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La historia de la placa rota llamó tanto la atención de Crates que no sólo dio la libertad a Eutiques, sino al compinche de este, Ardis. En un primer momento, el corintio sólo había hablado al pirata del origen de aquella pieza quebrada, así como de la profanación del túmulo y de la tormenta que eso había desencadenado. Pero, más adelante, siempre temiendo que Crates se deshiciera de ella, comenzó a insinuar lo que esa tablilla podía llegar a valer, dada su condición de pacto sagrado con los habitantes del país del ámbar, en el norte lejano.
Porque aquel Crates era un tipo de griego de los que se daban con frecuencia en ultramar. Comerciante y pirata, la vida entre pueblos bárbaros le había hecho bastante más abierto de opinión y de trato que el común de sus compatriotas. A cambio, justo ese vivir en tierras extrañas le daba un sentimiento muy fuerte de identidad como griego, sobre todo en lo político; algo muy difícil de encontrar en Jonia o la misma Grecia, donde pocos eran capaces de ver más allá de los sembradíos de su ciudad natal.
Abundaba ese tipo de personajes en las colonias y Eutiques les calaba casi al primer vistazo, ya que se había topado con muchos a lo largo de sus viajes y él mismo, en ocasiones, gustaba de creerse un poco así también. Tampoco había echado en saco roto los consejos de su viejo amigo Magón acerca de qué clase de hombres estaban dispuestos a acometer grandes empresas. Y ahora razonaba que podía encontrarlos, tanto como en Tiro, en la Jonia amenazada por los persas o en las colonias de Occidente, rebosantes de aventureros y desposeídos.
Movido por tal idea, fue agitando poco a poco el cebo ante las narices de Crates y este, tal como esperaba, fue prestándole oídos. En las escalas, solían sentarse a solas bajo un toldo, a charlar, con una cántara de vino y dos copas entremedio. Eran horas de calor, de silencio. Las olas iban a morir susurrando contra la playa mientras la brisa cálida agitaba los matorrales costeños. La tripulación dormitaba bajo cualquier sombra y, a veces, los golpes de aire ardiente arrastraban torbellinos de arena a lo largo de la playa. Luego el viento cesaba y todo volvía al silencio.
El corintio, con astucia, desplegaba el señuelo de grandes riquezas, así como con la fama imperecedera, y el pirata asentía pensativo, acunando entre sus manos la tablilla de plata. A veces, contemplaba con ojos entornados su nave, varada en la orilla, o el mar más allá, sobre el que danzaban miles de reflejos del sol. Discutían sobre dificultades, bloqueos, financiación, y al final siempre, ofuscados por el vino y la calor, se perdían en sueños tan grandiosos como impracticables.
Luego, un día, la pentecontera de Crates se reunió, en una cala recóndita, con un segundo buque llegado de Mainake. El rodio, como muchos piratas griegos de esas aguas, daba salida al botín de sus asaltos gracias a los mercaderes de esa colonia focense, que no le hacían ascos a tales negocios, a condición de que se llevasen de forma discreta, para no empujar a los fenicios a una expedición de castigo contra su ciudad. Las tripulaciones se juntaron a pie de playa, y las negociaciones no fueron arduas ni largas, ya que los dos capitanes se conocían de largo. Cuando se separaron, Eutiques y Ardis viajaban a bordo de la nave focense, junto con un hombre de confianza de Crates, y con ellos iba la placa de plata, rumbo a Mainake.
El corintio había visitado ya antes ese puerto y guardaba muy buenos recuerdos del mismo, pues era salubre, opulento y muy soleado. Una colonia reciente, fundada hacía pocos años, aprovechando el declive del poder tirio en esas aguas, que los fenicios consideraban de su monopolio. Había sido edificada en lugar favorable, sus murallas eran sólidas y su puerto de abrigo para los buques, aparte de que contaba con un camino de caravanas que, a través de las sierras, llegaba hasta el corazón del imperio tartesio.
Según costumbre arraigada entre los griegos coloniales, el trazado urbano era una cuadrícula de calles rectilíneas que se cortaban en ángulos rectos para formar manzanas rectangulares y de igual tamaño. La prosperidad de esa ciudad se reflejaba por doquier: en ropas y alhajas, en lo espacioso de casas y patios, en los numerosos templos alzados por toda la ciudad que, sin bien no podían competir en grandeza con los de Oriente, resultaban airosos y de buena arquitectura, y estaban llenos de estatuas de dioses.
Separada de Mainake por una muralla y hacia tierra, se levantaba una segunda ciudad, la indígena, mucho más caótica y mísera, de chozas y con población mezclada, aunque predominaban en ella, de largo, los libofenices. En el mar, pegada a la costa, había una isla reservada a los tartesios que les servía de residencia, depósito de mercancías y santuario lunar. En esa ciudad feliz, a instancias del pirata Crates, Eutiques dirigió sus pasos a la casa de un tal Piripompo; un mercader rico, ya entrado en años y todo un personaje en Mainake.
Piripompo no era focense de nacimiento y nadie conocía a ciencia cierta su origen, aunque se especulase mucho sobre tal extremo. Decían que era nativo de alguna localidad griega de Asia, que la conquista persa le había arrebatado fortuna, familia y libertad, y que había sufrido toda clase de indignidades. Tras fugarse, con el tiempo había logrado rehacer su vida en Occidente, donde llevaba establecido ya muchos años, amasando riquezas. Fuera o no verdad todo eso, lo cierto era que el mercader sólo tenía palabras amargas acerca de la desunión y la cortedad de miras de los griegos asiáticos, lo que propiciaba toda clase de males, tanto pasados como futuros, que él auguraba aún más terribles que los ya sufridos.
Piripompo era un defensor a ultranza de lo griego frente a la corrupción de lo bárbaro; un hombre ardiente de opiniones y a menudo extravagante. Eutiques, recomendado por alguien como Crates, obtuvo en su casa la mejor de las acogidas. De hecho, el corintio no tardó en descubrir que, aprovechándose de aquella faceta idealista del mercader, toda uña patulea de gorrones y visionarios hormigueaban por su patio, comiendo y bebiendo a su costa, adulándole y dándole a cada paso la razón.
Porque se banqueteaba cada dos por tres en aquella casa, siempre a costa del anfitrión. Piripompo —fornido, sanguíneo, de pelo gris y escaso— bebía hasta el estupor y a menudo, jaleado por su corte de aduladores, lanzaba soflamas contra la política de las ciudades griegas, contra la mezquindad de sus magistrados y sus rencillas aldeanas, todo salpimentado con alusiones a los bárbaros, orientales u occidentales, a los que tachaba de crueles, traidores e indignos.
En esos festines tumultuosos, en los que el amo no reparaba en gastos, donde corría el vino y no faltaban jamás flautistas, cantantes ni prostitutas, no se sentaba Eutiques precisamente en el último lugar, porque sus desventuras, narradas con habilidad, le habían granjeado las simpatías del dueño.
—Ay, sí. También yo tuve que malvivir entre bárbaros —le había confiado en más de una ocasión, con voz pastosa, confirmando así en parte las habladurías—. Yo también lo perdí todo. Lo mío, los míos, todo. Pero me rehíce, sí, me rehíce —farfullaba siempre, echando mano a la copa.
En aquellas parrandas se juntaba un poco de todo: filósofos de mala muerte, mercenarios de capa raída, poetastros, vagabundos, gandules y fracasados, a los que había que sumar algunos idealistas de tres al cuarto. Aquello era como una de esas sociedades medio secretas que tanto abundaban en la Grecia asiática, pero en clave de farsa, y a Eutiques no podía por menos que pasmarle que Piripompo, con lo sagaz que era en otros terrenos, fuese incapaz de darse cuenta de la ralea de sus acompañantes.
Alguna vez se lo había comentado a Ardis, quien, como lidio y por tanto bárbaro, no era admitido en casa del mercader y sobrevivía como podía en una choza del barrio indígena.
—Bah. —El lidio dejó entrever una de sus sonrisas afiladas—. ¿Qué tiene de raro? Hay muchos que parece que tuvieran una cantidad fija de sentido común: si le pones mucha en una parte, es como si se la quitases de otra. Ese Piripompo será un lince en los negocios, pero, en otros temas, es un primo como he visto pocos.
Lo cierto era que, en aquellas reuniones, la historia del pacto no iba a pasar desapercibida, que era lo que esperaba Crates al enviar a Eutiques con la plata a Mainake. Sin embargo, en garras de aquellos parásitos e iluminados, el primitivo plan de despachar una o dos naves al norte, tras burlar el bloqueo fenicio del estrecho, dio paso al cabo de poco a proyectos más fabulosos.
Fantaseaban acerca de fundar colonias e incluso toda una nueva Grecia en el norte brumoso. Los había que invocaban los ejemplos de la Magna Grecia del sur de Italia o las colonias del Ponto Euxino. Allí, lejos de grandes imperios, los helenos prosperaban sin que sus vecinos salvajes supusieran un enemigo serio para su supervivencia. Los hombres más instruidos, que allí los había, recordaban viejos relatos de viajeros según los cuales existía muy lejos al norte un mar sembrado de islas, semejante a aquel Egeo que tan favorable había sido siempre a los griegos.
Eutiques se reía para sus adentros ante tanto dislate pero, como no tenía donde caerse muerto y Piripompo daba alas a esas quimeras, de boquilla seguía la corriente. Como contrapunto, los hombres prácticos —alguno que otro acudía también en esos cenáculos— llamaban la atención sobre las dificultades que podían suponer el clima, la recluta de hombres, los gastos. Tras muchas discusiones, se llegaba a la conclusión de que lo mejor era mandar una expedición previa, de una o dos naves, con el pacto de plata, para establecer contacto con los bárbaros de aquellas tierras y valorar las posibles riquezas de sus lugares. Todo lo cual, al corintio, le pareció una forma bastante retorcida de volver al punto de inicio, luego de ir dando tumbos entre fábulas y disparates.
Así fue pasando el tiempo. Unos calentaban la cabeza al anfitrión y otros le instaban a armar un buque para enviarlo más allá de las columnas de Hércules, hacia el norte. Eutiques no tardó en sospechar que más de uno de los primeros hacía cuanto podía para estorbar a los segundos, quizá porque tal empresa amenazaba su vivir a costa del dueño de la casa, sin dar golpe y llenándose la boca de palabras. El corintio, por su parte, nunca dejó de valer a Crates ante Piripompo. Poseía su propia nave, argumentaba, por lo que los gastos serían menores; él mismo era marino avezado, hecho al combate, contaba con tripulación veterana y, sobre todo, no era un energúmeno al que le perdía la sed de oro y sangre, como ocurría con tantos piratas. Por tanto, no había candidato mejor para la aventura. El mercader asentía, le daba la razón, pero nunca terminaba por decidirse a nada.
El día en que estalló aquella burbuja absurda, cómoda para unos cuantos, Eutiques la vio reventar de primera mano, ya que él fue uno de los que acompañaron a Piripompo hasta una playa próxima a Mainake, a una entrevista con varios libofenices llegados de algo más al oeste. Si se reunieron allí fue tanto por discreción como porque las leyes de Mainake prohibían a los indígenas el acceso a la colonia, para evitar así un golpe de mano. Se acercaron pues por mar, al rayar el alba, casi de incógnito, en una embarcación pequeña de remos y, a la primera luz, advirtieron que les esperaba ya en la arena un grupo de hombres armados.
Los griegos desembarcaron con escudos y lanzas, un ojo puesto en los pinares próximos a las arenas, porque en aquellas tierras todos hacían negocios con todos, pero nadie se fiaba de nadie. Entre chapoteos, los remeros vararon la nave, en tanto que los libofenices se mantenían algo distantes, tanto por cortesía como por prudencia. Iba despuntando ya el sol rojo sobre las aguas y soplaba un terral que alborotaba los pinos, los matorrales, los mantos, los cabellos.
Apenas Piripompo echó pie a tierra, del brazo de uno de los suyos, un libofenice abandonó de forma ostentosa sus armas para acercarse con las manos abiertas. Era bajo, rechoncho, feo, a diferencia de sus apuestos compañeros de raza. El mercader le conminó al silencio con un gesto y, con otro, le indicó que se apartase con él un trecho, antes de hacer seña a Eutiques y a otro de sus acompañantes, de nombre Prolampo, para que fuesen con ellos.
A unos pasos de ambos grupos, el indígena comenzó a explicarse en una jerga costeña tan cerrada que les costaba a veces entender, pese a que los tres habían negociado por todo aquel litoral durante años. De su parloteo pudieron sacar en claro que, días atrás, se había producido una batalla campal en uno de los caminos del interior, entre tres viajeros procedentes de la ciudad de Tartessos y un grupo de valientes de ribera. Crates había pagado a los segundos para que matasen a los primeros, al enterarse de que eran enviados del rey Argantonio con la misión de recuperar unas piezas robadas en un túmulo, sobre todo una placa de plata rota a la que, por algún motivo, daban especial valor. Al parecer, Crates conservaba en su poder algunas de esas piezas y, aunque no había participado en ningún saqueo sacrílego, temía una venganza. El caso era que la emboscada salió mal y aquellos tres —hombres terribles según el libofenice— habían vencido a un número muy superior de enemigos, al punto de dar muerte a varios y poner en fuga al resto.
Los tres griegos habían escuchado con suma atención, antes de cambiar miradas entre ellos.
—¿Cuánto habrá de verdad en lo que nos ha contado? —preguntó Piripompo en jonio, casi para sí mismo.
—Bastante —admitió entre dientes Eutiques, en la misma lengua—. Por la forma en que los ha descrito, creo que conozco incluso a dos de esos emisarios. Si son los que yo creo, sí son en verdad hombres temibles.
Piripompo, el manto alborotado por el viento de primera hora, asintió sombrío. El tercer griego allí presente, Prolampo, se encaró con el libofenice para preguntarle en jerga de la costa:
—¿Por qué nos lo cuentas a nosotros? ¿Has hablado con Crates? —Aquel Prolampo era uno de tantos parásitos que rodeaban al mercader. Aún joven, apuesto, se las daba de filósofo y era uno de los mayores aduladores de Piripompo, al que daba siempre la razón, cambiando de opinión según lo hacía el amo, sin que este se diese ni cuenta.
El libofenice procuraba explicarse entre aspavientos. Era difícil localizar a Crates, que siempre estaba en la mar, de un lado a otro. Los tres viajeros se dirigían a Mainake, ya que suponían que ahí estaba la placa rota, y él había creído conveniente acudir a la colonia para advertir a Piripompo, ya que eran bien sabidas las relaciones que mantenía con el pirata.
Piripompo asintió pensativo, antes de regresar a su embarcación. Entregó luego unos eslabones de plata a Prolampo, que volvió sobre sus pasos para, tras cambiar unas palabras con el libofenice, ponérselos en las manos, a modo de recompensa.
—Tenemos que avisar a Crates y rápido —le indicó el mercader a Eutiques—. Hemos de enviar una nave a través de las columnas de Hércules. Él tiene una y, como tú siempre has dicho, es el hombre adecuado. La placa tiene que salir de Mainake antes de que lleguen los enviados de Argantonio.
‡ ‡ ‡
Viento y frío eran para Totog, tan sólo, dos adversarios más a los que doblegar y, por eso, recorría casi con gusto los senderos monteses en plena noche, en respuesta al llamado de Baubalud el curandero, con apenas luz de luna suficiente para ver por dónde ponía el pie y no despeñarse al fondo de algún barranco. Las ráfagas le zarandeaban, rugían a su alrededor con aullidos de malos espíritus, alborotando su manto como si quisieran arrancárselo del cuerpo. Nubes negras pasaban ante la luna, oscureciéndolo todo a intervalos, de forma que a veces debía detenerse, en espera de que luciese de nuevo lo bastante como para poder proseguir.
Era difícil orientarse entre las peñas peladas, convertidas en un laberinto de oscuridades y claro lunar, y ya iba Totog recelando de haberse extraviado cuando descubrió la luz de la hoguera de Baubalud, como un faro ardiente en mitad de tanta oscuridad. Apretó pues el paso, sin miedo a resbalar, porque sabía que el curandero le aguardaba a la puerta de la choza de piedra, sentado ante la fogata. Y allí le encontró, grande, muy gordo, envuelto en pieles de cabra. Se agitaban las llamas a cada golpe de aire, envolviendo al curandero en nubes de chispas, haciendo correr las sombras sobre su rostro y, a veces, alumbrando el interior vacío de la choza sagrada.
Totog se acuclilló ante las llamas, lanza en mano, agradecido del calor de aquel fuego. Baubalud, al que llamaban el Curandero, famoso por su magia y uno de los jefes más poderosos de aquellas sierras, arrojó algunas ramas al fuego, sin despegar los labios. Fue pues Totog, el jefe guerrero, el que primero tomó la palabra.
—Me has llamado.
—Lo hice. Sí. —Arrojó aún otra rama—. Hay una placa de plata. Una placa rota. ¿Has oído hablar de ella?
—No.
—Oirás. Argantonio la tenía oculta, pero ha salido a la luz. Unos ladrones la robaron de una tumba real, para su desgracia. De mano en mano, de muerte en muerte, esa placa ha llegado ya a Mainake y yo lo he sabido. El viento mismo me trajo la noticia, subiendo desde la costa hasta nuestras montañas.
Hombre de pocas palabras, Totog no respondió nada. Nunca sabía cuándo el curandero usaba la retórica y cuándo aludía de verdad a su magia y a sus alianzas con los espíritus y los elementos. Baubalud, a su vez, acostumbrado al mutismo del otro, prosiguió envuelto en nubes de chispas.
—Esa placa vendrá a las montañas. Vendrá. Yo lo sé. Y he de tenerla.
—¿Para qué?
—Está cargada de magia. Del poder de un hombre muy grande, enemigo en tiempos de Argantonio. Cuando la tenga en mis manos, podré volver esa magia contra él.
—Dices que fue robada en una tumba. ¿No seremos también malditos si robamos esa placa?
—No temas. —Baubalud permitió que una sonrisa cruzase su rostro grueso—. Ni cometimos ese robo, ni lo instigamos, ni tuvimos nada que ver. Estamos a salvo.
Un golpe de aire arrojó de nuevo luz dentro de la choza. Un forastero no hubiera visto en ella sino una construcción tosca, de paredes de piedra apiladas, techo de ramas, entrada sin puerta e interior vacío. Pero aquella era la morada de dioses poderosos, sin nombre ni imágenes. Por eso Baubalud abandonaba cada cierto tiempo las comodidades de su poblado, para vestirse de pieles y pasar allí la noche. Para conferenciar con esos dioses sin rostro ni nombre, y renovar junto a ellos su poder. El curandero habló de nuevo.
—Apresta a tus hombres y manda aviso a tus aliados. Envía espías por toda la sierra. Que estén alertas. La placa entrará en nuestras montañas. Así me ha sido revelado. Y yo he de tenerla.