CUARENTA Y DOS

Villanueva y la comisaria están de la mano esperando un taxi con una maleta. Jiménez está con ellos en la calle.

—Bueno, Villanueva, una vez más, ha sido un placer, aunque a ver si viene una vez y es la cosa más tranquilita.

—Ojalá, Jiménez, es usted el mejor ayudante que se puede tener, se merece un ascenso.

—Quite, quite, si yo con un botellín fresquito y un montadito de pata de mulo de Casa Diego ya sabe que voy listo. ¿Qué van a hacer ahora?

Villanueva y la comisaria se miran.

—Bueno, hemos alquilado la primera quincena de mayo un apartamento en El Portil, queremos relajarnos, ha sido una Feria demasiado intensa.

—El Portil es un paraíso. Tengan cuidado y vuelvan pronto. Yo me voy a casa a partir los discos de Cantores de Híspalis, espero que mi mujer haya visto las noticias, porque si no encima no me deja y estoy viendo al del bigote en la cadena de música cada dos por tres…

—Adiós, amigo.

Villanueva y la comisaria se meten en el coche y de repente Jiménez grita.

—¡Villanueva!

El inspector y la comisaria salen rápido.

—¿Qué ocurre?

—Mire lo que se le acaba de caer al subir al taxi: la guita de la Manzanilla que le puse en la muñeca. Anda pajarete…

Villanueva se sonroja y Jiménez contrataca.

—Ya me imagino lo que deseó, anda que iba a pedir resolver el caso pronto…

Todos se ríen. Y el coche se marcha.