—¡Jiménez, ocúpese de la primera dama!
—¡¿La primera empezando por dónde?!
No hace falta explicar nada. Villanueva saca del coche al alcalde que parece herido y lo mete en el primer sitio que puede para resguardarse de un posible segundo disparo. Lo mete en la casetilla de una gitana que estaba vendiendo Winston del Águila.
—¡Payo, con el gordo este que me aplastas los cartones!
—¡Señora, cállese!
El alcalde está bañado en sudor frío. Villanueva lo tiene en brazos.
—Tranquilo, alcalde, tranquilo, por favor.
—¿Tranquilo, coño? Si me voy a morir.
—¿Dónde le han dado?
—No lo sé, creo que en la papada.
Villanueva le quita la mano y le ve únicamente una herida del tamaño de un guisante.
—Alcalde, ¿tiene usted alguna otra herida aparte de esta?
—Yo creo que no, pero un susto muy grande en el cuerpo sí que tengo.
Villanueva le vuelve a apartar la mano del cuello al alcalde.
—¿Está bien? Esto parece la herida de un balín.
—¿Y mi señora?
Villanueva se asoma fuera de la casetilla y ve a Jiménez en la de enfrente con la mujer del alcalde. Le pregunta con un gesto si todo está bien y Jiménez responde que sí.
—Alcalde, su señora está bien, ahora lo van a evacuar, creo que está bien. Eso sí, tenga claro que han querido avisarle de algo.