AL FIN SUCEDIÓ como estaba anunciado. El día 28 de marzo, a las nueve horas, nueve minutos y treinta segundos la luz natural se veló en tinieblas.
Para mayor tenebrosidad coincidió con la fecha de Viernes Santo. Todos temían que el Velo del Templo se rasgase, pero tan sólo los más beatorros y tímidos acudieron a los Oficios. Pensarían, sin duda: «Si pasa algo, desde aquí lo sabremos».
El resto del vecindario se echó a la calle en alarma. Desde poco después de amanecer las azoteas estaban pobladas de curiosos, con el agüero en los labios.
—Va a ocurrir… Va a acontecer —decían.
Unos pensaban que se producirían catástrofes horrendas. Otros, que el Führer intentaría suicidarse. La guerra, que aun duraba en sus postrimerías, estaba siendo —a su parecer— prólogo del Apocalipsis que se sucedería inmediato con este apagón, bajo el estruendo de toda la trompetería angélica. Creían oír ya, muchos, los heraldos:
… los frenos que tascan los fuertes caballos de guerra, los cascos que hieren la tierra…
Y todos se apiñaban para mirar al Cielo, provistos de vidrios ahumados, trozos de botella verde y placas fotográficas ultrasensibles. Los gallos, que momentos antes terminaran sus cantatas, empezaron a recogerse de súbito.
Minutos antes de las nueve, el pueblo hervía. Congoja y estupefacción. Los más impacientes se anticiparon al fenómeno exclamando:
—Ha empezado. ¡Le falta un pedacito al Sol!
Y en efecto, a poco, un cortinaje redondo, negro, se le interpuso como una gafa ahumada al disco de fuego. Era la Luna, que se atrevió a enfrentársele, cara a cara, con su plata muerta. Fué como si taparan el objetivo de una cámara cuando el fotógrafo capta la sonrisa invocando los pajaritos imaginarios.
Del disco oscuro salía una melenuda fogata, luminosa en halo y visible para todos. En una bóveda sin celajes ni nubes, se percibía claramente el espectáculo austral de este acontecimiento.
Experimentábase la sensación de hallarse a la caída de la tarde y hasta la temperatura descendió algún tanto mientras soplaba un ligero viento frío que hizo estornudar a los abuelos con molestias de cierzo.
La osadía del círculo pequeño parecía hacer bramar al más poderoso, del que irradiaba un aro encendido. Desde las 8’43 hasta las 11’28 se auscultaba la ansiedad. Los corazones latían como despertadores. Todos habían interrumpido sus faenas.
También en el Cielo parece que hubo expectación, porque según dijeron algunos astrónomos más tarde, Venus y otras varias estrellas se asomaron a presenciar el atrevimiento lunar. Aquélla, sobre todo, brilló con bastante intensidad en el obscurecimiento sorprendente que se produjo cuando la Luna aparentaba besar al Sol como una damisela de película.
La reunión del público que había acudido con visillos de angustia a esta corrida de sombra, se calmaba al ver que no resonaban los esperados estampidos del cataclismo. Los más ingenuos creían asistir de verdad a un festival planetario de tipo taurino.
—Menos mal —decían— que ahora está sin cuernos. Si no, le hubiera enganchado.
La ocurrencia se la atribuyeron a «el Dedos», viejo legionario que aun no había podido olvidar sus antiguos menesteres de «monosabio». Y es que el pueblo entero había estado en consternación hasta que se verificó el suceso. Cuando la interferencia iba apareciendo, la respiración se hizo tan densa que podía cortarse con el cuchillo de un grito. Una embarazada se desmayó y alguien predijo que el engendro sería sietemesino. Por lo demás recuerdo las fases de la aparición hasta la normalidad, con precisión de detalles. Luego las exhibieron en los noticiarios, pero no tenían el mismo interés. Nada tan emocionante como aquella irrupción sigilosa de un segmento que iba comiéndole luz paulatinamente al gran redondel solar.
Un buen fotógrafo que había venido de fuera, desviado acaso de alguna comisión científica, tomó una vista del instante preciso en que, por treinta segundos la Luna se le plantó al Sol como un torero que remata su faena cuadrándose ante las astas. La vista, creo que se la premiaron en un Instituto Geográfico y al día siguiente apareció a todo el tamaño de la primera plana en algunos periódicos. Un avisado comerciante aprovechó la oportunidad para poner debajo un anuncio de su marca de betún, asegurando que la brillantez de su producto nunca se oscurecía. El éxito fué incomparable.
Pasado ese instante, el borrón lunar se fué retirando, dejándole media cara, dos tercios, una forma de queso empezado, brillante, y por último desapareció haciendo que los gallos volviesen a cantar por tercera vez. Al final hubo aplausos de admiración. Todo había pasado.
Cerré los ojos para no olvidar la visión, que en mi mente era más bonita. Pasaba como cuando se mira fijamente a una bombilla y luego se aprietan los párpados. El Sol, tenía una aureola de fulgor rosado y su segmento no interferido giraba como las imágenes de un caleidoscopio.
De acuerdo con los datos científicos, el eclipse había durado en la totalidad de sus fases, dos horas y cuarenta y cinco minutos. La vida ya no volvería a tener más aliciente. Al hacerse de nuevo ostensible la aparición del astro grande, la tranquilidad renació. El alarde de la Luna aunque se repitiese, no tendría ocasión de ser presenciado por nuestra generación, según determinaban las predicciones de almanaques y calendarios.
Poco a poco, la gente iba retornando a sus hogares con el ansia calmada. Se abrió la taberna y las mujeres fueron a sus cocinas a encender la lumbre. Los comentarios eran de toda índole. Estas cosas, que en general no son muy del gusto de la gente sencilla, les impresionan notablemente. Iban a tener motivo de conversaciones y conjeturas para mucho tiempo. Las cosechas, las eras —según ellos— sentirían repercusiones. La vaca del tío Gabriel, que desde entonces se volvió flácida de ubres, lo achacaron al fenómeno, sin importarles que el veterinario les dijera formalmente que estaba tuberculosa.
—Sí, sí —comentaban—. Dende que hubo noche, se le cortó la leche al animalito.
—Y tampoco se casó la hija del tío Juan, que ya le habían echao las amonestaciones y todo —subrayó algún otro, relacionando desgracias con la Astrología.
Verdaderamente en los pueblos un acontecimiento de este género perturba mentes y creencias. En el Prado de las Calaveras —más allá de la dehesa de los Cuéndez— donde acampaba una tribu de gitanos, se armó un estrépito horrísono al acontecer el fenómeno. Aquellos hombres de tez olivada, con las mujeres de pelo aceitoso, que venían permaneciendo allí pacíficamente desde hacía un mes, pasaron la noche entera en hechizo, bailando y recitando unos extraños conjuros. Durante el eclipse, los carros, el oso y los monitos los recubrieron con tupidos ramajes. Ellos, cuando vieron que la Luna se entrometía en la moneda grande del Sol, se juntaron todos vociferando, aullando, redoblando perolas, herradas y todo el cobre abollado de los utensilios de cocina. Con tan infernal repiqueteo exteriorizaban el estruendo de su júbilo porque la Luna podía parangonarse al poderoso Sol, Señor del Firmamento. Por la noche, vinieron los exorcismos. Eran más callados, pero tenían una monotonía como la de una retahíla de oraciones susurradas. Uno de nuestros mozos, dijo que había ido a observarlo sin que se apercibiesen y que les vió dando vueltas en derredor de una fogata.
También los judíos en la primera semana del mes Ab, se reúnen después de la oración de la tarde para dar su salutación a la Luna nueva. Es para ellos un mandamiento mosaico, celebrar este renacimiento de la Luna al aire libre, y por eso se van en los poblados al campo, donde el Cielo se extiende más que en las estrechas callejas de las ciudades y los ghetos. Allí, formando grupos negros como de abejorros, les sorprende la noche tras de sus casas. Se recortan en sombra chinesca y sus barbas parecen más puntiagudas y levíticas que nunca. Creen que es el mismo disco de plata del día jubilar y redondo de la Creación. Entonces, abren sus libros de oraciones —la Salmodia— y en grupo compacto, bajo la luz fulgente que charola sus levitas, a la claridad lechosa de las páginas, corren la vista por los guarismos de su angulosa escritura. Comienzan con un murmullo de saludo y después, se inicia un movimiento de vaivén en sus cuerpos al ritmo de «Aleluya», cual si el viento los agitase. A medida que el frenesí del cántico sube, el pendolear de los cuerpos se acelera y al fin lanzan al cielo «con valor de guerreros» —como dice Ruth— aquellas palabras antiguas: «La Tierra nos fué extraña, hostil el bosque y odioso el ladrido de los perros». Sólo les era familiar y acogedora la Luna que nacía en aquel país como en la tierra de sus antepasados y patriarcas.
Pero tradiciones supersticiosas como éstas, existen de muy antiguo en el mundo. Los escandinavos tenían considerada la esfera celeste como una jauría de animales hambrientos. Me resistí a creerlo hasta que he visto más tarde todas las constelaciones denominadas y simbolizadas con la nomenclatura de la fauna terrestre. Los «totem», en el Cielo, es creencia de las más remotas civilizaciones: las regiones boreales representan en el espíritu nórdico heladas estepas. En ellas, el firmamento viene a ser una selva, donde, erráticos, dos lobos enormes —Moongarm y Ferris— se devoran tranquilamente cualquier estrella. Con los astros principales no se atreven, según parece, pero si se descuidan les quitan una rebanada del primer mordisco.
Por eso, una desaparición de la Luna, aun siendo momentánea, les hubiese parecido todavía mucho más fatídico. Habrían creído que iría a lloverles toda clase de infortunios. En ese caso, los gitanos hubiesen lloriqueado lo mismo o más, porque es preciso, con arreglo a su creencia, ahuyentar a los espíritus malos que persiguen a la Luna. Para eso aúllan y resuenan.
Estos ritos tienen en ellos valor de dogma. De ahí que estos encogimientos acobardados del pueblo por los eclipses, sean generales. En mil novecientos tantos, que se había producido el fenómeno inverso, la temerosidad fué mucho mayor. La prensa estuvo por espacio de varios meses hablando vaticinios con el anuncio de la novedad. Periodistas profetizos, acostumbrados a ser arúspices de guerra y de estrategia política, igual que comadres presagiaban el acaecimiento de una hecatombe cósmica con grandes variaciones en el clima, caída de aerolitos, etc. Nada pasó, no obstante.
Pero es que en las pequeñas localidades está justificada tal expectación, porque un eclipse visible no lo conocen regularmente más que por oídas desde dos o tres generaciones anteriores. En los pueblos, es donde más se echa de menos a la Luna —acaso por la falta de luz eléctrica—. Únicamente les es perjudicial en las guerras, cuando con su insolente persistencia los delata ante la aviación mostrando sus objetivos como el campanario, la casa Consistorial, el campo de futbol. Si no fuera por este inconveniente, se hallan familiarizados con ella tanto los hombres como los animales, ya que les platea los sembrados, abrillanta las albercas y el agua de los pozos. Un día que falte o una noche que no luzca, les parece como un túnel en la marcha de la vida.
Si está muy esplendorosa les lame la carretera y se la deja lavada de blanco para que tenga por la mañana más harina de polvo al paso de los automóviles. En el cementerio se columpia entre cipreses, y los mausoleos así parecen de mejor mármol. A los pueblos, indudablemente, les gusta la Luna. Pero aquel día no hubo caso para temer por ella; no le iba a pasar nada como no fuese el riesgo de quemarse con su osadía de mirarle al Sol tan de cerca. Puedo asegurar que si tal cosa hubiera sucedido, nuestro pueblo no habría podido sobrevivir a la catástrofe. El río se hubiese apagado; la plaza dejaría el cangilón de la fuente sin su bonito chorro colgando en hilo metálico y hasta los rebaños se habrían asustado.
Yo, que nunca he sido muy curioso —debo confesarlo— ante lo inaudito me contagié del estado de inquietud general. Me hallaba anhelante del suceso y lo vi desde la corraliza de un cercado. Tenía verdadera inquietud por contemplarlo y salí de casa muy temprano, como el resto del vecindario.
Al manifestarse los primeros síntomas de la ocultación dos perros aullaron. Era un ú ú ú ú, lúgubre, como el azote de los huracanes; peor que el de los lobos y lo mismo que cuando murió el cerrajero al que «Petronio» se pasó toda la noche ladrándole la agonía. Esta vez, lo hacían más quedo, a sotto-voce, como los tenores cuando gorjean un do en fermata. Pronto el otro, replicó ampliando el motivo. El diálogo sobrecogía. Aunque lo había escuchado otras veces, precisamente en vigilias de plenilunio, ahora me pareció más fuerte y expresivo en el concierto del dúo canino. Decididamente, los perros deben de hablar en estas ocasiones. Después, diversos autores me han confirmado que para estos casos tienen un lenguaje propio. Si los perros le ladran a la Luna, no es por temor tanto como por una afinidad disociante.
—Se va; mírala —le decía el uno al otro—. Es un espectro. Me ha asustado. ¿No notas cómo se te estremece el pelo?
—No te fíes. Ha de volver —repuso el segundo—. Siempre le gusta atemorizarnos. Es cruel con los lobos y con los conejos. Les deja como hipnotizados, encendiendo su brillo en los ojos, y así los hombres pueden atacarlos. A nosotros no nos hace nada. Eso sí, le gusta sobresaltarnos. Pero para nuestros primos, los mastines, es una gran ayuda porque les enfoca los matojos y los matorrales donde se ocultan los ladrones cuando quieren robar el ganado.
—No sé, no sé. A mí nunca me gusta que desaparezca. La Luna es una señora tan pálida como la Condesa que suele venir a visitar la yeguada. Hace como ella; abreva allí en el río, pasado el puente, y se mira en el azogue del agua. Me da cierto miedo y una especie de respeto, pero no quiero que se marche. Por eso la sigo cuando se va haciendo pequeñita en su caballo alto de la noche. Aullémosla, aullémosla para que se quede.
—Bueno, pero no te asustes. La Luna sólo amedrenta a los lagartos y a los perros tontos como tú. Cuando te mueras irás a formar parte de su cortejo. ¿No le ves a Sirio, que es nuestra madre? Más arriba está Proción, que es el Can Menor. Todos los perros que no hemos sido rabiosos, cuando morimos nos convertimos en estrellas, como sabes. Hay muchas, tantas, que de algunas como las de la Vía Láctea, los hombres dicen que son la caspa de la noche. Es el destino de fidelidad que tenemos: seguir custodiando. Muchos de nosotros, están tirando del Carro de la Osa. Otros, perdidos; algunos en grupos como los Lebreles, siguiendo la Cabellera de Berenice. Las constelaciones son como trineos —prosiguió—. Y la Señora Luna, entonces, nos mira a todos como hijos. Brillamos igual que ella. Sólo, que somos algo más pequeños. No hay que tenerle envidia.
Interpretar este lenguaje, mientras la Luna como un punto negro desaparecía por fin hasta salirse de la esfera solar para que ésta proyectase su mejor caricia caliente, determinaba un asombro inferior al de las circunstancias. Parecía hasta natural que los perros comentasen. Ellos, sin embargo, al volver el Sol, le acogieron gozosos agitando el péndulo alegre de sus rabos, pues no en balde el presidente del sistema sigue teniendo la veneración de todos los que de él dependen. Por lo demás, los perros, como ellos mismos decían, hasta después de muertos no tienen adscripción ni lugar en el centén de refulgencias nocturnas que ella encabeza.
Además, en aquel momento nadie parábamos a considerar sobre la anormalidad de lo que veíamos y presenciábamos. Vuelta la luz, regresé entristecido por la corta duración del espectáculo. En la escuela, poco más tarde, todo era volverle loco a preguntas al maestro:
—Oiga, don Justo. ¿Por qué se pone la Luna delante del Sol? ¿No llegan nunca a tropezarse? ¿Verdad que él es más fuerte?…
Don Justo estaba abrumado. Al principio, complaciente, daba ligeras explicaciones al agobiador turno de nuestras interrogantes. Después, agotado quizá en su ciencia, nos dijo amablemente:
—Bien, niños míos. Ahora, son las doce: váyanse a sus casas. Mañana traeremos de lección la Luna y ya se explicarán todas estas cosas.
En verdadero murmullo de suposiciones salimos como un torrente de infancia. Para todos parecía que en adelante iba a existir buen motivo de amenidad en las clases. Si era verdad que los astros se pegaban, como nosotros en la chopera de la estación, el cielo tenía que ser un palenque de astros, planetas, satélites y estrellas. Quienes venciesen les sería permitido seguir brillando. Los otros, como los bólidos, caían vencidos. Un cometa, era nada más que un contendiente enfurecido por el linchamiento como una mujer con el pelo suelto. Y si se le veía surcar el espacio, que se escapaba atemorizado de la agresión.
Apenas dormí pensando en tales visiones de batalla en el espacio. Se me representaba la Luna grande, negra, del miedo, abrazando apretadamente al Sol, como si lo quisiera asfixiar cubriéndolo. Se hacía muy oscuro todo y apenas quedaba una luz de color de acero, con la que las personas teníamos las caras tan verdes como las de los gitanos. Por eso ellos querían que brillase. Y a sus muertos los dejaban sin enterrar hasta que se bañasen totalmente de esta luz. Por repetidas veces me sobresalté en el sueño y despertaba como cayendo en el vacío con el vértigo de un aerolito, unas; otras, viendo agrandados los vestidos de lunares estampados sobre fondo negro, que parecían multiplicar infinidad de lunas en una obsesión de pesadilla. Encendía la palmatoria y veía rebrillar los caracolitos de una caja, «Recuerdo de Alicante», sospechando si serían pedacitos de Luna, fosforescentes en sus iris.
Al día siguiente, era el primero en aguardar a la puerta de la clase. Al llegar don Justo, me felicitó por la exquisita puntualidad. Por la mañana hubo Aritmética y no se habló para nada de la Luna. Mas, la clase nos iba a revelar muy poco a nuestra ansia de averiguaciones. Francamente, me defraudó: todo eran órbitas, eclipses…
En conclusión saqué que la Luna estaba más yerta que una torta cocida. Dijo el profesor que si tuviera ciudades como París y Barcelona, serían perfectamente visibles por la noche —caso que no tuviesen restricciones de encendido— con los anteojos de un telescopio. Nosotros, mirábamos fijamente y nos parecía que tenía sonrisa; eran los ríos —según decía el texto—. La cara era como la de una moza rolliza. Pero, sin embargo, estaba llena de viruelas como la Jacinta, con hoyos en los carrillos; esos eran los cráteres —restos cual los de un antiguo bombardeo como el que mirase la Luna después de una guerra antediluviana.
Más pequeña que nosotros, se interponía en nuestro camino ante el Sol. Así, nos hacía aparentar como que desaparecía, pero esto era por envidia que tenía de que él también nos diera luz. No obstante, todo esto era poco interesante porque, en realidad, acabábamos de presenciarlo. Las otras explicaciones fueron de kilómetros, diámetros, ejes, distancias. Resultaba en claro, que se podía llegar hasta ella ya que no estaba más lejos de, no me acuerdo cuantos centenares de kilómetros; una cosa parecida a como si toda la vida estuviésemos yendo y viniendo de la ciudad por el trayecto de la carretera. Y luego, la distancia se contaba en millones de años de luz. En fin, un verdadero lío. Después, siguieron las fases, las mareas. Don Justo dijo que no nos podía llevar al Observatorio que estaba en la ciudad, pero nos enseñó unas láminas preciosas. Y la Luna, en ellas, tenía el aspecto de la corteza de una naranja.
Hasta allí poco habíamos sacado en limpio. Mi atención, más tensa que nunca, se empapó aquel día de generalidades de ciencia lunar. Repetí a mi modo, una por una, todas las incomprensibles absurdideces de don Justo y en casa se quedaron muy contentos porque le dijo a mi padre que me había puesto una buena nota, aunque yo seguía sin saber nada de la Luna. Era nueva, era llena a veces. Pero como eso ya lo tenía muy observado desde la huerta, creo que lo sabían lo mismo que yo hasta los tejados de mi corral.
Cuando hizo la demostración del experimento de la naranja y el quinqué, tuvimos un buen rato de jolgorio, porque el fruto, rodando, vino a caer sobre la mesa y derramó el tintero encima de los pantalones de Pedrín. Fué lo único divertido: una merienda astral.
Con una cosa, a pesar de todo, nos fuimos preocupados Tomasito y yo. Tomás era un chico listo, despierto; todos le tenían por muy inteligente. Después ha seguido conservando esa misma fama en la vida. El caso, es que a mí me dejaba siempre atrás. Algo agitador, algo revoltoso, le gustaba mandar, organizar y tenía una predisposición especial para ello. En seguida, en un grupo, se constituía en cabecilla. Entre nosotros, era el Jefe de la banda en las peleas. Y luego nos pedía dinero, diciendo que era para la Sociedad y para comprar los balones. Él lo administraba, y decían los demás que siempre estaba comiendo caramelos. Maliciosamente pensaban que era de nuestros fondos y dudaban de su estricta administración. Pero él siempre sabía presentar las cuentas. El caso es que de mayorcito nunca le faltaba tabaco. Después, he tenido entendido que ha llegado a Director de grandes empresas de negocios y he visto muchas veces publicada su fotografía elogiándole como financiero.
—En la Luna —conforme había dicho el Maestro— se alzan montañas. Las descubrió Galileo. ¿Te has fijado, Tomasito?
—Mira que si hubiese minas de plata en esos montes —me decía él, muy intrigado—. Sería cosa de intentar el ir. ¡Menuda riqueza!
Aun no conocíamos a Julio Verne. Aquel año, cuando terminó el curso, le dije a mi padre que me comprara las Obras completas. Y con «Veinte mil leguas de viaje submarino» y «De la Tierra a la Luna», me pasé todo el verano en las solanas de la siesta. Los números, ecuaciones y cálculos del escritor francés me aburrieron con tanta ingeniería; no los comprendí. En cambio, me pareció formidable el proyectil-cohete, surcando el espacio hasta caer en los parajes lunares, abruptos como icebergs de leche cuajada. Si las manchas eran los mares como mostraban los grabados, habría que buscar el resto de la vida que en ellos latió. Vegetación, seres, animales. Pero todo esto nos era inaccesible entonces. No comprendíamos la falta de atmósfera y otros graves inconvenientes. Lo más sorprendente era tener que estar bajo un cielo negro, el largo día de un mes, en las dos jornadas —luminosa y obscura— de una quincena cada.
Sobre todo, otra pregunta nos asaltaba inquietante. ¿Habría o no, en verdad, pobladores en la Luna? Aquella comezón nos duró bastante tiempo. Pero Tomasito, tampoco podía resolvérmela, porque no sabía más que yo. Él mismo me había confesado que aquellas cuestiones, en las explicaciones del libro, se le habían indigestado, y no eran su fuerte. Valiosa concesión, porque además su orgullo o amor propio eran de los que le impedían reconocer ignorancia o inferioridad en cualquier asunto. Entonces —consideraba yo— ¿por qué le daban en la clase el puesto anterior a mí? Siempre me aventajaba, y ello era causa de disgustos incesantes en casa. Se lo tendría que decir a don Justo:
—¡Mire usted! Tomasito es tan ignorante como yo. Sobre todo, en esto de la Luna. Lo que hace es que repite muy bien las cosas que usted nos dice.
Además, que lo que a él le importaba es que hubiese riquezas en la Luna. Lo otro, le tenía sin cuidado. En cambio, lo que a mí me acuciaba era conocer si el principio de la vida existía en su cara enharinada como la de un clown; es decir, si había seres semejantes a nosotros.
Un día no pude más y se lo pregunté al cura. Iba él, letaneando el breviario por la carretera y yo le detuve:
—Dígame, don Satur: ¿es verdad que en la Luna hay hombres como nosotros? Dicen en los cuentos que tienen un solo ojo en la frente.
Se me echó a reír.
—No, hijo, no. Esos son los cíclopes, personajes de religiones paganas. Lo otro no hagas caso; monsergas de Flammarión, que va a empecatar a la gente con sus teorías de los mundos habitados. Pero, ¿qué os traéis en vuestra casa con la Luna? La Luna es un planeta triste; está muerta. La ha puesto Dios allá en el Cielo, para que nos dé luz de la que recibe del Sol. De ella se hablará mucho, siempre, como de todos los misterios de la Naturaleza regidos por la sabiduría infinita del Todopoderoso…
Fuimos juntos hasta la heredad del tío Roque, que era la más lejana del pueblo, y durante todo el tiempo don Saturnino me iba hablando. Me abrumó con una serie de cosas que le escuché pacientemente, sin entender las más de ellas. Sólo pude asociar lo de los cuernos a los pies de la Virgen, y eso porque lo había visto en el altar de la Milagrosa. Él, le añadió unos latines:
—«Signun magnum apparuit in coelo…» Una mujer, como una señal prodigiosa apareció en el Cielo —me aclaró— vestida de Sol y con la Luna bajo sus pies. En la cabeza una hermosa aureola de doce estrellas la coronaba —siguió diciendo.
Era toda la aparición de la Beata Catalina Labouré, tal como él la citaba, según el Libro de San Juan.
Al volver del paseo estaba más aplanado que antes. Tendré que esperar a ser mayor —pensaba— si quiero saber algo de la Luna. Y ya, en casa, jugaba a ser astrónomo con un cucurucho de cartón pintado en purpurina, que mi hermana trajo de una fiesta de Carnaval. Era puntiagudo y tenía estrellitas doradas de muchas agujas, igual que había visto en las estampas de alquimistas y nigromantes. Sin perder la curiosidad insatisfecha, otro día le pregunté a un primo nuestro, capitán de barco, algo relacionado con estas cuestiones, ya que a él le hizo tanta gracia verme jugando a la astronomía, y me habló de que ellos se orientaban en el mar ayudados de las estrellas.
—Pero tienes que saber para eso —añadió— mucha Trigonometría esférica, Álgebra, Física, Matemáticas.
De la Luna, nada me dijo. No le debía conceder importancia. Calculé que no sería necesaria para la marcha de los barcos. Si acaso, a los pescadores cuando estaban con la vela plantada, para servir de modelo a las marinas de tarjeta-postal, como las que enviábamos en las felicitaciones. En un cuadro de la época, teníamos una, sobre todo, que era una pelota de tennis colgada de unas nubes lechosamente azuladas. En unas dunas, dormitaba una barca de pesca, de las usadas en Levante, con su vela latina arrollada. Todo ello era digno del mejor Sorolla, pero en aquel lienzo desafortunado, a pesar de su tamaño, estaba triste, pobremente compuesto y yertamente descolorido. Era la escuela pseudo-realista de principio de siglo, que aún no había tenido el valor de afrontar el impresionismo. El cuadro llenaba un lienzo de pared, suspendido encima de unas butacas tapizadas con flecos, a la entrada de la casa, con su típico marco de barrocos estofados en escayola. Era una amenaza para el visitante. Yo lo miraba fijamente, muchas veces, porque aquella Luna era más digna de un Pierrot marchito que del romántico falucho que quería iluminar.
Recordándolo, y con las explicaciones de mi primo, me quedé perplejo para siempre. Decididamente, este oficio de astrónomo —pensé— debe ser más difícil que ninguno. Y desilusionado, abandoné el cucurucho para mis juegos.
Se fué el verano. Pasé unas calenturas, di un estirón y vinieron los cortos días del otoño, con la escuela otra vez; los libros del nuevo grado y los mapas en colorines de la Geografía Política. Busqué inmediatamente entre sus estampas y tampoco venía en ellas nada de lo que me interesaba. Este tema se debía de haber pasado en la Enseñanza. O había que estudiar mucha ciencia o no se oían más que cuentos de fantasía.
Fué un pastor quien me dijo ciertas cosas mucho más veraces: que los toros, no dormían ni pastaban cuando ella estaba presente. Se quedaban extáticos, pero como avizorantes para arrancarse contra cualquier sombra que se les cruzase. Había que tener mucho cuidado con ellos en esas noches. Únicamente, tirándoles piedras conseguía mantenerlos en el redil. Pero fuera de eso, no me quedaban otros conocimientos que los recuerdos de las primeras emociones. Especialmente, el soniquete de la pulsera de un corro de niñas, cuya canción venía desde la alcoba a mi calentura. Entraba por la ventana, como un mensaje de juegos en plaza con rollo y cruz:
Quisiera ser tan alta como la Luna…
Eslabonadas las voces y las manos, las chiquillas dilataban el romance en la tarde. Su estribillo se escapaba como una barcarola tierna, arrullando mi fiebre de crecimiento:
… como la Lunáa.
Dilatada la á final, yo las escuchaba complacido. Luego —me decía— es una aspiración apetecible. ¡Qué lástima no poder unirme a ellas! Las niñas, cuando juegan, son más líricas que nosotros. Aquella sensación de poderío hasta alcanzar la Luna… Y miraba mis manos, que, si bien habían dejado rezagadas a las mangas de la camisa dándome la impresión superior de poder llegar ya hasta la lámpara colgante del techo, aun ¡ay! les faltaba mucho para poder tocar la Luna.
Por ese entonces cayó a mi alcance un libro de Poe. Simpatizamos en seguida. Su creación era menos científica que la de Verne. Un personaje suyo, me entusiasmó sobremanera. Fué el del aeronauta Hans Pfaal, que había subido en globo hasta las regiones lunares. Un envidiable viaje de diecinueve días de ascensión, le trasladó desde Rotterdam al mundo de la luz gris. Llevó, como los aviadores de hoy, un condensador para respirar. Pero el interés, estaba en su descubrimiento. Había visto habitantes. La Luna —según su testimonio— estaba poblada por los Selenitas, unos liliputienses como los que admirábamos en el circo, con la novedad de hallarse privados de orejas. Para mejor constancia dejó al burgomaestre de la ciudad Van Underdück, Presidente del Colegio de Gremios, un documento firmado por uno de ellos, con la fecha del hallazgo: 30 de febrero de 1830.
No le dije nada a Tomasito de esta lectura. Ni se me ocurrió que pudiera llegar el libro hasta su conocimiento. Convenía que por una vez supiera yo algo más que él. Así, cuando habláramos de este tema, podía darle una lección, puesto que mi erudición comenzaba. Ahora, era cosa de investigar por cuenta propia lecturas como ésta. Si eran invenciones, por lo menos no se podía negar que tenían originalidad.
Y ya iniciado, buscaba siempre en la librería de viejo que estaba en la Plaza Mayor. Apenqué con una Historia antigua sólo porque leí que Plutarco había escrito un Tratado que se llamaba «De Facie in Orbe Lunæ». El filósofo griego, como sus colegas Sócrates y Platón, era de parecer que en esta Proserpina hubo de hallarse instalado el Paraíso Terrenal. Yo no buscaba tanto. Pero con estas investigaciones, mi madre me reprendía el gasto de velón que hacía por las noches, ensimismado con la lectura. Había de valérmelas para esperar a que todos durmiesen si quería devorar el pasto de mis aficiones. Algunas veces me quedaba dormido, sin conseguirlo, abrazado al libro debajo de la almohada. Otras, ante la prolongada vigilia era difícil conseguir despabilarme para acudir puntual a la Escuela, y me reprendían con severidad por holgazán.
En las clases, cada vez más desatento, vine a caer en una especie de marasmo para toda otra materia que no fuesen las cuestiones lunares. De ello empezaron a surgirme reproches sobre mi distracción:
—Niño, estás en la Luna —me decía don Justo.
Entonces, surgía como de una hipnosis y Tomasito me adelantaba. Pero la Luna era, aparte de estas pérdidas de puesto, el que, por ejemplo, había olvidado la cuenta de cómo variaban sus desinencias los verbos irregulares. Todas estas ignorancias me ocasionaban unos conflictos tremendos. Cada vez que me divorciaba del orden de los participios o de las contigencias de los quebrados, indefectiblemente me situaban en los perdidos bosques de la selva lunar. ¡Vaya un concepto que tienen de la pobre Luna! —me decía yo—. Y se me representaba verme, atrapando estrellas desde allí con un cazamariposas, como lo hacíamos los jueves en las prácticas de Historia Natural; estrellas que, en la realidad, por los olvidos y distracciones, tenían que ser los enrevesados nombres de las fanerógamas, cogidos al vuelo, si quería que no se me retrasara el ingreso en el Instituto, puesto que al año siguiente tendría que pasar el Examen de admisión.
Estaba convirtiéndome, insensiblemente, en un niño nostálgico y si debo decir en verdad, la Luna no me simpatizaba muy del todo a pesar de las estancias que en sus parajes me atribuían, porque de ello no me provenían más que reprensiones y disgustos o el desdén de los compañeros. Yo, sin saberlo, estaba atravesando la época pasional por la Luna, aunque muy precozmente.
Era el mío un arrobo abstraído, porque algo, sin descubrir el qué, me atraía de su fulgor. Tal absorción era un poco prematura. Suelen dar estos embobamientos en otras edades más avanzadas. Pero yo no podía dejar de reconocer que su mirada y mi preocupación eran insistentes. Cuando estaba llena, me intimidaba con la arrogancia de su plenitud. Si la embozaba alguna nube, al salir semejaba llevar una bufanda tremolando al viento. Otras veces, en sus cuartos, era una rodaja de sandía, la sonrisa burlona de un negro de jazz-band en el esmalte glauco de la noche —dentadura en arco— o una fina hoja de guadaña en los crepúsculos. Atento en las lunaciones, a todos sus cambiantes, llegué a conocer las veintitantas fisonomías que presenta en sus metamorfosis mensuales. Las falces que presentaba, en ocasiones eran un tanto impresionantes.
Para mejor registrarlas todas, las asociaba con alguna imagen o determinados parecidos con objetos o cosas, como las medias-lunas de los carniceros, por ejemplo, o las desjarretaderas de los ganaderos. Así, se podían decir cosas tan raras como ésta: «La Luna cortó las pezuñas de aquella noche macabra». Familiarizado de esta guisa a encontrarle parecidos, entre ello y las lecturas, adquirí una riqueza de metáforas lunares copiosísima que hubiera podido ofrecer a los literatos más avanzados, que se quejaban de anticuados tropos y desgastadas metonimias.
Por tanto, fuíme adiestrando en un hábito de rápida asimilación mental y falsos lirismos de juego cerebral, que más tarde me privó del sabor de los calificativos que le asignaban los poetas. Cuando llegué a alguno de los más universalmente afamados, no me sorprendieron. Baudelaire fué uno de los pocos hallazgos con su elegía al astro «que es el mismísimo capricho», como su voluble dandysmo. Aunque celebré el «Claro Lunar», no me deslumbró. Quizá fuese por las circunstancias en que lo conocí. Lo recitó una señorita que decían que era poetisa y llevaba unas melenas muy largas y sueltas. Su voz era tan meliflua, que cuando terminó no comenzaron a aplaudirla, como se acostumbra, porque no se habían enterado. Los oyentes de primera fila estaban dormidos, y los demás no sabíamos, si con la melena que la embozaba estaba llorando o es que saludaba para recoger nuestra aprobación. Fué una velada épica.
De todas maneras Charles, no me convenció en extremo. Debía de ser un lunático, como más tarde me habría de descubrir a mí mismo. La había contemplado tanto que fué mi primer amor, como ya he dicho, y no podían extrañarme sus infidelidades anteriores. Cuando se es novato en estas lides, ante una gran cortesana, siempre admite uno que le han antecedido muchos. Es la mejor época para la tolerancia. O al menos, la más propicia. Las posteriores, suelen ser por convicción de la imposibilidad de evitarlo. O por hastío.
Pero, entonces, ignorante de su influjo, la atisbaba en los paréntesis del estudio, desde mi ventana, abierta como la de Carlos —no el precursor— sino el otro, Guerín, el simbolista:
Ma fenétre était large, ouverte…
Sin embargo, la Luna era triste. No tenía cabellos de plata, ni luz de hielo, ni bañaba de horchata los tejados. Todo esto me parecía alquitarado y de laboratorio. Como a las mujeres, le había encontrado el desencanto de sus cegadoras cualidades. La Luna, lo que hacía era recortar el perfil siniestro de los gatos en celo. Lo mismo que las otras. Baudelaire tampoco ama a la Luna —me dije—. Lo que pasaba era que le tenía miedo; miedo a su beso magnético que le hacía apetecer, como un veneno, los lotos monstruosos, las mujeres fatales y terminaba apretando siempre su garganta con un deseo enorme de llorar.
Comprendía muy bien esta clase de sentimientos, porque yo conocía perfectamente lo que era esperarla a que se acercase subrepticia al borde de mi cama. Ahuyentaba el sueño y resucitaba una especie de sed lunar. Aguardándola, con el marco de mi lucernario abierto, la presentía desde que se colgaba por los patios. Ella, venía avanzando lenta, felina, fatídicamente. Primero, hacía un cuadro blancuzco en la habitación; parecía como si la cal hubiera descendido hasta el suelo y hubiese en él cuajado. Luego, lamía las sábanas, antojadiza. Descendía por su escalera de nubes y las hacía más de lino a las colchas, suaves como una flor de almendro a las puntillas y a los bordados. Al llegar hasta mi cuerpo lo reverdecía con un beso. Era la perfecta comunión de alma y rayos. El baño de halo me dejaba agotado y si dormía terminaba por desquitarme de una pesadilla horrenda: la de que todo había quedado congelado como en una Siberia de aletargado blancor.
Mas el despertar era dulce, tranquilizador, como el de una caricia cuando nos sorprende una amante furtiva.
De ese modo fué como la Luna y yo nos hicimos muy amigos. Me dominaba por una especie de temor vítreo, condensado en cierto aroma denso de luminosidad y terror.
Nunca vi en ella lo maléfico, el aquelarre, hasta que en una ocasión asistí a su enrojecimiento durante una noche de San Juan. Había muchas y viejas consejas para esta efemérides, pero confieso que ni Berlioz me hubiera impresionado tanto como ella, a pesar de que la «Sinfonía Fantástica» fué una audición por radio, hiperexcitadora de mi sensibilidad. Durante la entrevista, percibí como un latir de timbales en mis entrañas; el oído me pulsaba cual si tuviese una infección interna. Dicen que María Antonieta la vió en esta guisa, la víspera precisamente en que había de acudir al cadalso. Y para un gitano, aunque sea literario como los de García Lorca, no hay peor «fario». Estaba entinta en rojizas diagonales como una señora mal pintada. Aun sin conocer el ocultismo, la visión era de espeluzno. Corría el viento «mistral», que por todo Levante tiene la peor tradición de infortunios para el campo. Es un soplo caliginoso, agostador como el ábrego. Se inclinan a su paso reverencialmente las palmeras y parece que pliegan sus hojas como los brazos de un musulmán a la llamada del «muezín».
«La noche es mi reino» —brama entonces el azote de este alisio español, mientras la Luna se muestra sobrecogida porque alguien se atreve a disputar su señorío. Enrojece del mismo furor y todo el que la mira o es sorprendido, carga con las consecuencias de su cólera; los negocios se le tuercen, la muerte ronda su casa o los amores se le indisponen.
A mí no me sucedió nada funesto, fuera del primer suspenso de Latín que, en realidad no debo achacar al maleficio de esta contingencia, porque verdaderamente no sabía traducir a Cicerón como es debido.
Yo no me atrevía, pero si hubiese arrostrado esa decisión, debería haberle planteado a mi padre que me eximiera de invertir más tiempo en los estudios y que, puesto que ya había leído tanto de la Luna, podía dedicarle a ella todas mis nuevas averiguaciones. Conocía las poesías órficas, las creencias de Anaxágoras sobre su habitabilidad; las burlas de Lactancio a Xenófanes —el eleático— por esta misma cuestión…, pero, ¿quién podía invocar tal acopio de conocimientos en un pueblo castellano como motivo para seguir atiborrando sabiduría sin utilidad sobre cosa tan indiferente como la Luna?
En poesía, por ejemplo, eran muy categóricas mis diferenciaciones: la Luna de Verlaine, me era más simpática que la de Baudelaire por su color de ajenjo y su embriaguez malévola haciéndole fumar a Rimbaud la pipa de opio de su adolescencia, como a un calavera, mientras le tañía el recitado de las sonrisas con que se burlaba la Luna de estas picardías. Era, sí, una Luna más golfa, pero con más naturalidad. De los poetas «malditos», también me parecía muy delicada la invocación de Estéfano Mallarmé: «la Luna se afligía. Serafines llorando…, etc.». Por otro lado, si aquella pulcritud romántica de Marcelina Desbôrdes Valmóre se hubiera consagrado a dedicarle un poema a la Luna habría sido maravilloso; pero no hacía otras estrofas que de amor, sin comprender que esto no tenía valor alguno como no se dijera precisamente a la luz de la Luna.
Como me hallaba contagiado de todo esto, aunque era muy pronto, también pergeñé unos pinitos poetiles y, excusado es decir que como tenía cortos años y a ninguna de las chicas del pueblo me hubiese atrevido a dedicarle mis poemas —que por otra parte tampoco los hubiesen comprendido— le hice mi primera declaración a la Luna, lentejeada de lirismos. Era una sarta, que alguien se hubiese dignado en calificar de insoportables, o cuando menos de insensatos, como los de toda primera producción juvenil. En ellos, había algo de reproche, pero una parte de aquel rosario decía, según recuerdo, así:
Tu argéntea faz me tiene desvelado.
Es un rictus cruel el río helado
que me ofrece tu boca.
Loca, loca;
esa sonrisa en hiel
me viene al lado
del insomnio en la piel,
que está tan yerta
como tu efigie muerta…, etc.
No es que pida disculpas, pero no debe olvidarse que yo era un lunático completo. Me hizo recaer en ello don Satur, cuya amistad y conversación seguía cultivando. Él me vigilaba bastante.
—Ya sé que has nacido en febrero —me decía—. Y ese mes es de influencia manifiesta en algunos temperamentos. Déjate de esas tonterías y mira que hay otras muchas cosas en qué ocuparse.
Los versos, como era de esperar, le parecieron malísimos, porque no se ajustaban a una métrica determinada del estilo clásico:
—Ensaya el soneto, las quintillas para la cosa festiva. No sé cómo os gustan esos modernismos que nadie los entiende.
Y con estas y otras consideraciones me retenía observante, al par que yo le escuchaba gustoso, debido a mi extraordinaria docilidad. Las amistades, me las analizaba muchísimo. Me prohibió el frecuentar de trato al hijo mayor del farmacéutico, que había estado en trance de doctorarse en Filosofía y después se quiso marchar a América. Decía que su tesis, hubiera podido ser un modelo. Todavía no había desistido en prepararla. Era un estudio de crítica, oponiendo a Vives contra Erasmo, y más tarde tuvo ocasión de hacer algunos artículos con el tema, en una Revista que patrocinaban cuatro rancios que presumían de Humanidades y del resurgimiento de las doctrinas tradicionales del Imperio en la política. Eran del campo conservador y siempre estaban con Aparisi Guijarro, Balmes y Donoso Cortés en la boca. Hasta por ser anticuados, seguían siendo germanófilos. Se metían mucho con los liberales, y decían que Costa era un loco y Unamuno un renegado. Por eso, tampoco don Satur me dejaba que anduviera mucho con el chico en cuestión.
El muchacho, que era algo leído, cuando oía tales improperios defendía a los valores de izquierdas. Decía que no podía detractarse simplemente porque sí a los intelectuales, y que ellos no le perdonaban que hubiesen sido republicanos. Esto molestó a sus editores y dejaron de encargarle más artículos.
—Es un buen muchacho —me decía—. Pero es un mala cabeza. Decir que quiere ser librepensador. Anda con cuidado. Que no te vea con él. No quiero que tú termines igual. Te contagiará. Grandes cosas podríais hacer, en cambio, si no fueseis así.
Pero, por otro lado, ya no me trataba con Tomasito. Me parecía demasiado suficiente y muy egoísta. Sólo quería empezar pronto a ganar dinero. Ahora estaba en la ciudad practicando el comercio en el establecimiento de un pariente. Quizá yo no tardase en ir para ensayar por otros caminos. La abuela, claro está, quería que fuese cura y mi padre, por el contrario, tenía preferencia porque le siguiera en la administración de las rentas de los colonos del labrantío.
Los años pasaban, las lecturas aumentaban y se me figura que el lunatismo también, por lo menos en conocimientos. Al principio, don Satur había conseguido retenerme con el gobierno y el freno ejercidos desde la Confesión. Cuando le hablé de mis deliquios con la Luna, se escandalizó y me dijo que esas complacencias eran en todo modo pecaminosas y de mucho peligro. De cualquiera de estos caminos se podía valer el Demonio para perdernos.
—A vuestra familia hay que vigilaros —me dijo una vez—. Desde que tu abuelo se casó en segundas nupcias con una cubana, parece que de allí os viene un atavismo de influencias muy extrañas y posiblemente nocivas. Claro que, los negros tienen allá en la manigua muchas teorías de éstas, pero eso no es extraño porque en los bohíos tropicales y en el cañaveral, la Luna es un sol nocturno. Les entra el frenesí… pero, ¡puah! —decía don Satur—, todo eso es asqueroso y repugnante.
Averigüé en mi casa. En efecto, el abuelo paterno había estado en la campaña de Weyler. De allí se había traído una criolla que hablaba en azúcar de dengue, retardando las aes y las últimas letras, sobre todo si eran vocales. Sobresaltaba al hablar, con unas exclamaciones altisonantes. Pero yo no tenía por qué intranquilizarme; no descendía de aquella mujer. Ésa era mi tía Sole, la que vivía en la ciudad, hermanastra de mi madre. Una rama con muchas rarezas en su vida, que ya habíamos comentado. Comían los plátanos fritos y sin horas; se pasaban ella y su hija, todo el día en kimonos y pidiendo a las «mucamas» —como ellas decían— que les sirviesen cada cosa a la mano.
—Oye, chica. Tráeme esto. Mira, chica, tráeme lo otro.
La tía Sole, fumaba y todo. Y se acostaba tan tarde que exasperaba a mis padres, acostumbrados a la recogida antes de las once. No habían vuelto más a La Habana, pero no podían desprenderse del todo de su ancestralismo. Mi tía, especialmente, jugaba mucho. A las cartas, a los dados. Sabía póker, y no el tresillo ni el mus como mi padre, así que ni aún en eso podían compaginar. Nunca hacía nada —según criticaba mi madre— y habían tenido mucha suerte porque nunca les faltaron buenos medios y habían vivido ella y su hija «como princesas».
Pocas veces las había visto, porque si alguna vez lo fué debió de serlo siendo yo muy niño y apenas me acordaba. No habiendo conocido a mi abuela ni tampoco a esta segunda mujer del padre de mi madre, para mí la familia terminaba en los rostros conocidos entre la casa y en el corto marco del pueblo.
Una tarde de aquellas la pasé muy bien. Estaba en casa de don Satur y éste tenía visita. Era el P. Álvarez, un misionero que había regresado del Japón. Pronunciaba las h como jotas. Su habla, era suave, melosa, casi bisbiseante —tono de rezos y de sonido de cosas del más allá—. Nos dijo que aprender el japonés lleva, por lo menos tres años para comenzar a entenderlo y luego casi otro tanto para poder decir alguna palabra. Nos dió una verdadera conferencia de exotismos de la Luna. Era Dominico, y después de treinta y cinco años recorriendo Formosa y el itinerario de San Francisco Javier —Amboina, Ternate, las Molucas y el Mar de Celebes— sabía cosas interesantes. Nos hacía mucha extrañeza con la pronunciación de los acentos, cuando decía Jiróshima y Tókio.
—A la Luna, la consideran allí como una Diosa —empezó—. La llaman Tsukiyomi-no-Kami. En cambio, el Sol, que adoran desde el Emperador al último campesino, se le conoce por el de Amaterat-su-omi-Komi. Acerca de la Luna, hay una leyenda muy curiosa: la de «El cortador de bambúes». Es un cortador de caña, que encuentra entre los juncos un rayo de Luna con forma de mujer. La adopta, como hija, y más tarde cinco grandes príncipes pretenden su mano. Ella, avisada y cauta, les pide diversas difíciles empresas a cada uno para poder elegir con el que la lleve a cabo. Ninguno de ellos, llegó a cumplirla y Kaguya, la dama de la Luna, que así se llamaba la muchacha, no pudo ser colmada por el amor de los mortales, ni aun siquiera el del Tenno que también la pretendiera con toda su soberanía de Mikado. Desapareció un día a su reino, en el palanquín de una nube luminosa que bajara a por ella, mas no sin antes, en señal de gracias, dejar el Elixir de la Inmortalidad a su pobre padre terrenal y adoptivo, el cortador de bambúes. Éste se lo ofreció al Mikado, y ambos, invadidos de inmensa tristeza, lo quemaron en el monte Fugiyama desde donde el espíritu de todas las cosas sube en espirales de nubes a las rizadas regiones del azul celeste.
»En esta leyenda —prosiguió subrayando el narrador— se ve claramente expuesta la doctrina budhista de la Ley del Karma o de las pasiones, y la metempsicosis o transmigración y reencarnación de las almas. Kaguya, la Dama de la Luna, en donde había nacido, por haber sido complaciente a una pasión sexual fué desterrada y condenada a empezar una nueva existencia en la Tierra. Habiendo salido indemne de su purgatorio, volvió a ocupar el puesto que tenía en la Luna.»
—Muy interesante, muy interesante —dijo don Satur—. Habrás visto, Antonio —dijo dirigiéndose a mí— que la teoría de la habitabilidad es simbólica. Flammarion supone que a la Luna van a habitar las grandes almas de los personajes célebres aquí. Comprenderás que es inadmisible encontrarse a Napoleón dialogando con el Dante, o a Milton con Julio César.
—Entonces, ¿cómo se explica usted —le repuse yo— el libro de Godwin, «El Hombre en la Luna», relato hecho de un viaje a la Luna por el aventurero español Domingo González?
Creí que iba a asombrar por mi descubrimiento.
—Sí, lo conozco —dijo el misionero—. Es una edición de 1649, traducida por Beaudoin. Pero todo eso son lecturas fantásticas. De obras así, está lleno todo el siglo XVII. Han escrito parecidamente David Fabricius, Claudio Begirard, Guarike, Gasendi, Reita y muchos más. Todos ellos pretenden haber visto pobladores en esas regiones. Te volverías loco, haciendo caso a Burton; luego a Cyrano de Bergerac, aunque es muy ingenioso. Sus elucubraciones sobre el lenguaje, son jocosísimas. Sólo dos idiomas —dice— son usados en aquel país. Y son totalmente incomprensibles para nosotros. Verdaderas lecturas para la imaginación, aunque nada útiles en la realidad.
—Es lo que le tengo dicho yo —añadió don Satur—. Pero, ¿sabe usted, Padre?, está envenenado de estas cosas.
La velada se pasó haciéndome conocer una verdadera serie de ignorancias en mi acopio, pero a la vez inmensas posibilidades de lectura sobre el tema. Si no me hubiese parecido indiscreto por demostrar tanta avidez, que acaso además me hubieran reprendido, los habría anotado uno por uno los autores, para buscar más tarde tanto arsenal de alimento que satisficiera un hambre de la Luna tan voraz como la mía. Hube de abstenerme y tratar de recordarlos simplemente con la memoria, mas me era imposible por su cantidad y la diversidad de apellidos extranjeros. Se me escaparon todas las citas, y gracias a que después proseguí en investigaciones de esta índole he podido reconstruir algunas de las que se mencionaron en aquella disertación.
Desde entonces, siempre le preguntaba a don Satur cuándo volvería el Dominico. Y por si acaso le encontraba por sorpresa alguna vez, me pasaba todas las tardes en algún momento y con cualquier disculpa por la casa de nuestro buen cura. Él no podía darme tan amenas charlas como la de aquel día, pero como indiferente procuraba sonsacarle de dónde había adquirido tanta ciencia aquel buen señor. Me parecía un sabio, y sobre todo mi simpatía hacia él radicaba en verle tan conocedor de literatura y ciencia sobre la Luna. Me hubiera hecho muy amigo suyo, porque era la primera persona mayor, respetada y considerada, que podía hablar de estas cosas sin que se burlaran o le reprocharan como a mí.
Don Satur me dijo algo relacionado con él que me ayudara a identificarle. Ambos habían sido condiscípulos en el Seminario. Posteriormente el P. Álvarez quiso ser astrónomo; pero de verdad, no con cucurucho como yo me los imaginaba, sino sabiendo manejar telescopios, lentes, ecuaciones, cálculos, etcétera. En la orden que él había ingresado no había Observatorios, ni sus miembros se solían especializar en estas cuestiones. Eran más bien filósofos, teólogos. Y él, había resultado un evangelizador excelente. Yo sentía que mi admiración por él iba en aumento. Si le hubiese tenido a mi lado como a don Satur, le habría hecho soltarme toda su empollación de historiadores astrólogos.
Como era misionero, yo tenía un concepto muy infantil de su función allá en Oriente. En realidad sabía lo que nos habían dicho en la Catequesis. Nos decían que por cada veinte sellos de Correos usados, los Padres podían adquirir un niño chino y arrancarlo así de las manos budistas de los bonzos, convirtiéndolos a la fe de Cristo. ¡Cuánto podéis ayudar con estas chucherías para la obra de las Misiones! —rezaban unos letreritos colocados por las paredes del local, donde nos daban estampitas, prospectos de propaganda de la Obra Misional de la Fe y algunos folletos—. Veíamos aquellos niños de ojos oblicuos que enternecían, congregados como un rebaño ante la Cruz; las obras de arte de los primeros conversos, pintando a la Virgen como a una gheisa con un niñito, también chino o japonés, en los brazos.
Con mi admiración y el favor que le había empezado a profesar al P. Álvarez, desde aquel día, ingenuamente, le comencé a guardar todos los sellos que caían en mi poder, para enviárselos como un donativo que facilitase su labor. Que no quedase por mí el Apostolado. Era un pequeño esfuerzo al que no podía negarme a colaborar en la tarea de un hombre al que tanta devoción guardaba por su sabiduría. Así es que, engatusando al Secretario del Ayuntamiento, dejaba limpios de timbres todos los impresos y correspondencia que caían por el pueblo. También fueron pasto de mi cosecha los específicos del boticario, valiéndome de la ayuda de mi amigo, su hijo mayor, que me dejaba entrar en la rebotica. Cuando se hallaban desprevenidos, caían los timbres móviles a mis bolsillos como una redada de papelitos coloreados. Yo no establecía distinción entre sellos estampillados o no, ni los de tipo de impuestos o tasas y los otros, los valederos para la correspondencia. En realidad, si alguna vez me asaltaba esta duda, pensaba que los chinos no podrían distinguir de tantos países las diversas series y modelos, pues no les creía tan concienzudos coleccionistas como los nuestros que siempre estaban dilucidando con ayuda de la lupa, catálogos y guías.
Una vez dejé despojadas por completo todas las anaquelerías de sus respectivos marchamos. Medicinas y productos envasados, se quedaron desnudos de aquellos registros que, sujetando las etiquetas, legalizaban el pago de determinados impuestos a las marcas. Cuando el pobre hombre del farmacéutico, ignorante de lo ocurrido, pretendía cobrarlos, la gente del pueblo se negaba alegando que no tenía marcados los sellos. Vino una inspección de la Hacienda. El hombre, decía con razón, que él los había abonado al almacenista y que ignoraba el por qué habían desaparecido los timbres. Estuvieron a punto de propinarle un multazo por mi causa. Cuando se averiguó el origen de la pretendida defraudación, me gané una tollina épica. No había envase que estuviese completo. Mi amigo, que era algo mayor, se reía mucho. ¡Hay que ver lo que has hecho! —me decía.
—No comprendéis que a quien os engañan como a chinos es a vosotros. Lo que necesitan los misioneros es dinero, dinero —como Napoleón para la guerra—. Tienen que edificar iglesias, centros, y eso no se puede hacer con sellos. Los japoneses son tan civilizados o más que nosotros. Si vieras las fotografías de sus ciudades, como Nagasaki, Osaka y Kobe, no picaríais con esas bobadas. También ellos tienen Correo, y automóviles y fábricas y casas de cemento. ¡O es que crees que siguen viviendo con techos de papel y puentes de bambú, como se ve en los juegos de té!
En fin, quedé un poco azorado. Menos mal que al arrancar los sellos en algunas de las etiquetas se veía el tirón y los inspectores pudieron comprobar que lo que les había privado de las tasas contributivas era por causa de una travesura de infantilismo de buena fe. Yo en mis adentros, convencido, todavía me consolaba con el pensamiento de que, después de todo, habrían servido para salvar a un ejército de niños manchúes, ceilaneses o malayos.
Pero aquel año todavía me estaba reservado otro descubrimiento relacionado con la Luna. Fuí, para examinarme o no sé por qué otro motivo, con mi padre, a una población del Norte. El hombre, me llevó un día a la playa. Era por primavera. Aquel rumor permanente de las aguas, volviendo y retirándose en constante coqueteo con la arena, me tuvo durante mucho tiempo absorto. Por el atardecer me escapé y volví solo a recrear la vista en este espectáculo. La luna estaba apareciendo muy alta, con una cara de ironía casi imperceptible. El agua empezó a subir, caracoleando espuma como la de un caballo reventado al galope. Después, como una toalla extendida a los pies, se retiraba mansamente. Pero cada vez más, la muy traidora, se acercaba invadiendo el terreno. El avance se distinguía perfectamente en cada llegada: un trecho, otro más. Era el fenómeno de las mareas que nos explicara don Justo, y para mí que por primera vez lo contemplaba, tenía un encanto novedoso.
En teoría, como todo, no tenía la belleza comprensible que ahora observaba yo. Cuando se fué obscureciendo más el crepúsculo, un resplandor cabrilleaba en la cresta de cada ondulación del agua. Así, entretenido, me llegó la noche. No sé el tiempo que había pasado, el caso es que cerró la obscuridad y me asusté. Debía de ser tardísimo. Comencé a correr, pero a pesar de todo llegué a la fonda cuando ya estaban las luces encendidas y después de deambular mucho para encontrar el paradero.
Tuve un regaño de muy alto vocerío, con unas cuantas interjecciones rotundas, y en vista de ello le prometí a mi padre, compungido, que no me volvería a marchar solo mientras él estuviese en sus quehaceres, aunque le rogué que, por favor, antes de marcharnos me volviese a llevar a la playa.
Aquella mañana, temprano, antes de sus obligaciones fuimos, pues, dada la benevolencia de mi padre que se había levantado más contento que la noche anterior, y como era de día, me autorizó para que estuviese allí hasta las doce, recomendándome que no me retrasara para la hora de la vuelta, tras de darme algunos céntimos para el tranvía.
El agua estaba ahora muy lejos. La playa se había hecho mayor, pues más de la mitad de la arena estaba mojada, con señales de que su superficie se había ido corriendo como si quisiera desquitarse de la derrota de la tarde anterior, avanzando hacia el horizonte perdido a lo lejos, donde el humo de una embarcación se veía como una estela brochando la nitidez del cielo. Se notaba que el agua, durante la noche había llegado hasta las casetas y cerca de las sillas, que las dejan muy retiradas, como en previsión se conoce. Los botes y las piraguas estaban con sus panzas embutidas en los montones, donde los pies se hundían al caminar. El llano humedecido de las dunas parecía una cabellera tendida en manso abandono. Era la parte de ocupación y dominio que durante la noche había tenido el agua. Ahora no pasaba de ser en todo caso, «tierra de nadie».
—Son alabeaduras que hace la brisa —me explicó mi padre.
Corrimos a ver las ondulaciones, a regañadientes de él, que no quería mojar sus zapatos en la humedad salitrosa, porque decía que mataba el material y lo pudría. Cuando llegamos, observé que una de las rayas, la última colindante con la parte seca, era negra, más honda, siguiendo el mismo alabeamiento de las precedentes en la orilla, pero de una manera determinante, paralela, y como señalando un límite a la subida hasta donde habían alcanzado las aguas. En cambio, esto no me lo supo explicar mi padre. Era un rastra de tizón, profundo, perfectamente delineado. ¿Qué podría ser?
—Algún chico que se habrá entretenido en seguir caprichosamente el trazo de las anteriores —dijo rápidamente mi padre para salir del paso. También le hice caer en la idea, que no podía un muchacho seguir toda la extensión tan precisamente como un delineante y sin falsilla. Entonces vino a caer en la cuenta que podían ser las escorias del carbón encendido de los Altos Hornos, que los barcos pequeños salían a arrojar en alta mar, y que luego éste traería en sus avances.
—Pero, en ese caso, fíjate que debería haber más rayas de éstas en la arena. Y sólo se ve ésta.
—Vaya, niño. Todo lo quieres saber. Eres muy preguntón. Voy a dejarte, que se me hace tarde. Estáte aquí distraído y ya lo sabes: que no se te pase el tiempo sin darte cuenta. No hagas que me enfade.
Una vez que se hubo ido, traté, entonces, de proseguir en mis averiguaciones. Indudablemente era una rara observación. Hasta allí parecía que el agua que tan valerosamente había remontado, pusiera un límite en su retirada como diciendo: «volveré». Era una frontera jurisdiccional. Quizá al día siguiente empezase con más ahínco. Pasaba un hombre con aspecto de marinero y se lo pregunté:
—Sí, chaval. Mañana estará un poco más arriba esa misma raya que ahora miras tan extrañado. Indica hasta dónde suben las aguas con el aumento de las mareas. Mientras la Luna vaya creciendo, la raya avanzará cada noche un palmo más. Luego, cuando amanece y se retiran las olas, queda la marca. Eso se llama «flujo lunar».
El hombre me dejó como al niño de la leyenda de San Agustín, y desapareció sin que me diese cuenta. Yo, mientras, pensaba aquello que decía J. Ramón Jiménez:
la Luna, blanca,
quita al mar el mar,
y le da el mar.
Con gran satisfacción de conocimiento le pude explicar a mi padre a la hora de la comida, lo que había descubierto y la significación de lo que él no me había podido explicar, como buen hombre de tierra adentro.
En el tren, durante el viaje de regreso, vine evocando todas estas incidencias. La Luna, entrevista por los alambres del telégrafo que corría simultáneo a nuestra marcha, era amarillácea y muy fulgurante. Estaba empapada de noche y tenía un aspecto diabólico. Muy baja, semejaba una nota saltando en el pentágrama de una sinfonía patética. Ni siquiera estaba redonda del todo como otras veces, y no me gustó.
Venía yo pensando en que tenía muy corta vida y escaso acopio experimental para saber tantas cosas de ella como se producían en gente menos instruida. Quizá les superase en lecturas, pero eso no bastaba. Luego, me aturdían al contarme sus averiguaciones sencillas. Muchos zafios, como los pastores, los marineros y los campesinos estaban rellenos de conocimientos más prácticos que los míos. Aunque no se preocupasen de investigaciones, una fenomenología empírica les nutría, tal como a los labradores que siempre esperaban ver progresar el crecimiento de las zanahorias y las remolachas durante los cuartos de grosor.
Un reglamento completo existe para la sementera con estas disposiciones: los pepinos, rábanos y puerros, crecen si está redonda la Luna; las azucenas, el azafrán y los sisimbrios, también. Las cebollas, en cambio, prefieren el cuarto menor —me explicaba Pedro, nuestro hortelano—. Las vides hay que podarlas de noche, pero estando ella oculta. Los ajos que se comen cogidos el día de Luna nueva no dan mal olor —añadía.
Ahora que acababa de presenciar lo de las mareas, me habían deslumbrado otra vez. Yo no era más que un autodidacta. En cambio, sí les podía llenar a ellos de relatos bonitos como el de la versión de Afanasiev, un cuento ruso que allá lejos encantaría a los niños con su originalidad: la Luna se casaba con un campesino y éste se mató, durmiendo, al caer desde la viga de un granero por creerse que estaba reclinado sobre un rayo del cuerpo de su mujer. Sabía también aquella asombrosa descripción del norteamericano Herschel, que vió maravillosas actividades en la Luna, desde las sombrías cavernas de hipopótamos ocultos en inmensos precipicios, a cisnes como el de Lohengrin, nadando por sus mares quietos. Entre los astrónomos de hace un siglo había levantado una verdadera revolución y muchos tildaron de apócrifa su obra y hasta su nombre. Determinaron que, aunque había estado en el Cabo de Buena Esperanza haciendo estudios, sus descubrimientos eran totalmente falsos. Y el buen Herschel quedó avergonzado científicamente. Gracias a que él, en verdad, se llamaba Locke y de ninguna de estas repulsas se asustó con su portentosa imaginación.
Pero todas estas lecturas, contadas, sólo me servían para distraer en nuestras conversaciones al hijo del boticario, quien, a cambio me enseñaba, por ejemplo, que Kant también participaba de estas creencias. Kant, por otro lado, para mí aun no significaba nada. Si conocía el nombre del filósofo alemán era por el gato de la tienda. El padre de mi amigo, enemigo de toda especulación mental, en señal de desprecio a las aficiones de su hijo y a los «perturbadores del pensamiento» —como él los llamaba— tales como Nietzsche con su «Zaratustra» y Schopenhauer, le puso al minino negro de la botica el nombre del hijo del guarnicionero de Könisberga. Era un ejemplar precioso. Parecía verdaderamente estar filosofando cuando dormitaba al lado de la caja registradora, entreabriendo de cuando en cuando sus fosforescentes pupilas como un guiño de penetrante malicia. Tenía, además, la virtud de andar por las estanterías repletas de tarros, sorteándolos con su cuerpo elástico, sin derribar uno solo. La madre de mi amigo le tenía verdadero cariño, y como era ignorante de estas disquisiciones del marido y del hijo, con su apelativo familiar había puesto en diminutivo el nombre del filósofo y le llamaba al gato tiernamente: «Kancito, Kancito». El animal sabía que esta invocación solía ser para darle algún despojo o la cordillita recién cocida, y acudía presuroso con su rabo como un índice y el lustroso pelo rebrillante de gratitud a las generosidades del ama.
Yo había ejercitado en una ocasión sobre el felino la clásica travesura infantil. Estaba el bicho dormitando sobre el mostrador como acostumbraba, y penetré en la farmacia chorreando por causa del fuerte aguacero que en la calle descargaba en aquel momento. Sonó la campanilla de la puerta al entrar, pero el gato acostumbrado a la presencia del público ni se inmutó siquiera. Nadie salía al despacho. Yo tenía en la mano mi paraguas escurriendo su llanto de lluvia. Sigilosamente lo abrí de repente, y el animal sobrecogido ante el improviso ataque de la tela que se desplegaba salpicando, dio como por resorte un salto gigantesco que le hizo subirse a la cornisa más alta del armario. Fué una acrobacia limpia, como la de la mejor atracción circense. Desde allí, «Kancito» me bufaba después como a un monstruo terrorífico. En fin, la botica era para mí el campo de las más diabólicas ocurrencias.
Por lo demás, también mi amigo me siguió enseñando nuevas cosas sobre la Luna y algunas relaciones con estos animales. Los gatos, según leyendas y viejas tradiciones, eran bichos predilectos del astro. Su electricidad estaba muy vinculada con sus salidas nocturnas y los aullidos de sus peleas tejadiles. Pero esto no me interesaba tanto como cuando me contaba otras amenidades lunares, como aquella de Hoffman, cuando saca en uno de sus cuentos a un relojero lunático. Fué el creador de Coppelius —el primer hombre mecánico— quien hace vivir a una mujer en una fiesta y es simplemente un artefacto de ingeniosa maquinaria que deslumbra a un pobre joven que baila con ella. Nadie más que mi amigo y yo podíamos compartir tal género de coloquios. A otro cualquiera del pueblo, incluso al mismo don Satur, era ponerle en el brete de nuestra chaladura o tener que oír predicciones relativas al cambio del tiempo u otras vulgaridades. Pocas veces nos encantaban con ellas.
Deduje, por tanto, que tres años de escuela y cuatro de Bachillerato con la lectura de todo el resto de la biblioteca circulante del Ayuntamiento, no habían puesto sobre mi cabeza más que algunas reservas acerca de la parte literaria de la Luna por encima de ningún otro de los conocimientos que acerca de ella versaban. De ahora en adelante tendría buen cuidado en recoger algo más común, aunque menos trascendente, que es lo que daba ventaja en las ocasiones de utilidad y aplicación a los casos prácticos de la vida. Saber las cosas relacionadas con ella, te tiene que servir —me dije—, como a Cristóbal Colón en la conquista, quien, por anticipar el acaecimiento de un eclipse a los indígenas, se valió para sacarles toda clase de donativos en especiería, arrobados de que tuviera ese poder en las esferas celestes hasta poder llegar a vaticinar sus acontecimientos.
Intermitentemente, al traqueteo del tren, las cabezadas de mi padre me sacaban de estas meditaciones y recuerdos. Su mondo cráneo, con la gorrilla de viaje medio calada, venía resbalando sobre el almohadillado que hacía de cabezal y caía con todo su peso encima de mi cuerpo en vigilia. Entonces se reponía un instante, pero al cabo volvía a quedarse como un bendito. Le extrañaba que él descansara y yo estuviera atento a todo.
—¿Por qué no duermes? —me decía.
Pero él no podía comprender que para mí el viaje era una novedad tan poco frecuente, que me hacía estar avizorante al desarrollo de todas las incidencias. Llevábamos más de seis horas de viaje y aún no habíamos llegado hasta el Empalme. En vista de mi perenne centinela despierto, me encargó de que le avisara por si él no se daba cuenta. Así es que allí tenía que estar vigilante para avisarle con tiempo de que nos pasáramos a segunda clase. No quería que en el pueblo supieran que gustaba de estas economías.
En el ahogadísimo departamento de tercera, con sus duros asientos de banco entablillado, como los de una galera, todos iban sumidos en la dormitación. La noche era espesa bajo el débil parpadear del farolillo de gas en su mechero, poniendo sombras más alargadas en los bultos y las facciones de los rostros más agudos.
La pareja de la Guardia civil enfrente, charoladas las cabezas y mate el correaje de polvo de caminos, reposaban esta su infinitésima jornada embozados en sus espesas capas de paño bejarano. Una mujer, con delantal negro de percalina salpicado de florecillas inocentes, les seguía en turno después de haber rebosado el corto espacio de hatos, cestas y un equipaje copiosísimo y voluminoso. Como los otros las tercerolas, ella custodiaba entre las piernas, colgantes de la campana de sus faldas, una mimbrera de viandas. El aire de la ventanilla abierta no bastaba a contrarrestar el tufillo de los comestibles aceitados, de los chorizos curados al humo y de la fruta macilenta que fermentaba aprisionada. Su pañuelo la ensombrecía en aguafuerte el óvalo del rostro y su regazo, ampuloso como un cuenco de ropas, faltriqueras y refajos, dejaba reclinar a una niña como de unos doce años. Pecosa y pintarroja, dormía con la placidez de un sauce. Las encontramos ya en la estación de salida, muy anticipada a la hora de arrancar, debido, se conoce, a lo dilatado de su cargamento. Con él habían llenado casi, el perchero disponible para los demás. Al acomodarnos nosotros, notamos que el suelo estaba empocilgado de charcos. Tan lamentable suciedad supusimos que era achacable a la incuria de la compañía que había puesto un vagón aun no seco de la limpieza y el baldeo. La mujer nos fué recibiendo con gesto de reserva.
—Verdaderamente, qué suciedad —comentó al quejarnos.
Pero luego se descubrió que eran ciertas «gracias» de evacuaciones menores en previsión de salida. La mujer, por lo visto, no quería pasar apuros en el trayecto, que, además iba para largo. Bajarse era muy arriesgado. Y, por otro lado, el coche carente de servicio de inodoro, era bastante letrina en sí con su destartalamiento. Así es que ella y su criatura soltaron sus vísceras para poder ir tranquilas.
Luego, siguieron viniendo los restantes compañeros de viaje. Algunos cambiaban con las estaciones. Al lado de la mujer, venía ahora un soldado con licencia, roncando todo el servicio desde su alistamiento, al calor hedoso de un tabardo grasiento de campaña y mugre. Las fuerzas armadas estaban, pues, con ella.
En la primera parte, tuvimos un viajante catalán. Habló de «La Atlántida» como si se la supiera de corrido, pero vino a confesar sin quererlo, que es que habían hecho una edición en la casa litográfica que él representaba, buenos talleres de confección de propaganda, de cuyas muestras iba cargado para conseguir pedidos de calendarios y prospectos llamativos. Una vez hecho el elogio de estos productos y de las excelsitudes de su tierra ya no habló más.
La tarima de nuestro asiento iba compartida ahora por un tratante de ganado y otro individuo que mostró al interventor pase de ferroviario. Los tenía a todos catalogados y no se me escapaba ningún movimiento. Cuando se ve dormir tan en grupo y tan diversa gente, la Humanidad es cuando produce su más deprimente sensación borreguil. El departamento entero iba enfrascado en penumbra onírica. Sombras al exterior y acaso imprecisos desfiles de imágenes en los que soñaran. Sólo se diferenciaban las personalidades de cada uno por el tono de los ronquidos en el desconcierto de la gama de su hervir respiratorio. La chiquilla bullía más frecuentemente que ninguno.
Los otros, a intervalos, daban mugidos alígeros como sollozos, aflautados o silbantes algunos; ogrescos otros, como los guardias. Era un verdadero concurso inarmónico.
De repente la chica despertó llorando:
—Madre, madre… ¡Ay, que no sé lo que me pasa!
Se suspendieron por un momento las exhalaciones de todos. Yo atendía más que nunca.
—¿Qué tripa se te habrá roto? —irrumpió la mujer, somnolienta aún también. ¡Me has asustado!
Cuchichearon las dos y se armó un pequeño revuelo. Los guardias se despertaron como fieles observantes de la vigilancia, y el interventor asomó por el pasillo. Mi padre y el tratante se levantaron. Pero la mujer más diestra y con el amplio biombo de su faldamenta, vuelta de espaldas a nosotros, ocultaba el hecho. Oía, entre los jipidos de la niña, la voz de la mujer reconviniéndola por bajo:
—Me lo debía figurar antes de salir, ¡demontre de cría! ¡Qué vergüenza! No se puede ir con vosotras a ninguna parte.
Abrió uno de los hatillos y se oyó el rasgar de una tela.
—Eso es lo que le hace falta; unos trapos —se percibía de entre los lloriqueos y el revuelo, el consejo de mi padre. Después, volviéndose a mi asombro, me dijo:
—Nada, no te asustes. Esa pobre cría, que se ha cortado. Cosas de chiquillas. Bah, no tiene ninguna importancia.
—Debía haberla sacado ahí fuera —regruñó el tratante—. Este desagradable espectáculo no tenemos por qué soportarlo los viajeros. Primero, los pozos; ahora esto. Hay gente que no debe viajar con las personas.
La mujer no se atrevió a replicar. Yo tampoco pude ver más la cara de la niña, que se ocultaba como avergonzada, hipando, sobre las faldas de la aldeana, la cual, para mejor querer taparlo todo, la cubría encima con el delantal. Uno de los guardias, el más joven, se sonreía como picarescamente. El soldado, por el contrario, ni se enteró siquiera. Y el interventor se puso a hablar con el del boleto azul. Todo había pasado relampaguescamente, pero había quedado flotando un aire vago, como de un común acuerdo tácito en no querer trascender ni recordar. Sólo el benemérito más viejo, que era quien mejor lo tenía que haber visto por su posición contigua, inquiría pareciendo dirigirse hacia mi padre:
—Yo siempre le tengo dicho a mi mujer que estas cosas no deben ocultárseles a las chicas; que hay cambios en la Luna y que deben saberlo pá cuando sean mozas. Así he educado yo a mis tres hijas. Y tú no te asustes —decía mirándome— que ya eres un hombre casi.
No comprendía nada. Máxime viendo a mi padre que le indicaba con la cabeza ciertas señales, y en vista de que no conseguía nada sobre la locuacidad del guardia, sacó tabaco y a quien primeramente ofreció fué a la pareja. Aunque parecía que todos hablaban sobreentendido, noté un inusitado conferir en el que se entremezclaba la regulación lunar con no sé qué periodicidades reservadas a la mujer. Pronto, sin embargo, cambiaron todos de conversación. El tren que proseguía, como el de Campoamor, «por los campos rugiendo, parecía un león con melena de centellas».
Desde la ventanilla divisé las primeras bombillas de los andenes, con sus letreros en las tulipas, como las gorras de los marinos.
—Papá, ya estamos en Medina. Está parando el tren —le dije—. Tenemos que bajar.
Y mi padre despidióse de todos, intercambiando buenos deseos de viaje al poco comprensivo tratante, al soldado y a los guardias, y sobre todo, a la mujer que se quedaba en el departamento. A la niña, la dijo para terminar de conturbarla, pues volvió a mojar sus pecas en lágrimas:
—Adiós, nena. Ahora ya eres una mujercita. Adiós.
Ignoro por qué de todas estas contingencias he tendido después innumerables cables al recuerdo durante mis posteriores indagaciones sobre la Luna. Veía, sin discusión, que la Vida está llena de relaciones con ella. Y, sin embargo, nadie le concedíamos importancia. Todo sobrevenía normal, correlativamente de generación en generación, repitiéndose como una serie prosecutiva de actos y funciones que asumíamos invariables y despreocupados, persona por persona, casta tras casta, como una ley de la especie. La Luna rige el Universo —pensaba— y, sin embargo, es un misterio. ¿Por qué los hombres no se preocupan de una vez en descifrarla? Todos perciben los efectos, desconocen no obstante las causas, y confiados viven y mueren sin preocuparse de hacer ninguna investigación sobre ellas. En fin, no podía ser superior a quienes me rodeaban y hacer yo lo que tantos antecesores no habían ni siquiera tentado. Hubiera sido como rebelarme a los dictados de un imperativo de la costumbre, ya existente en la vida, y por la cual ningún relieve de mayor trascendencia se concedía a una serie de sucesos de un tipo tan corriente y ordinario.
En casa, todo era silencio sobre estas cuestiones. Mi madre, la pobre, no se ocupaba más que de tareas y labores domésticas. Que la plancha, que el repaso; nada para ella salía del ámbito que no fuese el preparado de las tres comidas diarias, nuestras ropas, el lavado, el sacudido de las zorreras por los muebles hasta que rebrillasen de limpios. Así se le pasaban los días, los meses y aumentaba cada arruga como los surcos de la labranza por su rostro envejecido, mermado prematuramente como el de las manzanas del arcón. Sus canas eran tantas como mis inquietudes. Pero nuestro abismo nos alejaba tanto también como la misma edad que nos separaba en el sentido de las apreciaciones de la misma vida. No podía conversar más que con mi hermana Adela, mas no debían entenderse porque siempre la oía abrumarle de reproches y de quejas, llamándola «poca cabeza», a la vez que constantemente le decía a mi padre que «tenía una hija muy novelera».
Un día le quise sonsacar algo a mi hermana, que para eso era mayor, del incidente inexplicable que presenciamos en el tren. Primero le conté las observaciones que había hecho en la playa sobre la Luna, y a ello me escuchó atentamente. Añadió el comentario de que a ella le hubiera gustado ser sirena y bañarse a las horas en que la luz de estaño aquieta las aguas, porque entonces es cuando los marinos están adormecidos o en puerto y no pueden salir a perseguirlas. Pero ellas están mucho más bonitas —añadía— brillándoles el escamado de su cola con los reflejos de la Luna, que les hace parecer de plata. En cambio, de lo de la chiquilla no me quiso decir nada.
—Papá no nos lo ha contado —dijo— y será que tú entendiste mal y no sabes exactamente lo que pasó.
Con esto concluyó de darme satisfacciones. Por el contrario, se mostraba muy locuaz e interesada cada vez que yo le refería un nuevo descubrimiento sacado de mis lecturas. Ella sabía también los versos de Espronceda y de Díez Pastor que hablaban de la Luna. Pero no conocía el cuento de Wilde «El cumpleaños de la Infanta», donde una Luna preciosa, española y soñadora, conturba el miriñaque de la egregia niña. Ni tampoco cuando blanquea su catafalco en el marco escurialense de la piedra que luego inspiró a Ravel su conmovedora «Pavana». En estos intercambios consumíamos algunas recreaciones. Ella, para ambientarlas, me tocaba al piano algunos nocturnos de Chopin y la serenata de Toselli, que era lo que mejor dominaba de su repertorio. Así pasábamos el tiempo: yo, mi crecer; ella, su plenitud.
Al cumplir los 17 años no satisfice nada a mi padre con las calificaciones que había obtenido como remate de mis primeros estudios. Había aprobado el grado a medios pelos. En el examen de Estado, me confundí, y trafulqué el tributo de «Las siete Doncellas» con la tradición de «Las once mil Vírgenes». Una asociación inconsciente de ofrendas femeninas me impidió establecer la diferencia existente, ya que consideré que en el fondo era una finalidad similar la que les estaba reservada a todas ellas. Pero el error estuvo a punto de costarme la repetición del curso.
Mi padre, con cara muy estirada de circunstancias, me habló en estos o parecidos términos:
—Bien. Yo no quiero oponerme a que seas algo si tú lo deseas. Tengo entendido que no eres un buen estudiante, ni mucho menos. Por mí, me convendría mejor que te ocuparas de esto; pero espero que siempre habrá tiempo a que sigas la administración cuando termines lo que elijas. Decídete bien por lo que haya de ser. No vale estar luego, cambiando a cada paso. Tu madre, dice que médico; que luego se vería la manera de que te quedases aquí en el pueblo. Yo, ni quito ni pongo. No quiero tampoco que el día de mañana digáis que yo intervine para influir por una cosa o por otra. Así es que ya lo sabes.
Y sin idea concreta, porque a mí nada me atraía sobremanera, se recurrió al socorrido grado del Derecho, donde militan todos los estudiantes que en el mundo han sido. El parecer de don Satur, también informado para las consultas previas, no lo desaprobó sin duda, cuando una vez escogida esta senda del Foro y sus grandilocuentes salidas, el paisaje para mí iba a cambiar por el de mi establecimiento en la ciudad.
Hasta llegar el traslado, las vacaciones me aguardaban espaciosas y prometedoras para seguir leyendo. Tenía, como una adquisición, «El Poeta y los Lunáticos», de Chesterton, una entretenidísima sarta de relatos. No tenía más inconveniente que estaba en la versión original inglesa y malamente lo podía ir digiriendo con ayuda de diccionarios, sistema nada valedero para degustar autores de tan sutil mentalidad. A pesar de todo, conseguí fijar mi atención en uno de ellos y poder comprenderlo. Se titulaba «The purple jewel», y en seguida me atrajo por el lirismo de su título. En el transcurso de la acción me encontré con el crimen de un pintor, un «sosias» de la víctima y otros incidentes que se relacionan con la influencia sabática —flotando ambientalmente—, del lunatismo, sobre el cual el autor con su habitual maestría de intención se burlaba un poco de todas estas cosas. No había, conforme esperaba, una adscricción directa con las aficiones que a mí me llevaron en la búsqueda de esta lectura, pero el libro innegablemente era una pieza maestra de buen hacer literario. No le llegaba a «El retrato de Dorian Grey», ni en el tono ni en el atrevimiento morboso del fondo, además del diferente estilo de Wilde; más, aunque los asuntos incluso fueran tan dispares —el de éste más melodramático en su desarrollo— entretenía, como digo.
Como había venido en seguir haciendo estos descubrimientos por propia extracción desde que se me reveló la Luna en el infantil espectáculo de su oscurecimiento, seguía teniendo para ella, después de todo, mi mayor respeto; la más sedienta curiosidad, y esa profunda admiración que se guarda por todo lo incomprendido del tipo astral, cuando no ha llegado a sumirnos completamente en la indiferencia.
Pero, ésta como todas las otras fantasías de orden puramente literario —especulativas o imaginativas— quedaron rebasadas bien pronto con los sensacionales descubrimientos que se iban consiguiendo en el orden científico. Si se mira bien, nadie con tanta imaginación como los hombres de ciencia. Ellos superan todas las creaciones de los escritores y aun de los poetas.
Ahora, según anunciaban las revistas y algunos artículos de peso, la Luna se iba a poner al alcance de nuestra mano para la plena satisfacción de curiosidades, lo mismo que un tendero toma de un vasar un queso de bola. Hacía algún tiempo que un grupo de sabios laboraba por la obtención de una energía propulsora, superior a la de todos los medios hasta entonces conocidos. La consecución de ese poder y su dominio, iba a hacer de los espacios interplanetarios brevísimas distancias de paseo. En tal caso, los viajes astrales podían ser menores que los de cualquiera de nuestros itinerarios en los ferrocarriles al uso. Y la Luna, según se anunciaba ya, sería el primer aeropuerto sideral. Adiós, Verne y las películas de la «U.F.A.». También los poetas, con esto, quedarían relegados de su función creadora, para convertirse en meros periodistas informadores, cuando más de «enviados especiales» en las primeras expediciones.
Y es que la Humanidad prefiere la comprobación a la suposición; la realidad a las intuiciones, ver a entresoñar y tocar a contemplar. Eterno desencanto de las verificaciones y sed inmanente de averiguaciones experimentales. Como la de los niños con sus juguetes: romperlos, a ver si tienen dentro el motor que los mueve, en vez de recrearse con la forma externa y el encanto de su diminuta similitud bajo el brillo de la pintura o el atractivo del diseño.
Más siempre, a lo que yo entendía, de la Luna habrían de quedar otros vestigios e influencias en la preocupación de los hombres. Aunque se la llegara a descubrir moronda como un pisapapeles, su fluido, en cambio, no podrá aún desterrarse por mucho tiempo del papel que le asignan ciertos entusiastas de ella, desde Laforgue a Emilio Carrére.
Pues si bien nuestro mundo puede denotar mayor o menor interés por Marte o por el anillo de Saturno, conserva siempre por Sele una predilección tradicional y permanente, análoga a la que sienten las mujeres caras por el caviar o los eruditos por la bibliografía.
Así, pues, como al poeta su congoja, del mismo modo a los hombres por la Luna,
no les podrán quitar el dolorido sentir…