TREINTA Y TRES

Villanueva llega a la calle Levíes poco antes de las once. Está preocupado. Va solo. Entra y hay un cantautor actuando al lado de una chimenea apagada. Pasa dentro, a una especie de patio cerrado en el que hay una desaforada bailaora para extranjeros que beben sangría. Sigue avanzando y entra en un patio. Hay poca gente, parecen a su aire. Huele a Dama de Noche. Reconoce rápidamente la mesa en la que ha sido citado. Está a la derecha, junto a una hiedra, casi en un rincón del patio. Villanueva aparta la silla de metal y se sienta.

—Ha sido puntual. Si hace un movimiento brusco no lo cuenta. Bastante tengo con contenerme por la paliza que le ha dado a Poto.

Esa voz grave viene de alguien que está en el rincón y que pone varios palodús afilados encima de la mesa para que Villanueva los vea. Los vuelve a guardar.

—¿Qué quiere?

—Usted es de Madrid, ¿no?

—Sí.

—¿Quiere una Mahou?

—No, gracias.

—¿No bebe?

—Lo que no bebo es Cruzcampo, no sé cómo puede gustar tanto esa cerveza por aquí.

—Ya servirá para algo la Mahou… La comisaria está bien, supongo que estará preocupado. Es un simple movimiento de ajedrez para inmovilizar a la reina, que es usted.

—¿Cómo dice?

—O se deja de juegos o la comisaria aparece ensartada en palodú, eso es lo que digo. Y sería una pena, con lo guapa que es y lo bien que habla de usted.

—Hijo de puta…

—Echa el freno, Magdaleno, que te doy un tragantón aquí ahora mismo que te vas a creer que es Navidad, vamos a llevarnos bien.

El brillo de los ojos del hombre es lo único que se distingue en el rincón de sombra. Estará a un metro y medio, pero Villanueva puede notar su fuerza.

—¿Sabe qué es lo peor, Villanueva? Que estoy seguro de que si me diera tiempo, a mí o al Hermano Mayor, acabaría uniéndose a nosotros. Sé que cuando le contaron lo del disco de Empani también usted tuvo dudas sobre el progreso. Pero no tengo tiempo ni ganas, y eso que usted sería un buen soldado. En fin, el trato es el siguiente. Usted se relaja, se va a la Feria, prueba el rebujito, hace como que trabaja, Jiménez no le va a empujar por lo que hemos visto, es más bien relajado, y el domingo, después de los fuegos, la comisaria aparece sana y salva. ¿Qué le parece?

—Me parece que una mierda para ti.

—Perfecto, me lo temía, usted ha decidido.

Es tarde. Cuando Villanueva responde no queda nadie en el rincón. Casualmente, las personas que estaban en el patio se marchan cada una por su lado. Villanueva se queda pensativo. A los dos minutos sale un camarero de dentro.

—Perdone, aquí no puede estar.

—¿Cómo?

—Este patio lleva un par de años ya cerrado al público, los vecinos se quejaban.

—Lo siento, he entrado sin darme cuenta, estaba abierto.

—Vaya, es raro.

Antes de salir, Villanueva coge una pequeña servilleta convertida en pelotita que hay en la mesa en la que ha estado la sombra con la que ha hablado y se la mete en el bolsillo.