro! —comenzó a irrumpir casi a gritos—. ¡Hija de mi vida! Si tenía que ser… no podía menos. ¡Es tan buena! Dios lo ha querido porque es una santa.
—Calla, calla —le dije, asustado de ver su alborozo—. Voy a avisar al doctor.
—Sí, sí. A ver si ahora lo cree, lo creen todos… y tú también.
Pero ya pronto los demás, a las exclamaciones, empezaron a aparecer. Mi padre, a medio vestir; las criadas, mi madre…
—¡Qué pasa, qué pasa! ¡Qué es! —preguntaban todos según iban llegando.
Mientras les dábamos la noticia, rompían las mujeres a llorar y a dar gracias. Un escalofrío de emoción corría a todos. Adela estaba ahora postrada.
—Entrad, entrad sin temor —les dije—. No tengáis miedo de verla.
Y ella, volviendo en sí, les animaba.
—Por fin, he curado. Alegraros. Quiero ir a misa, dar gracias a la Virgen —siguió diciendo mientras todos observaban maravillados cómo había desaparecido la contracción de la pierna izquierda. Balta, arrodillada, la besaba.
—¡Hija mía, hija mía! Por fin has sanado. Dios lo ha querido. ¡Cuánto es su poder! —sollozaba mi madre.
En un momento se pone en posición normal. Alguien la acerca una butaca creyendo que no podría sostenerse, después de tanto tiempo en cama. Pero ella hace ademán de andar. Se asustan. Inicia un paso, luego el otro, en su fantasmal aspecto de asténica con el camisón. Tiene el pelo tendido, laso, negro y brillante que parece irradiar un polvo de estrellas, y está hermosa y con el rostro iluminado.
La estupefacción de los presentes no tiene límite. Terminan por acercarle una falda y comienzan a vestirla. Da los primeros pasos después de tanto tiempo tendida. Parece obedecer a un motor extraño en su interior, y como si una mano invisible la condujera.
Mi asombro, como el de los demás, se cuaja en pasmo, reteniéndome a la vez que quería correr e ir a casa del médico y a un tiempo avisar a don Satur. Cuando salí ya había gente empezando a congregarse en nuestra puerta. El acontecimiento se había propagado por el pueblo como el reguero de una traca. No me fué necesario salir. La noticia había ya llegado a oídos de todos. Por allí aparecía don Rafael, el médico, asustado y presuroso. Y «el señor cura» —como decían las mujeres— no tardaría en venir. El médico subió a zancadas hasta la habitación. Apartando al apiñado grupo, tomó a la enferma de las manos. La miró fijo, auscultándola el pulso. Luego, la soltó, y extendidos los brazos, como si temiera que se cayese, la dijo persuasivo:
—Anda.
Adela llegó serena hasta él con dos o tres pasos.
—Señores —dijo el doctor—, aquí hay algo extraordinario que no me acierto a explicar. Ya lo han visto ustedes. Ha desaparecido el contraimiento de los miembros. La atrofia no existe ya y la circulación es normal.
Más tarde le dijo a mi padre que conocía casos de curaciones histéricas por sugestión, pero no tan repentinas como ésta y sin necesidad de la intervención facultativa. Esos enfermos —decía— necesitan semanas y aun meses para la regresión a la normalidad. Aquí la mejoría se ha producido de la noche a la mañana, como vulgarmente se dice. En fin, enhorabuena. No puedo negar que haya intervenido la introversión, pero aun así y todo, ella sola no hubiera bastado.
Dispúsose, pues, todo para ir a la iglesia conforme al deseo de Adela. Vistiéronla a ella criadas y ayudantas, y los demás se aviaron en un santiamén; algunos hasta de fiesta. Había un tal rebullir y alegría jubilosa en la casa, que hasta el pobre «Sultán», el mastín de los corrales, andaba entre piernas y pisoteado. Mi padre dió libre a los mozos y aquel día no hubo faena. La Balta apareció con un pañuelo rameado, que se lo regalase tía Sole, de auténtico cachemir. Ya estaba organizado el cortejo. Eran cerca de las nueve. De casa a la parroquia, que distaría unos doscientos metros, tardamos más de un cuarto de hora. Don Satur había mandado soltar las campanas a vuelo. Incluso dos días antes, que había sido fiesta del pueblo, por San Esteban, no habían repicado con tanto afán.
El trayecto fué una reata de mujeres que parecía una procesión. Adela iba rodeada por ellas, que ni se la veía. Querían sostenerla y ayudarla, y por eso la comitiva iba despaciosa temiendo el cansancio. En todas las ventanas y puertas, en los quicios, se agolpaba la gente para verla pasar. Daban enhorabuenas y plácemes a mi padre, y besuqueaban a mi madre. A ella la miraban con unción. Algunas le acercaban ropas o prendas para que las tocase, o se aproximaban y la rozaban los vestidos como una reliquia, que parecían tener propiedades salutíferas.
Don Satur, con sobrepelliz y estola, esperaba en el atrio. Al entrar ella, la bendijo. Inmediatamente el órgano rompió con las notas del Te Deum, laudamus, al soplido del ronco fuelle. A pesar de la sencillez, la ceremonia era impresionante, como nunca. Rebrillaba el altar mayor, todo iluminado en su pompa de estofados por el retablo de oro, que hasta la pátina de las viejas tallas ponía en los rostros de las imágenes sonrisas y mansedumbres más tiernas.
Aquello vino a demostrar que gozábamos de simpatía general en el pueblo y que en el caso de Adela estaba provocada una consternación general, aparte de la natural curiosidad, que no vacilaba en manifestarse con un asentimiento común al prodigio, como un acontecimiento de los de mayor trascendencia en el lugar.
—Verdaderamente —me dijo mi amigo el hijo del boticario, que vino a felicitarme— ha sido algo inexplicable. Si me lo hubieran contado sin yo verlo, no lo hubiese creído.
Y desde aquel día, Adela volvió a la normalidad. Una normalidad relativa. Ya no se entregaba a quehaceres ni labores. La colocamos en una butaca y la atendíamos con tanto o más celo si cabe que cuando su postración, porque no nos atrevíamos a acostumbrarnos, a pesar de todo, a que fuese tan sólida su restauración. Era la preocupación constante de todos, quizá más que cuando estuvo enferma. «¿Qué tal ha pasado el día?», preguntaban. «¿Está bien?», «¿No se le decae el ánimo?». Ella, por el contrario, clamaba pidiéndonos emplearse en algo, queriendo ayudar, ocupaciones, pero mi padre se las prohibió en absoluto.
—Ahora, a restablecerte, hasta que estés bien del todo. Iremos a la capital a que te dé un médico afamado el alta definitiva. Luego ya veremos.
Pero ella había empezado ya a iniciar su nuevo deseo: el de su vocación religiosa. En lo del ayuno, sin embargo, persistía. Pesaba cincuenta y cinco kilogramos y, sin embargo, se sostenía con una alimentación tan leve como la del agua, alguna infusión, caldo y, sobre todo, la de la comunión diaria que parecía ser taumatúrgicamente sostenedora y que don Satur venía diligentemente a administrársela todos los días a casa. Para eso, ella decía que nada la alimentaba mejor que el Pan de los Ángeles. Seguía meditando, leyendo y rezando. Los estigmas le habían cicatrizado, pero apenas un halo de piel muy fina y aun amoratada, rodeaba a sus viejas llagas, que eran ya casi imperceptibles rosetones con una fina película de epitelio.
Una sorpresa tan sólo nos volvió a proporcionar en esta nueva época. Fué una crisis verdaderamente dolorosa y harto sufriente. La ventana del comedor daba al campo y desde ella se veía el camino de las eras. Frente a ella solía estar sentada al lado de la camilla. Al volver un carro de la vendimia, cierta tarde, la bestia se acunó y el carrero hacía esfuerzos inauditos por levantarla. De nada servían látigos y zurriagazos. Aun sueltas y desuncidas las varas, el mulo se había decidido a descansar. El caso es que las canastas, derribadas, estaban estrujando el grano antes de que llegase al lagar. El hombre, exasperado, soltó una blasfemia. Y ella al oírla cayó como fulminada en su asiento. Un golpe le dió como una hemotisis. Nos dijo después, que había sentido como una conmoción en su interior. Se quedó transida. La sangre que salpicó del esputo era fresca como un rubí y con el coeficiente preciso de glóbulos rojos. Las manchas que quedaron en el tapete de la mesa camilla permanecen insenescentes a pesar de los lavados. He ahí de nuevo su prodigio último. ¿Quién era esta criatura que se encontraba de tal forma impelida?
Adela es una impotente si pretendemos explicárnosla psicológicamente. Tiene una ambición primera que se le ha frustrado: la de aquel amor mortal, corriente en toda mujer. Más tarde le viene una propia autoconvicción de inferioridad al verse derrotada por Etelvina. Y después, no pudiéndose adaptar o encontrar otra solución desviante, se refugia en un anhelo interior que la consume. Es decir, que en una teoría consolatoria, Adela es el yunque de una forja en la que no ha podido ser mazo. Recibe todos los golpes. Hasta en el suceso del carretero estaba bien manifiesta y comprensible su posición. Ella hubiera querido impedir la blasfemia. No pudiendo hacerlo, pretendía recabar en su cuerpo el horror del escarnio. Lo mismo había hecho en todo. Imposibilitada, aminorada para la lucha, renuncia a la adaptación del mundo externo y se refugia en la visión y en los éxtasis. Es su premio de un mundo mejor y de compensación a los relegamientos que aquí padece. Estos fenómenos de los grandes tímidos o los incapacitados en el palenque fraudulento de las lides humanas, dan origen muchas veces a grandes hechos o maravillosas obras. Es la revancha de algunos genios en el Arte, que producen la obra maestra como para desquitarse. ¡Cuántos casos de hombres menospreciados por sus contemporáneos, rechazados por la mujer a quien amaron, han impuesto más tarde a generaciones sucesivas el producto de aquel fracaso, quintaesenciado en una obra, de admiración universal!… Inventores, sabios, artistas, poetas, literatos o pintores, han cumplido con periodicidad, pero con fatal determinismo, esta ley. Se han impuesto sobre los mismos que los repudiaran, los que, en cambio, suelen triunfar todos los días con su medianía en el éxito efímero de gacetillas de periódicos o en la lista de asistentes a homenajes.
A su igual, Adela ahora, refugiándose en los éxtasis para huir de las miserias del mundo, produce la admiración general. La veneran en el pueblo y hasta la propia Etel escribe una vez, denotando cierta estupefacción, que «le gustaría mucho tener en la familia una monja con llagas y que fuese vidente como Sor Patrocinio». Se necesitaba ser tan frívola como ella, para interpretar así todo el drama interno de la pobre Adela; pero esto era igual que cuando muchos ignorantes o inconscientes felicitan a un artista ateniéndose nada más que al boato externo.
Adela, humillada, se ha humillado y el éxtasis la ha revalorizado la vida con un ensueño interior, como a cualquiera de nosotros la fantasía o los sueños nos desquitan del malogro de nuestras ilusiones. Aunque hubieran sido imaginativas sus visiones, ¿qué duda tiene que la superaban y la remontaban de toda la pequeñez que andaba en torno a ella? Como dicen Jung y Adler, «los éxtasis son la compensación quimérica de lo real, la victoria sobre las imposibles obtenciones de la vida cotidiana», y ¿por qué ha de estarle prohibido a un creyente este disfrute, al vencer así con el ensueño ideal el rigor de la grosera realidad? Ni esto, ni su origen —esquizoide o neurótico—, importan, como tampoco importan del Genio los antecedentes avariósicos, cual en el caso de Goya. En siendo supranormal, ya se ha producido la anormalidad, aunque desgraciadamente no todos los anormales hagan obras sublimes.
Pero las ambiciones de Adela, ahora, eran más modestas. Como las de cualquier hija de familia creyente, su aspiración era la de ingresar en un Convento. No parecía en realidad una beata, aunque apeteciera abrazar este estado, ya que jamás iniciara ella las conversaciones sobre cuestiones religiosas. Ni tenía preferencia por una Orden determinada; eso sí, quería que fuese de Vida contemplativa, como era natural dadas sus circunstancias.
Y vino, entonces, el dar en la búsqueda de la Orden. Mi padre, recordaba que una tía suya había profesado en las Agustinas de Salamanca. Pero en esto de la elección de hábito hay simpatías, preferencias, intuiciones, sobre todo cuando la vocación no es una decisión «elaborada a brazo». Adela no sabía nada propiamente de esto. Ni siquiera había un convento en el pueblo, de cuya vida comunal tuviera alguna referencia o bien el contacto que suele establecerse en las seglares por propensión imitativa al frecuentar relaciones con las profesas. Por consiguiente, de todo ello se hablaba en casa como de una consecución a ultranza, incluso con las derivaciones propias de las familias. En caso de que faltara alguno de mis padres, la supresión voluntaria de uno de los hijos era tanto como desentenderse de las obligaciones de atención para con el que sobreviviese. En el mundo, generalmente no es lo mismo. Una hija, parece que siempre es más garantía acompañante. Para el padre, por la asistencia casera, si no hay matrimonio en puertas; para la madre, aun con esta circunstancia.
—Si te casas, me llevarás contigo —nos decía mi madre.
En nuestro caso, vi que era a mí a quien se me hacía el legado. Pero los padres consideran que los hijos varones «son más volanderos», como decía el nuestro.
—Éste, bastante tendrá con llevarse a su suegra —solía decir el mío.
En el fondo, un instinto de conservación hacía que nuestro hombre se resistiera, defendiéndose. No es que estuviera dispuesto a impedir en absoluto la marcha de Adela, pero era natural que le opusiera dificultades. ¡Ella, que podía ser el cuido de su vejez! Se acordaba de su curación merced al ofrecimiento hecho por la chica, y ello le intimidaba a no desviarla autoritariamente. Se le notaba que, muchas veces, soslayaba hablar del asunto. Que pasara el tiempo, traslucía ser su pensamiento, a ver si el futuro determinaba otras soluciones. Me imaginé a la Balta, afincada para siempre en casa, destinada a cuidar de los últimos días de ancianidad de don Antonio, si Dios no lo remediaba con los imprevistos acaecimientos que suelen traer siempre la misma marcha de la vida. Por eso, ¿para qué preocuparse tan prematuramente? Como dice el proverbio árabe —le recordé un día a mi padre ante este devanar de proyectos y conjeturas—, «si tu mal tiene remedio, ¿por qué te apuras? Y si no lo tiene, ¿por qué te apuras?»…
Entre tanto, que Adela fuese sanando. Era lo principal. En todo caso, ella no iba a ser la Reformadora del Carmelo, ni vendría a formar ninguna nueva versión de las Reglas monásticas existentes. Lo que hacía falta es que conociera al menos, alguna de las Constituciones y preceptivas más comunes, para que eligiese sobre la que decidirse en caso de que se decidiera. También, por la preferencia de alguna Santa de su mayor devoción, puesto que ya casi conocía las vidas de todas hasta de las más ingenuas como la de Lisieux. De tanta espigada lectura en su frecuentada hagiografía, las modernas parecían menos robustas que las de las antiguas mártires, vírgenes y religiosas, incluso como las de la primera época del Cristianismo; algunas tan líricas como las de la leyenda de las pastorcilla Santa Isabel y la misma Santa Catalina, con romances y todo para que los cantasen los niños en sus juegos.
Don Satur le había dado a conocer la Regla de San Benito. Y ella se aplicaba con especial atención en el Cap. LVIII que dice: «Y si el que viene perseverase llamando a la puerta y después de cuatro o cinco días, se observa que lleva con paciencia la dificultad de la entrada y que persiste en su petición, concédasele la entrada», porque como dice el Apóstol: «Probad los espíritus para conocer si son de Dios». La vocación, por tanto, parecía decidida. Con esto, vinimos todos en repasar las Órdenes y Congregaciones, de cuyo conocimiento éramos neos, pues nunca habíamos tenido ocasión de vernos en tal contingencia. Para ello, se dió en aconsejarnos Dominga, la mujer más terroríficamente beata del pueblo. Dominga era una viuda en olor a orobias, que destilaba evaporaciones de incienso. Tenía la boca encajada bajo una prominente nariz bergeraciana. Alta, espigada y seca, su corsé del 900 y la cintilla en la garganta, le daban a todo su cuerpo la forma de un diábolo de los de jugar las chiquillas. La cabeza, con su sobresaliente quilla, le brotaba como un tulipán, de la corola de puntillas en el cuello. Un moño alto, anacrónico ya, en el peinado y una toquilla eran distinguibles desde cualquier lugar del pueblo. La edad de Dominga —ella se hacía llamar Dominica por no sé qué preferencia italiana— era incalculable. Parecía haberse acartonado en la cuarentena, pero sin embargo todos convenían en que debía hacer mucho tiempo que abandonó el medio siglo.
Entre los encantos de Dominga —que no debieron ser muchos aun en sus mejores tiempos— figuraba el que a pesar de su beatería no era criticona ni chismosa o entrometida. Vivía sola con una sirvienta y nunca había dado qué decir ni queja alguna al vecindario. No obstante el vulgo, siempre maldiciente, le atribuía malos tratos a su criada, según versiones de ésta, que mostraba los brazos y los muslos amoratados de pellizcos propinados, al decir, por Dominga. Parecía ser este atribuido sadismo una contrapartida a su fama de inofensiva, cuya reliquia mortificante le quedaba como recuerdo de su antigua infancia monjil.
Dominica, indefectiblemente todas las mañanas a las siete, sacudía su viejo peinador de encaje por el balcón, en cualquier época del año. Media hora más tarde estaba en la Iglesia y ya no se la volvía a ver sino en rara visita que cumpliera o en el Rosario o en la Salve sabatina. Por lo demás el tiempo en ella era una isócrona repetición de los mismos actos, quehaceres u obligaciones. En lo de la puntualidad a la asistencia a la Iglesia era tan rigurosa, que casi siempre aparecía en ella la primera, teniendo que aguardar muchas mañanas a que abriesen. Ello, solía exasperar al sacristán, quien, teniendo también el prurito de la puntualidad, estaba en reñido concurso de competencia con la beata, contra la que se enfurecía cada vez que le ganaba la partida. Muchas veces, cuando iba a abrir, incluso adelantando algunos minutos, se la encontraba a ella en el quicio del pórtico cual si fuera una mendiga. Algunos días hasta estaba adormilada en el poyo de la claustrada. En una ocasión, al sorprenderla de esta guisa, el buen oficiante de los altares que no era muy versallesco de modales, al sorprenderla así la empujó, para decirla: «¿Qué hace usted aquí tan temprano?…» y al derribarla, se cayó con tan mala fortuna que la pobre mujer se rompió una pierna.
Dominga, por el contrario, era suave de maneras. Hacía primores en frivolité, y también con la lanzadera. El alba de don Satur, era una buena muestra de su habilidad en el punto de aguja, bordando espigas, cálices y todos los atributos evangélicos susceptibles al crochet. La Iglesia tenía en ella uno de sus mejores proveedores para manteles, corporales y velos del Santísimo. Después de haber llenado su vivienda de estores, colchas y tapetes, los reposabrazos de las butacas con bacantes, ninfas, etcétera, de punto de cruz —que siempre hace los perfiles achatados— el acopio de años entrelazando puntos había repleto la Parroquia de sueños en hilatura. Sus medias, también era una especialidad manufacturera: negras, de algodón, con el punto muy prieto entablillaban sus delgadas piernas, enfundándolas en canales perfectos y simétricos como los de la columnata de una Acrópolis. Tan sólo la de la derecha, que era la de la fractura, denotaba por bajo el volumen de su deformación contenida, un elástico de goma.
Se susurraba que de labores de esta clase abastecía a una lencería lujosa de la capital y quizá ello fuera uno de sus medios de subsistencia, pues tantos años sin otros recursos conocidos que los de su pobre huerto no podían darle a la mujer inagotables reservas. Dominga, debió de tener en su juventud una rara habilidad para estos menesteres. Después, fueron su especialidad en la vida. Educada en un colegio de Esperanzinas, de donde salió para casarse depositada, destacó por esta virtud pacienzudamente femenil y hoy desconocida, de la labor de punto. También figuraba en sus especialidades, la de los conocimientos del índice conventual.
Sabía todas las órdenes religiosas, sus fundadoras y sus residencias. Era un asombro oírla recitar de memoria, Salesas, Teatinas, Carmelitas Descalzas, Comendadoras de Santiago, Agustinas Reformadas, Trinitarias, Capuchinas, Concepcionistas, etcétera, etc. Las Carmelitas de Letrán, las Servitas, las Reparadoras, las Adoratrices, las del Beato Perboire. Y luego, se ponía a explicar la Regla que seguían: si era Agustina o Benita; los sitios: Franciscanas de Logroño, Jesuitinas en Valladolid, etcétera, etc. Pero es que además, sabía distinguir muy bien, las que se dedicaban a la enseñanza, las que solamente al Culto, las consagradas a la devoción de la Virgen, cuáles eran de origen francés o español. Era capaz hasta de describir la Abadía de Monte Cassino, mientras el ganchillo serpenteaba en sus ágiles dedos una cadeneta. Dominga en su color terroso de enferma del hígado, como un personaje de Solana, era en la actualidad una asidua visitante de Adela. Parecía el colaborador más adecuado para los fines de don Satur. Incluso le había traído a mi hermana la «Introducción a la Vida Devota», de San Francisco de Sales, y parecía una consejera seglar de la casa que nos estuviera aleccionando a todos de particularidades monásticas.
Realmente, nos había informado de todos los pormenores.
—Hay dos clases de Religiosas —empezaba—. Hermanas legas, como saben ustedes, que están dedicadas a los oficios más trabajosos, y Religiosas de Coro. Éstas cantan el Oficio Divino y aquéllas en razón de su asiduidad a los menesteres domésticos, lavan, planchan, friegan, barren y cosen; por eso están dispensadas de menos rezos. Pero todas están al servicio del Señor, en diferente orden.
Para ingresar en el Convento hay que pasar por el Postulantado. Es un período breve, de unos seis meses. Se lleva vestidura especial. Después, viene la imposición del hábito. Entonces, empieza el Noviciado, por espacio de un año. Estas normas suelen variar según la Orden.
Cuando entraba mi padre suspendía la conversación y hablaba del tiempo o de los acontecimientos del lugar, aunque nunca estuviera muy enterada de ellos.
Don Satur, a pesar de lo que cooperaba a su labor, no veía muy bien tanto asesoramiento. Le parecía sin duda, que con exceso, era menoscabar sus funciones. Él era, quien debía llevarlo todo, y así estaba haciéndolo. Le había escrito a una conocida suya, Superiora de una Comunidad, y Sor María Rita del Amor Hermoso, le había contestado sobre las formalidades. Él quería consultar con mi madre, pues había un pequeño obstáculo. Era la cuestión de la dote. La monjita decía que tendría que aportar 10 000 pesetas, «pues ya ve usted, que como están las cosas no es nada para la vida de hoy —decía—. Hágales ver —añadía— que la dote no es una pensión, sino una cantidad que se da por una sola vez, y que como de las circunstancias ya se han dado cuenta los Prelados, nos autorizan para que pidamos más, aunque aún no se ha fijado la cuota que ha de señalarse en la reforma de nuestras Constituciones». «Además nuestra Comunidad se encuentra muy necesitada y con las obras de reconstrucción que tenemos después de la guerra, hemos de levantar casi la mitad de todos nuestros conventos, aunque gracias dadas sean al Señor, no falta la caridad de los que ayudan, pero todo es necesario…»
Por lo visto, pasábamos por la penosa cuestión del dinero, que al decir del clásico en este aspecto, «con la Iglesia hemos topado». La idea no se iba a disuadir por este inconveniente. Después de todo mi hermana aun tendría numerario suficiente con su «legítima», para no desistir por lo que pudiéramos llamar el «aumento de tarifas». Después de tramitar las cuestiones de derecho canónico, hubo que ir a la ciudad, para que mi hermana conociese a la Madre y recibiera su aprobación así como acordar los preparativos y la recepción. Más tarde, vendría el instalarla y esperar. De novicia a profesa, tenían que transcurrir tres años hasta la admisión solemne. Y todo indicaba por el momento que no había cambio de parecer. Habíase dejado la entrega, sin necesidad de lucha interna, ante las calidades que concurrían en la solicitante y el buen antecedente que presentaba en su pretendida vocación.
Mi madre regresó llorando durante todo el viaje como una Dolorosa.
—Perdemos la hija, y ahora —decía— tú también te irás, y nos quedaremos solos. Dos hijos, no son nada. Debíamos haber tenido diez o doce, Antonio —le reprochaba a mi padre.
Éste ni hablaba siquiera. No se atrevía a oponer su rotunda negativa a la marcha de las cosas.
—Después de todo —decía—, por ahora sólo es un período de prueba. No te apures —la consolaba, al mismo tiempo que parecía quererse convencer también a sí mismo.
Pero yo había visto cómo Adela iba temblona, casi jadeante. Quizás el viaje, acaso la emoción. Deduje, que estaba con aspecto de muy resuelta. La vida monjil no sé si la atraería verdaderamente. Pero sí, en cambio, parecía estar firme en algo de dejación, de cese y abandono de todo lo otro. Acaso, deseara esto como un medio. Bien podía ser también una decisión de la voluntad más que la tendencia natural. Su vida, había pasado unas determinadas pruebas. No era el instinto de otras inclinaciones propensas casi desde la infancia. Estaría, ¡quién sabe!, en un momento decisivo. Los treinta años de mujer desengañada, y lo que era más triste aún, sin experiencias. No sé. Misterios. La Luna —pensaba—. Caminos, designios. ¿Amor? Todo es Amor y Dolor. Esa otra mitad de la Luna que no vemos. El alma, tiene tantos misterios. Es un fantasma ese fuego interior. Sí, «fantasma de luz de Luna», le llama al alma Thomas Mann.
Pero el alma, como la Luna, tiene una mitad que no percibimos, que no vemos; cara ignorada, incógnita, arcano. Atracción. Quizá destino de la Naturaleza nuestra en ese más allá insondable… Apetecer, buscar. Acaso, esa palabra redonda, infinita, que se llama Dios…