DIECISÉIS

Villanueva y Jiménez atraviesan la Feria juntos.

—Jiménez, ¿puede dejar de saludar a gente? Vamos a la escena de un crimen.

—Villanueva, desgraciadamente ya por la pobre Melinda poco vamos a poder hacer. Esa mujer tiene, bueno, tenía, un puesto de gofres a la entrada de la Calle del Infierno.

—¿La Calle del Infierno?

—Sí, no se asuste, los cacharritos, vamos, las atracciones le dirán en Madrid, pues eso, que cuando ibas morado como un lirio y los niños ya se ponían pesados conque los llevaras al Barco Pirata o al Top Gun o a lo que sea, te tomabas un gofre de Melinda y te recuperabas que no veas. Esa mujer ha salvado más vidas que el 112.

—Ya.

—Y de lo de saludar a gente… Mire, aquí se dice que si recorres la calle Sierpes entera y no saludas mínimo a tres, ni eres sevillano ni nada. En Costillares, que es la calle por la que vamos, para considerarte sevillano tienes que pararte por lo menos con el doble, ¿cuántos llevo?

—Más de diez.

—Pues eso, sevillano de roca que soy. Mire, ya hemos llegado.

El puesto de gofres de Melinda está cerrado. Hay como quince o veinte personas que esperan a que abra. Jiménez los va apartando como puede.

—Parecen zombies, coño.

Hay uno que no puede casi moverse.

—Vaya papa buena que llevas, amigo.

—Pues verás como mi mujer le pone alguna falta.

El puesto es móvil y está cerrado. Jiménez da la vuelta y observa que la puerta no está cerrada con llave. Entran. Todo está aparentemente en orden. Villanueva sin embargo encuentra una nota escrita con las habituales y siniestras letras recortadas. Está clavada con una estaca de palodú a la foto de un gofre con sirope de fresa:

«¿GOFRE QUÉ ES, COÑO? AQUÍ GARRAPIÑADA. 3/7».