—Prefiero estar solo, Jiménez.
—¿Seguro? Puedo llevarle a comer a la Choza de la Manuela, un sitio que hay en el Aljarafe que se come de miedo. Con el estómago lleno se ven las cosas de otra manera, de postre un poco de sal de frutas y listo.
—No, gracias. Otro día.
Villanueva sale de la Comisaría de la Gavidia y comienza a andar por el centro. Atraviesa la plaza del Duque, la Campana, Sierpes… Deambula mirando caras. Hay poca gente. Es tarde y martes de Feria, es normal. Tuerce en la calle Sagasta y llega a una plaza cuadrada. Está llena de gente de pie tomando cervezas. Se para. Pide una cerveza. Se la pone un camarero con coleta. Villanueva se fija, pero no, es bastante más corta que los pelos que han encontrado. Sale. Pide otra. Y otra. Pasan las horas y las cervezas. No deja de mirar caras, parece buscar algún gesto. Se acerca a un puesto de patatas fritas. Antes de que le dé tiempo a decir nada el hombre del puesto le enseña un cartucho.
—¿Uno?
—Eh… sí.
—Estas patatas son las mejores que se puede usted comer.
—No me diga, sevillanas, claro. Un día me va a decir alguien en esta ciudad que en tal bar ponen la mejor Coca-Cola.
—Qué va, son gallegas, yo las papas que vendo son gallegas, pero eso lo sabe aquí muy poca gente, ahora, lo de los bares es verdad, aquí hay un bar para las croquetas, que es el Casa Ricardo, uno para los montaditos de pringá, que es el de las Columnas, uno para los pinchitos, que es el Salomón de López de Gómara, uno para las tortillas de jamón, que es el Rinconcillo… Y así sucesivamente.
—Hay que hacer un máster para irse de tapas en Sevilla.
—No, hombre, se come bien en cualquier bar y, además, en otras cosas no está el tema tan claro. Fíjese, por ejemplo, que la dualidad de Sevilla se manifiesta también aquí.
—¿Qué dice usted?
—Vamos a ver, ¿en Sevilla cuántos equipos hay?
—¿De fútbol? Dos, el Sevilla y el Betis.
—Exacto, y hay dos hermandades fuertes, la Trianera y la Macarena, y además en caracoles o se va al Kiki o al Cateto, y hasta en cerveza se divide la gente entre el Tremendo y el Jota.
—¿Y la dualidad moderno-tradicional?
—Hombre, es más bien, modernito-rancio, pero sí, sí, también la hay. En lo único en que no hay dualidad es que en mis papas son las mejores, bueno, las segundas mejores, porque las papas de tinto son mejores.
—¿Y usted no se cansa?
—¿Don Papa? ¿Usted sabe la cantidad de dinero que gano yo aquí? Pero tiene usted razón, ¿para qué lo quiero si estoy todo el día liado?
—Ya, mucha gente en esta plaza siempre, ¿no?
—¿Esto?, esto es una mina, como el bar de arriba, que se llama así, crisis ni crisis, esto está siempre hasta arriba, mira, mira qué niñas, si es por eso, si es que esto es un paso de tórtolas, mira, para que tú lo sepas, aquí la gente se viene el sábado por la mañanita, con sus gafitas de sol, duchaditos, maqueados y se ponen a marcarse como un indio detrás de una piedra.
—Sí.
—Después se van a comer a algún sitio, ojo que se les va la hora y acaba cerrando todo, bueno, siempre está el Góngora, que no cierra cocina, se come lo que sea que empape y luego chupito digestivo.
—Sí.
—Y después, ellos y ellas se van a Bestiario, por ejemplo, que está ahí detrás de Plaza Nueva. Para que te hagas una idea, es como una discoteca a las 3 de la mañana, pero a las 4 o a las 5 de la tarde. Eso es un aquelarre. Y ahí se consuman las parejas que se han gustado aquí.
—Lo probaré, pero otro día. Una cosa, por aquí cerca estaba un bar así muy peculiar…
—¿Peculiar cómo?
—Así como con muchas esculturas de santos.
—¿El Garlochí?
—Ese.
—Sí, hombre, está ahí al lado, pero no sé si estará abierto tan pronto.
—Bueno, no tengo nada que hacer.
Villanueva se despide y va camino del Garlochí, da pequeños tumbos de camino.
Efectivamente llega y está cerrado. Parece fastidiado. Enfrente, a pocos metros, hay una puerta abierta. Entra. No ha visto un bar así en su vida: tres puertas, paredes manchadas de humedad, trofeos llenos de polvo y seis o siete clientes que parecen ser más amigos que otra cosa ya. Uno bebe gin-tonic con un hielo solo. El camarero, un hombre mayor y serio, se acerca a Villanueva.
—¿Qué va a tomar?
—Un whisky.
Las conversaciones que se escuchaban en el bar se silencian.
—Aquí whisky no hay, esto no es una whiskería.
Villanueva se asombra y reacciona.
—¿Un ron? ¿Tienes Santa Teresa?
Otra vez silencio, y el camarero parece molestarse.
—Vamos a ver…
El hombre del gin-tonic con un hielo solo tiene los ojos azules y se le acerca desde su sitio al otro lado de la barra.
—Tranquilo, hombre, lo que pasa es que aquí nuestro amigo Pepe nada más que tiene bebidas blancas, de eso lo que quiera, ¿qué quiere? ¿Un Bacardi? ¿Un gin-tonic? Pepe, ponle un gin-tonic a nuestro amigo. Aunque, bueno, aquí lo auténtico es pedir un Terrycola.
—¿Un terricola?
—Sí, un Terry con Cola, vamos.
—Prefiero un gin-tonic.
El camarero asiente y le sirve un gin-tonic en un vaso de Duralex. Villanueva mira alrededor y llama al camarero.
—¿Un taburete no tendrá usted?
El camarero vuelve a ponerse serio.
—Aquí el taburete no lo tiene cualquiera.
A pesar de no tener apenas decoración, el bar tiene un incomprensible ambiente muy agradable. Villanueva parece relajado por primera vez en mucho tiempo. Escucha las conversaciones de los clientes. Un joven de unos treinta años, hijo del hombre del gin-tonic, habla a voces con otro cliente.
—Claro, maricona, ¿cómo se me va a olvidar la primera vez que te conocí? Entraste por esa puerta con las manos en la cabeza, más mala cara que yo qué sé, saludaste a mi padre y lo primero que le dijiste fue: negritaHostia, José, vaya la que tengo, se me ha caído el cielo encima».
—Ofú, qué mal cuerpo traía, es verdad.
—Yo pensé: «Coño, qué tío más poético para estar en el bar de Pepe, le habrá dejado la mujer o se le habrá muerto alguien querido», y al momento dices: «Se me ha caído el cielo pero menos mal que tenía una pistola de silicona allí», y ahí me quedé alucinado… ¡Hasta que me enteré de que trabajas montando belenes!
—Claro, coño, ¿tú sabes la que se lio que el cielo decapitó a dos lavanderas y dejó cojos a cuatro pastores?
Villanueva no puede reprimir una carcajada. El hombre bajito del único hielo en el gin-tonic le mira.
—Hombre, ya se ríe nuestro amigo, vamos a ver, ¿le hacemos la de la fruta?
Todos en el bar comienzan a reírse y a animar. Villanueva no entiende nada. Con disimulo palpa si tiene el arma debajo de la chaqueta. Parece no fiarse.
—No, no, gracias, no tengo el día hoy, si ya me iba…
—De eso nada, le voy a demostrar que tengo poderes mágicos, ya verá, coja una servilleta, Pepe, dale un boli, hombre.
El camarero va con un papel y un bolígrafo hacia Villanueva. Le habla en confianza.
—Tranquilo, hombre, si es solo una broma.
Villanueva coge el papel y el bolígrafo. El hombre sigue a lo suyo.
—Ahora usted escriba el nombre de una fruta, la que quiera de todas las que hay, en el papel. Yo, cuando la escriba y doble el papel, que no lo vea nadie, voy a escribir aquí y va a ser la misma.
Villanueva parece divertirse. Piensa y en la cara se le ve un poco de maldad. Coge el bolígrafo y escribe sin que nadie le vea: «Lichis».
—Ya.
Desde el otro lado de la barra, el hombre le mira, escribe también algo en el papel y lo dobla.
—Ea, ya. He escrito la misma.
Villanueva se sorprende. El hombre contraataca.
—Pero voy a más, tache esa y escriba otra si quiere. Yo no toco mi papel y seguirá siendo la misma.
Villanueva parece excitado. Abre de nuevo el papel, ve escrito «Lichis», lo tacha, tapa la escritura con la otra mano y escribe «Tamarindo».
—Ya.
El hombre le mira, entorna los ojos y dice:
—Perfecto, tengo la misma.
—Imposible.
—Abra el papel y léalo en voz alta.
Villanueva abre su papel y lee para todos.
—Tamarindo.
El hombre del gin-tonic comienza a reírse y a dar saltos de victoria y le pasa su papel al cliente de al lado que lo lee y asiente, y este al siguiente, y al siguiente. Finalmente el papel llega hasta Villanueva, lo abre y lee:
«La misma».
Villanueva se muere de la risa y todos en el bar lo comparten, hasta que uno de ellos dice: «¿Tamarindo qué es, cojones?». Y hay más risas todavía.
Han pasado varias horas. Han cerrado incluso las persianas con Villanueva y dos o tres dentro. Le han explicado que uno no es de Sevilla si no ha estado encerrado alguna vez en el bar de Pepe. Este ha hablado de su pueblo, Guadalcanal, en el que hay una fábrica de pesticidas que da trabajo a la mitad de los habitantes.
—Es un pueblo bonito, pero, claro, cuando uno piensa que medio pueblo vive de envenenar…
También hablan de una imprenta que hay cerca, en el Muro de los Navarros, o de que Pepe solo se deja invitar por gente a la que aprecia, y que por tanto es un privilegio poder invitarle. Uno de los clientes le dice a Pepe que se tiene que ir.
—Pepe, abre, que me está esperando mi mujer.
—Anda que no le temes nada…
—¿Yo? A mí mi mujer me habla de rodillas.
—¿Sí?
—Sí, lo malo es que suele tener la escoba en la mano y es para decirme: «¡Sal de debajo de la cama, cobarde!».
Villanueva vuelve a reírse, se lo está pasando bien, pero aprovecha que suben la persiana, paga una cuenta escrita en tiza en la barra, se despide y sale. Al móvil comienzan a llegarle mensajes de llamadas perdidas. Lee el último, que es un SMS de la comisaria: «Vaya rápidamente a la Feria. Ha aparecido un nuevo muerto. Diríjase a los ponis».