LA BALTA era una de esas almas que podían valer todo lo que pesasen y entonces el mundo se desparramaría de bondad. Pero se hallaba aún en bruto su cantera, sin talla ni pulimento. Con mucha dosis de paciencia y unas cuantas gotas de cariño, se sacaba de ella todo cuanto se hubiese querido. No había que pedirle belleza, porque ésta estaba reservada al interior, como la del buen género de algunos establecimientos que no creen en la necesidad de exhibirla en los escaparates. Yo me fuí haciendo amigo de ella al calor de unas cuantas conversaciones, sólos, en la casa abandonada por las salidas de la tía Sole y las ausencias frecuentes de Etelvina.

Para vencer el miedo a sus posibles convulsiones, al principio tuve que sobreponerme. Y por ello hube de adoptar la táctica de ganarme su amistad. No la había vuelto a ver ninguna otra vez como aquella noche, es verdad, pero, convenía que me tuviera ganada su confianza por si en una nueva ocasión me veía obligado a tener que atenderla o ponerme a salvo de sus accesos.

Sus fregados y mis estudios eran una rueca común. Si estaba en la Biblioteca y venía a limpiar cristales, me entretenía, mientras sus piernas, como troncos de encinar, se arremangaban mostradoras desde la escalera. Le gustaba mucho que yo le leyera o contara cosas y me halagaba diciendo:

—Hay que ver lo que usted sabe, señorito.

Por Etelvina, guardaba un afecto arrollador.

—Más que a las niñas de mis ojos la quiero —decía—. ¿Sabe usted?; hay que guardarla, porque ella es la alegría de esta casa. Y si yo fuera su madre, ni a la puerta de la calle la dejaba ir sola.

La Balta, acertaba de las cosas del mundo, por una intuición prodigiosa. Rústica completa, desconocía del progreso, desde el manejo del teléfono a la subida en el autobús. Cuando tomaba un recado por el hilo, era de maravilla verla dejar en equilibrio el auricular sobre la horquilla del aparato, con la bocina vuelta para arriba. Le debía parecer más estético, sin duda, y a pesar de lo difícil de sus posturas nadie la pudimos convencer de las ventajas del aparato colocándolo normalmente. Sus manías producían eutrapelia. Muchos domingos, ni salía siquiera. Por los tranvías con «imperial», tenía verdadera aversión.

—Allá, tan alto —comentaba— en un bicho de esos, vas y vas. Parece como si estuvieras en una mole que se mueve. La gente se ve pequeñina, que paecen como hormigas. Y cuando se meten en el «Metro», se las traga un bujero como a ellas.

Pero lo admirable de Baltasara, era su integridad pastoril. Era un hallazgo que se perdió Valera para su «Dafnis y Cloe», porque para la fruslería de su «Pepita Jiménez», era un tipo demasiado recio. Le habría podido emular toda una bucólica con siringas y todo, porque cuando se recreaba sola, un silbar permanente la acompañaba. No era como las otras chicas que tararean o se desgañitan con el último couplet. Ésta tenía unas melodías extrañas. Eran notas prolongadas, sin ritmo aparente; una especie de fluir constante como el chorro de una fuente, que las esparcía al compás de sus andanzas por entre los cacharros o el pasar de la bayeta por los mosaicos del suelo. Perseguido por este grillo aéreo, si quería adormecer su chirrido no tenía más que empezar a leer en voz alta. Escuchaba, devotamente atenta. Sin perder hilo. Cuando le parecía haber llegado a una cosa ininteligible para ella, entonces comentaba:

—Eso, ya me suena a mí. De la Luna también sé yo muchas cosas, no vaya usted a creer. La tengo vista más de veces allá en la Sierra, cuando estábamos en el aprisco. Parecía colgarse para ir rodando por los precipicios de las montañas. A veces me contaba cosas peregrinas.

—¿A que no sabe usted, señorito, lo que les pasa a los erizos de mar, cuando hay Luna? Mire usted, es una comida que sólo comen los pescadores. Ellos los saben cocer y preparar. Dicen, que es muy sabrosa. Nos lo contaba uno que había ido a América, y estuvo de peón en una de esas que llaman estancias por allá. Pero, decía que cuando se cogen en Luna, están huecos y apenas tienen bocado. En cambio, en otras fases, pueden darse un banquete con su carne.

Era chocante, pero en muchas cosas coincidía con opiniones o conocimientos mucho más doctos que los de su salvaje simplicidad. Y en lo de creencias, respecto a ella, tenía el mismo parecer, por ejemplo que Ludovico Ariosto en el «Orlando Furioso».

—Mire usted, señorito —me decía—. A mí, que no me digan. En la Luna no puede haber cosas buenas. Allí, sólo tienen que estar las cosas perdidas.

Era exactamente lo mismo que dice Astolfo, cuando va con San Juan en el carro del Profeta Elías:

«Allí están recogidas todas las cosas que perdemos por culpa nuestra, por las injurias del tiempo o por efecto del acaso; allí se ven todos los votos y todas las plegarias que los desdichados dirigen al Cielo: las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido en el juego o en la ociosidad, los vanos proyectos que se quedan sin ejecución, los frívolos deseos cuyo inmenso rodar agita al mundo». En fin, allá arriba —como conjuntaban el Ariosto y la Balta, después de cinco siglos y la diferencia de sus conocimientos— se encuentra todo lo que se ha perdido en la Tierra.

La gloria de estas mentes puras está en que siendo tan sencillo su concepto de ciertas cosas, lo acomodan con una libre adaptación a la superficie de las mismas y avienen en soluciones tan acertadas como las de las inteligencias más altas. Balta era una de ellas.

—Y, ¿cómo sabes tú eso? —la interrogué—. ¿Has estado alguna vez por allí?

Me hacía mucha gracia que considerase a la Luna como un desván de nuestras pretensiones terrenales. No me atrevía a insistirle si sería en sus arrebatos de estertor cuando había observado a la Luna como un sotabanco del olvido.

—No sé, pero me lo figuro. ¿Qué cree usted, que no?

Eran, pues, deliciosas muchas de nuestras charlas. La vida, sin unas gotas de filosofía —aunque sea barata— no la pueden sobrellevar aún los espíritus más rudimentarios. Imaginar, formarse ideas es propio de humanos. Todos tenemos alguna figuración hasta de las abstracciones más complicadas. Ni la Balta estaba exenta de ellas. Sus medios, más limitados, no podían perderse en especulaciones, pero jugaba al acierto con las ideas y algunas veces hasta llegaba a encontrar fórmulas para expresarlas. Parecía, de repente, un personaje rudo de esas comedias rurales, que suelen soltar preciosas parrafadas de alta inspiración del vate. Claro, que en su jerga, la cosa difería. Porque la altura estaba más en el pensamiento, casi siempre, que en la galanura del lenguaje. Si acertaba con las dos, la frase, entonces, era poemática. Como ésta, por ejemplo, donde la intención estaba a la equivalencia del símil:

—Era un hombre tan pequeño, que le sobraba pellejo y por eso había engordado para llenarlo como dijo en una ocasión, refiriéndose a un político muy voluminoso, pero de tantos alcances como su menguada estatura.

Contrariamente la de «Xenius», ésta era la colorada muchacha de servir que había dejado de ser la atezada pastora de la serranía. Si hubiese poseído belleza, hasta podía haber pasado por la «Marcela», de «El Quijote» que enamorase al estudiante. Yo, declaro que cada vez estaba más sorprendido de su tino y razonamiento. La engañarían los tenderos, no lo dudo, pero en cambio no se hubieran encontrado razonamientos para convencerla de algunas cosas ni con las teorías del propio Leibnitz.

Se valía de un poder mayor que el de la razón: la fantasía. Con ésta, caía en el victimario de quien se lo hiciese injerir mejor, como las drogas a los no iniciados. Las leyendas, los relatos, algunas biografías, aforismos, parábolas, anécdotas y sucedidos históricos eran para su mente —como de buena pastora— el señuelo de un mundo más alto, más ingrávido que el de las bajezas terrestres donde diariamente consumimos nuestro vivir. Todas estas paráfrasis y apólogos, aunque fuesen de la más ancestral complicación, la seducían y la arrobaban. Por eso, me tendía toda su atención cuando la iba a leer algo o la refería cualquier cosa. Se quedaba prendida en ellas, oyéndolas, y encariñándose con sus personajes. Los nombres, luego, los recordaba a la perfección. Por eso, insensiblemente, y a pesar suyo con sus rudimentarios hermetismos, se iba haciendo amiga mía; me daba su confianza a cambio de algunas de las limaduras que como lector a mí me sobraban. Con un bagaje así, siempre os ganaréis las mentes primitivas. Es el método de que se valió Jesús para la predicación y el proselitismo de las muchedumbres. Dar la ciencia y el saber, la verdad, sin el menor aparato científico, porque así se puede seguir más gustosamente el discurso reanimado por las imágenes y comparaciones que con cualquier otro tipo de exposición que sea un simple enumerar de ideas o esas digresiones pedantes tan en uso, donde no se entera ni el que las difunde.

La gente del campo, posee una gran riqueza de imágenes y mucha facilidad de comprensión para todo lo que se le sirva por medio de ellas, ya que de esa manera determinan mejor las relaciones del hombre con la Naturaleza y aun con los propios hombres u otros pensamientos más elevados. Contar, es el primer secreto de la Literatura. Y contar es recordar, que parece saber.

No, por esto, puedo decir que la Balta se fuera convirtiendo en una intelectual —¡Dios nos libre!—. Hubiera sido monstruoso emponzoñar su magín con mis peroratas ridículas, para acuñarla más tarde en el sello de una de esas mujeres de este tipo. En edad, estaba a punto, mas no en atrevimiento. Ella seguía siendo ingenua —su mejor valor— con el alma en blanco. En fealdad, hubiera podido competir con algunas de ellas; pero era más virgen en todo. Si éramos amigos, no podíamos dar lugar a suspicacias, ante sus años y carencia de atractivos.

Me iba conviniendo su favor, ya que gracias a mis reservas literarias ella había aprendido a distinguir y si sabía, por ejemplo, que en las comidas a mí la tortilla me gustaba muy cuajada, la dejaba pasarse aún contra el enfado de los demás:

—Pero, Balta, hija: ¿cómo has puesto esta ensalada de vinagre? No te das cuenta —le decía alguna vez la tía Sole.

—Sí, señora; pero es así como le gusta al señorito Antonio —replicaba muy convencida de ser su argumento máximo, denotando una preferencia que a veces irritaba los celos de los demás, como ocurre siempre que se repiten incidencias de éstas en las familias.

Este favoritismo tenía yo que compensarlo con alguna concesión. Me halagaban sus deferencias, sencillas y tan de su alcance. Por eso, mis generosidades de gratitud y correspondencia, consistían en desvelos de las narraciones más insospechadas. Íbamos, repasando de esa forma, hasta los orígenes de la novela; toda la picaresca. Le había extractado como en los volúmenes de Araluce, el «Gil Blas»; conocía también la fábula de «Calila y Dimna», con todo el lenguaje de los animales, aunque bien que algo desfigurado, y últimamente se quedó admirada con las vicisitudes de Calixto y Melibea a través de la alcagüetería de «La Celestina», así como con el «Lazarillo» en Tormes cuando le tapa la vasija al ciego para poder robarle el vinillo. Con ello le iba ganando puntos y más puntos para mi partido. Ya era casi tanto en el arcón de sus afectos como Etelvina, a pesar de que a mí no me había tenido en pañales. Y ésta, que se había dado cuenta, no le agradaba la repartición del puesto conmigo:

—Me parece que estás envenenando a la Balta con tanta Literatura. Haz el favor, que me la vas a estropear.

Y es que Etelvina la tenía dominada y en nada le convenía perder esta superioridad. La Balta era su más conspicuo partidario. La utilizaba, dadas sus condiciones de lealtad y el influjo de su ascendiente, como el jefe de una banda al más adicto de sus servidores. Etel, la había alimentado hasta entonces —también descubriendo el hechizo de esta sugestión— con vulgares hazañas de periódicos, crímenes pasionales, lucubraciones de hechicería, relatos de aparecidos, etc… Es el primer pasto para las almas simples; nunca falla. Con ello, os guardarán su más invulnerable seguimiento. Red, tejida por la araña, en la que siempre cae la mosca ignorante. Pero hay más allá. Luego, podéis darles el lirismo, los bonitos romances legendarios llenos de fantasía novelera sobre hechos humanos que tienen apariencia de reales, las canciones y los grandes poemas, y habréis ganado la batalla. Yo lo hice sin saberlo, y mi descubrimiento fué confirmante. Balta me concedía a mí más estimación; a ella, más respeto, casi amedrentado. Pero lo mío la atraía más, aunque lo de mi prima la retuviese por su anterioridad y el peso de tantos años oyéndola. Había, según creo, un algo de atemorizamiento.

La biblioteca de mi tío, centro y vértice de mi vida, absorbía ahora todo el celo por parte de la Balta. La cuidaba, casi con mimo; desempolvaba los volúmenes con el plumero, en cariciosas pasadas contra sus lomos, bruñía las repisas. Allí estaban las fuentes de mi saber que ella por sí sola no podía utilizarlas, pero que, manejadas por mi transcripción, eran el maná de su mente, recreo de mi espíritu y alimento de aquel germen de cerebro —romo y ávido a un tiempo— en donde los sueños se encendían, sobre todo si una llama relatante como la mía acercaba su chispa de prendimiento.

Así, pues, este tabernáculo de la sabiduría era, a la vez que el deleite de Baltasara el pozo de mi sed. Entre las tanagras de yeso y las cerámicas mudéjares, los cobres, los alfanjes y los retratos de familia, habíamos radicado allí dos mentes tan distintas como la de nuestra doméstica y la mía.

Poco a poco, el salón de leer se fué convirtiendo para mí en el observatorio —gran cosa cuando la vida se toma como espectador— desde donde aprendía las nuevas de la Luna y al mismo tiempo registraba los acontecimientos de la casa, como el que por las noches recuenta las estrellas desde una cúpula atorreonada. Tenía aún por deglutirme entera, toda una banda de la sección de Astronomía. Allí estaban, «De phœnomenis in Orbe Lunæ, novi telescopi usu a Galileo phisica disputatio», de Julius C. La Galla (Venecia, 1612); la «Astronomía Lunar», de Keppler; la «Selenografía», de J. Hevelius; Gilbert, Campanella, etc…

La parte de esta subdivisión relativa a viajes, presentaba una cosecha óptima. En ringlera uniformada, como soldados que presentasen armas, estaban, aparte de los de Pantagruel, el gigante rabelesiano, tales y tantos que los había de todas las centurias y siglos, sobresaliendo el «Sueño Astronómico», de Keppler (Francfort, 1634), el mismo autor de la «Astronomía Lunar». Era inconcebible imaginarse cuánto y en qué grado había preocupado a nuestros antepasados el inquirir suposiciones más o menos irreales sobre tal mundo y sus pretendidos pobladores. De ella podía decirse, sin embargo, como el bardo italiano:

… questa Luna in ciel, che da nessuno

cader fú vista maise non in sogno.

Sueños de la fantasía y del intelecto. La Luna era la Isla de Levani, nombre venido del hebreo «Levana» que quiere decir «la blanca» parafraseando los cánticos del Profeta Isaías. Habían creído en ella desde los pitagóricos como Orfeo hasta los jónicos como Tales de Mileto, y otros como Philoleo, Demócrito, Anaxágoras. Plutarco le vió la faz y le pareció humana —resultado del entrelazamiento de sus manchas de luz y sombra—. Apolónides, se lo explicaba diciendo que lo que veíamos era el mar, quieto como un espejo, en cuyo caso la Luna sería el más bello de los espejos y tendría dignidad de diosa.

Ella venía saliendo a relucir desde los pasajes bíblicos cuando le habla Dios a Job y más tarde, Josué al Sol y a ella: «Sol, detén tu curso sobre el Gabaón y tú, Luna, sobre el Ajalón».

Si era en Teodiceas, tenía participación hasta en los «Vedas» hindúes, que consideraban su espacio como el lugar donde se recibe la recompensa de las buenas obras de los mortales. Había almas de las nuestras, destinadas para el Sol o para la Luna, según, aunque los de aquél tuvieran prioridad por ser más inteligentes y bellas que las de la segunda. Todos coincidían empero, en generalidades. Cuando los personajes viajeros de los distintos relatos, llegaban a ella, encontraban la gelidez de su temperatura; las mismas analogías de hemisferios, ejes y hasta Polos; aún las estrellas, vistas desde allí, eran tan inmanentes y fijas como las que contemplamos desde aquí con angustia de inmortalidad.

Lo malo, era cuando querían discernir que fuese viviente y poblada como nosotros. Cuestión peliaguda de asentar en los tiempos pasados. Alarde para los antiguos, osadía para los medievales y blasfemias, más tarde, para los audaces cientifistas de la Astronomía en lucha contra la Inquisición. Eran los escollos terribles contra los que tropezaron Giordano Bruno, Campanella, Copérnico y Galileo, aunque se dejasen torturar con la creencia resuelta y firme del anecdótico y contumaz e pur si muove. Todas las opiniones astronómicas de aquel entonces andaban lindando con la herejía y el «fuego purificador».

Pero, a pesar de eso, las conjeturas no habían dejado de seguir inquietando en todos los tiempos. Quienes, como Platón y Sócrates, prefirieron creer que en ella estaba el Paraíso Terrenal. Para fundamentarlo en algo, estaba también la fábula de Ceres, errante en busca de Proserpina. Y las corroboraciones de Cusa y El Tostado, atribuyendo opiniones como la de Isidoro el Hispalense. Más, cuánta disputa y cuánta opinión encontrada. Unos, luchando por concederle superioridad e importancia como a la Tierra; otros, quitándosela y relegándola a la cosa muerta y boba de un globo luminoso y colgante como los de los quirófanos y las oficinas. Ocello de Lucania, el primero que se lanzó a dar una solución ecléctica no pasó al definir su órbita de considerarla como «la línea divisoria entre lo mortal y lo inmortal». Más tarde, el que se atreviera a considerarla complementaria nuestra, diría como el ferrarés Francisco de Patricio, basándose en Zoroastro, que «nosotros somos la Luna de la Luna». Pero esto ya era utópico en su afirmación, porque no podía basarla más que en deducciones sin prueba. ¡Qué podían atestiguar libros como el de John Wilkins, en pleno setecientos, probando con sólo fantasía propiedades de sus pobladores! Si acaso, alguno de estos mismos autores como su antecesor Godwin —otro inglés vertido a la francesa por Montaigne— había dicho con gran irresponsabilidad que sus habitantes se caracterizaban por la falta de sensatez. Era esta cualidad tan ingrávida en los habitantes de la Luna, según él, que al brincar se elevaban cincuenta pies del suelo y no podían volver a caer por salirse del centro de atracción del solar de su morada, la Luna.

Por lo demás, habiendo sentado Santo Tomás, un día que la mirara desde el Observatorio Astronómico de París con algún rudimentario telescopio, que estaba muerta, no había por qué divagar más sino someterse a las contundentes y dogmáticas razones del «tomismo». Podía dejarse, únicamente, que el gran Cyrano derrochase su humor de ingeniosidad con buenas creaciones como la de suponer que el lenguaje musical de los selenos era una melódica sinfonía en el diálogo; que eran de tres distintos tamaños según su categoría social, que vivían de vapor, que eran buenos, no robaban, mataban ni traicionaban y sobre todo, su más acertado hallazgo, que tenían por moneda usual en aquellos parajes los versos para todas sus transacciones. Esto sí, puesto que venía a explicar la razón secular de por qué los poetisos, desde Safo al último romántico, se dedicaban a componerle cánticos más o menos enladrillados a la Luna. Con un soneto, había que pensar, si esta palingenesia se cumplía, que muchos liróforos tendrán amplia cuenta corriente allí ganada. ¡Qué decir si no de Agesianaux, cuando larga esta sonora endecha, capaz de hacerle millonario a las orillas del Caspio Lunar!:

La Lune nous presente un contour lumineux

En elle on voit briller la douce et pure image

D’une jaune beauté que la couleur des cieux

En relevant ses traits embellit davantage

Dans ses yeux, sur son front, une vive rougeur

S’allie avec éclat á la simple candeur.

Ni Byron tendrá ganado mejor puesto con todas sus composiciones. Más la tozudez de los humanos, era repetida e insistente. Aun después de todos estos contribuyentes a la historiografía lunar, hecha desde la Tierra, quedaban subiendo todavía los siglos, Enrique Lebret con un nuevo viaje, otro traslado interplanetario de Gasendi, el del P. Kircher, Fontanelle, los de Mercier y A. Dumas con otros varios del XIX hasta llegar al Verne de nuestra infancia. Esto, tan sólo, en cuanto a una biblioteca particular y no especializada en la materia como la de mi pobre tío, que sólo era un aficionado. Que, aun quedaban obras como la Cosmología, los almanaques de los Observatorios desde 1826 y devaneos clasicistas del gusto de un erudito cual la farsa de Corneille, «Arlequín en la Luna». Aquello era inacabable.

Nada, sin embargo, se podía sacar en limpio para una temática en serio de Selenología, fuera de estos ligeros principios: cosmológicamente, la Luna era un cuerpo sólido, denso, opaco, sin ninguna claridad por sí misma. Las opiniones de algunos matemáticos de todos los tiempos convenían en la posible existencia de un mundo en ella, siempre fuente de debatidas discusiones. Existencia de manchas, no discriminadas ni en los tiempos modernos. Suposiciones más o menos comprobadas de un sistema hidrográfico y cosmográfico extintos, con sus ríos y montañas muertos. La capa de una atmósfera envolvente, como una película, de naturaleza gaseosa, densa y no definida, en forma de vapor. Posibilidad de algún fenómeno meteorológico en sus parajes, como consecuencia de lo antedicho. Este era el sumario. Lo demás estaba todo reservado a que la posteridad lo comprobase, cosa no incitante por el momento a los científicos actuales. A lo más, los modernos propendíamos a otras ramas del saber humano que, si bien eran más ambiguas tenían la ventaja de ser más alentadoras, puesto que engendraban la creación de una mística poética en torno a la Luna, tal como había venido concediéndole la literatura a través de las manifestaciones de todas las épocas.

E innegablemente, esto era más interesante para la Balta o incluso para mí, en vez de tanta digresión con peligros escurridizos en el terreno de la ortodoxia científica, filosófica o religiosa. ¡Aquí hubiera querido ver yo a don Satur! Ahora, no me podía impedir este embotellamiento de opiniones lunares para todos los gustos. Metido en aquel templo de la biblioteca, una especie de cenobio libresco me invadía de su clima. Las estatuillas de las reproducciones estaban repartidas y me eran familiarmente compañeras en sus estancos y peanas. Cuando levantaba los ojos del libro parecía saludarme aquella «Venus saliendo del baño» con sus manecitas entreabiertas como abanicos de palmeral velando el pecho del aire, en un recogimiento de pudicia. Parecía que siempre se la iba a sorprender, pero ella, candorosa, se defendía antes de que la vista pudiera manchar procazmente sus desnudeces, igual que una Susana de escayola ante el trío de libidinosos ancianos. No creo que su actitud fuese tanto por mí como por un Fauno Flautista que la observaba desde un bargueño con picardía de galanteador.

Por otros rincones, nos miraban Hebe, Polimia y Friné, todas pequeñas, a tamaños no mayores de los cincuenta centímetros, cual si fuese aquello una Acrópolis del saber y la belleza, ágora del estudio y tocador de las divinidades del Olimpio, donde por respeto al aula y al silencio se habían despojado de las clámides como en la más salutífera de las termas.

Nunca he podido comprender el porqué de estas decoraciones tan helenísticas armonizando en las despensas de los manjares del espíritu —a pesar de que sea un homenaje a los griegos— sobre todo si el recargado y pesante estilo «Renacimiento» hace salir de cada talla de los sillones y de las mamparas esos atroces gestos de guerreros que tienen más miras de sensuales que de monjes. Sus barbas y sus cascos, pueden atemorizar a los angelotes de las columnas salomónicas, pero con las diosas y las figulinas establecen un pugilato de lujurias que excita en demasía la imaginación del estudioso que se recoge en el nirvana de la lectura. Seguro estoy de que en ausencia de testigos la batalla de la persecución se entabla entre unas y otras miradas, como en un verdadero bosque de deseos fálicos.

Resquebrajaban alguna vez mi lectura estas consideraciones, viendo tanto y tanto centurión de pino y capitanes con barbuquejo o celada, asomándose por esos círculos del repujado y los salientes de todos los muebles como en el «ojo de buey» de los camarotes de una galera. En la atmósfera carmesí de los rasos y ante las volutas de los tinteros talaveranos, decididamente la blancura escayolada de las diosas griegas no cuadra bien. Pero aún he odiado más siempre y lo he censurado, el estilo inglés fin du siècle, para los despachos, con el rojo caoba y los remates de sus florones, listones y espejitos.

«Chuchi», el perro de Etelvina, cuando no estaba su amita, apacentaba su bola de pelos en uno de los almohadones de las butacas y así nos merendábamos mutuamente el sueño y la lectura hasta las altas horas del cabalgar de la noche. En una de estas veladas, mi torre fué conmovida. Era una noche paciente en que yo estaba llegando con la ronda del Cid, por las llanadas de la Historia, a las almenas de Valencia. La madeja del can se removió y un gruñido peinó sus dientes en acecho. Alcé mi cabeza escuchando. Un ligero chasquir crujía en las tarimas. Será la arcabucería de las polillas —pensé— que a veces crepitaban sus estampidos roedores en las baldas de la anaquelería. Como una antorcha en el extremo de mi brazo proyecté la luz por la estancia, alzando la lamparita portátil. Nada. El silencio era solemne y estaba como posado en el aire. Temía, sin embargo, que como antaño, alguna visión nos estuviera atisbando desde la claraboya. Pero, no; esta vez la soledad era con nosotros al parecer. Haciéndome de valor me levanté y el perro se vino conmigo. A Etelvina le habíamos sentido rebullir hacía un rato y sabíamos, por tanto, que estaba en casa. No era, pues, su regreso el que conturbó nuestra vigilia.

Desde el pasillo llegaban los ronquidos de tía Sole como el tejer tranquilo de una conciencia descansada. Toda la casa era una selva de oscuridad y de paz. Nuestro recorrido por la catacumba del pasillo nos lo probaba. «Chuchi» y yo avanzábamos por el laberinto del corredor escuchando nuestros propias corazones. Él, con las uñas de sus patas, salpicaba los hules y las tarimas de sigilo. Pero eran más fuertes los latidos de nuestras vísceras. Parecía que iban a paralizar la noche. Cuando llegamos al cuarto de Etelvina, aunque la luz se ahilaba por debajo de la puerta, «Chuchi», volvió a regruñir.

—Tonto, ¡calla! —le dije muy bajo—. ¡Si es tu amita!… Pero el perro se ovilló entre mis piernas. Y a su resguardo parecía sentirse más valiente. Avanzamos. Estábamos ya en las proximidades de la cocina. Contigua a ella, la puerta de la escalera de servicio se hallaba sin afianzar su cerrojo como de costumbre. ¡Qué extraño! —pensé—; pero bien podía ser que se le hubiera olvidado a la Balta. Sin embargo, dos pasos más allá estaba su cuarto con las hojas de las maderas entornadas como un guiño. Al oírnos dió la luz. Su cara no denotaba terror sino alacridad.

—¡¡Señorito!! —semiaulló como el «Chuchi».

Me electrocutó el miedo de pensar que estuviera en el trance. Mas, pronto, ella, poniendo el índice cruzado entre sus labios, me hizo señal de que callara y su escasa inteligencia semejaba ir a escapársele por las ventanas de los ojos en señal de máxima expresión. La Balta estaba en la atalaya; no dormía. Nos introdujo en su recinto y apagó la luz de nuevo, después de entornar la puerta.

—¡Cuidado! —me musitó bisbiseante—. Hay un hombre en la casa.

—¿Qué dices? —balbucearon mis labios más que hablar—. No puede ser.

—No se asuste. Tenía muchas ganas de cazarlo al tío, y esta vez no se escapa. Estoy dispuesta a que haya escándalo. Me alegro que haya usted venido. ¿Verdad que también han sentido algo? Ahora, cállese y a esperar.

Tomó al perro y saliendo con él, lo guardó en la despensa para que no ladrara. Volvió al pronto, y me agregó:

—Aguárdeme aquí. Vengo en seguida.

Ignoraba lo que pretendía. En la oscuridad adensada, a cuyo glauco refulgir ya se iban acostumbrando mis ojos, percibí cómo se iba hacia la puerta de servicio y, desde la escalera, echaba el candado por fuera. Está loca, ¿qué irá a hacer? —me dije—. Ahora me deja aquí solo. Y cuando estaba considerando mi impotencia, me asustó sorprendiéndome al aparecer de nuevo, saltando por la ventana del patio. Había entrado desde la escalera haciendo aquel alarde suicida de pasarse con la ayuda del enrejado del montacargas. Obraba con una perspicacia digna del mejor Sherlock Holmes. El ladrón iba a ser cogido en su propia ratonera; tenía el escape cortado. Ya no quedaba más recurso que aguardar al final de esta aventura.

Esperamos, pues, algún tiempo —no sé cuánto— angustioso, infinito como si pasaran siglos en vez de minutos. La noche daba la sensación de ser redondamente inmensa, cóncava, hueca. Para más tinieblario no tenía ni un yerto rayo de luna. Los patios eran tinajas de sombra. Pero, en cambio, la Balta tenía todas sus facultades despiertas como nunca lo hubiera podido concebir. Era otra, como un perro aguzado, con el pelo erizado en púas y casi destellando electricidad. Arrimado a su cuerpo caliente, tenso en músculos, presentía su circulación, lo mismo que si fuésemos a cometer un crimen. A ella le brillaban las órbitas. Subrepticiamente asomaba de cuando en cuando la cabeza hacia el pasillo.

Por fin, tomándome de la mano, me adentró como un Virgilio por aquella «jungla oscura» —aún lo doméstico, con las sombras se hace incognoscible—. Íbamos avanzando tiniebla adelante. Al llegar a la puerta de Etelvina, seguía luminoso el cuadrilátero de sus resquicios, dejando, por los goznes, escapar la luz encendida en el interior. Los manes de aquel lar debían estar dormidos también. No se podía escuchar nada. Hasta el ronquido de la tía que venía del fondo del otro lado, habíase apagado; estaría, sin duda, en la brasa plácida del sueño.

—Escuche con cuidado —me dijo.

Como Ulises, apliqué un oído, sin cera, al caracol de la cerradura. Un ligero rumor de conversación parecía hervir adentro. Agazapados, tratábamos de mirar por la rendija de uno de los tableros, agrietado. Corto era el espacio a divisar, pero así y todo se recortaba la luz como una espátula y con ella se divisaba un trozo de la estancia. Era, naturalmente, la parte enfrentada con la hoja de la puerta. Sentado en una butaca, como en un primer plano de película, se distinguían los pantalones de un hombre. Desde la rodilla, se veían las perneras, calcetín y zapato, pues la otra pierna estaba cruzada. Por el inmaculado doblez de la raya, deduje que era Raúl. Estaría allí —me lo imaginaba ahora— con su mismo bigote orgulloso e insolente, acaso manchándoselo de carmín nuevamente. Tenía un tic de vaivén en el talón de la pierna apoyada en el suelo. A ella no se la veía. Pero se trascendía igual que en el pasaje de «La Eneida», como Dido, conversando con Eneas sobre diversas materias, bebían a largos sorbos el ponzoñoso amor.

A punto de no contenerme estuve, expuesto a que me saliera la exclamación: «Es un miserable. Debí habérmelo figurado.» Pero la mano grasienta, atocinada y gruesa, llena de grietas de lejía, de Baltasara me había amordazado previamente.

—Cálmese. Si lo sabía yo que íbamos a estar a punto de estropearlo todo. Pero por otro lado, quería que usted lo viese, para que se convenciera. Si me descuido…

Y guiándome por el mismo camino que me había traído, retrocedimos a su cuarto. Allí otra vez, seguimos palpando la noche hasta que se hizo muy alta; las tres, las cuatro. El reloj seguía corriendo su velódromo. A poco de haber picado la media de las cuatro, un chirrido casi imperceptible batió el silencio del pasillo. La puerta de Etelvina se abría. Nuestras respiraciones se habían enmudecido, pero ¡ah!, en cambio, las calderas de los corazones de ambos, bullían en una cocción que parecía que se iban a saltar. Pasado el relámpago de luz de abrirse la puerta, el manto de las sombras volvió a extenderse por todo el corredor. Habían cerrado el refugio delatante y sin luz, unos pasos cautelosos avanzaban hacia donde estábamos. Iban bien encaminados en la búsqueda de la salida de servicio.

Sujetamos nuestra puerta para mejor observar. El fugitivo corría del tirador de la cerraja, más la puerta no se abría. Nuestra ansiedad era espesa como una lágrima de miel, cristalina y solidificada; parecíamos dos estalactitas. Éramos todo oídos y ansiedad. La mano experta pero turbada por su fracaso, insistió en un par de veces más. Ante las tentativas frustradas brilló una chispa. Era el mechero de Raúl que trataba de inquirir la causa. Su llamita recortaba una sombra muy grotesca en la puerta: la del espectro de la huida. Entonces se encendió la luz desde el cuarto, como la de un faro que tratara de ayudar al buque que cruza la barra del puerto, protegiendo su salida. Etelvina irrumpió en el pasillo.

—¿Qué pasa, que no sales? —oímos como le interpelaba.

—Nada, que está cerrado.

—Si serás torpe. Ten cuidado, no metas ruido.

—Que no, mujer. Yo la he dejado como siempre, pero es muy raro. No sé qué habrá pasado. Ahora, ¿cómo me voy a marchar?…

Retrocedían sin vacilar. Era el grueso de todo un ejército de la conspiración, impedido de movimientos. Ella le abría paso como antes a mí la Balta. Acudieron, entonces, a la puerta de salida grande, pero tenían que pasar por la habitación de la tía Sole. Estaban indecisos. A aquélla le rechinaban mucho los goznes y Etelvina lo sabía. Desistieron. De nuevo Etelvina llevó el cómplice a su alcoba. Se les notaba deliberar. Pero el giro de la falleba del balcón nos delató la solución que habían encontrado. El fantasma se iba a colgar por la escala del terror. En ese intervalo, la Balta y yo pasamos al mirador de la rotonda, el de la biblioteca. Corrimos, diestros y familiarizados por esta topografía sin tropezar en las sombras con ningún mueble importuno que nos descubriera. Una ventana nos asomó a la evasión.

El cuerpo de Raúl empezaba a descolgarse en la impunidad, por entre los hierros, tratando de hacer pie en el canalón del desagüe. Etelvina le ayudaba con cuanto de sí podía, extendiendo su brazo, alargado como una media, cabo de salvamento que lo sostenía hasta la distensión, mientras medio cuerpo colgaba por el antepecho haciendo un arco sobre el barandal. No quedaba mucha altura hasta la calle, pues nuestra vivienda era un primer piso. Si el evasor lograba afianzarse en la arandela de la cañería, estaba a salvo. Era cuestión de un salto ir a parar de allí a las losas. Salto que, estando bien medido, no tenía otros perjuicios que el del ruido. No pasaba nadie en aquel momento. Así es que había que decidirse. Nosotros, en silencio, lo veíamos todo como el que contempla con expectación un número de destreza circense.

Su primer pie había hecho ya apoyatura. Pero cuando llegó a colocar todo el peso del cuerpo, con la presión de la segunda planta, el soporte se vino abajo, desvencijándose aquel cinc recomido del óxido, y el galano bulto del amador ejemplar dió en tierra, retorcido y desfondado, como un saco. Los cálculos previstos no se habían cumplido en el programa. Entonces, la Balta y yo aprovechamos el instante para gritar como si nos hubiésemos puesto de acuerdo: «¡Ladrones, ladrones! ¡Serenoo!… ¡Ladrones! ¡Por favor, socorro!» Como si sorprendida la escena del inmortal drama de amor, los Capuletos llamaran a los suyos para dar buena cuenta del intruso Montesco que había saltado la tapia.

Etelvina, al grito, cerró sus vidrieras, nerviosa y con estrépito de cristales. Abajo, Raúl no hubo tiempo a debatirse en su dolor. Era preferible escapar que ser sorprendido. Cojeando y todo, se levantó para salir corriendo calle arriba hasta ganar la esquina, por donde dobló como alma condenada. Nadie acudía al socorro que invocábamos. La Balta aun quiso consumar el remate de la fechoría. Quería buscar agua para inundar al fugitivo, pero no la tenía a punto, porque el desenlace no ocurrió en modo alguno como podía suponerse. Cuando él ya había desaparecido por la bocacalle, el vigilante dando golpes con el chuzo salió de otro portal, queriendo infundir sensación de alivio protector, mientras vociferaba:

—¡Quién vaa!… ¡Deténgase el que sea! ¡Allá voy! Es la autoridad.

Una carcajada le hubiera contestado al tío bruto por nuestra parte, si no nos acribillara ya por detrás la voz de Etelvina recriminándonos a los dos.

—Habrá que felicitaros por la broma. Tiene mucha gracia, ¿no? Ya me figuraba yo que algo pasaba. ¿De modo que habéis sido vosotros? Muy bien.

Y miraba implacablemente a la Balta, como si fuese a fulminarla. En vez de hallarse avergonzada, la injuriaba diciéndole:

—¿Con que tú, eh? Y, ¿con qué derecho?, ¡di! ¿Quién te ha autorizado a ti para que te entrometas en mis cosas?

Creo que de no haber estado yo hasta la hubiese pegado. Pero Balta no temblaba. Su impavidez, idiotizándole el rostro, la empezaba a dar el mismo aspecto que el día famoso del ataque. Temí que se repitiera, y le dije a la otra:

—¡Déjala! No la riñas. He tenido yo la culpa.

Balta se engalló y le replicó con la más viril de las energías.

—Estaba harta. ¡Ya lo sabes! No puedo dejarte así. ¿Crees que porque tu madre no se entere voy a estar toda la vida consintiéndote hacer esto?

Le rebrillaban los dientes como al «Chuchi», pero con toda la ligereza de un mastín. Si Etelvina se le hubiera tratado de imponer, creo que, a pesar de su fidelidad la hubiese mordido, precisamente por el mismo instinto de conservarla y protegerla.

Verdaderamente de chicas así no está muy bien provisto el servicio doméstico. Aquello era un cancerbero guardando la gruta de la princesa. Para raptarla de la torre habrían tenido que cortar las siete cabezas de su lealtad. Etelvina no podía comprender todo esto. Así y todo, Baltasara había obrado con gran maestría de guardadora de ganado. Llevaba tiempo, se conoce, apuntando al ladrón y lo que sentía ya era no haberle podido echar la zarpa encima. Hubiera hecho presa en sí y lo habría destrozado. ¿Recordáis la poesía de J. José Esteve, «El Ladrón»?:

Yo le vi penetrar por la ventana.


Era un rayo de Luna que, severo,

besó su casta desnudez pagana.

Con la diferencia de que aquí ni la introducción se hizo por la ventana, sino más bien al contrario, una vergonzosa salida. Pero, para eso estaba allí la Balta. Por lo demás, lo de «severo» y el beso… creo que se habría producido íntegramente. Aunque no contaban con el guardián. Aquel día le cortó la salida. Como al hurón, cerrándole la madriguera, lo había cogido con la presa y le obligó a salir herido en la fuga. Si sus manazas, como digo, hubieran podido llegar al alcance de su cuello, seguramente que no habría podido escapar del estrangulamiento. Así era aquella mujer.

Pero la ráfaga mortal que nos venía presidiendo en aquella excitación se disipó ante el peligro de sobresaltar a la tía. No hubiésemos sabido ninguno lo que hacíamos y optamos por callar y disolvernos hacia nuestras respectivas habitaciones. Etelvina fué quien desapareció la primera lanzándonos un mohín de desprecio y enojo. A mí ni me miró siquiera. Y cuando todos nos refugiábamos en la guarida de nuestro cuarto, el ronquido de la tía Sole comenzó otra vez a extender su diapasón, denotando el cambio de postura que habría adoptado en su beatífico sueño —tapa y losa— dando nueva vuelta de reposo en su gran lecho matrimonial de estilo Luis XVI. Su concupiscencia, rebasada ya de las fronteras del bien y del mal, estaba ajena a estos conflictos. Desde aquel incidente, Etelvina desató una fuerte campaña cerca de la tía para convencerla que había que despedir a la Balta.

—No es honrada, mamá. Te sisa. No sé si te has fijado. Además, ya está muy vieja y no puede con la casa. Más vale que la mandes a su pueblo y le des algo.

—Pero, hija. A estas alturas. Llevando ya veinticinco años en la casa. ¿Qué dirían todos? Es mucha ingratitud; tanto tiempo cuidándonos. Y luego, la pobre no tiene a nadie. No, no. Yo no soy capaz de una cosa así. Me remordería la conciencia. Ya sabes que yo tomo a las cosas mucho cariño. ¿Que es muy bruta? Ya lo sabemos; pero eso lo ha sido siempre. ¿Cómo voy a hacer eso, ahora? Tu padre no lo hubiera consentido. No me atrevo. Podría ocurrirnos algo en castigo.

Al terminar la comida traté de disuadir a Etel.

—Lo que pretendes es peor —la dije—. ¿Qué quieres? ¿Dar pábulo al escándalo?

—A mí no me importa el escándalo —me replicó—. Todo el mundo sabe que Raúl es un imbécil. El día que me canse de él, con dejarle plantado se terminó. Pero lo que no puedo consentir es que esta idiota, creyendo que con eso me quiere más, me haga la vida imposible. ¡Ea, se acabó! Si mamá no la despide, ya me las valdré yo sola.

—Por Dios, cuidado que eres. Si además, en cuanto salga la chica todo va a tener más trascendencia. ¿O es que tú no te das cuenta de lo que significa meter a un hombre en casa? Anda, díselo a tu madre si no. ¿Por qué lo ocultabas?

—Y, ¡qué tiene eso de importancia! Que suba un novio o acompañante a mi casa a tomar una copa conmigo; eso lo hacen hoy todas las chicas. ¡Pues vaya!

—Sí, pero no de madrugada y a escondidas.

—Porque aquí sois todos unos rancios. Pero yo ya soy mayor de edad y ya sé lo que me hago. ¿Creéis que voy a seguir viviendo en el siglo XIX? ¡Pueblerinos! Aquí, en casa es, precisamente, donde menos peligro puede haber.

Mis cables para salvar a la Balta veía que se estrellaban en el roquedal del fracaso, sin que anudaran en ninguno de los promontorios del sentimiento. Etelvina, voluntariosa y consentida siempre, estaba decidida a llevar a cabo su propósito. La Balta era una de esas gemas que no se encuentran en las canteras del cariño. No podía creer que, en pago, aquella mujer fuese tan cerril por su encelamiento o la voluntad de su amor propio renegado. Yo debía prevenir a mi amiga de la ignominia que se tramaba contra ella. Y así lo hice.

—Ya lo sé —me dijo resignada, cuando le advertí de la amenaza que se le cernía—. Es capaz de echarme y me echará, pero eso no la va a evitar de que yo la guarde. Que ni lo piense. Me ha costado limpiarla muchos pañales para que se la lleve un ganapán así. Porque haya venido haciéndolo hasta ahora, ¿qué se creía?

—Mira, no digas tonterías. Si es necesario yo iré a hablarle. Aunque no me es simpático, creo que atenderá a razones —le dije.

Ella comprendió en seguida.

—De ninguna manera —me replicó muy digna—. Estaría bueno. ¡Eso es lo que querría él: que todos los de la casa nos doblegáramos a los caprichos de uno y otra! No hace falta. Para ese mequetrefe me basto yo sola. ¡Estaría bueno!

No quería adelantar a nadie mi poca predisposición a un tipo que, tras haber entontecido a mi hermana, ahora jugaba con una táctica tan repugnante para asegurarse la dote de Etelvina. Todo eso me parecía bastardo y lo odiaba; por eso, en el fondo, me complacía en estar más allegado con la Balta en idénticos deseos de anulamiento. Pero ella había avanzado más por estos caminos. Y entonces, me resumió la historia. Raúl, andaba tras de «una mujer con perras» —como lo sabía ella por otra chica que había servido en su casa y compraba en la misma tienda—; por lo visto, él lo decía en casa y el servicio es siempre el mejor equipo de espionaje. El hombre no tenía más que una carrera y mucho postín. Con el modernismo inusitado de Etelvina quería dominar su carácter. Pero en eso va dado —decía Balta—. Ahora bien, lo que pasaba es que dando lugar a que «la gente dijese», la ponía en el compromiso de tener que casarse con él, y si no, no la dejaba, para que aburrida se le pasara el tiempo. Por lo demás, la chica iba a tener una bonita fortuna.

Balta sabía que llevaba ya varios meses haciendo estas escaramuzas nocturnas, y en cambio, aguantaba todos los desdenes de por el día. Porque Etel tampoco se resignaba a dejar de frivolear con todo el mundo. Entre ellos había, por tanto, bastantes broncas. Que si has ido aquí o allí; que a ti qué te importa, etc. Las cosas de novios. La Balta lo sabía todo muy bien. Tenía el seminoviazgo aquel aprendido mejor que cualquiera de los relatos que yo la disertara. Y, con una lucidez prodigiosa, puso enfrente su hostilidad contra el capricho de Etelvina, ganándose la enemiga de ésta.

Por otro lado, la Balta ni era una epiléptica ni había tales corderos. El día que la vi asomada con su horripilante aspecto —me lo explicó ella— era que venía a impetrar mi ayuda. Sorprendió a Raúl penetrando en la casa, y trató de evitarlo. Forcejeó con él, abalanzándose sin duda. Pero la aparición de Etelvina cortó de raíz su defensa. Por eso ella estaba a mi lado, impávida, cuando me quise dar cuenta, reteniendo con la vista a la loba antes de que pudiera llegar a advertirme. Luego, el acceso de ira la había sumido a la pobre en una crisis histérica. Mientras tanto, el intruso estaba escondido con la aquiescencia de la niña, en el cuarto de los escobones que yo notara entreabierto. Bonito número todo él, mientras uno leía inconscientemente y la tía Sole roncaba como una locomotora. Por eso Etelvina me colocó para despistar, la historia de los ataques.

Sí, era cierto que ella daba pasto a la imaginación primitiva de Baltasara, contándole todas las historias que podían contribuir al ejercicio de su facultad de dominio. Todo me había parecido muy lógico en el momento, pero ahora la clarividencia de la realidad le hacía perder la antigua verosimilitud. Raúl estaba dentro de la casa como una de las innumerables noches más que lo había venido haciendo. Tenía llave de la escalera interior; entraba y salía por ella, de acuerdo con su cómplice de dentro, que le facilitaba el acceso descorriéndole el cerrojo. Ambos creían que nadie les vigilaba y entre tanto el carcelero de Balta estaba allí ojo avizor. Primero, la sorprendió, después se puso al acecho, lo comprobó, y más tarde trató de evitarlo, aunque fuera oponiéndose por la tremenda.

Pero, el asaltante de la fortaleza tenía favorabilidades para el impune acceso. Salía con su llavín por el portal como otro vecino más. Las noches que acompañaba a Etel de las fiestas o de los bailes, ingresaba a poco de haber subido ella. Después, por la madrugada se escabullía clandestino, como un madrugador, antes de que la vecindad comenzara su ajetreo de servicios, traperos, lecheros o panaderos. Yo debía haber concordado algo de las impresiones de aquella noche con el descubrimiento de la corbata y la escena del sueño. Pero he sido siempre uno de los lunáticos más ingenuos e inocentes. No me podía figurar que el amor tiene estas tretas. En cambio, no se dejaba engañar con la misma facilidad la Balta —perro viejo— que desde aquella noche había tenido bien premeditado su plan. Por eso, saltó con tanta facilidad por el patio, para cortar aquella vergonzante retirada con la puesta del candado por la escalera. Reservada conmigo en cuanto a todo ello, tampoco nada me hubiera dicho, si no hubiese sido por la irrupción improvisada del olfato de «Chuchi», quien también colaboró, aunque no tan sagazmente como el otro más largo de Balta.

Indudablemente la Balta era «el buen pastor». «En verdad, en verdad os digo: El que no entra por la puerta del redil, sino por otra parte, es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas». Yo soy la puerta, parece que se decía la mujer. Y yo la veía como a Cristo, cuidando de mi prima, llevándola a hombros como en las estampas, y diciendo: «Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por sus ovejas». Sin vacilación ella la hubiera entregado lo mismo, si alguien llegara a entrar en el aprisco con la intención de arrebatar el vellón negro de mi prima.

Así las cosas, el observatorio de la biblioteca me había hecho descubridor de las añagazas que se traman cada noche a la luz palideciente de la Luna. En todas las casas hay una historia, indudablemente, y si se fuese como «el diablo cojuelo» de Vélez de Guevara, a levantar los techos de cada puchero y vivienda, las mejores sorpresas nos invadirían siempre con la mayor estupefacción. No hay magnetismos especiales, sino estupendas intrigas que provienen de las Lunas que cada uno soñamos o entrevemos al deseo de nuestros apetitos y nuestros corazones. Era una conclusión decepcionante, pero así nos la daba la vida. Vida que, por otra parte, observada al telescopio, agrandada, es una cosa fea. Sus imperfecciones se agigantan mostrándose con toda su magnitud. Y muchas veces son tan bajos esos cráteres, esas bocas; las simas tan insondables y repulsivas, que apreciarlas conmueve un sentimiento desdeñoso hacia la naturaleza y condición del género humano.

Con el paréntesis que había abierto aquel suceso, estábamos ahora tres encartados en la casa, frente a la ignorancia supina de la tía Sole, que seguía invocando con las cartas de los Jueves los augurios y vaticinios para su hija, la más enrevesada en imaginación de todos los congregados bajo aquel techo. Porque Etel era la causante y el motor de todo, como decía bien Adela.

Los días pasaban en una verdadera tormenta de nervios. Un secreto para tres es mal agua de guardar en la cesta de las indiscreciones. Todos temíamos cometerla, porque bien dice la Escritura: «mi secreto para mí». Pero el de allí era demasiado dilatado. Andábamos todos con él, como en un cubil de rencores, venganzas premeditadas, odios, ataques temidos en la sombra, delaciones y recelos de defensa. Etel creyendo que la delataríamos; la Balta sospechando su despido por cualquier fútil motivo y yo, entre la espada y la pared de saber una cosa que me avergonzaba ocultar. Todos nos veíamos roídos por una comezón, excepto aquella faz bobalicona de la tía, redonda como la Luna, que seguía brillando en los espejos de sus armarios con sus gorgueras durante el día y los gorros bretones de por la noche, donde se preservaban, ocultándose, los rizos plateados durante el largo sueño.

Raúl se había fracturado un tobillo y no volvimos a saber de él. El temor a nuevas incursiones estaba, pues, alejado. Ahora era Etel la que iba a verle y de su convalecencia se trajo una foto mostrándole con un pie enyesado en una elefantiasis de vendas y de cal.

Mientras tanto, una carta de mi padre me trajo una nueva desconsoladora. Adela había caído en una crisis de rarezas que no sabían a qué atribuirlas. Había adelgazado mucho, «que si la ves no la conoces» —me decía—. «Muchos días ni se levanta; una especie de misticismo ha debido de invadirla, calculo yo, que ha entrado en su corazón como Dios en el de la Magdalena, que, al mismo tiempo que con su gracia la refresca, según dice ella, la abrasa toda como un aire de mediodía y la derrite». «Deshecha en llanto, tiene los ojos como dos ríos, con ternezas tales que nunca se las hemos conocido. No deja ni matar a las aves de corral, y mamá está muy preocupada con esta exacerbación de su sentimentalismo. Ya la han visto los médicos y no saben a qué achacarlo. Algunos días dice que tiene visiones que han ido acreciendo y todo su cuerpo, entonces, se la viene a quedar llagado como si saliese de una alferecía y la hubiesen pasado la trilla por encima. Parece que con don Satur, su confesor, que como tal la trata, se consuela mucho cuando se ve tan fatigada…»

Me entristeció la carta. Desconocía yo todos estos fenómenos y díme en averiguar qué, de los grandes maestros de la mística, como nuestros Fray Luis y San Juan, junto con Santa Teresa, podía sacar en limpio de esta nueva versión de Adela a lo Teresa Neumann, sobre su estado y causas. Pero desde tan lejos poco podía. Les dije a mis padres que mirasen a ver si era como decía el santo hijo de la lavandera de Granada, alguna de las relaciones que él señala en su obra «El Símbolo de la Fe», puesto que las alteraciones de este planeta causa en los cuerpos humanos, mayormente en los enfermos, sobre todo en los plenilunios y en sus novilunios, eclipses, etc., y que todos los experimentamos. Recordando las contigencias de mi hermana aludía a ellas, pero no quería descubrírselas.

De todas maneras, parecíame que sin las etapas ascéticas, malamente podía llegar mi hermana a las cumbres de la mística y por eso me extrañaban un tanto aquellas noticias de mi padre, pero como todo oficio de amor es este su objeto y en él no se sabe más que amar y querer con una sola voluntad —la única cosa que desean los así afectados, «que contemplan y que se unen con ella», como decía Malón de Chaide—. Aunque terrenal, el amor de Adela bien podía ser que lo hubiese desviado a una sugestión enfermiza que ya la tenía trastocada y que ahora dirigiese por otros caminos. Y reconstruía que, no en balde, había presenciado yo los deliquios de Adela a la luz lunar. Todo ello, podía haber ejercido la fuerza de un hábito si no se daba una distinción entre la religión y la vida, mezclando morbosamente la vida con la religiosidad de unos amores que en este caso era una palpable confusión de los fines. Es el «apóstrofe» de Herrera: «Cándida Luna, que con luz tierna / oyes atentamente el llanto mío /, ¿has visto en otro amante otra igual pena?»

Las lecturas del Kempis podían haberla contagiado para «este viaje al extranjero que es la Mística» —según dice San Juan Clímaco—. Embriagueces así no había tanteado yo hasta ahora, como no fuesen las del murciano Abenarabi de Murcia, que hablaba de los «Descensos de los astros y las ascensiones de los iluminados». Adela, en efecto, era una iluminada desde antiguo, pero no podía concebírmela presentándose en el pasmo como al musulmán nuestro, que, inundado por el plenilunio se le aparece, andando sobre las aguas, al profeta Jádir, queriéndole mostrar las plantas de sus pies enjutas, en actitudes de «ballet» ruso. Buscar a Dios por el camino de un amor que había fracasado en Raúl, me parecía peligrosísimo en la conducta de mi hermana. Como yo era sabedor de estos antecedentes, quería advertir a mis padres que cuidasen de las cefalalgias de la pobre, que en uno de estos raptos de éxtasis podía creerse conversando con los mismos carismas del Misterio. Nada me decían de vocación de profesar, y ello era un tanto sospechoso, porque en nuestra costumbre burguesa y tradicional estas inclinaciones son las primeras en manifestarse cuando las almas se ven asistidas por la llamada Superior.

En fin, tantas y tan seguidas revelaciones de la vida al influjo de la Luna, venían determinando en mí hosca y brutalmente una gran depresión junto con un tanto de escepsis por las consideraciones que de ella se desprendían en lo relativo a hombres y mujeres en cuanto a dramas de amor. Comprendía ahora el por qué Etelvina aseguraba no tener necesidad de filtros para retener a su adorador y cómo se jactaba de ello ante mi pobre hermana, la que, en cambio, sublimaba con corrientes de nubes gloriosa una tan sencilla función. ¡Después de todo, para un chisgarabis semejante! Recordaba lo de la corbata de la noche de autos, el miedo que me invadió al pasar por la puerta de los roperos, y por contraste, la fría materialidad comercial con que estas cuestiones las resolvían muchos de los mortales, desde los habitáculos del lupanar hasta los ecos sociales de la sección de los periódicos con sus consabidos viajes de novios «por diversas capitales de provincias». Clases y castas, todas eran idénticas en este aspecto y venían a llegar con distintos preparativos al mismo momento.

Vísperas de marchar a casa, a comprobar todas estas novedades de que me daban cuenta, Balta me llamó un día confidencialmente. Tenía un sobre en la mano, dirigido a Etelvina. Era un mensaje de Raúl —cuya letra reconocí— que se lo había interceptado y cuya primicia quería desvelar conmigo. En la cocina, al vaho del puchero, lo abrimos con sagacidad rocambolesca. Decía así:

«Chata:

Esperaba tu vuelta como el adelfo la primavera. Desde el lunes que estuviste por aquí la última vez, hace una semana que no has venido a verme. Antes latía en ansia, aguardando el momento de verte aparecer, pero ahora me quemo en angustia. Cada minuto es un pálpito de ti. Y con el goce de verte de nuevo, como el niño que toma su juguete, estoy triste cual si te fuera a perder. Tienen emoción para mí de tus recuerdos, la bata azul cuando susurra por la casa y los colorines de tus vestidos estampados que giran en la vista, ante mi imaginación, como una feria de la alegría. Te miro, te miro y un gusano de presagios roe la manzana verde de mi esperanza. No hay pisada tuya de tu casa que no repercuta en mi silencio interior. Ni suspiro de tu sueño que no lo sorba con la avidez del ahogado. En la noche, dibujo el contorno de tu carne de almendra tostada. No la he visto, pero su morenía me quema.

Cada aproximación de ti me da una sensación de infinito.

De cada pelo tuyo sé la hebra que engarza en su poro.

En los intersticios de tus uñas veo los rubíes rotos del esmalte saltado.

No sé porqué, pero presiento que todo eso lo voy a dejar de tener cerca de mí. Un día se esfumarán tu sonrisa y tus tiernas miradas de dulcedumbre. ¡Qué va a ser el día que te pierda! Desde esas cuevas pequeñitas de tus ojos percibo la corriente de la atracción. Pero tu nariz, un día, olerá otros lirios y tus dedos se ensortijarán a otras cosas que no sean las de mi uso. Vendrán de nuevo las cigüeñas africanas y me acordaré de ti. Mi campanario empieza a estar ya roto, pero en él has dejado un nido. Cuando vuelva a tener campanas alegres, doblarán por ti. Ahora estoy triste y el verano empieza. Te perderé si no vienes. Aun me queda algo hasta curarme.

Pero si es así, me tendré que marchar para acostumbrarme a dejar de verte. En el primer villorio que encuentre enterraré mi vida para no saber más de tu desdén. En fin, te digo que las chicharras cantan cuando mi corazón llora. Ya creo saber dónde hay un lugar para consolarme si antes no te he encontrado. Te irás a la brisa del mar, pero yo también sabré encontrarla. En alguna playa salvaje y solitaria. Después, un libro y una música o un perfume me ayudarán al resto. Quizá también, alguna lágrima, porque cuando nos lloramos nos sentimos algo más buenos. Y entonces, te deberé esa saludable melancolía, que es más temible cuando nos empieza a nacer que incluso en la misma plenitud de su invasión. Seguramente que tú también acudirás a la cita.

Tuyo, RAÚL

Con la Luna de Junio.

Aquella sarta de cursilerías encresparon el ánimo de la Balta y desdoblaron por mi parte la indiferencia hacia aquel tipo.

—Habráse visto, el muy truhán. Todavía me la quiere embebecer con estas retahílas. Si está solo, ¡que se chinche!

—Déjala —le dije—. Todo eso se lo habrá sacado de alguna antología. Una vez ya le vi comprando «El Jitanjali», y de ahí se habrá inspirado. Pero le falta la barba para ser un Rabindranath. Todos los enamorados cuando se escriben saben decir «a la orilla azul de tu lago».

Pero, lo cierto es que Raúl había desaparecido espectralmente. Etelvina, durante su larga ausencia y mientras andaba por entre sanatorios y bastones, le había substituido por otro acompañante muy similar en aspecto, con la sola diferencia de que éste hacía las esperas sentado en un automóvil mayor y más aerodinámico. Era un modelo más moderno y más llamativo, con un color muy vistoso. Tenerlo allí plantado parecía como querer demostrar a la vecindad que ella podía cambiar de niño como de vestido. Con la única diferencia de que con éste había una seriedad de protocolo oficial. Subió a casa, a saludar a la tía y nos fué presentado, incluso a la Balta, como un embajador cuando exhibe sus credenciales. Sin embargo, nadie tampoco le habíamos tomado en serio. Era demasiado pequeño como asteroide para entrar en el campo de nuestro telescopio. A mí, aunque me regalara algunas cajetillas de tabaco rubio, no me pasaba de su misma insignificancia personal y social. Como chico, era un bibelot; como conversador un vacuo. Todo lo demás, hasta su atletismo, era de sastrería.

—Mira —le dije a la Balta—. Déjale esa carta si quieres que no haya conflictos. Vuélvela a cerrar y pónsela convenientemente en su tocador.

Llevábamos unos días en que parecía que el rencor de Etelvina había amainado y era una estupidez concitar de nuevo sus iras. La chica seguía en sus quehaceres y el despido ya no flotaba tan inminente como en los primeros días. Pero, luego vi que Etel era persona de recuerdos en archivo. Los guardaba hasta el momento oportuno.

Cuando vino Etel, se encontró con su tierna misiva. Estábamos observándola cuidadosamente. La abrió precipitadamente de un rasgón, denotando, convulsa, su latir emocionado. Era ella quien había abandonado la senda de la contumacia, pero no había duda que algún rastro había quedado marcado con sus pisadas. Para leerla, como si fuera a desnudarse, cerró la puerta. Al salir, noté que los ojos estaban un poco ribeteados. Pero unos palmos más allá, en el suelo, unos papelitos recortados en tris, habían llovido en su cuarto, mientras el «Chuchi» con el reguño del sobre, jugaba como si fuera una pelota. Todo había terminado —dedujimos—. Y una satisfacción interior nos vengó del despego que sentíamos por Raúl. Artemisa nos había vengado.

Estaba haciendo mi maleta cuando sonó el timbre. La Balta había salido y la tía estaba en su cuarto arreglándose. Fuí, pues, a abrir la puerta. En el dintel, la figura de Raúl se me recortaba todavía con su pie alambrado y un bastón en la derecha.

—¡Ah!, ¿eres tú? —dije sin saber qué.

—Sí. ¿Haces el favor de anunciarme a tu tía? Dile que es Raúl Escribano. Deseo hablarla.

—Pasa. Tendrás que esperar. Aquí, a la Biblioteca. Tía Sole está arreglándose.

Entró digno y erguido. En uno de los sillones se acomodó como pudo, estirándose, mientras la pierna quedaba rígida apoyando el puente de metal en el suelo, con el que rayaba la cera de la tarima.

Era tan violenta para mí la situación, que además por haberme cogido tan de sorpresa no hacía más que mostrarme incoherente y aturdido. Por otro lado, ¿quién se atrevía a preguntarle por la causa del accidente? estando acaso comentado con Etelvina todo el desenlace de la noche fatídica. Y en cortesías y cumplidos, a los que él desplegaba mayor estiramiento, acabé por abrirle la caja de los visitantes para ofrecerle un cigarrillo. Náuseas de volverle a tener frente a mí y un nervosismo de imprevisión se entremezclaban en mi interior, cuando por lo demás no podía eludir de cumplir con las mínimas cortesías de la educación ante una visita que preguntaba por la dueña de la casa.

Aceptó el cigarrillo y se puso a humear con arrogancia de malo de película. Casi me escupía el humo a los ojos con fuerza, como el chorro de vapor que lanzan las locomotoras por entre las bielas cuando van a arrancar a andar.

—Voy a avisar a la tía —le dije por fin, azorado, y salí como con susto. La audacia de aquel perverso me tenía estupefacto. No podía concebir lo que pretendiera. Era demasiado. Si Etel lo supiese, quizá ahora fuera ella misma quien lo echara de casa. Mi tía me decía entre tanto desde su alcoba cuando yo le anunciara la espera:

—Anda, hazle la visita mientras voy. No tardo nada. Estoy terminando. Dile que tenga la bondad de aguardar un momentito.

Y volví a entrar en el despacho salón. Él estaba incólume. Le hice las excusas pertinentes, y pareció escucharlas indiferente como si supiera, convencido, que no podían negarse a recibirlo. En esto sentí el llavín de la Balta girar por la lejana puerta de servicio; la célebre puerta que todos conocíamos tan bien y que era un subconsciente común de nuestras mentes, escrutándose allí entre la radioscopia de nuestras miradas acechantes.

—¿Que, cómo va ese pie? —le dije—. ¿Ya andas casi bien del todo, no?

—Sí, gracias —me contestó, mirándome para fulminarme. No sé si sería impresión mía, pero creí observarle que su mano acariciaba con más ahínco la empuñadura del bastón al decirme esto.

Estaba volado. Mi tía no acaba nunca de llegar y yo me temía que mientras apareciese la Balta o que Etelvina regresara de la calle. Al fin, tía Sole, doña Soledad Nebreda, viuda de Navarro, estaba en el umbral. Venía empolvada de blanco, carirredonda como una Luna esplendente. Era el puro retrato de un Esquivel o de un Vicente López, con su florido cuello de tul bordado, iguales brillos en las telas que los de los pintores románticos, el abanico en la derecha y su pañuelo de Malinas, pendiéndole de una de las sortijas, con un azabache, en la izquierda. Estaba como una fototipia de las señoras de los banqueros decimonónicos. Raúl, aun con su impedimenta, se levantó diligente y con toda cortesía pronunció:

—Señora, a sus pies.

—Dígame, ¿en qué puedo servirle? —contestó mi tía, estableciéndose una serie de reverencias e inclinaciones de cabeza que parecían las figuras de un rigodón.

Yo creí oportuno el retirarme. Como una exhalación me presenté en la cocina y le dije a la Balta:

—Él está ahí…

—Imposible —replicó con los ojos abiertos como naranjas.

—Sí, sí; no lo dudes. Le he abierto yo mismo la puerta. ¡Figúrate tú!

—Pero, ¿tendrá vergüenza?

—A lo mejor vendrá a pedir la mano de Etelvina —le dije yo tomándolo a broma.

No pude terminar la frase. Balta salió corriendo pasillo adelante. Cuando quise detenerla «todo se había consumado». Baltasara, de pie en el salón, dejando atónitos a los circunstantes, había alcanzado un alfanje de la panoplia y había arremetido contra el mal apresto de Raúl para la defensa. Lanzaba unos descomunales mandobles al aire, que en cada uno parecía irse a cargar de dos a tres sarracenos. Las estatuas y los búcaros trepidaban de temblor. Giraba sobre sí misma y la hoja blandiente, sesgando el aire, era un huracán pavoroso. Fulminaba como un rayo mientras estuviera zigzagueante por la atmósfera. En dos ocasiones estuve a punto de sufrir su filo y tuve que hacer inspirados esguinces con la cabeza y agacharme de cuerpo entero para que no me alcanzase. Era el molino de la destrucción. Una de las vueltas estuvo a punto de segar el oropelesco peinado de la tía; otra, le dió un tantarantán a la lámpara que quedó tambaleando. Pero, indefectiblemente, el golpe siempre venía a caer sobre la vestidura mortal del malhadado Raúl, harto aporreado. Él trataba de contener las fintas, con la endeblez de su bastón, mientras se oía espumajear a la Balta:

—¡Canalla, canalla! ¡Márchese de aquí! Ahora mismo; pero lo que se dice ahora mismo, si no quiere que le parta la cabeza.

—Por Dios, caballero. Discúlpela. Huy, huy, Balta. ¡Qué horror! ¿Pero qué haces?, ¿te has vuelto loca? Balta, por favor —decía mi tía sin que ninguna de sus quejas y ruegos sirvieran de nada—. ¡Esto es bochornoso! ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡ay, ay! —seguía gimiendo impotente mi tía, hasta que la dió el desmayo.

Haciendo uso de todas mis energías pude contener a la criada entre las forzaduras de mis brazos. Raúl yacía en el suelo, contusionado en la cara y su bastón partido, como el báculo de un obispo arriano después de la apostasía. Clamando, estaba a punto de que se descargara sobre él nueva tormenta. Por fin, calmé como pude a la Balta y ayude después a incorporarse a Raúl, a quien le dije:

—Considero lo más oportuno que salga usted de esta casa… y que no se acuerde más de poner los pies en ella. En fin, creo que es innecesario hablar más.

—Es que a mí se me debe una explicación —balbuceó aún—. Esto es un atropello, una agresión inopinada. Denunciaré a esta fámula mal aprendida —amenazaba.

Oírlo la Balta, que estaba tratando de socorrer a la tía para llevarla hasta su cuarto, fué motivar que dejase caer el cuerpo semidesfallecido en la butaca que encontró primero y volviese a tomar el alfanje. No se andaba con explicaciones y la consecuencia no se hizo esperar. Raúl, rastreando como lo permitían las fuerzas de su cuerpo maltratado, salió por el pasillo no tan raudo como la noche de la caída, pero sí con la misma decisión de ganar tierra por delante, para alejarse de las contundencias de la Balta que iban a acabar si no con todos los huesos de su esqueleto.

Poco más tarde, un brebaje de tisanas calmó el inopinado desmayo de la tía. La acostamos, y yerta como una luna grande de ingenuidad y asombro, estaba ahora apoyada en la almohada cuando llegó Etelvina. Tenía su gorro puesto y todo, pero nada le dijimos de su malestar.

—Nada, un colapso. Se conoce que la digestión no ha sido todo lo tranquila que debiera.

—Mamá —le decía ella—, ya sabes que después de las comidas el médico te ha recomendado un poco de reposo. ¡No me haces caso!

Y todo quedó ignorado, como siempre, para aquella mujer estólida. Debía haber recordado la precisión con que se habían cumplido sus agüeros. Raúl, en efecto, había pretendido hablar con ella —como le dijera a Etelvina el día de las cartas—. Pero no contaba con la aparición del as de bastos, que también significa su verdadero símbolo en el lenguaje con que le hizo hablar la Balta.

Atardecido vi que la Balta, seria, firme, con la misma gravedad del soldado que levanta su guardia, recogía en un hatillo dos pares de alpargatas, una jaboneta, el huevo de repasar las medias y sus algodonosos juegos de mudas interiores. Todo ello no abultaba más de una de las alforjas que suelen llevar los segadores cuando bajan a Castilla. Ni siquiera del baúl se ocupaba.

—¿Qué haces, mujer?

—Ya lo ve usted, señorito. Ahora sí que no hay más remedio.

—Pero, no seas imbécil, Balta. ¿Dónde vas a ir, ahora?

—¡Ah! Eso no lo sé, pero ya veremos. ¿No comprende usted que ahora es cuando debo irme? Ya sobro aquí. Lo comentarán, se sabrá. Y si no me marcho, me echarán. La señora no se ha dado cuenta, ¿pero ella? Dios mío, cuando lo sepa. Me pondrá en la calle de todas maneras.

Y unos lagrimones gordos como goterones de un tormentazo caían de sus ojos en los ladrillos de la cocina, extendiéndose rápidamente en una mancha húmeda.

—No puede ser —la dije—. Tú ya sabes que la virtud más estimada es la de la lealtad. Nada vale lo que ella, y por eso se la premia con la gratitud. Tú no has hecho nada que se pueda reprocharte. Al contrario, es posible que te estén agradecidas. Porque el más ingrato de los hombres, como tú sabes que dice el refrán, es aquel que ni siquiera ha podido hacer ingratos.

Al día siguiente salimos para la estación. Yo volvía al pueblo, terminado el curso y empezando las vacaciones, al par que para conocer de cerca el estado de Adela en el ambiente de nuestra vida lugareña. Etelvina me acompañaba a la estación y la Balta, renqueando detrás como un falderillo, venía trayendo la maleta. Cuando el tren arrancó, las despedí a las dos en el andén, agitando el pañuelo como todos los viajeros lo hacen desde que el mundo tiene raíles. Recomendé a Etel que no fuera implacable con la Balta y que tuviese siempre en cuenta que todo lo que hacía era llevada del mejor cariño hacia ella. Allí se quedaron las dos mujeres, alejándose con la marcha y envueltas en el penacho de humo de la máquina que, al disgregarse las iba desvaneciendo como una nube de carbón en una lámina de dibujo.

Apenas llevábamos andados unos tres kilómetros, la Balta aparecía en el pasillo conducida por el interventor que me decía:

—¿Conoce usted a esta mujer? No lleva billete y dice que un viajero de segunda puede responder por ella. Si no, en la primera parada queda detenida.

Pagué el recargo, se acomodó en un asiento y mientras el tren corría, una estrofa del Duque de Rivas, glosada con oportunidad, caía en sus oídos dispuestos a toda suerte de conjuros poéticos:

recamado de estrellas y luceros

por él rueda la Luna.

—¡Es el Cielo! —exclamó gozosa como una chiquilla que acertara una adivinanza y viera por primera vez el mundo.