Luce el sol. El Real de la Feria está abarrotado. Podio y su mujer saludan a un lado y a otro desde un coche de caballos. El alcalde va de chaqueta y su mujer con un traje rosa con tocado a juego. La gente les saluda desde las puertas de las casetas. Unos con cariño y otros no tanto.
—¡Adiós, norcoreano!
Mientras todo eso pasa, a cierta distancia, en un balcón del piso 12 del edificio de muebles Matamoros, hay un hombre con el pelo largo apuntando con una escopeta con mira telescópica hacia la Feria.
Abajo, Podio no deja de sonreír. Va con un catavinos lleno de manzanilla con el que brinda con algunos caballistas. Villanueva va a un lado del coche, al otro va Jiménez, con un auricular en una oreja y unas gafas de sol. Cada vez que alguien se acerca al alcalde, Villanueva se tensa. El alcalde le habla entre dientes sin dejar de sonreír.
—Tranquilo, madrileño, esto es parte del show, tranquilo.
En el balcón el hombre de la melena va vestido de negro y sigue fijando un objetivo a través de la mira telescópica.
Villanueva está visiblemente nervioso, parece prever que algo no va bien. Van por Gitanillo de Triana y se disponen a girar a la derecha a Pepe Hillo. Es un cruce de caminos, las calles al unirse dejan un espacio abierto sin postes, casetas ni farolillos. Villanueva no para de mirar a todas partes, a cada ventana.
En el balcón, la última tela de caseta desaparece de la mirilla del tirador. El alcalde por fin está a tiro, el hombre apunta, una gota de sudor le cae por la frente, asegura a la cabeza… y dispara.