SORPRENDÍ A MI HERMANA llorando en su cuarto como una nube de abril. Estaba tendida cabeza abajo en la cama y gemía contra la almohada. Su pelo era una madrépora de la congoja: se extendía por la espalda y en rebozo, como el de una furia azotada por el viento.

Al percibir mi entrada hizo ademán de recogimiento y sobreponerse. Algo trató de hurtar ante mi vista, pero aún llegué a tiempo de ver como, con rapidez, ocultaba en el embozo un paquete de cartas de la baraja. Pensé que consumía sus soliloquios en la inocente distracción de los solitarios, pero eso no era un motivo para llorar, ni mucho menos de avergonzarse. Su respiración botaba con angustia.

—¿Qué te pasa, Adela? —le inquirí con un tanto de extrañeza a la vista de su lamentable estado.

—¡A ti qué te importa! ¡Déjame! —y siguió convulsiva su hipo a todo pulmón. Nunca la había visto tan conturbada como ahora; por eso insistí.

—Hay que ver cómo eres. ¿Por qué no quieres decir lo que te pasa? Anda, cálmate.

Un poco temeroso me fui acercando hasta sentarme en el borde de su cama. Me apenaba verla sufrir, pero sabía que era muy obstinada y en aquel estado me exponía a un sofión definitivo que pudiera concluir en la expulsión del cuarto. Con voz velada de reproche cariñoso, dejé caer esta sonda a su irascibilidad, cambiando de conversación para apartarla de su pesar.

—¡Qué arisca eres y que poca confianza tienes conmigo! ¿No sabes que ya soy un hombrecito? Me ha dicho papá que me van a mandar a la capital a seguir estudiando. Y hemos quedado en que me instalarán en casa de tía Sole.

Este inocente final revelado en toda la ignorancia de su maleficio inesperado, la levantó como un resorte.

—¡Qué dices! ¿Cómo?… ¿Que tú vas a ir a vivir con tía Sole? No, no; eso sí que no. Tú no irás; de ninguna manera. ¿Están locos? Tú al lado de Etelvina; esa bruja, arpía.

Más atónito cada vez, no comprendía nada de lo que oía bramar en el violentísimo enojo de la muchacha.

—Pero, Adela; debes de estar muy excitada. Ten en cuenta que es tu prima. Si papá te oyera hablar así… ¡Vamos, serénate!

Recorriendo los dedos por la colcha empecé, inconscientemente, a recoger algunos de los naipes que aún habían quedado esparcidos sobre la cama. En la alfombra del reposapiés, bajo la mesilla, todavía se divisaba uno. Era una baraja extraña, en especial las figuras y los ases. En una misma carta figuraban los símbolos del juego español con sus atributos de oros, espadas, copas y bastos, junto con los de los naipes franceses. Tenían, también, unos signos como los egipcios, ideográficos, recuadrados con leyendas explicativas.

La que yo veía asomar a medias, bajo el mueble, decía en francés y en castellano: «Bon genie. Derecho benéfico». Llevaba una efigie de la Luna, redonda y llena, y al pie un epígrafe, que decía: «Las Plantas», con su símbolo: una mata de guisantes entre maleza. Tenía por número el 3.

Estaba absorto en su contemplación y me agaché a recogerlo. Ahora en mi mano lo miraba dándole vueltas. La opacidad de la carta estaba cubierta al dorso con un fondo litográfico raro, laberíntico.

—¡Trae eso! —me dijo muy rápida mi hermana—. ¡Déjalo, no lo recojas tú! —Y arrebatándomelo, se dispuso a guardarla con las otras, que no estaban aún ordenadas, sin ocuparse siquiera de su desarreglo ni la compostura; con la falda por encima de las rodillas, la blusa retorcida, saliéndosele la cinturilla, mientras sus guedejas seguían cayendo en torrente por la espalda. Era el mismo pelo negro que resaltaba provocando la admiración de sus retratos de colegiala: una frazada brillante al azabache, como la crin de un Pegaso, copiosa, estrechada y prieta por un ampuloso lazo de terciopelo color naranja, que le daba un marco destacado a la palidez del rostro.

Extendido así, encrespaba sus ondas de mar de noche con los reverberos de la antracita. Estaba más guapa que nunca en aquella fiereza, pues Adela nunca había sido extraordinaria y como belleza no pasaba de ser una muchacha corriente. No muy alta, menudita, su atractivo era de conjunto más bien. Lo mejor era la dentadura, una hilera de cuadraditos níveos, iguales, como un rimero de piedras blancas, encaladas en la cuneta. Eran el límite de su boca grande, carnosa y fresca en el óvalo redondo de la cara. Unas pecas en las mejillas, y el pelo suelto, haciendo juego con los surcos de sus ojeras, destacaban más el ligero color pálido de su piel.

Algo más tranquila una vez que sostuvo entre sus dedos toda la cartomancia, la ayudé a reponerse. Guardó la baraja en la mesilla y se dispuso a atersar la ropa de la cama. Después, componiéndose ante el espejo y mientras atusaba sus extendidas hebras, me dijo:

—Gracias, Antonio; eres muy bueno. Perdóname este arrebato. Pero, ahora, dime: ¿a quién se le ha ocurrido la idea de que tú vayas allí? Eso es hacerme a mí de menos. No lo puedo consentir. Yo se lo diré a mamá. Creo que ella no habrá de tolerarlo.

—Pero, ¿por qué? —repuse yo todo extrañado.

—¿Por qué?, ¿por qué? —volvió a repetir como befándose al mismo tiempo que volvía a excitarse de nuevo—. ¿No lo sabéis todos? ¡O es que yo no pinto nada en esta casa! —y se quedó otra vez suspensa—. Bien está —agregó—. En cambio, todo el pueblo se burla de mí porque Etelvina me quitó el novio.

—¡Bah, mujer!, qué cosas tienes. Eso no habrá sido así. Ya sabes lo que pasa en los pueblos. De algo hay que hablar, y la gente hace las composiciones a su manera. Él vino aquí, os conoció a las dos… en fin; pero como luego resulta que ella vive en la ciudad, pues ahí lo tienes que fácil, sin darle toda esa importancia que tú le concedes.

—Sí, sí. ¡Menuda está hecha ésa! Me lo habrá quitado, ¡me lo ha quitado, mejor dicho; sin duda alguna! Bien claro me lo dicen las cartas…

Yo miré indagatoriamente hacia su tocador y por encima de su cómoda, creyendo encontrar algún correo explicativo.

—¿Qué cartas? —le pregunté con todo mi candor.

—Las que tienes en la mano, o las que has tenido; no te hagas el tonto —repuso, haciéndome caer en la cuenta de que mi atención había quedado demasiado absorta con el naipe que sostuve en la mano después de haberlo levantado del suelo. Pero, en verdad que yo no había puesto en esto ninguna malicia. ¡Cómo que ignoraba por completo su significado y el valor que luego descubrí!

—Y ésas —dijo refiriéndose a ellas— no engañan. Como si lo viera, hasta le habrá dado algún filtro.

Se abalanzó hacia mí inopinadamente. Me arrebató la carta que sostenía, mientras otra aún asomaba una punta desde el cajón de la mesilla donde las había guardado precipitadamente en evitación de que fuéramos sorprendidos por alguien, como le había ocurrido conmigo, y tomando los restantes, después de asegurar la puerta por dentro con el pestillo, las extendió sobre la colcha.

Poníalas en una forma especial. Primero, un grupo en hilera, vueltas al reverso. Luego, otro paralelo. Después, unos montoncitos. Ahora, como una fórmula, repitió en voz alta, las invocaciones, según iban saliendo las cartas. Parecían los conjuros.

—Aquí está Adela —invocó— que viene a escuchar la voz de los Oráculos, para saber lo que le va a acontecer y lo que no ha de sucederle; cuál es su sino, quién es su enemigo; qué le sucederá y qué le sorprenderá.

—Ah, ¿y hay que preguntar todo eso?

—Cállate, si no no te lo explico —y siguió sacando más naipes del montón que tenía en la mano izquierda, después de haber dado varios cambios y un solo corte.

La sesión había empezado:

—¡Míralo!, ¿lo ves?… Un tharo abajo: soy yo, la consultante. Arriba, la sota de oros: el hombre moreno. A su izquierda, fíjate: el diez de bastos, la traición. Y en medio, una mujer, ¡mírala!: reina de trébol. Es ella, es ella; ¿no te has fijado?

Sus ojos estaban ahora iluminados, brillantes. Seguía sacando nuevas figuras, carrés, picos, tréboles, lises, damas. A mí cada vez me parecía menos comprensible que de aquel maremágnum leyera con tan prodigiosa imaginación para interpretar.

Al fin salió mi carta. La reconocí en seguida. Entonces, ella cambió la voz, y dijo como la última sentencia:

—Pero, desgraciadamente, la consumación del pleito está aquí, date cuenta, en Isis, la Luna. ¿No la ves?, cómo sale encima…

Y su voz se apagaba de desencanto. Yo extrañado pregunté:

—Pero, ¿también la Luna interviene? —le demandaba completamente boquiabierto de toparme de nuevo con ella y en esta forma de influencia contundente sobre la consulta.

—Pues hombre, ¡claro que sí! Para mí es fatal. En cambio, para ella; para ella es favorecedora en extremo. Pero totalmente. Como que me lo quita, ¿te das cuenta? Me quita el novio de todas formas, irremediablemente. Te lo explico a ti porque eres hombre y además lunático, si no, no servía. Cuando has entrado, el sortilegio estaba realizado. Si hubiese sido una mujer la que entrara en la habitación no habría servido. En cambio, como has sido tú, se ha vuelto a repetir casi exactamente.

—¿A pesar de haberlas barajado?

—Naturalmente, tonto. El Destino no cambia —subrayó con un deje fatalista. Y a continuación, entusiasta, como si me descubriera un mundo nuevo, no exento de curiosidad para mí, me habló de aquellas cartas mágicas que tenían la virtud de predecir los acontecimientos.

—Estas cartas son el alfabeto sagrado. Contienen los símbolos representativos de las cosas que están por acontecer. Los reyes son los magos de la sabiduría del porvenir: David, Alejandro, César y Carlomagno, con su barba florida. Ahí tienes a Juana de Arco, la dama de piqué; Judith, la que decapitó a Holofernes, vestida de dama de corazón. Además, los tharos son las letras egipcias de los faraones; todas ellas provienen del Libro de Thot, y sus combinaciones forman la «Sancta Kábala». Figuran los astros, como el Sol y la Luna, el Cielo, las Furias, el Agua, el Fuego, los elementos —vientos, etc.— las furias, las Danaides. Esta lectura, como puedes comprender, necesita una interpretación.

A medida que me iba dando estas explicaciones, yo notaba que Adela se iba quedando anonadada. Era una transfiguración de sacerdotisa la que le prestaba el énfasis de cada aclaración. Pero, además, predominaba en su estado, la ciega fe en que el vaticinio repetido, la auguraba una certidumbre sospechada. Empezaba a darme cuenta de que para ella todo aquello que para nadie hubiera pasado de un juego, con sus supercherías, eran un oráculo infalible; la voz de un ultramundo dictando un evangelio de pesares o de desdichas. Del jeroglífico en conjunto, las apreciaciones las deducía no por el valor absoluto de las figuras o de los símbolos, sino también por la proximidad en su aparición con los otros elementos que componían el lenguaje a interpretar. Previos los cortes en el monte, los apartados y la distribución que hacía en cada reparto, aquello se complicaba; había que saber los montones. Uno era «la casa», otro, por la intención especial del consultante; una verdadera madeja de distintas manipulaciones todas diversas, pero cada una con su misión correspondiente.

—Aquí tienes la Luna —volvió a repetirme, en vista de que yo le interrogué por el significado especial de su figura—. Al derecho señala malos propósitos, puñales de maldad, arteras insinuaciones, malevolencias, víboras de las intenciones perversas, imputaciones, áspides de la calumnia. Si sale al revés, agua, humedad, lluvias torrenciales, inundación, ríos de lágrimas amargas, pantanos de estancamiento en la vida, lagunas balsas, etc… Puede ser de buen agüero en los negocios, mas también puede trocarlos en desdicha, discordia, torcer un matrimonio, enterrar una disposición, o bien encender un deseo permanente como la antorcha de su cara. Su tharo es Ghimel y representa el segundo día de la Creación, durante el cual hizo Dios el firmamento y separó las aguas que estaban debajo de Él.

Empecé a recordar ahora las relaciones novieriles de Adela, que al parecer habían conturbado su vida. Por razón de aquello, consultaba estos decires y los tomaba como artículos de fe. Cualquier otra chica no hubiese concedido más importancia a lo ocurrido, y yo mismo no podía colegir de lo pasado, las interpretaciones que ella devanaba en su soledad atormentada, mixtificando actitudes y consecuencias de la mayor normalidad aparente. Pero bien es verdad que Adela tenía una sensibilidad enfermiza, según deduje ahora.

Raúl, que estaba preparándose para Notarías vino al pueblo hacía dos veranos. Era un tipo insoportable, y a mí me lo pareció desde el principio. Llevaba un diamante en un camafeo, tan ridículo como su persona. En la corbata también solía ponerse un aljófar, y no soltaba el cuello duro, como buen notario en ciernes, ni para lavarse.

Su bigote en hilo recortado y minúsculo, corriéndole como un ciempiés por el labio superior, le daba aire de alférez, pero sin embargo fué la admiración de todas las chicas en cuanto apareció. Me acuerdo de su pedantería tan rebosante por un detalle que no le hubiera podido retratar mejor. Se creyó, sin duda, que en un villorrio como el nuestro nos iba a deslumbrar a todos en vista del éxito de su aparición. De estas nubes caen todos los veranos en cada lugar, algún mosquito de su tipo con aires de abejorro zumbador.

Tuvieron en casa reunión de las acostumbradas en el tiempo de la juventud, en que no había gramolas. Los que sabían algo de piano hacían de amenizadores para que las parejas bailasen. Quien más, quien menos, tenía un repertorio al uso, y muchos coincidían en algunas piezas. Estaban de moda los valses, y no sé quién pidió alguno de Strauss, acaso «El Danubio». Entonces, Raúl, dando la nota de entendido, quizá como el que suelta una cosa que creyó que había de sorprender por sus conocimientos, dijo:

—Yo preferiría que se interpretase el Vals-Capricho de Rubinstein; pero, no obstante, no quiero que mi opinión prevalezca sobre la de los demás.

Lo de prevalecer le pareció tan bien dicho, que lo repitió por un par de veces más. Yo era un crío entonces, pero a pesar de todo, aquello me sonó a fatuo, tanto que para mí quedó bautizado siempre como «el prevalecedor».

Sin embargo, mi hermana debió caer en sus artes de seducción lo mismo que un mosquito en un vaso de vino. Salían juntos él y alguna de las amigas, hasta que llegó Etelvina. Precisamente aquel año la habían invitado mis padres a que pasase unos días con nosotros por aquella época. Cuando hubo una muchacha más en la casa, como es natural, Raúl se hizo más asiduo. Además, aquello era manjar más de su paladar, se conoce, y no las lugareñas con sus remilgos provincianos y pueblerinos. Por tanto, Etelvina comenzó a compartir la admiración, la ronda, la tertulia de la merienda, las excursiones, las jiras, todas esas excusas que para reunirse ponen los muchachos en estos lugares.

Aunque en las salidas Raúl iba en común con mi hermana y su prima, sin embargo, todos los otros acompañantes consideraban como novios a los dos primeros. O al menos, cerca de tales. Pero, parece, como digo, que al surgir Etelvina, Raúl prefirió hacer alguna salida de escapada con ésta. Cuando iba por la mañana al pinar, con cualquier pretexto, solía hacerse el encontradizo con ella, como si fuera paseando. Luego, la otra lo contaba en la mesa. Mi hermana se lamentaba de no haber ido, unas veces. Otras, decía que como era del pueblo, no tenía costumbre de hacer aquellas cosas, propias más bien de la forastera. ¡Qué hubieran dicho si, de repente, saliera a leer a mediodía! Hubiera dado lugar a habladurías de romántica. Y Etelvina se aprovechaba de esto. Después de todo, una distracción veraniega nada importa cuando se está de paso y en lugares donde no hay mucho que escoger.

También a los atardeceres parece que decían que se les vió juntos allá por la alameda del río, pero, por este sitio había caído igual, antes, con Adela. Yo no me había percatado del cambio, porque nada me iba en ello; pero, por lo visto, Etelvina, Adela y Raúl eran ya una trilogía con pasiones encontradas y todas las armas de cada uno en juego. Más tarde, los dos extraños desaparecieron hacia la capital al término de sus respectivas estancias. Etel marchó después que Raúl. Este ya la había escrito alguna vez. También a mi hermana; mas lo de ésta, debió ser tan sólo alguna postal de cumplido. Ahora, cuando llegó el invierno, Adela había quedado mortecina y embriagada de galán en la soledad del pueblo.

Ya se había producido el eclipse. Mi hermana lucía consecuentemente en su dedo la famosa sortija que el otro llevara y que, sin duda, en un arranque de generosidad se la había dejado como arras de su promesa desvanecida en el «sueño de una noche de verano».

En las piedras preciosas, los diamantes precisamente significan la fidelidad; tienen el sortilegio de favorecer los pleitos, preservar de los peligros en los alumbramientos y representan la lealtad femenina, haciendo a las mujeres amables y constantes. Dicen los lapidarios que es el símbolo de la Luna, y me atreví a insinuárselo a Adela:

—Así es —me contestó—. Y ahora caigo en la cuenta que la noche en que me la diera, me hizo firme su juramento de que su cariño sería imborrable. «Persistente, como este diamante —me dijo— será mi amor por ti».

—Si sería cursi —no pude menos de pensar yo ahora.

—Póntela —seguía repitiendo Adela embebecida de recordar la escena—. Llévala siempre, y así siempre estarás conmigo. ¡El muy canalla! —le injuriaba luego, enfurecida de ver su mentirosa ruindad.

Más no podía atacarle por mucho tiempo seguido, porque a poco dijo, como rectificando:

—Pero a él le perdono. La perversidad está en ella que me lo ha quitado, me lo ha arrebatado de mi lado.

El complejo se desataba en la rivalidad femenina. Es la eterna ley. Nunca hay lugar de amonestación para el perjuro. Siempre la injuriada, la maldecida, es «la otra», la que arrebata.

Mi hermana, menos astuta que la Julieta de Shakespeare, le debía haber dicho a su Romeo cuando la entregara la sortija:

«No me jures por la Luna, que la Luna cambia todos los días y mi amor es invariable, siempre igual de constante.»

Pero el ribazo aquel, escenario de los juramentos de amor no era el Jardín de Verona, ni la palabra fementida y con falsía de Raúl, tan duradera como para poder llegar hasta la muerte.

Ella reconstruyó toda la escena, entusiasmada, con una precisión de cromo de caja de puros. Faltaban únicamente la escala y las vestimentas de la época. Por lo demás, todo debió de ser muy parecido. Él la acarició con un brazo por detrás del talle, sentados en la humedad de los juncos; la otra mano, apretaba la suya estremecida. Y la Luna arriba, mojada de azul, se asomaba por lo alto de los chopos.

No observaron que se corrían sus facciones, como tampoco se daban cuenta de la succión de sangre de los mosquitos por sus piernas. La Luna se iba destiñendo en su rostro como esos tintes de los malos crespones al lavarlos. Parecía con su descorrimiento, como torcer un gesto de duda ante aquellas promesas de eternidad balbuceadas. Pero es que la Luna ha debido contemplar tantas escenas de esta naturaleza, que es lógico que ya, cansada, sea un poco incrédula.

Al levantarse él le hizo entrega del anillo, completamente emocionado. Su bigote tenía un poco de carmín en las púas, y un aperador que venía por la vereda les sobrecogió haciéndoles apretar el paso, cuando cortésmente y confidencial les dijo: «Buenas noches, señoritos».

Era mi hermana la más interesada en recordar estos detalles. Por mi parte yo prefería mejor que me siguiera explicando el significado de las cartas y el valor de aquellos naipes, tan llamativos como extraños; sus múltiples combinaciones. Y la acosaba a preguntas:

—Bueno, pero a ver, dime. ¿Entonces la Luna?…

—La Luna es Isis, hombre. ¡Tú, que sabes tanto de ella!

—Sí —subrayé mecánicamente, por no descubrir esta nueva ignorancia—. Desde luego, los egipcios la llamaban así. Es uno de los más grandes mitos de su teodicea. Rá, el Sol, es el primero; pero, luego, claro, viene la Luna, la Naturaleza primordial. Ella trata de salvar a Osiris.

—Bien, Antonio. Pero todo eso no nos importa nada en este momento.

—Mujer, ¿y qué quieres que te diga si tú eres la pitonisa? Yo no sé ver en ella más que las cosas que leo en los libros. Tú, en cambio, sabes leer en su cara.

—Pobre de mí —dijo lamentándose—. Una pitonisa vencida.

Y seguía rumiando su desgracia. Cualquier perorata que yo le hubiese dado no juzgué que bastara a distraerla en aquellos momentos. Quería deshacer el conjuro. Estaba obsesa. Lo importante, vital y decisivo, era el novio.

Procuré desviar el tema por el filo del atemorizamiento.

—Ahora, ¿qué tú ya sabes lo que estás haciendo? ¿Estos hechizos? Esto es magia negra: nigromancia, creo que le llaman. Si lo ignoras te diré que se divide en cartomancia y quiromancia. ¡No se lo habrás dicho a don Satur que haces estas cosas y que consultas estos poderes ocultos, fuerzas del demonio! ¿Dónde lo has aprendido? Como se enterase papá…

—Cállate, por Dios. Al cura crees que le voy a decir. En cuanto a papá, nunca deberá saber nada de esto, ¿me entiendes? —y me miraba amenazadora, como poseída, tanto que llegó a asustarme.

—No, no. Por mí descuida. ¿Para qué quieres que cree un nuevo conflicto? Además, te van a llamar tonta.

—Sí, eso es; encima. Además, ¿tú piensas que yo le voy a contar a don Satur estas cosas, como tú que le dices todo lo que lees y todo lo que haces? Con que un día me asustó mucho, porque me dijo que el Infierno estaba en Mercurio, debido a que por su proximidad al Sol hay una temperatura constante de más de doscientos grados. Mercurio es el ojo del Infierno —me dijo—. Pero yo creo que esas cosas nos las dice para asustar. ¿Tú puedes creer que un astro va a estar encendido como un ascua desde la creación, esperando para que vayamos a poblarlo nosotros? Yo me resisto a imaginármelo. Ahora que no quiero que me vuelva a atemorizar con historias semejantes. Hay muchas cosas que se piensan que no se pueden decir a nadie. Pero, si le preguntas en cambio, como yo, si cree que me casaré, me contesta que eso sólo está reservado a la voluntad de Dios y que debo esperar resignadamente el papel que me tenga destinado. No voy a estar toda la vida pensando en Mercurio, en vez de las cosas naturales que sienten todas las chicas. Siempre está con el Infierno. Bueno, que lo deje para el mes de las Ánimas, pero a todas horas…

—No creo que te dijera eso don Satur. Lo que te diría es que hay que hacerse una visión real de las penas materiales y te pondría ese ejemplo. Además, si Mercurio es más pequeño que nosotros, ¿cómo vamos a ir allí, donde no cabríamos todos? Fíjate la de siglos que va muriendo gente en la Humanidad. Y si más de la mitad hemos de ir al Infierno, como dicen…

—Por eso, en estas cosas me pasa lo mismo. Yo prefiero seguir así, que me va muy bien, porque es la única manera de saber las cosas que ni don Satur ni tú ni otro cualquiera me podéis decir. Si no salen verdad, tanto mejor. Pero si salen, desgraciadamente, como ésta, ya está una preparada. Lo cierto es que con estas cartas que me dió Petra, la guardabarrera, cuando estuvo aquí el año de la recogida de la lenteja, me va divinamente. Ellas hacen que salga todo hasta ahora. ¿Qué no es bueno? ¡Qué le vamos a hacer! Pero, no te vayas a creer que soy sola. Que tía Sole, estoy segura que lo hace también. Y de Etelvina, ¡no digamos!; porque una vez ya me dijo que ella sabía cómo retener a los hombres. Y eso es lo que habrá hecho con Raúl, la muy pécora.

—Estáis locas todas las mujeres —repliqué—. Así me hago cargo ahora de que don Satur me tire tantas píldoras cuando yo le hago preguntas. Pero, ¿qué os pasa a vosotros con la Luna? —me dice—. Y es que la Luna está aquí, metida entre nosotros, lo preside todo, nos llena de preocupación a todos, maneja nuestra vida; mis sueños, tus presentimientos. Es horrible, es horrible —añadí—. Quiero irme.

—Pues a buen sitio —me abofeteó con una carcajada histérica—. Allí, fíjate bien lo que te digo, estarás cercado, invadido por los hechizos y el poder de las supercherías. Ya lo verás. Ella, sobre todo, es una bruja hija del mortecino resplandor. Obra malamente siempre, por eso mismo.

—No lo creo. Hablas así por el rencor; pero eso es muy feo. Etelvina es simpática. Y la tía Sole no se mete con nadie.

—La tía Sole está muerta como la Luna. Me he dado cuenta. Brilla del esplendor de su marido y del dinero que la ha dejado. Tiene dos estaciones de ocaso —otoño e invierno—, y una de bien parecer: el verano. En primavera, ni siquiera puede sobrellevarse. Fíjate cuando la veas. Siempre vestida igual; su tirilla en la garganta, como hace mil años. La cadena que le cruza el pecho para colgar el reloj de la golondrina de esmalte. La otra —parecía convenido en no nombrarla—, es una Diana perversa y cruel. Ha venido para arrebatar mi Endimión mientras dormía. Fíjate cómo va con sandalias y con su perro. Luego, se pone esos turbantes. Y la aljaba; la aljaba la lleva atrás terciada con las flechas de la traición.

—Vamos, que la vas a hacer cazadora.

—Y lo es. Necesita cien presas para calmarse. A mí ya me ha arrebatado la mía. Pero te aseguro que ha de perecer en la laguna Estigia.

Seguimos discutiendo y casi terminó en bronca nuestro diálogo. Por descontado vi que mi hermana estaba posesa por una influencia mucho más dañina que la mía. La derrota la había remontado. Todo giraba en ella bajo la presidencia de la cábala y la predicción. Hasta le daba una cultura de la que no era poseedora. Acaso fueran lecturas no asimiladas y más bien robadas como un vestido para disimular sus enojos envidiosos. Andaría a hurtadillas entre mis libracos, o bien tendría algún recetario de las fórmulas mágicas donde la mitología y los nombres antiguos representasen valores que ella, acostumbrada a su lenguaje, se había familiarizado y los aplicaba con perfección. Manejaba el Olimpo y la nomenclatura de los Dioses clásicos como una vestal del Partenón, encendido siempre el fuego de su amor, con verdadera convicción de los mitos, las fábulas y las leyendas, que daban un tono sentenciador a sus dichos.

Tenía razón el pobre cura; estábamos perdidos. Éramos una familia peligrosa.

Por la noche, y terminada la reunión familiar, me puse a desentrañar el misterio egipcio. Había despertado Adela con su conversación cierta sed en mí de interpretación de símbolos. Isis, era la incógnita. Como decía la inscripción del templo de Sais: «Yo soy la que ha sido, es y será; y ningún mortal ha descorrido mi velo». En ella se fijaron Diodoro de Sicilia, los griegos y romanos, y hasta, posteriormente, los Galos. Su inquietud se había propagado por fuera del Egipto y se personificaba en cada mitología bajo la forma de Ceres, Cibeles, Astarté. Era la Minerva Cicropiana de los atenienses; la Venus Paphos de los isleños de Chipre; la Diana Díctima de los candíotas y la Proserpina Stigia de los sicilanos. Siempre, siempre aparecía; en Eleusis, era Juno; en otros, Belona o Hécate, Némesis, etc… Pero ella figuraba en todos. Hasta en la hagiografía cristiana salía para aplastar la cabeza de la serpiente bajo el dogma de María como me explicara aquel día don Satur. Era el mismo mito de Apap, pisoteado por esta deidad, que en su cabeza sostenía la Luna circundada por unos cuernos de vaca. Me acordé, casi íntegra, de la conversación del cura la tarde del paseo por la carretera: «… de ella se hablará mucho en todo momento.»

Sorbí vorazmente los párrafos de la lectura en la tranquilidad de mi cuarto, pero no podía desterrar de la imaginación el alucinamiento de Adela con su rito. Desde la parte baja de la casa subían las notas, desgranadas al piano —en el salón contiguo al comedor— con la queja reiterada de Beethoven, en el «Claro de Luna». Era Adela, que gemía la inmortal endecha. Pensaba en ella y en el «genial sordo». También este hombre había sido un paranoico. Sin embargo, cómo estremecían en el fondo del alma los lamentos amorosos de su obra de arte.

Lo tocaba esta vez con mayor comprensión o a mí me parecía entenderlo mejor. Por repetidas veces me hizo saltar de líneas, como un automóvil que se despistara en su vertiginoso correr por las ringleras de la impresión. La súplica de amor se retorcía como una llama, era insistente, suave, pordioseaba una dádiva. Mi padre, fumando en una butaca, aquella noche se la escuchó complacido mientras leía un periódico.

—¡Muy bien, muy bien, chiquilla! —la aprobó al terminar—. La has tocado con mucho sentimiento.

Y a mí, que se me había roto la lectura con la magia de la «Sonata en do quejumbroso», quise bajar silenciosamente a escucharla. Para no interrumpir ni sorprender, comprendiendo que no llegaría oportunamente, me senté a los dos peldaños de la escalera sin descender más. Pero, ahora, volvía a repetirla con más dulzura aún, matizando todos los planísimos y cadencias. El «adagio» se hacía como un lamento. Sin embargo, esta vez no llegó a terminarlo. No pudo, se conoce, con el poder de la ensoñación evocadora. Sentí apagarse la música y prorrumpir en sollozos. Había roto a llorar de nuevo. Oía la voz de mi padre tratando de consolarla.

—Vamos, ¡cuidado que eres! No se te puede decir que lo haces bien.

Pronto apareció mi madre y les dijo a todos, mientras restablecía en su sitio las sillas descolocadas de la cena:

—Pero, ¿es que hoy no pensáis acostaros? Pues ya son las once. Mañana será ella para madrugar… Yo me voy.

Se deshizo el encanto. Pero no podía disiparse del ambiente un raro perfume. Mi padre tomó del brazo a su mujer, y mientras comenzaban a subir la escalera les oí:

—Es una romántica esta pobre Adela.

—Tú tienes la culpa —añadía mi madre—. No le halaguéis con esos gustos que tiene. Se atormenta con ellos. Es delicada, pero muy soñadora. Te lo tengo dicho.

Me acurruqué para que no se apercibiesen de mi presencia. Todavía al llegar a la puerta de su alcoba se oyó mientras cerraban:

—Desengáñate —rubricó ahora mi padre—. A Adela lo que le haría falta es casarse. ¿No ves cómo se enternece o es que tú ya no te acuerdas de estas cosas? La chica ya va teniendo edad. Pero aquí en el pueblo… Si quisiera hacerle caso al chico de don Julián. Ya ves que es muy formal y el día de mañana no estará descalzo.

Mi hermana aun tardó en subir. Andaría lavándose antes de hacerlo. Acaso por la cocina. Mientras, yo, auscultaba el silencio. Seguían viniéndome los acordes a la imaginación y asociándolos a los símbolos de la mitología; la Luna —a la que cantaban poetas, músicos y artistas—; Diana, la hija de Júpiter y Latona. Beldad, hermana de Apolo. Símbolo de la virginidad, por su luz perenne. Lucina, Febea, etc., todos sus nombres me bailaban ahora.

Había estado intranquilo toda la cena porque Adela no hubiese suscitado la conversación de mi marcha, en la mesa. Después me apacigüé observando que no había tenido ocasión de hablar con mi madre, de lo nuestro de por la tarde. En la actitud que se puso, hubiera podido malograr mi establecimiento en la ciudad. No es que yo tuviese decidido interés en ir a casa de tía Sole; pero teniendo este sitio donde alojarme, sabía que se allanaban muchos inconvenientes. Si no, podía sobrevenir el temor a dejarme en una patrona, solo, con libertad en la gran ciudad, cosa que mi padre hubiera medido mucho. Mi provincianismo pueblerino se podía deslumbrar y acaso me hubieran enviado en otra forma. Por eso sabía que yendo a casa de ella se orillaban muchas dificultades. De lo contrario, podía salir mi padre con su deseo de hacerme quedar en el pueblo tomando las cuentas de los aparceros y suspenderse los estudios. Yo quería no perder la ocasión de conocer otra vida más amplia, con más horizontes y…

En esto noté el chasquir de unos pies en los escalones. Era Adela que comenzaba a subir. A pesar de las chinelas que le prestaban sigilo, pude reponerme para que no me sorprendiera observando. La había tomado un cierto respeto desde lo ocurrido, precisamente por considerar la prueba de confianza que me había otorgado, cuando, presa de su excitación, me hizo partícipe de su secreto. Estaba además ella más comprometida que yo. Tácitamente, pues, nos guardaríamos nuestros respectivos terrenos. Aunque siempre era de temer que ella guardase su fobia contra la prima y quisiera impedir que yo no me pasase a su campo.

Torné al cuarto a cerrar la puerta, dejando la luz encendida por dentro para que creyesen que estaba embebido en la lectura. Y ahora atisbaba desde un cono de penumbra con la respiración entrecortada. Parecían martillear aún los acordes beethovianos en los repliegues de mi cerebro. Pero Adela no subía. Avancé entonces, tratando de identificarla en las sombras de la escalera. Nada, ni un ruido. Habrá desistido —pensé—, pues yo tenía la seguridad de haber sentido su pisada en la escalera. Descendí. Tinieblas, silencio. Toda la planta baja estaba adormecida. Sólo el reloj del zaguán latía policialmente. ¿Dónde estaría Adela? Temía que fuésemos a tropezar en la obscuridad y que un grito alarmante hubiese interrumpido la quietud de mis padres. Pero yo quería verla; nadie más que yo conocía el secreto de sus lágrimas. Y me daba pena. Se las hubiera ensartado en un collar como los aljófares del rosario que mi madre sacaba en Semana Santa. Y se lo habría puesto, diciéndole:

—Mira; tus lágrimas de amor se te han endurecido. Pero no te importe, porque son tan buenas que se han hecho piedras preciosas. ¿No las ves? Póntelas así, rodeando tu cuello, y dile a la Luna, que sabe de todas estas cosas de los enamorados, que te las dé en noches de felicidad. Cuando se llora de amor, como tú, se hacen joyas de bellos sentimientos. Hasta los plateros labran los rubís con trozos de corazones amantes.

Pero no la veía por ningún sitio. Descartado el encontrarla, abrí por la puerta del corral y salí a la huerta. Antes, el cuadrilátero del patio se ofrecía como una alfombra de yermo. Todo el suelo estaba bañado en luz. Me había olvidado que era noche de plata en hielo. Arriba, estaba más bobalicona y sonriente que nunca la cara del astro. Luna á lucendo, iba en su carroza tirada por los dos caballos, uno blanco y otro negro, como decían las metamorfosis de Ovidio. La fuerza del lunatismo me había llevado con su atracción insensible a la adoración contemplante. ¡Qué bonita está! Las chimeneas se recortaban como fantasmas. La pálida, mirándolo todo entre su cortejo de zafiros de estrellas, daba una incidencia cariciosa a las ropas que estaban colgadas y parecían, especialmente las sábanas, cuartillas en pie. Era hermoso, mirarlo así todo, bajo su luz. Los cristales de las buhardillas eran, cada uno, como un trago de capricho: pupilas que guiñaban un rayo. Su reverberación les daba sensación de estanques colgantes. El panorama total era algo arrobador, silente, indefinible: el huso inmenso en que se devanaba una madeja de copos blancos de luna.

Olvidándome de toda otra presencia que la de mis observaciones, me sobrecogí al pronto escuchando un rumor de plegaria inusitada. ¿Estaría alguien, como Don Quijote, velando sus armas en esta noche tan parecida a la de la Venta de los arrieros? También era Lunar la circunstancia, pero ni en mi casa arribó nadie ni las criadas estarían ya a estas horas para asomarse a corredores y balconadas. Como en el episodio, «fuéronselo a mirar», aguzé mis sentidos.

Una figura como un hada, se adelantó al centro del patizuelo. Aunque no había pozo, porque si no en él se hubiera ahogado la Luna, daba de pleno el baño luciente. La silueta que se recortaba era la de una mujer. Se quedó plantada, dejándose bañar de la luminosidad. De repente, alzó sus brazos hacia el disco blancuzco y perenne. Una jaculatoria, claramente pronunciada, se dejó escuchar por tres veces:

—«Bendita seas María, hermosa como la Luna…»

Y al final de cada invocación, como resonando unos crótalos con las mismas manos, golpeándolas, arrancaba unos sonidos argentinos y dulces. Estuvo, poco después, como impávida dejándose bañar de nuevo por el halo benéfico. Por fin, se salió del cuadro recortado y su perfil aún se siluetaba entre las sombras, glauco, como si llevara prendidas partículas de titilante luz que hubiera absorbido de la fosforescencia plateada. Poco había corrido en toda esta operación la antorcha, que allá suspendida parecía como presidir la ceremonia de una religiosidad pagana e inocente. La aparición me había extrañado, pero un calofrío estremeciente recorrió mi medula cuando al escuchar la voz reconocí perfectamente el timbre de la de mi hermana. Me dieron ganas de gritar interrumpiéndola, pero me contuve quizá por el mismo asombro que me produjo o por el temor de que estuviese bajo un fenómeno de sonambulismo o cualquiera de esas catarsis raras de la brujería. Parecía, en efecto, encarnar la propia sonámbula de Bellini.

Adela era un trasgo. Fantasmal y en camisón, subía ahora despaciosamente, descalza, sin restallar la madera, como un alma en el tránsito. Su cascada de pelo era lo único que ponía un trozo de noche en la achilabada prenda de dormir. Contuve la respiración cuando pasó casi rozándome, y ni se llegó a sospechar siquiera que yo le había observado en toda su oración lunar. Lo único que me restaba era averiguar su significado, pero esto iba a ser duro de arrancárselo sin delatar que mi testimonio había sido indiscreto.

Dejé también, a poco, a la Luna y me fuí a la habitación, cada vez más sumido en las anomalías de lo que a cada paso observaba y descubría en relación con el inquietante astro. Antes de llegar, el reloj me asaltó con los doce martillazos cantarines de la medianoche. Un miedo inexplicable, casi terrorífico, me invadió. Entré bruscamente en mi alcoba y puse detrás de la puerta la mesa de estudio, como sujetándola. Adela estaba ya sumida en el refugio de su celda. No se veía ninguna luz. Cerré las contraventanas para que no me volviera a interrumpir el efluvio astral, como en otras noches. Pero no dejaba de concitar cómo podría seguir averiguando los nuevos orígenes, desconocidos para mí, de lo que acababa de presenciar.

La vieja del arrabal tenía fama de bruja, aunque no se pudiese fundamentar este aserto en otras razones de mayor peso que las de que vivía con un gato negro, su único amigo; que ocupaba un zaquizamí ennegrecido y humoso y que, por encima de su tejavana, evolucionaban algunos pocos vencejos y hasta algún que otro solitario cuervo. Esta última coincidencia habría que haberla atribuido mejor a la proximidad de su chabola con el matadero, debido a lo cual el ave carnívora buscaría por aquellos andurriales cualquier resto de despojo para su alimentación, más sabrosos que los brebajes y pócimas que la vieja preparase. Tenía, sí, la infeliz una olla hirviente siempre suspensa del llar, pero nunca los chicos pudimos dar fe de haberle visto la escoba. Su gato era una reencarnación de un portero y tenía tal aversión por la escoba, en recuerdo de su vida pasada, que la bruja tenía miedo de enseñársela y que le abandonara. Por otra parte, los chicos también ignorábamos por dónde saldría a hacer sus reconocimientos y excursiones nocturnas, ya que desde la techumbre no asomaba tubo alguno de ninguna chimenea.

Ella era repugnante, hocicuda, con cara de vulpeja desdentada, y si bien su boca era una sima, sin mojón alguno de dentadura, cuando su sonrisa pretendía ser amable denotaba un paréntesis horrendo por toda la faz, como la comisura de un cetáceo. El apergaminado de las mejillas y las manos, con sus sarmientos de dedos, podían acreditar más al rasgo típico las artes de la hechicería, pero así también las tenían muchas labradoras del contorno y nadie difamaba de su condición de aquelarre.

Decían que preparaba ciertos filtros de curas mágicas, como el que compuso en cierta ocasión para el hijo de un peón caminero que sanó de unas cuartanas que lo tenían encanijado. Desvanecido estaba cuando se las aplicaron y el chico repuso pronto y se le vió después jugando al trompo como el más rufián de los normales. La fórmula, con sortilegio o no, resultó que se hizo famosa por el pueblo y todas las mujeres la copiaron para «un por si acaso». Estaba compuesta de:

Extracto de Genciana 5 gramos
Flores de Cantueso 15 »
Bayas de Mirto 25 »
Zanahorias silvestres 20 »
Jarabe o Aguardiente de Guindas 1/4 litro
Alcohol de Romero 1/2 »
Anises 10 gramos
Flor de Azafrán 5 »
Agua hervida de Rosas 200 »
 
Todo ello se maceraba, se hervía y después, decantándolo, tras cuatro o cinco días, se volvía a añadir con:
 
Miel pura 25 gramos
y… la sangre de un palomo.

Como se comprenderá, había que ser un desesperado para ingerir aquella mixtura. Pero, tomándolo en las fases crecientes de la Luna, tenía propiedades estimulantes y conservadoras de la virilidad de los hombres, como lo aclaraban el «Ktab» y las elucidaciones del profeta Azam en algunos versículos suplementarios al Korán. Por eso, sin duda, no faltaba en ninguna casa, y las mujeres, aunque a callandas, le habían adquirido la primera cocción a la vieja.

En fin, con ella, a pesar de lo ingrato que me resultaba visitarla, decidí resolver cuáles eran los motivos de la aparición que había presenciado de mi hermana Adela, por si ella podía determinarme causas y argumentos explicatorios de aquel desvarío, ante un ceremonial tan extraño como el de la rogativa. La vieja lo reconoció en seguida:

—Es una imprecación que ha hecho para un amor imposible —me dijo—; mas de nada le servirá si no lo lleva a cabo en la noche de San Juan y habiendo Luna. Conste que yo no se la he enseñado —me repuso inmediatamente como queriendo evitarse reclamaciones—. Pero estas cosas, desde luego, es mejor consultarlas con alguien, porque si no, no saben lo que hacen.

Quería, sin duda, rehabilitar su oficio. ¡Qué era eso de hacer conjuros sin contar con sus artes! Por un lado quería legitimar que sus consejos eran más eficaces; pero por otro también quería estar libre de responsabilidades, por temor a suscitar en el pueblo decires contra ella y amenazas de expulsión de las que nunca estaba libre. En realidad su cautela estaba justificada. Era un difícil equilibrio el de mantenerse ejerciendo sus magias y a la vez no atraerse iras de nadie. ¿De qué hubiera vivido de otra forma? Aunque el Elixir de la Juventud, como ella llamaba a la cochura de la fecundidad, le hubiera asegurado una renta, ésta era muy relativa. En realidad, sólo una vez por vida podía vender su infalible receta. Después, las compradoras procuraban fabricársela. Claro que a las más tímidas les decía que sus propiedades eran eficaces, con ciertas invocaciones suyas a los poderes ocultos que las demás no podían pronunciar. Por lo demás, la bruja no era tonta. Tenía motivos para estar alerta siempre. Cuando un mal acontecimiento sobrevenía en el pueblo, los chicos, instigados por los decires del perjuicio que su presencia nos acarreaba, íbamos y le apedreábamos su inmunda guarida. No faltaba en estas expediciones el chico del peón caminero, pese a que debía guardarle más gratitud. Por el contrario, era quien más denuedo mostraba en hacer los blancos más certeros. Nuestro instinto, dañino como el de todos los chicos, aprovechaba raudo estas ocasiones para descargar una ira multitudinaria en su primera manifestación de contagio de masa destructora e irresponsable. Lo hacíamos igual que cuando una manifestación política derrumba una estatua o lapida un edificio universitario. Los ventanales de la vieja ofrecían únicamente la desventaja de que no tenían cristales para celebrar mejor los atinados disparos de nuestra puntería. El gato corría amedrentado; aquel mismo animal de mirada oblicua, que en su halda sesteaba otras veces meditativo y pacífico. Ella maldecía y clamaba, diciendo:

—¡Hijos de la perra! No tenéis misericordia. ¡Más valiera que os castrasen a todos!

Y se excusaba, añadiendo que ella era una pobre vieja sin hacer daño a nadie, y que no tenía culpa alguna de los males que afligían al mundo; que mayor respeto le deberíamos todos si considerábamos que no molestaba a nadie pidiendo limosna y que había hecho mucho bien al pueblo con la receta de su electuario.

Verdaderamente, si se tenía en cuenta lo mucho que había protegido la conservación del censo, la gente no se mostraba muy agradecida. Únicamente cuando el hijo del caminero sanó, éste fué ostentosamente a entregarle una gallina. Con ella acaso hiciera nuevas pociones, pero no se supo de nadie a quien se las vendiera. Naturalmente, que siempre habría que pensar que las nuevas parejas seguirían favoreciéndola cada vez que una nueva copia de la receta salía a proteger la continuidad de las generaciones. Nadie confesaba nunca de dónde provenía la transmisión del mágico secreto; pero, sin embargo, estaba en todas las casas. «A mí me lo dijo la Fulana»; «Pues yo lo supe por la Mengana», se decían las mujeres unas a otras, eludiendo provenir directamente del laboratorio auténtico, ya que nadie se atrevía ni a pasar aún rozando por el tenducho de la vieja al extremo del pueblo, para «que no dijesen».

El caminero al hacer su ofrenda se limitó a manifestar que la vieja se lo había proporcionado un día que estaba muy triste sentado al borde de la carretera porque médicos y curanderos habían desahuciado ya a su hijo. Estaba trabajando en la pavimentación de los firmes y, pasando la mujer por allí, ésta le dió el santo remedio.

Al referirme a las extrañas prácticas de mi hermana, la pobre bruja me siguió explicando con todo detalle.

—Sí, las castañuelas que tocaba serían tres objetos de plata; monedas, sonajeros, cucharillas, etc., algo, en fin, de este metal. Sonándolas cada vez que se la invoca, la Luna atiende a la petición. Pero tienen que ser de plata, como su luz —me repitió—. Aunque ésa no es una receta nuestra —añadió muy digna—. Vino por no sé quién de Méjico, pero no es tan antigua, por ejemplo, como la que yo sé del Elixir, que ésa es de la más remota antigüedad de los aárabes.

Les llamaba así, con dos aes y la segunda acentuada, que daba más fuerza a su vocablo. Luego me siguió diciendo que el sabio Merlín fué su inventor y que aquí en España nos la legara Abentofaíl. De él la aprendió Maimónides, su discípulo. La bruja pronunciaba todos estos nombres con veneración, como si aludiera a los Profetas del Antiguo Testamento.

—Esta gente era muy lista y sabia, ¿sabes? A la Luna le dicen «Kamar», que en aárabe es un nombre precioso. Ahora bien, de lo de tu hermana le vas a mandar decir que no practique esa conjuración. La hacían allí endenantes los descendientes de los indios, pero no da resultado. Dile que si quiere que su amante vuelva, que haga esta otra que te voy a decir. Tiene que ser también con Luna llena y si es posible por San Juan, mejor, pues ya te he dicho antes que ésta es la época de las ofrendas de amor, de muy antiguo, en memoria de la danza de «los siete velos y la cabeza sangrante». No tiene más que coger tres cardos, quemar las flores y ponerlos debajo de la almohada cuando se vaya a dormir. Cada uno de los tallos representa el nombre de otros tantos pretendientes, los que ella crea: el que haya reflorecido por la mañana, ése será el que tenga que venir.

La sibila terminó con solemnidad el auspicio y se puso a revolver con una cuchara larga la profunda orza humeante. Desde luego, en Walpurgis no la hubiesen admitido —pensaba yo para mis adentros—. Era una bruja sin importancia, vulgar, tan característica que no desdecía en nada del más común de los relatos de amedrentamiento. También me sabía mal haber venido para estas tonterías. Pero no tenía otro camino de comprender cómo la otra pobre y posesa de mi hermana sabíase aquellas hechicerías. Estaba comprobado que alguien me la imbuía con encantamientos y todos iban dirigidos al mismo fin.

Me marché renegando. Descontado que no pensaba decirle nada de lo que me habían recomendado. Yo había venido simplemente a informarme. Y la conclusión que saqué palpable es la de que la vieja estaba loca. Por otro lado, Adela no tenía caso para el rito que me había aconsejado, porque la infeliz no había conocido más pretendiente que el Raúl famoso. ¿Cómo iba a poder ofrecerle aquella fórmula salvadora? Si hubiera tenido más opciones, probablemente no hubiera caído en la asiduidad de la idolatría que ahora la embargaba. Seguro que ése hubiera sido el mejor remedio. Otro noviete, y se acabó. Lo de los cardos, aun poniendo al hijo de don Julián, como quería mi padre, todavía nos dejaba otro por señalar. Habría, pues, que buscar ese tercero, aunque fuese por correspondencia. No sé si aún de esa manera íbamos a lograr el número, porque ella era quien tenía que designarlos según las prescripciones.

Seguí pensando en la búsqueda de un tercer nombre. Conduciéndola insensiblemente y como por una distracción, la orienté hacia uno de esos «Consultorios Sentimentales» que tanto se prodigan en las revistas y de los que algunas niñas obtienen novio mediante la piadosa tercería de una señora que allá en la ciudad hace escribir a sus amistades para atender a las comunicantes y así mantener la colaboración en la sección ante la vista de tanta demanda.

Nada le revelé a Adela del final de mis propósitos, y en efecto el comunicante contestó en seguida. Mientras tanto, era un modo inocente de desviar su pesar. Las tres primeras cartas del nuevo corresponsal fueron muy intelectuales. Sabido es que casi siempre, en estos casos, la ayuda de una buena Enciclopedia suele ayudar mucho al deslumbramiento. La idea fué un acierto. El desconocido inquiría sobre música, si había leído el «Fausto» o por lo menos el «Werther», de Goethe, poniendo el autor por si acaso incurríamos en ignorancia. También interrogaba qué pintor era su preferido, etc. Parecía una encuesta. Me creí en el deber de asesorarle a mi hermana. De lo del «Fausto», le contestamos que conocía la versión moderna escenificada que se había estrenado aquel invierno en la capital, que estaba muy bien para los niños. Pero, después, para apabullar al pedante, le redacté a Adela toda la fantasmagoría dantesca de la estancia del Alighieri en «La Perla Eterna», segunda visita por los astros, que no era otra más que la planicie lunar. Allí está —le decíamos— la residencia de las almas vírgenes. Recordará usted cómo se encuentra con Piccarda, la hermana de Forisa; las manchas de la Luna, no crea usted, como el vulgo, que son los resplandores del haz de leña que Caín hace arder en su maldad…

Nos pusimos a tono. Volvió a contestar más enfáticamente y entusiasmado de aquel hallazgo cultural. Se nos retornó aconsejante. Nos recomendaba como un bonito juego de sociedad, que preguntásemos en las reuniones de amistades «qué edad tenía Julieta, la amada inmortal, en la seguridad de que muy pocos circunstantes nos sabrían responder». Pero todo nuestro gozo se vino abajo cuando descubrimos que era un intelectual sexagenario que se servía de nuestras opiniones, las remozaba como hallazgos suyos de observación psicológica y vendía más tarde libros sobre el amor de las muchachas jóvenes y en la forma en que reaccionaban ante el matrimonio y sus posibilidades. El tío nos estaba tomando el pelo y ni siquiera nos servía para entrar a formar parte del trío de la consulta; tan viejo cuando lo descubrimos, con su pelo blanco en melena negligente, que hacía que en la capital le llamaran «brasero apagado». Pero de engaño a engaño, todavía él salió ganancioso, porque le dimos base para unos cuantos temas de erudición recordada con lo que redactó algunos artículos y Adela tuvo al menos por un verano —que es lo que suelen venir durando todas estas correspondencias— la ilusión de que se escribía con un señor —de pelo blanco— hasta que llegase el momento de hacer el experimento de los cardos. Yo le aconsejé:

—Mira, aunque no te sirva porque no te guste, tú puedes tratar de ponerle, porque te completa la terna. Si te sale él, no le escribas, porque le vas a dar ocasión para que haga otro libro.

Estaba seguro de que él no saldría florecido en la representación de debajo de la almohada, porque si no a estas horas yo no os hubiera podido contar esta anécdota sin dolor: él se habría suicidado. Me enteré que el tal corresponsal era divorciado y quizá por no haber conocido a tiempo el Elixir de la vieja del arrabal.

En la ciudad, la casa de mi tía Sole era un piso inmenso. Soledad, como le llamaban sus amistades, y doña Sole para su doncella y cocinera, era lo más pudiente de nuestra familia. Había quedado bien de su matrimonio y su vida estaba encarrilada a la órbita de sus rentas.

Tenía razón Adela: brillaba mortecina, a pesar del cuadro que Madrazo la había pintado en su juventud y que ahora estaba empolvado de pátina, presidiendo el gabinete de las visitas. Hacía siempre la misma vida: merienda en el salón de té, en invierno; julepe los jueves. Ella no podía entrar por los modernismos del «bridge» y del «pinacle». Iba al teatro, a todos los estrenos; pero a la «matinée», como ella decía. Por las noches, veladas muy dilatadas con mi prima Etelvina y conmigo, cuando no me encerraba a leer o estudiar. Luego se levantaba muy tarde. Pero ella era feliz así, en su casa, como la Luna en su palacio de cristal.

Un pasillo disperso se encrucijaba en vueltas y revueltas como un dédalo por el interior de la casa. Al patio, en el interior, se perdía en la habitación de Baltasara la criada, cuarentona y robusta —un gañán con faldas—. Los techos, altísimos, imponían grandes hojas de dos puertas a cada alcoba. Todas terminaban en un montante sobre el cual volaba un lucernario, generalmente en forma de medio punto. Teníamos biblioteca en una rotonda con mirador; salón, el despacho de mi tío —intacto desde que él faltara— gabinetes a dos nombres, según el color de la tapicería —carmesí o azul celeste—; comedor grande y comedor pequeño para el invierno, que en realidad era la disculpa para estar en él al amor de la mesa de camilla como cuarto de todo estar; cuarto de costura para la modista, la alcoba de Etelvina, la mía; tabucos para armarios empotrados y no sé cuántas dependencias, todas comunicándose entre sí, donde se arrinconaban baúles, pantallas maltrechas, las alfombras en la temporada de calor, los objetos de limpieza, la ropa sucia, y una innumerable serie de cosas que las mujeres gustan de guardar y almacenar.

Esas casas de hace un siglo pesaban por su dimensión y se perdía uno en ellas, como en el intrincado laberinto de lo doméstico. A los modernos les tienen que parecer que más que para intimidad servían para aislamiento, acostumbrados a las cinco piezas cuando más de las nuevas construcciones impuestas por las exigencias de espacio mínimo y aprovechamiento máximo, donde a pesar de tan restringidas dimensiones, todavía se cubiletea con rincones y esquinas para instalar bares o servicios que se encuentran en la calle por su naturaleza y condición.

Llevaba ya varios meses instalado en aquel medio y conocía perfectamente el costumbrismo de mi nueva vivienda. Adela no me escribía nunca desde que llegué y malamente se entreveían unos recuerdos de ella, puestos por mis padres en sus cartas. No me perdonaba el haber salido vencida y el que estuviese en el bando contrario.

Por mi parte, con Etelvina había hecho bastantes buenas migas, porque era muy decidora y alegre. Quizá fuese frívola, pero yo aún no lo percibiera. Leía también bastante, sobre todo poesía. Un día me comentó riendo:

—Fíjate, este poeta nuevo qué gracioso. Le llama a la Luna «la Hostia de la noche». Es Manzaneque, un muchacho muy joven. A mí me gusta —agregó.

—Calla, por Dios. Eso ya hace mucho tiempo que lo dijo un alemán. Entonces no sé qué dirías si leyeses la balada de Musset, cuando dice que colgada de un hilo invisible se pasea en las sombras su rostro y su perfil, o la Oda del rumano Eminescu. Esa imagen, tan reverente de tu poeta, sólo se le ha podido ocurrir a él con atisbos de originalidad, y seguro que es porque ha empezado a hacer sus poesías en «los Luises». De ahí no salen más que economistas; una ciencia que ni los que la practican la entienden. También puede que lleguen a ministros, pero lo que es poetas… Cuando quieras ver imágenes, lee a los sudamericanos —y yo me asumía ahora un poco el papel, aunque con ironía, de don Satur cuando me reprendía a mí los modernismos poéticos. El pobre ignoraba que esta nueva generación sobrepasaba todas las excentricidades.

Ella se defendió diciendo que había conocido a Domenchina y a los liróforos del estro afro-cubano, pero ni siquiera aun había apechugado con Zamargo y gente de su calaña.

Etelvina era graciosa, aunque no guapa. Sus ojos, cambiantes, parecían jacintos de jaspe. Unos surcos, cárdenos por las ojeras, morados y largos como lirios nuevos, abiertos, le sombreaban los dos pómulos sonrosados de sus mejillas. Parecían un campo de violetas en un jardín de geranios.

Ella me agradó y «hallé gracia en sus ojos», como el rey Assuero en los de la judía Esther. Tenía el pelo rizoso como una caracola de virutas, pero más corto que el de mi hermana, denotando el origen mulato de su ascendencia. La nariz era de virgen románica: chata, aleteante e intrépida. Toda ella parecía tallada en bloque apretado, enjuta de carnes y prieta, con sus veintitrés años jóvenes de carne dura. Las piernas, imperfectas, pero muy redondas hasta por los tobillos, tenían, sin embargo, expresión y mucha personalidad al andar. No eran como las de los maniquíes del «Vogue», porque su gracia estaba en la torcedura que imprimía a los tacones al aposentar en aquellos plintos tan finos los basamentos de sus columnas. Debían de ser menos gráciles que las delineadas para Diana cazadora —según suponía Adela tuviera esta Diosa— pero ello, en tal caso, era achacable a esta misma propiedad de cruzar montañas y salvar caminos.

Sabía armonizar en su morenía los colores azul de Francia y marrones de Siena tostada —cómo los retratos de Andrea del Sarto— que le iban muy bien, y comprendí hasta cierto punto por qué sobrepasaba a Adela en el papel de conquistadora arrebatante. Unos ramitos de azulinas silvestres, bien en el pelo o en los volcanes rozagantes de su pecho, le subrayaban más el juego de su radiante apariencia, pero en realidad no era tan romántica como la otra. Yo la tenía, de todas maneras, sometida a observación, por el deseo de reivindicar a mi hermana, si era verdad, como ella creía, que ésta le había desposeído de su primicia ocasionándola aquel transtorno.

Por otro lado, la tía Sole no le concedía ninguna importancia. Se había acostumbrado a verla como a la niña voluntariosa y llena de caprichos. La consideraba como la Luna a una de sus estrellas, dejándola que brillara a su gusto. Por consiguiente, hacía lo que le venía en gana. Ella y su «Chuchi», un grifón pelambrudo, eran omnipotentes en la casa. Así, faltaba a comer muchos días; otros, por la noche, se embutía en el tulipán de un traje negro de raso, y se me iba a bailar a las «boîtes» —esas cajas de música de los muñecos ñoños— con los brazos de cisne ensartados de pulseras.

Tales veladas eran las que aprovechaba yo para leer a mis anchas. La tía solía quedarse en el comedor pequeño contándole sus viajes de casada a la Baltasara, hasta que ésta se quedaba dormida y la tenía que echar mandándola a la cama. Entonces se retiraban las dos. Etelvina solía venir sobre las dos o las tres, me saludaba las buenas noches, le daba unos grititos a su «Chuchi», y después de compartido un cigarrillo conmigo se metía en su cuarto.

—¿Por qué no vienes con nosotros? —me solía decir—. Lo pasarías muy bien. Ya te proporcionaríamos algún plan. Mira, Aurori es un «topolino» saladísimo; lo que se dice «un sol», monísima. Eres muy aburrido.

Yo pretextaba mi juventud; que sus amigos serían mayores; la falta de dinero, con mis medios exiguos de lo que me mandaba mi padre, que apenas me llegaría para pagar una cajetilla de rubio, conque mucho menos para poder costear aquellos excesos. «Si quieres, yo te puedo prestar», me decía para animarme, pero ello sonrojaba mi dignidad y no me atrevía a aceptárselo. Todo ello la divertía muchísimo.

A veces me dejaba soltarle la última página en la que acababa de estar enfrascado y cuando bostezaba un par de veces de cansancio o de aburrimiento, agotada, salía de la biblioteca diciéndome:

—Bueno, muchachito. Estoy cansadísima. Me voy a dormir. Ya me contarás mañana en qué ha quedado eso de Samosata, que dices estás leyendo. Luego se lo soltaré a Enrique, que es un ingeniero que lo sabe todo y nos reímos mucho con él.

A lo mejor era nada menos que la batalla entre los ejércitos de la Luna y el Sol. Cuando yo iba por el tercer párrafo, ella ya estaba desabrochándose los zapatos, ortopédicos, con siete suelos como los del tesoro de San Telmo en Granada.

—Atiende un momento —la decía, queriéndola retener—. ¡Si es muy interesante!

Y argumentando yo, ella condescendía para escuchar un momento más, mientras su pitillo se consumía en el cenicero:

«Muy de mañana, al otro día, hallábanse reunidas todas las tropas. El ejército de la Luna era numeroso; sólo la infantería se elevaba a 60 millones. Había 80 000 hipogrifos, 2000 lacanópteros, grandes aves cubiertas de yerbas sobre las cuales estaban montados scorodómacos; también había 30 000 psyllotoxotos, montados en unas como especie de pulgas grandes —los tanques— como elefantes.»

Pero ella no resistía más. Se levantaba, desgarbada; ondeaba un poco gatuna como el humo displicente de su cigarrillo y desaparecía.

Para mí todavía quedaban un par de páginas más:

«En la Luna no hay mujeres; los jóvenes conciben por la pantorrilla. El niño está muerto al entrar en el mundo, pero exponiéndolo al aire comienza a respirar. Otros nacen en los campos, como las plantas, a consecuencia de cierta operación hecha al efecto. Cuando un hombre llega a viejo, no muere, sino que se convierte en humo. Los lunares tampoco comen; tragan solamente el vapor de ranas tostadas. Su bebida es aire comprimido en un vaso. No tienen necesidades. En lugar de fuentes, beben de granos de hielo arrancados de los árboles. Su vientre, como el de los canguros, les sirve de faltriquera. Los ojos son desmontables, etc.»

Al día siguiente, si nos veíamos, me preguntaba por el combate y le tenía que volver a repetir del buen viejo Luciano:

—Se dió el combate entre 200 millones de seres. El campo de batalla fué una telaraña tejida desde la Luna al Sol, pero al fin, invencibles ambos, tuvieron que firmar un tratado de paz con tregua para todos los ejércitos satélites.

—¡Vaya, chiquito! —interrumpía mi tía—. Veo que sabes muchas cosas de la Luna. Si te vas a tragar toda la biblioteca del tío, te advierto que aun tienes para rato. Pero no conviene que abandones el «Canónico»; no quiero que luego tus padres me reprochen el que no te he vigilado, ¿sabes?…

Cuando salía para clase, algunas veces le encontraba a Raúl esperando. Solía estar enfrente del portal, sentado en un coche pequeño como una bañera. Otras, paseando. Pero, siempre mucho más bonito que antes. Se había estilizado. Más largo el pelo, pero no en el bigote, que seguía tan de hilatura como antes, recordando un galón de pasamanería en el bozo, como un entorchado de graduación subalterna.

Pero si mi hermana lo hubiese visto no habría podido resistir sin desmayarse. Estaba lo que se decía hecho «un bombón», según el argot de su clase. Zapatos de antílope, con suelas muy gordas; americanas, largas como sacos. En los lados, tenían unas aberturas. Y unos sombreros extraplanos, con el ala en forma de visera, como los de los gangsters de las películas de serie. Él y yo, si nos dábamos de frente, bastábamos a saludarnos con una ligera inclinación de cabeza. A lo sumo, un parco adiós. Si podíamos, lo escamoteábamos mutuamente.

—¿Oye? —me interpeló en una ocasión Etelvina—. Me ha dicho Raúl que el otro día le saludaste despectivamente.

—No lo creo. Le parecería a él —repuse para desviar la conversación.

—Mira, querría hablarte de ese asunto.

Temiendo lo que podía suscitarse, le dije:

—¿Para qué? Mejor será que lo dejemos, ¿no te parece? Después de todo van a ser cosas de mujeres.

—¡Cómo, de mujeres! De mujeres y de hombres. No sé lo que tú te figurarás, pero a mí no me importa Raúl un bledo —me soltó como un escopetazo—. Es simplemente un amigo. Y si Adela cree otra cosa, está muy equivocada, para que lo sepas. ¿Crees que no me doy cuenta de que guardáis esa animosidad?

Un resplandor me subió de improviso. Se me debió poner la cara como un arrebol. Ya había surgido el tema. Me había pasado meses esperando, sin querer inquirir nada acerca de él. Veía, observaba, pero procuraba aparentar indiferencia. Si me hubiese visto mi hermana, no hubiera podido alegar que estaba con el enemigo.

Desde luego, según había traslucido, Etelvina, ¡maldito el caso que hacía del pollo ni el interés que la despertaba! Era él quien venía asidua y constantemente, a sostener el farol de la esquina desde por las mañanas a mediodía o a la primera hora de la tarde, después del café. Allí estaba hasta que salía para el cine o a merendar o de paseo. La aguardaba perennemente a que bajase, paseando de un lado a otro, leyendo periódicos hasta devorarlos por todos los rincones, pero siempre atento con el rabillo de un ojo hacia nuestros balcones. Muchas veces ella ya había salido o no estaba. Se iba, sin avisarla nada en contra. A lo mejor, días seguidos, el otro guardaba sus turnos en la acera como un centinela. Parecía venirnos a mostrar todo su guardarropa.

Por un lado, me alegraba de estos desprecios de indiferencia hacia él; pero por otro, pensaba que todo aquello hubiera podido hacer la felicidad de la otra, de la pobre Adela, y era injusto, impiadoso, que estas pasiones estuviesen tan en desnivelada correspondencia. Era el eterno desacuerdo de la Humanidad en estas cuestiones: la cadena, con los eslabones sin ajustar. Yo les oía a Etelvina y sus amigas que a esto le decían con una especie de término nuevo muy de «radio»: «No conectar».

Así andaban ellos, y como ellos, según parecía, todos: inconexos, algunos rotos, los más sin encontrar el encaje, el anudamiento perfecto. Unos, siguiendo a los otros, pero todos a destiempo, como en una contradanza en la que se hubiera saltado el compás.

Como considerando, no pude menos de replicar a Etelvina:

—Entonces, si no le querías ni te interesaba, ¿para qué?… —y no me atreví a terminar la frase, vacilante, aunque quedaba colgando el reproche en el aire.

Ello la revolvió en un fogonazo de indignación.

—¡Vamos! ¡Os habréis pensado!

Y antes de terminar, airada, con todo el empuje de su arrogancia, vino hacia mí para seguir espetándome:

—Te lo digo a ti y a tu hermana juntos, si queréis. Raúles como éste me sobran a mí. Di que tú eres muy niño y no puedes todavía comprender estas cosas.

Ahora, lo entendía mucho menos. Me dieron ganas de escribirle a Adela y decirle lo que pasaba. Pero —pensé luego— esto le haría sufrir más. Ni ella podía hacer nada, ni el otro quería nada con la pueblerina. ¿Dónde estaba la pérdida, pues? ¿En el escape de Raúl o en el poder ejercido por Etelvina? Cada vez me parecía más enigma. La otra, pensando que se lo habían robado, y aquí, comprobado por mí al menos en su aparente acontecer de las cosas, con el más absoluto despego a su constancia. Era algo demoníaco. ¿Qué pasaba entonces? Etelvina, sí, debía de ser una vampiresa implacable. Indudablemente, sí, eso era. No tenía necesidad de filtros ni de hechizos. Felina y atrayente, todos los triunfos estaban de su mano: la ciudad, acaso su mayor desenvolvimiento. Lo que es Adela, ya podía seguir barajando en el villorrio.

Y convencida de su superioridad, me la lanzaba desafiadora, mordazmente:

—Será que tengo el poder de retenerlo aunque no quiera. Ja, ja… —reía, botando unas carcajadas resonantes como perlas de una arracada que cayesen sobre las losas y cuyo eco me hacía más daño muy adentro—. ¡Tiene gracia! Le habré dado algún filtro, ¿verdad? —decía—. Será eso.

Y seguía riendo estrepitosa, después de haber machacado precisamente en el mismo clavo de la angustia de mi hermana.

«Hasta las mismas frases», pensaba yo. Era inaudito tanta coincidencia y tan dispar sentimiento, sin embargo.

Poco después, dejó de aparecer Raúl por las esquinas. Faltaba su sombra midiendo la altura de los faroles. Alegrarse hubiera sido indigno de corazón noble, ni por parte de Adela y por la mía igual. Ello, después de todo, no aliviaba los tormentos de la otra. Las cosas tomaban por sí mismas desenlaces naturales. ¡Para qué iba a volver el otro, cansado de desplantes! Asimismo, yo le iba tomando mucho afecto a Etelvina. Era una chica atrayente. Su mayor mundanismo o desenvoltura quizá me dominaba insensiblemente y me iba ganando hacia ella, aun analizando la frivolidad que la envolvía como el papel celofán de esas bolsas de chucherías que las hacen más gratas. Reconocía los defectos de su vanidad y todo. Pero, con sus imperfecciones y fallas, a pesar de sus tachas, esta loca tenía unos cuantos puntos en su defensa o por lo menos en disculpa, ganados por mi parte. Hasta el incidente parecía como si nos hubiese unido más. Desterrando la defensa natural de la estirpe, me parecía mucho mejor Adela, aunque estuviese condenada por aquellas supercherías que hasta ahora en Etelvina no había descubierto como artilugios como me las había anunciado mi hermana. Si Adela seguía con aquellas prácticas, había que restarle importancia ante su impotencia y los medios de rutina en que se vive en los pueblos. También a Etelvina, por otro aspecto, eran de disimularle sus condiciones de «fatalismo», que le eran consustanciales y de naturaleza. ¡Qué culpa tenía cada una de ser como eran!

Viéndola insensible a la última, ante una noche de Luna, en el patio de Santo Domingo el Real, en Toledo, comprendí que no la hubiese podido hacer estremecer con estas cosas ni el propio Bécquer con sus leyendas. Ella era como una falena de noche y de lujo. Se despojaba de su oropel y ése era su encanto: brillar, deslumbrar. La otra, más simple, más sencilla; acaso más primitiva, pero más verdad. Mientras que la una deslumbraba, la otra, como una luciérnaga, no hacía sino despedir la luz fosforescente de su amor. Una era la pagana, otra la mística.

Un jueves por la tarde vino Tomasito a verme. Tenía permiso y se había enterado que estaba en la capital. Él trabajaba en un Banco, donde por quince duros al mes me contó que llevaba un libro tan voluminoso y grande como el de un antifonario. Pero estaba esperanzado en su porvenir. Le iban a reservar el puesto, aunque entrase en quintas. Le dejarían ir a media jornada para que pudiera atender el servicio militar. Estaba contento. Y sobre todo, muy esperanzado en su porvenir. Porque luego en el Banco, como él decía, podía llegar a jefe de Sección. Acaso más adelante, con el tiempo, director de una sucursal. Una carrera lenta, pero con varias pagas extraordinarias al año. En fin, un campeonato de paciencia.

No tenía tabaco, como era natural después de tanta miseria jornalera, y como yo en mis recursos estudiantiles tampoco pude ofrecérselo, salí en busca de él al cuarto de Etelvina con la sana intención de sisarle algunos pitillos que ella no habría de notar. No estaba ésta en la habitación, pero al atravesar el pasillo la oí hablar con tía Sole, en el comedor pequeño. Era tarde de merienda y de julepe, y estaban esperando la llegada de las amigas para empezar la partida. Mientras tanto se entretenían desatando la baraja con su libro de las 40 hojas.

—Corta, nena. ¡Vamos a ver lo que dicen las cartas! Con la izquierda.

La voz de la tía, repitiendo aquel formulismo que ya me era conocido, hizo detenerme. Estaba suspenso en el pasillo como la estatua de la Curiosidad. La fórmula de los vaticinios no era igual, sin embargo. Y la máquina de Adela debía ser más perfecta, porque esto era con baraja sencilla, española, mientras que ella poseía una complicada serie litográfica. Ahora percibí perfectamente:

—Bueno, pues ya está. Aquí tenemos el Rey de Oros: un hombre moreno; ahora, el de Espadas: la Curia. El cuatro de espadas por este lado y el dos de copas, por este otro. Amor e intriga. ¡Malo! Te van a jugar una mala pasada, ándate con ojo. Una mujer: la Sota de Copas. Por aquí, nada: conversaciones. El As de Oros viene boca abajo; tú puedes. Después, el tres de bastos. Con alguien has hablado de algo que te interesa. Pero no sabe nada. Caballo de bastos, mirando para mí; a lo mejor tú Raúl que quiere decirme algo.

—Eso sí que no —replicó rápida Etelvina.

—Vuelve a cortar. Voy a echar ahora por tus intenciones. Siete…, seis de espadas. Nada, chica, te persiguen. Pero, no; no sale ninguna mujer. ¿Lo ves? Está aquí debajo, y muy lejana. No puede. Ahora, tu casa: Más conversaciones… Se juntan dos hombres y hablan de ti.

Yo estaba absorto. ¿Qué relación tan fantástica denotaban todas aquellas palabras? Para los implicados en el asunto, las alusiones eran directas. Un calofrío me estremecía todo. En esto, Balta, la criada, me sorprendió. Venía por el pasillo y tropezó conmigo.

—¿Qué hace usted, señorito Antonio? Parece que suben…

En el cuarto se oía.

—Vamos, ¡recoge la baraja!, ¡pronto! Baltasara, ¡abre, por favor!

Las visitas comenzaban a llegar. No dió tiempo a replegarse, y de haber salido corriendo me hubiese delatado yo mismo. Hice que se me había caído algo al suelo para disimular, buscándolo por entre la penumbra obscura del pasillo, cuando Etelvina, saliendo, me encontró agachado.

—¿Qué haces?

—No, nada… Es que, ¿sabes?, te he cogido unos pitillos, porque mi amigo no tenía y le quería obsequiar… Y cuando he llegado aquí se me ha debido caer alguno…

La cosa pasó ignorada. Nadie se percató de mi escucha. Todo lo demás era normal e inocente. Cuando entré en la alcoba, Tomasito se había dormido plácidamente en el sofá. Yo no me podía desasir de lo escuchado. La previsión de Adela era cierta. Y lo malo es que los vaticinios se relacionaban con una cierta analogía. Estábamos bajo el embrujo de un maleficio común. El tal Raúl, por ello, se me estaba atragantando cual si fuera un homúnculo caído de la Luna, algo así como aquel caballo que les sobrevino a los griegos en el Peloponeso: un armatoste de madera, inútil, asustadizo y con su secreto adentro. Él también, era un tarugo —pensaba yo.

—Ten —le dije a Tomasito abstraídamente—. ¡Fuma!

—Chico, perdona que me haya dormido. —Me había puesto a hojear este libro—. ¡Cómo, todavía, sigues leyendo estas fantasías! A mí me aburren. Creía que ya habías dejado de buscar cosas de la Luna. Hay aquí unas divagaciones absurdas de palingenesia. Dice, que de las tres partes que se compone nuestro ser, el cuerpo viene de la Tierra, el alma de la Luna y el entendimiento del Sol. Chico, tonterías.

Sin saber lo qué, le contesté.

—Sí, son las opiniones de Plutarco. Según él, sufrimos dos muertes: la primera en la Tierra, y la otra en Proserpina, la región de la Luna. Las almas permanecen por algún tiempo entre ambos, en el espacio. Después de ese destierro, pasan la segunda muerte para permanecer ya en estado de inteligencia eterna. Los buenos se quedan en la parte de la Luna que mira al Cielo, que se llama el Elíseo; los malos, en el valle neblinoso de Proserpina… Pero, me vas a perdonar. Tendría que estudiar un poco y no voy a salir. Ven otro día, y nos iremos juntos por ahí a dar un paseo.

Tomasito se despidió prudentemente. No insistió, pues, me debió notar algo preocupado. Todo era absurdo, en efecto. Conturbador el deseo de saber más y más, mientras nos movíamos en una ceguera espesa y sin despejamiento. No pude estudiar más ni tuve gusto de seguir leyendo tampoco. Me asomé al balcón. Raúl, estaba plantado allá abajo, apostado, perenne, con una ridícula y enhiesta erguidez de polizonte o de figurón. Fuí a llamarle a Etelvina que ya estaba jugando en plena partida.

—¡Déjale! Ni caso. Ya le he dicho que hoy no salía y mucho menos con él. Que se aburra de esperarme, a ver si se convence.

Por la noche estuve hasta muy tarde en la biblioteca. Baltasara velaba en una larga vigilia de plancha. Al fondo del pasillo, resplandecía la cocina, mientras ella en lenta quietud desarrollaba su callada labor. Se había acostado la tía Sole y yo me bebía las horas en una disolución de desgana.

De repente, sentí un influjo extraño. Miré instintivamente, y una carátula horrible me hacía visajes desde el lucernario del montante. Como con electricidad, me paralizó un ansia angustiadora. Me quedé rígido. No podía ni levantarme del sillón. Cuando lo intenté, al alzar la vista, la presencia de Etelvina, a quien no había sentido entrar, se hallaba frente a mí, rígida también, mirándome como escrutadora e imperativa. Era una actitud contenedora la suya. También sus ojos irradiaban un flúido electrizante. Parecía una hierática aparición. En realidad, como tal se había presentado, pues no se notó el más imperceptible ruido hasta que se manifestó frente a mí, o yo me hallaba muy abstraído. ¡Cuán extraño era todo! Estaba asustado, y sin poderlo evitar la interpelé.

—¿Qué pasa? ¡Qué es esto! —le dije latiéndome las sienes del susto.

—Mira —y le señalé el montante, al cual estaba de espaldas, queriéndole hacer ver la horrible visión que se había aparecido. Entre la media luz de mi lámpara de mesa, no se podía percibir de quién era aquella faz desencajada. Cuando Etel, se volvió para verla ya no estaba. Había desaparecido.

—Sí, no creas que estoy malo. Ahí, había hace un momento un rostro desencajado que me estaba mirando.

—No hay nada, hombre. Es que lees demasiado y te alucinas. Venía a ver si ya te habías acostado. Es muy tarde. Debes descansar. Mañana tendrás que ir a clase.

Su voz parecía ahora más dulce, o bien estaba yo ya más tranquilo y encontraba la normalidad de aquel bache que me había sumido por un rapidísimo instante en la sensación de encontrarme en una mansión con fantasmas y leyendas de terror.

Etelvina salió. Fué también casi espectralmente cómo desapareció de la biblioteca. Sin apenas meter ruido en las pisadas, pero no que se le notara esfuerzo para conseguirlo, sino andando normalmente; sólo que su pisada parecía como ingrávida. Fuí, a poco, a mi cuarto, con un estado de excitación parecido al de la noche que mi hermana Adela subía letárgica de Luna por la escalera de nuestra casa. Pero esto era menos lógico. Sobre todo, la aparición. Me tocaba las sienes, creyéndome tener fiebre, para poder justificar entonces que era una pesadilla de mi imaginación la horrible carátula que había visto y cuyo recuerdo no se borraba de mi mente. Iba encendiendo luces antes de apagar las de las estancias que abandonaba. Así, recorrí media casa antes de llegar a mi habitación. Pero, pronto tuve que detenerme otra vez sobresaltado. Ya no pude más y corrí hasta la alcoba de Etelvina. Ella estaba allí, todavía sin desnudarse.

—¿No oyes? —le dije—. Es hacia la cocina…

Unas convulsiones sollozantes, venían de lo lejos entre un rumor de golpes como si bataneasen un colchón. La cogí de la mano y la llevé a rastras, inmóvil también, como si no pudiera hablar. Nada me decía. Al penetrar en la cocina, vimos a la Balta revolcándose por el suelo. Gruñía un estertor extraño. Había esparcido la ropa del cesto entera, y la labor de plancha se había malogrado en su totalidad por el suelo, sucia, gimiendo los dobleces tan bien almidonados de las camisas y los tapetitos. Baltasara estaba espumajeante, retorcida como un sarmiento revulsivo.

—Esto es lo de siempre —dijo Etelvina como si no tuviera importancia—. ¡Vamos!, tú que eres más fuerte, ¡sujétala de los brazos! Es un ataque. Hacía mucho tiempo que no le daban. Bien, así. Ahora, trae un pañuelo de esos. Se lo meteremos en la boca, para que no se muerda la lengua. Tú, no la habías visto nunca así, ¿no? Es una epiléptica. No te asustes. ¡Venga, Balta, venga! —le decía—. ¡Cálmate, tonta!

Y entre los dos, procuramos extenderla en el suelo, sendereado de ropas que la almohadillasen. «Chuchi», el gozquecillo, se arremolinaba entre mis piernas o debajo de la mesa de la cocina. Etelvina, diligente, cacheteaba la cara aquélla, acartonada, tensa, para sacudirle el espasmo. Pesaba como un fardo. Y de cuando en vez, sacudía unas coces con la fuerza de una catapulta. El pecho se le dilataba, levantándose hinchado como un globo, y entonces espiraba con un silbido cortante de huracán. Se henchían sus carrillos y exhalaba un surtidor de baba. La mano de Etelvina, arracimada en hisopo, le asperjaba en rocío fresco de la fuente por su faz. Aquella agua la salpicó como a una prenda mustia y retorceada de la plancha, igual que a una rosa marchita en la palidez de su estorsión. Exhaustos de fuerzas, conseguimos, por último, reclinarla en una banqueta con las piernas distendidas como una elle. Parecía volver en sí.

—Ya ha pasado —dijo Etelvina. Y cuando entreabrió las persianas de sus párpados, la instó para que se fuese a la cama. Semejaba una resucitada, mecánica en sus movimientos.

Balta era, por lo visto, una pobre afecta por los lunatismos perniciosos. En tiempos de Jesús hubiera tenido que ser curada por el Rabí con la taumatúrgica invocación: «¡Enmudece y sal de esta alma!». Era tal como si el espíritu endemoniado la poseyera y hubiera que expulsarlo, haciéndole que saliese dando alaridos y sin dañarla como al poseso de la sinagoga de Cafarnaúm. Aunque la Balta no era de Galilea, Etelvina me contó después su historia. Estábamos en su alcoba fumando el pitillo de respiro tras el episodio.

—Baltasara lleva muchos años con nosotros —comenzó diciendo—. Yo la conozco desde casi niña. Entró a servirnos con una fidelidad perruna. Pero, tiene este inconveniente. Por lo demás, se dejaría cortar una mano, brutalmente leal. Aguantaría todo, hasta la violencia. Recogida por mi padre de unos pastores, sabe tratar con las bestias y malamente ha aprendido a convivir con las personas después de tantos años desasnándola. Si la dejas sola en la casa, la guardará mejor que un perro dogo. Ahora, que llegados esos períodos terribles, su epilepsia puede ser fatal. Me explico que hayas visto la aparición atemorizadora que me decías. Acaso fuese ella. Yo no te hubiera dicho nada, de no haberlo tú descubierto, para no asustarte. Estamos en Luna nueva, y siempre coinciden sus ataques con esas conturbaciones que produce en su espíritu el cambio del astro. Bien es verdad, que ahora llevaba una temporada larga sin molestarnos. Nadie ha podido curarla, y así morirá. Pero mamá no quiere desprenderse de ella, porque dice que puede sobrevenirnos algo malo. Ya lo ves; trabaja en casa como una mula; un piso tan grande para ella sola. Pero no podemos ponerle otra ayuda, porque nadie la aguantaría más que nosotros. A mí me viene muy bien, porque así, cuando vengo tarde, no se entera de nada y no le puede decir nada a mamá de la hora que me retiro.

Otra vez la Luna —pensaba yo—. Etelvina, mientras tanto, parecía nerviosa. Pero no me extrañaba, después de lo ocurrido. Aquello, era capaz de asustar a cualquiera. Sus explicaciones, parecían justificar algo. Comenzó a desvestirse, aun estando yo presente. Se quedó en combinación y echó por sus hombros, redondos y morenos, un quimono dragoneado. Su pitillo, mientras, iba desleyendo en el aire una espiral retorcida en su origen como un tirabuzón de humo, que luego, se hacía más sutil y alargado como un hilo azul hasta desvanecerse en unas nubecillas, casi imperceptibles.

Me levanté para marcharme, en vista de que iniciaba el desnudo y al quedar de espaldas a ella, púdicamente, mis ojos se posaron en su tocador, repleto de frascos, tarros de pomadas, pinzas, limas, y chucherías. Había una corbata de hombre, que no era de las mías. Era más chillona, muy viva de colorido —un grosella rabioso— y de buena calidad en la apariencia. La extrañeza me llevó a observarla. Tenía una etiqueta, que decía: «Moretti, Milano». Yo, infeliz de mí, nunca había tenido una corbata italiana. Tenían fama por su seda natural y de mucha duración. Ella, seguía hablando, pero mi atención no le prestaba caso ahora, ya que mi mente vagaba por otras devanaderas como buscando congruencia al dueño de aquella prenda en aquel lugar.

—Lo que pasa, es que más inoportuna no puede ser —siguió diciendo—. Darle ahora este soponcio. ¡A quién se le ocurre!

Y dirigiéndose a mí añadió:

—Pero tú estarás cansado. Anda, vete a acostarte.

El reloj de la mesita de Etelvina marcaba el ángulo recto de las tres. Y en mi mente bailaban todos los acontecimientos seguidos de las últimas impresiones. Un aire, denso, delirante de motivos raros, noté que flotaba en lo ocurrido durante aquel día, como ninguno de los vividos allí hasta entonces. Y todo pareció revelárseme al descubrimiento de que mi tiíta Sole y Etelvina, al igual que Adela, estaban iniciadas en el culto de la magia. Luego, aquella excitación de la pobre criada bajo un influjo enfermizo que, no obstante, sobrellevaban desde hace años y se lo ocultaban a la gente con una morbosa reserva. Lo normal en aquella casa, dejaba de parecerlo.

Me fuí vencido hacia el cuarto. Etelvina, aun dejó la puerta entreabierta para que su luz me guiase por la encrucijada. Al pasar por el cuarto de los escobones, noté que su vano dejaba un resquicio al oscuro, cosa extraña porque siempre cuidábamos todos de que apareciera bien cerrado. No quise apretarla, por no meterme en más aventuras sobrecogedoras. Al llegar a mi habitación me tumbé vestido sobre la cama. Una luna, como un puñal, se filtraba en rayo llegando hasta la pared. Cerré la contraventana. No quería saber nada de ella, puesto que todo era tan perturbador e inquietante. Buscando un sedativo para conciliar el sueño, volví a sentir nuevos pasos en el corredor. Sería Etelvina, que, también nerviosa —deduje— no puede dormir. Y desistí de ambular nuevamente hacia el comedor en busca de un poco de agua con que ingerirlo. La visión del montante, apagada la luz, se me agrandaba ahora, persiguiéndome como una pesadilla. Era la cara de la Luna, envejecida, cruel y horripilante como las convulsiones de la Balta.

Sin poder dormir, pasé auscultando la noche. Su pulso era lento y no llegaba nunca el amanecer. Concitaba al recuerdo la deducción de Humboldt, el geógrafo alemán, que en sus observaciones telescópicas sobre las manchas lunares decía que no eran sino la imagen refleja de nuestro planeta. Así, era aquel rostro de la Balta, denotando las miserias y aflicciones de quienes la rodeábamos. Pero, esto después de todo, no me parecía un motivo de desdoro para la Balta. A ella, como a la Luna, las imperfecciones que la aquejaban y entenebrecían su fealdad eran los propios defectos de los otros. El que fuera epiléptica, a nadie dañaba. Epilépticos fueron también César, Carlos V y Napoleón, y si bien han causado muchos daños con sus glorias militares, muchos más que sus víctimas les reverencian en los sucesores de los siglos y los siglos. El único que ha quedado como más funesto hasta ahora, es el irascible Adolfo «el bávaro», y sin embargo, mucha gente cuando le nombra siente aún un temor de su aparición, casi respetuoso. No les falta más que dar el taconazo, cuadrarse y decirle «Heilt».

La perniciosidad de la Balta, pues, no estaba en ella sino en el egoísmo de la tía Sole que la retenía por evitar el devenir agorero de las desgracias que con su falta acarrearía; en la perturbación de Etelvina, aprovechando su embotada mentalidad para mejor ocultación de sus fechorías. Luego, cuando una noche como ésta les daba un susto, era su acusación que se levantaba delatándolas por su falta de caridad.

Por fin, rompía ya la lividez del cielo, asomando un claror por entre las nubes. Amanecía. Al crepúsculo, entreví la representación iconográfica de la Luna, que era preciosamente bella. No era aquella tan ingenua de la Mitología que dice que va en un carro, tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro. No, aquí Diana se escondía por entre los montes de la obscuridad a la marcha de un carro tirado por unos bueyes lentos, a la vez que por el otro lado ascendía Phaetón en su cabalgata solar. La relación plástica de Miguel Ángel para su grupo estatuario de Lorenzo de Médicis, puso en la sacristía de San Lorenzo en Florencia a esta dulce joven, maciza como todas sus obras, entrevelada, con su frente presidida por una estrella y una copa con la que vierte frescas gotas de rocío.

Estaba, pues, despertando la ciudad. Sonó una sirena de una fábrica lejana. Mi imaginación paró de coherir, al refilón de la Aurora. Destrabadas las conexiones de las neuronas, soñaba ahora, y me veía perfectamente: estaba en Milán y entraba en una sastrería a comprarme una corbata. Las cosas absurdas de los sueños, puesto que yo no había visto del Duomo, más que fototipias mal reproducidas. Pero el sueño con toda su baraúnda de imágenes unas percibidas, otras creadas, era así. Asociaciones, voliciones y no digo que «libidos» como Freud, pero sí algunas extrañas sugerencias.

Mi hermana era la dependienta y, muy amable, me mostraba algunas. Yo las miraba todas, ilusionado de ser la primera vez que podía comprar un penacho de aquellos en seda natural. De pronto, a mi lado apareció Etel, que me dijo que la corbata era feísima, que no le gustaba y que cómo me había comprado aquel adefesio. Mi hermana, había corrido a guardar las restantes, en vista de la irascibilidad de la visitante, que quería arrebatármela… Pero, en esto, me desperté a las voces de la Balta que golpeaba desde la puerta llamándome:

—¡Señorito! El desayuno está preparado. ¡Son las nueve! ¡Que se le va a hacer tarde para ir a clase!

—Toda la noche he debido estar soñando —me dije—. ¡Uf, qué pesadez de cabeza! Nada de lo que recordaba, me parecía haber ocurrido más que en la misma nebulosidad con que terminaba de pasar la escena inverosímil de la sastrería milanesa. Pero, mientras me ablucionaba en la palangana, dos ideas súbitas se me anexionaban estrechamente claras, rotundas, como un vínculo directo; Raúl y la sastrería. Era, lo que faltaba allí. El símbolo del sueño. La corbata, su representación en un objeto. Las dos mujeres tenían un interés por él. Mientras una lo repudiaba, visto en otra persona, la dependiente se apresuraba a guardar consigo toda otra analogía. Sí, estaba claro. ¿Por qué estaba yo en Milán? Pero, todos los que interpretan sueños, convienen en que el lugar, el escenario muchas veces no es primordial. Sobreviene de otro recuerdo que queremos vincular a una cosa, pero que muchas veces no es más que nominal. Aquí, significaba un dato valioso en un proceso de deducción. Y estaba, en verdad, muy relacionado con algo del sueño mismo. ¿Dónde había visto yo Milán, por última vez, que me llamara tanto la atención? Algún anuncio. No, claro; en la corbata de anoche. En efecto. ¡Ah, sí, pues ya estaba todo! Tendría que volver a fijarme en la etiqueta aquella del trapo. Casi, sin pensar más me planto en el cuarto de Etelvina. Ella, dormida, no me notó la presencia. Palpando a tientas por el tocador, tiré uno de sus pomos o frasquitos de los afeites, que me delató. Un gañido de «Chuchi», desde debajo de la cama, pegó el alerta a su dueña. Se hizo la luz. Salió Etelvina, con la cabeza como un pólipo de mar, toda hecha un arabesco de rizos.

—¿Qué buscas? —musitó desde la lejanía de su sueño interrumpido. Y me contuvo con sus ojos, todavía con telarañas de reposo.

—Es que no sé si me dejé ayer una corbata —repliqué, saliéndome el nombre del objeto por la fijeza con que iba a buscarlo.

—¿Estás tonto, o qué? ¡Cómo te vas a dejar aquí tus corbatas! Habrás soñado —dijo sin caer en la cuenta de mis intenciones, y acertando con el tino de un disparo en la diana. Ella, ahora, ni se acordaba de tal contingencia. Es más, probablemente, no se había percatado de que anoche la miraba yo con tanto interés. Acaso, hasta desconocía que aquella prenda estaba allí. Pero, yo observaba que la cinta había desaparecido. Al menos, ya no estaba sobre el tocador donde yo la encontrara.

—Mira, déjame dormir si quieres —volvió a gruñir—. Y lo que no vas a hacer, es entrar en mi habitación como si fuera un vestuario común. Sobre todo, mientras no esté yo o sin avisar antes, cuando esté. ¡Vamos! Ya lo sabes. Ayer viniste por los cigarrillos; ahora me despiertas. Pues no le dejan a una ni vivir. ¡Estamos buenos con el niño!

Y envolviendo sus brazos desnudos en el embozo de la ropa, aquellos mismos brazos redondos y morenos que hacía unas horas no vacilara en enseñarme, se volvió de cara contra la pared dejándome de nuevo a oscuras y confuso por el atrevimiento reprendido, a la par que sin lograr el objeto de mis averiguaciones. En verdad, tenía razón. Nunca había entrado en su cuarto de esta manera, ciertamente. Pero hoy, el poder de mis deducciones había sido más fuerte. Me encontraba en el confín de la duda o en el vestíbulo de una terrible averiguación. Sorbiendo atragantadamente mi desayuno salí para la Universidad, mientras la Balta saludaba a la mañana sacudiendo una alfombra con la misma gracilidad que si despidiera al tranvía en que pasé, con un pañuelo gigantesco. Yo me iba siguiendo las cavilaciones.

Pero la ciudad, con sus movimientos y su agitación tiene la propiedad de diluir todas nuestras preocupaciones y pesares. Nada sobrevive en ella; se consume, hierve todo, bullendo como en una marmita. El dolor de unos, al roce, frotándose con la alegría de los otros se confunde, se pulveriza. Y la amalgama, flotando en el aire, es la bruma, esa cortina atomizada que humea bajo los luminosos de los anuncios y por encima de las marquesinas de los cines y de los cafés. La infraatmósfera. De día no la percibimos, pero al anochecer se adensa y allá están pululando en polvillo las ansias de todos; las del pensar y las del padecer, goces e ilusiones, alegrías y desengaños. El drama individual, la comedia personal no cuentan, no son siquiera el número, sino el ligero polvo del derribo en el edificio demolido que la Humanidad desgasta y erige cada día, cada momento.

Antes de entrar en «Romano», un compañero me vino dispuesto a tomar el pelo. Manipulaba con el emblema de la última postulación. Sabía que los coleccionaba todos, porque era muy aficionado a cosas de Heráldica y entendía bastante de ello. Era su preocupación primordial, como la mía la de los temas lunares. La que ahora mostraba era un escudito de metal, como la insignia de un club deportivo; una chapita en la que un besante tornado campeaba a todo cuartel. Estaba la luneta, terciada sobre los oros de la hojalata. Queriendo poner en evidencia mis conocimientos me dijo:

—A ver, qué me dices de esto. ¿Por qué la media Luna es la divisa del Islam?

Un aprieto muy grave de ignorancias iba a hacer tambalear los cimientos de mi cultura general.

—Hombre, así de repente. Seguro que tiene su origen en alguna leyenda. Pero, verás… —y me dispuse a salir del atolladero, aunque fuese a fuerza de imaginativa, como en los exámenes, con una invención que lo dejara atonizado.

—La media Luna —le dije— se adoptó por causa de Mahoma. Cuando éste inició su peregrinación a la Meca, se guiaba en jornadas de camino contadas por el número de veces que vió mutar al astro. Yo he visto una reproducción así en una de las miniaturas de las Cántigas alfonsíes en la Biblioteca del Escorial. Al sobrevenir la invasión, los sarracenos la pusieron en sus estandartes, lo mismo que hoy los comunistas. Todos los pueblos invasores hacen lo mismo, y si no pregúntaselo a Giménez Caballero. ¿No ves, cómo tiene la hoz también esa forma? Es la misma media Luna, con la sola diferencia de que le han puesto un mango. Y de que lo han cogido los dirigentes…

Sorprendido yo mismo de la improvisación, le vi vacilar a mi interrogador. Los otros presentes, disiparon una sonrisa de escepticismo, pero la cita del Códice les contuvo un tanto. Mi audacia había triunfado. Aquella mañana estaba tan despierto, después de tantas cosas como me habían pasado, que lo mismo era capaz de descifrar un sueño que de interpretar hermenéuticamente el Libro del Levítico. No esperaba, después, que como en represalia se me evidenciara al día siguiente con una recensión pedantesca del Espasa, que era desde luego mucho menos fantástica y creativa que la que yo diera.

—La Luna —me soltó a los pocos días el averiguador— es un símbolo de Victoria, debido a Filipo de Macedonia. Hallándose en el sitio de Bizancio, cuando iba a tomar la ciudad, brilló de repente e hizo que los defensores pudieran rechazarlo. A partir de entonces, es cuando todos los pueblos orientales y el Imperio turco, hasta el Egipto moderno la han adoptado. Otra vez, te documentas mejor.

Mi orgullo intelectual mal herido me llevó a buscar todas las investigaciones de los arabistas más reputados como Asín Palacios. No quería que aquel ratón de biblioteca de mi compañero, me difamara de impostor como al Profeta velado de Korasán, uno de los más originales falsarios descubiertos por Mark Twain: acaparaba la luz de la Luna, la guardaba en un pozo y luego la proyectaba a grandes distancias. Una cosa así, como un precursor del «Neonray».

Aquel impostor, después de Gaumata —el que se hizo pasar por hijo de Ciro en Persia— creo que es el mejor que he conocido, a pesar de que luego fuese vencido por Darío.

—Este hombre —me vine a decir por aquél— debe tener la culpa de que la Luna ofrezca esas manchas, naturalmente, con los robos de luz que le hacía, lo mismo que hoy las mujeres a los contadores del flúido. La miraba y la dejaba con un hoyo. Así, cada pedazo de rostro que le despojase eran las viruelas electrónicas que hoy tenía.

Decididamente pensé preparar mi Doctorado, cuando llegase a él, con la tesis de «Repercusiones de los electrones lunares en los principios filosóficos de la teoría contractual». La originalidad de este tema, seguro que me había de valer el premio extraordinario. Porque no conocía otra persona tan versada en estas cuestiones y que pudiese competir conmigo, excepto el hijo del boticario cuya autoridad respetaba. Aquél, no sólo en el pueblo, sino en cualquier otro lugar podía tolerársele. Los otros, eran aprendices de guardarropía universitario. Refieren, siempre, cada día lo último que acaban de leer y empapanatan a los oyentes de los Ateneos que van desprevenidos. Con cuatro números de la «Revista de Occidente», le sueltan a uno una conferencia hasta los camareros del billar.

Al cabo, en estas discusiones, la peor era nuestra condiscípula Soriano. Sabía de todo y nos daba verdaderas tabarras con unos libracos que se había aprendido sobre las opiniones de Spranger. Pero la Universidad era así tomándola en serio. Sin esos torneos de suficiencia, se reduciría al acompañamiento permanente de alguno con las compañeras, como Villoslada y Mendoza que desde el primer año que empezaron a estudiar iban siempre juntos a todas partes. Les llamábamos, por la inusitada coincidencia de sus patronímicos, «Pablo y Virginia». Eran dos tórtolos. Se amartelaban hasta en el aula de «Civil». Si le preguntaban a uno, el otro quería piar como una pareja de canarios. Un día don Vicente, les tuvo que llamar la atención. Le preguntó a ella, primero, y como no sabía contestar, en vista del sonrojo que él estaba padeciendo, le llamó también más tarde. Tampoco obtuvo mejor resultado y en vista de ello, les dió un ejemplar de la obra de Saint-Pierre, y una reproducción, que llevaba de ex profeso, del cuadro de Ary Schefer, en el Louvre. La estampa presenta a los dos amantes de Rímini, semidesnudos, retorciéndose por su amor proscrito, en el Infierno, ante los ojos de Dante y Beatriz.

Era una broma demasiada fuerte, porque además allí no concurría adulterio como no fuese al rígido y antipático Justiniano. La muchacha, lloró avergonzada en público, ante el jolgorio del aula. El chico, juraba que iba a tirarle un día una piedra a la salida de clase. Pero el catedrático, se refociló todavía, machacó e impiadoso:

—Ahora, pueden ustedes irse al cine, y allí muy juntitos cuando les vean, seguro que les contratarán por el idilio. En ese caso, les aconsejo que siendo así, se vayan a rodar su pasión a la Martinica.

Después de una mala nota, estas tomaduras groseras casi, resultan peor todavía. Los pobres alumnos trasladaron su matrícula, pero siguieron siendo fieles a su correspondencia. Unos chungones de los compañeros repitieron la enojosa rechifla con una nueva edición, en otra ocasión en que les encontraron arrullándose en el parque al anochecer de una jornada lunar.

No era su Luna, por lo que se supo, como la de los pazos galaicos de Valle Inclán en su «Sonata de Otoño», aunque ellos, al igual que Concha y Florisel estaban enlazados y silentes. Luna grande era la suya, sin miedo ni brujas; no la Luna de Fausto en Farsalia, ni tampoco presagiadora. Luna de amor, que es la arrobadora, la bendicente y apetecida por todos.

Sorprendiéndoles por detrás, se pusieron a recitarles las baladas de François Villón:

Mais où sont les neiges d’antan?…

Por último, se dieron a conocer. Y los chicos, tan perseguidos siempre que querían repetirse las mismas ternezas, ya sabidas —supongo— tras tanto tiempo de carrera juntos, tuvieron que casarse. Pablo Villoslada y Virginia Mendoza, aunque perdieron la carrera, son, hoy todavía, un matrimonio perfecto como no lo lograrán quizá muchos de los que se burlaban de su amor. Siguen siendo tan entusiastas como en las primeras páginas de su versión moderna del homónimo diecinoveno.

Pero, ello, nos aleccionaba a que comprendiéramos que por todas partes estábamos rodeados de amor, invadidos de su asfixia, a pesar de la amarga ironía sobre él. Aunque a mí me parecía demasiado serio para que se le tomara así, sobre todo en cuanto no era uno el protagonista. El Amor y la Luna, eran —por lo que ya me iba percatando— una conjunción de valores que hacía a las personas y los seres como entes intoxicados de su poderosa confluencia. Ni la sabiduría, ni el dinero, valían nada al lado de ellos. Por separado, originaban chifladuras o transtornos, como el de mi hermana, la inercia de la tía Sole o la epilepsia de la Balta. Mas cuando se conjuntaban como en el caso de los dos compañeros o en las incongruentes actitudes de mi prima Etel, el plenilunio de amor era algo que desarrollaba una fuerza inmanente y la desplegaba en todos los mortales hasta hacerles inefables y supraterrenos —ángeles o demonios— contaminados por su locura santa.

Amor y Luna, comprendía ahora por qué justificaban la frase que en los desposorios se atribuye a los que lo disfrutan, para decir que están viviendo su «Luna de Miel».