Villanueva y Jiménez se encuentran en la puerta de una inmensa fábrica. Nueve de la noche del domingo de los fuegos. Se miran. Jiménez le interroga.
—¿Qué va a pasar en este sitio, amigo?
—No me pregunte cómo lo he averiguado, pero creo que hay varias personas aquí dentro, con un bote de veneno de Guadalcanal y que van a usar la red de suministros de Mahou para exterminar a todos los impuros que beben eso en vez de Cruzcampo esta noche en la despedida de la Feria.
Jiménez le mira ojiplático.
—¿Veneno de Guadalcanal?
—Sí, sé que suena extraño, pero tiene que confiar en mí, Jiménez, porque tengo la misma sensación que cuando vaciamos el lago de la plaza de España, por eso y porque tienen a la comisaria.
—Voy con usted a muerte, Villanueva, ya lo sabe.
Villanueva y Jiménez entran en la fábrica. Son unas instalaciones que dan miedo a primera vista. Avanzan y llegan al puesto de control. Se acercan con la placa fuera y se sorprenden. El vigilante está inconsciente, alguien le ha golpeado. Jiménez mira a Villanueva con gesto serio.
—Parece que tiene usted razón.
Los dos policías van corriendo por la fábrica. Encuentran hasta a seis vigilantes fuera de combate. Atraviesan una sala inmensa con depósitos. Van buscando pero no hay manera de encontrar nada. En un momento oyen un ruido a su espalda, se giran deprisa. Pero parece no haber nadie.
—¿Ha escuchado también algo, Jiménez?
—Se muera usted que sí, pero no veo a nadie… Un momento.
Jiménez retrocede con el arma en la mano, hay algo blanco en el suelo junto a una máquina.
—Villanueva, no se lo va a creer, pero a alguien se le ha caído aquí un costal.
—¿Cómo?
—Sí, un costal de arpillera, vamos.
—Nos están vigilando, vaya con cuidado.
El rastro de vigilantes inconscientes por el suelo les lleva a la puerta de una sala de control. Es la única en todo el complejo que tiene luz. Hay una ventana de ojo de pez. Villanueva y Jiménez se asoman y ven lo que hay dentro, por fin, claramente.