En la Comisaría están la comisaria y una mujer de unos setenta años. Villanueva y Jiménez llegan. La comisaria se sorprende.
—Madre mía, Jiménez, ¿qué le ha pasado en la cara que la tiene llena de verdugones? ¿Una avalancha?
—No, una paletilla.
—Bueno, supongo que son cosas que pasan, les presento a Araceli Carranza, les pido delicadeza, es la viuda del anterior comisario.
Villanueva la saluda.
—Le acompaño en el sentimiento y le agradecemos que haya acudido tan pronto, sabemos que no es un momento fácil.
—Gracias. Miguel, mi marido, tenía un alto sentimiento de la justicia, desde donde esté habría querido que acudiera lo antes posible a colaborar en cualquier caso en el que pudiera, mucho más tratándose del suyo.
La comisaria le cede una silla a la viuda.
—Sentémonos. Agentes, la señora Carranza ha traído una carta que ha encontrado en un cajón de su casa. La escribió la víctima hace cinco días.
—Desde que se jubiló estaba muy raro. Yo lo achaqué al cambio de aires, lo hablé con mis amigas del RACA y me dijeron que a sus maridos también les había pasado al jubilarse, como más cascarrabias. Pero mi Miguel estaba más raro. No pasaba por casa apenas. Estaba todo el día con unos amigos nuevos de los que no me decía nada. Nosotros siempre habíamos sido de salir con amigos, tenemos a los Conradi, un matrimonio amigos nuestros, ella es encantadora, y él también, vamos, un poco suyo, la verdad, o los Benjumea, que viven allí cerca de casa y son también dos magníficas personas. Salíamos mucho, íbamos a Los Monos a tomarnos un refresquito, o en su día al Nova Roma a merendar… Teníamos hasta cuenta en La Botella, allí en la Palmera, uy, allí se está la mar de bien, usted no es de aquí, ¿no, inspector?
—No, no, soy madrileño.
—Uy, pues le tienen que llevar, que se está muy bien, está allí por donde Tráfico, saben, ¿no?
La viuda mira a Jiménez.
—Sí, señora, ya iremos, no se preocupe, y se tomará un Tab o un Bitter Kas el inspector.
—Perdone que me desvío. Estoy muy sola y cuando cojo a alguien por banda no lo suelto, la verdad, con decirles que cuando viene mi nieto a comer lo cebo y cuando se echa la siesta le lavo la ropa para que no se pueda ir hasta que se seque, imagínense. Por dónde iba, ah, que no salíamos, eso es, últimamente yo me quejaba porque salía menos que un notario, pero lo veía a mi Miguel tan bajito que ni me atrevía a mentarle nada. Y él cada vez más tristón. Yo le preguntaba qué le pasaba y él me decía: «Nada, nada». Criaturita, y ahora fíjense… Yo me decía: «esto no puede ser de la jubilación», pero ni preguntarle casi me dejaba. Nada más que «me voy con los amigos», «me voy con los amigos». Y yo sin saber qué amigos eran. Al principio sí estaba más contento, pero rápido se vino abajo. La semana pasada se fue de fin de semana, a mí me extrañó que no apareciera, pero muchas veces se despistaba y como estaba tan agobiado, decidí no llamarlo. Cuando estaba viendo el Alumbrado en Giralda Televisión me encontré la tostada.
La viuda se pone a llorar ahí desconsoladamente.
—Ay, mi Miguel, ay…
La comisaria la abraza y la viuda se va recomponiendo.
—Ay, Dios mío, perdónenme, qué vergüenza, el caso es que dejó una carta en el cajón de su mesita de noche, y creo que la deben leer.
Villanueva mira la carta, está escrita a mano.