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Si la emboscada fue tan comentada, hasta acabar por convertirse en una leyenda local que pervivió largo tiempo en boca de los ancianos, no fue por la astucia con que se tramó, ni porque tuviese éxito. De hecho, fracasó. No sólo las tres supuestas víctimas salieron ilesas y ahuyentaron a sus atacantes, sino que mataron a dos de ellos y dejaron heridos a casi todos los demás. Que estos últimos fuesen una veintena fue lo que hizo tan sonada la refriega, aunque también ayudó a ello que tuviese lugar ante multitud de testigos.
Porque todo aquello ocurrió muy cerca de una encrucijada, justo el día en que gentes de distintas aldeas de la zona se habían reunido allí para comerciar. Los tres viajeros se dirigían precisamente a ese mercado, que estaba bajo la protección de los dioses familiares de cuantos linajes hacían negocio allí, y contaba con la garantía de los jefes locales y sus guerreros. Luego se supo que andaban buscando algunas joyas menudas, procedentes del saqueo del túmulo de un rey en las tierras más occidentales de Tartessos. Querían recuperarlas, pagaban sin regatear y, para atraerles a la trampa, alguien les había indicado que en ese mercado de encrucijada quizá pudieran encontrar alguna.
En el mismo camino que llegaba desde occidente al cruce, a la vista ya del mercado, que a esa hora estaba lleno de lugareños que habían acudido a vender, comprar y trocar, una veintena de desarrapados salió al paso de los tres viajeros. «Gente de la arena» llamaban por allí a los tipos de esa calaña, aludiendo de forma despectiva a que sus madres se prostituían en las playas con los comerciantes griegos y fenicios, a cambio de alguna baratija. Vagos sin linaje, oficio ni beneficio, prestos siempre al crimen.
Los tres viajeros les vieron llegar de frente, en piña, cerrándoles el camino, con sus mantos raídos y toda clase de armas en las manos —espadas, puñales, garrotes, hachas y hasta un tridente— y se pusieron sin inmutarse en guardia. Los hombres de la arena, por su parte, hubieron de advertir hoscos que aquellos tres forasteros, a los que tenían que matar, acudían mucho mejor armados de lo que habían creído, pero aun así no se echaron para atrás, porque la recompensa prometida era elevada. Tras mirarse y cambiar unas palabras de ánimo por lo bajo, cargaron contra los viajeros con un gran griterío que pretendía paralizarles, para salvar así los pasos que mediaban entre ellos y caer sobre ellos con una lluvia de golpes. En aquel preciso instante, comenzó aquella pelea famosa.
Los tres viajeros, lejos de acobardarse, se echaron a su vez contra sus agresores. Uno de ellos, un salvaje de tierras lejanas, arrojó un palo de lanzar con tanto tino que golpeó las rodillas de uno de los que iba delante. Le hizo caer y, los que corrían agrupados detrás tropezaron con él y también se fueron al suelo, en confusión. Sus compañeros, por su parte, tiraron también con lanzas e hirieron a dos.
En la encrucijada, a menos de cien pasos, todo el mundo dejó en suspenso sus regateos para salir a observar aquella pelea desigual entre bandidos de ribera y tres que luego resultaron ser enviados del mismísimo rey de Tartessos. Uno era casi un gigante armado a la celta, el segundo un hombrón de manto negro y casco de cimera roja, y el tercero, aquel salvaje, un sujeto casi prodigioso, nervudo, tatuado, con los dos tercios delanteros calvos y en la nuca una gran cola como de caballo que ondeaba al pelear.
Escudos por delante, fueron a chocar los tres contra los enemigos que se apelotonaban, algunos caídos en confusión. Los espectadores veían con asombro cómo la masa de atacantes nada podía hacer contra la furia de aquellos tres. Los gritos de lucha y el choque de armas y escudos llegaba a ellos de lejos y, como soplaba brisa, iba y venía a ráfagas. Los viajeros rugían al enarbolar sus armas, sobre todo el salvaje —después sabrían que era un sefe, un adorador de serpientes del lejano noroeste—, que volteaba su segundo palo de lanzar, rompiendo cuanta cabeza se ponía a tiro.
Quizá los relatos sobre aquel combate se adornaron después un tanto, según fueron pasando de boca en boca. En realidad fue un encuentro confuso, entrevelado a ojos de los espectadores por el polvo del camino que los pies desnudos de la multitud de atacantes levantaba. A través del tumulto y la polvareda, veían cómo uno se apartaba con las manos sobre una herida, cómo otro echaba a correr, agarrándose la cabeza descalabrada y con la sangre corriéndole por el rostro, cómo otro huía cojeando.
Todo se resolvió con relativa rapidez, entre el revuelo de polvo y los gritos, antes de que nadie pudiera casi hacerse cargo real de qué estaba pasando. Cuando los observadores quisieron de verdad darse cuenta, el grupo atacante se había ya deshecho y los supervivientes escapaban cada uno por su lado, unos cuantos renqueando o haciendo eses, dejando caídos a varios de los suyos en mitad del camino, muertos o incapacitados.
Los mirones que desde lejos vitoreaban a los vencedores, pues a los libofenices les gustan los bravos, observaron cómo aquellos tres se quedaban unos instantes en su sitio, escudos y armas en puño, entre enemigos caídos. Consultaron algo entre ellos, sin quitar ojo a los que huían a la desbandada. Luego el más alto, que más tarde sabrían que era hijo de un rey celta de la frontera norte tartesia, con las plumas del casco ondeando en la brisa, se llegó hasta uno de los enemigos que aún vivía. Algo le preguntó y en respuesta el otro señaló a lo lejos, entre gestos apaciguadores, hacia un hombre que se alejaba renqueando campo a traviesa, pues había recibido un buen garrotazo en el muslo.
Los tres viajeros cambiaron de nuevo unas palabras entre ellos. El sefe recogió el palo de lanzar que antes arrojase y el hombre del manto negro y casco con cimera roja arrancó su lanza del vientre de uno de los muertos. Luego salieron a una en pos de ese fugitivo en concreto, sin rematar a los heridos ni detenerse a despojar a los muertos. Por eso, tras constatar que de verdad se habían ido, una vez que los vieron a una buena distancia, algunos oportunistas abandonaron a su vez el mercado de encrucijada para caer sobre el lugar de la refriega y robar a los caídos cuanto de valor tuviesen, que no era mucho. Les dejaron desnudos y, a uno que trató de resistirse, lo mataron. Aun después se pelearon entre ellos por aquel botín mísero, más por cuestiones de orgullo que de codicia, porque no habían obtenido sino mantos gastados y adornos de cobre. Tuvieron que mediar terceros de más edad para impedir que en ese camino corriera ese día más sangre de la ya vertida.
Entretanto el fugitivo, al ver que le perseguían, había apretado el paso pese a la pierna herida, que, a juzgar por sus gestos, debía dolerle horrores. Motivos tenía para apresurarse, lo mismo que los otros tres para perseguirle a él en concreto, pues él era quien había instigado a todos los demás a asesinar a los viajeros. Y el miedo ganó la partida al dolor, ya que, con unos cien pasos de ventaja sobre sus perseguidores, logró remontar la ladera de un cerro para refugiarse en un pinar que había en lo más alto.
Los tres emisarios de Argantonio subieron la cuesta a buen paso, prudentes, las armas prestas, mientras desde abajo les observaban los que habían salido al camino a ver cómo acababa todo aquello. Iban a entrar entre los pinos cuando, por entre los troncos rugosos, apareció una anciana que voceaba y sacudía los brazos, entre resonar de cuentas. Los tres se pararon a observar, entre desconcertados y aprensivos, a aquella vieja de ropajes rojos y blancos, con el cuello y los antebrazos llenos de collares, de dijes y abalorios que entrechocaban a cada uno de sus aspavientos. Tenía el pelo alborotado y pinturas sobre el rostro, de forma que no supieron muy bien durante unos instantes si estaban ante una bruja del monte o una sacerdotisa. Luego Borma, el celta, advirtió a sus compañeros de que era lo segundo; que ese pinar debía estar consagrado a dioses locales y que, por tanto, invadirlo era hollar en sagrado. Como la vieja usaba la jerga costeña, llena de palabras fenicias y africanas, y además gritaba y con acento muy cerrado, sólo Borma pudo entenderla. Fue él también el que le respondió, con gesto reposado.
—Respetamos al pinar y a sus dioses, madre. Pero nos han atacado y fue ese hombre que se ha refugiado el instigador de todo. No sé si las deidades del pinar querrán darle asilo, pero nosotros contamos con el favor de los dioses del camino y del comercio, a los que el ataque sin duda ha ofendido. Además, el gran Argantonio es a su manera un dios. Uno terrible y de brazo largo.
—Fuera. Fuera —farfullaba la vieja, entre los pocos dientes que le quedaban—. Argantonio no es rey aquí.
—Eso no librará de su justicia a aquellos que ofendan a sus emisarios —repuso el celta con suma calma.
La vieja se retiró mascullando, tras hacerles gesto de que esperasen en el mismo borde del pinar. Y allí se quedaron los tres, observando de reojo hacia abajo, pues sólo ahora se habían dado cuenta de que algunos buitres humanos habían caído sobre los vencidos para hacerse con el poco botín que sobre el polvo había quedado. Estallaron luego gritos en el corazón del pinar y ellos se olvidaron de lo que ocurría en el camino para aprestarse a luchar contra los devotos del sitio, si fuese necesario.
Pasaron unos instantes, seguían las voces, pero más parecía discusión destemplada que clamor de combate. Se consultaron con los ojos, los dedos firmes sobre las astas de las armas, cuando vieron llegar a un grupo de hombres por entre los pinos. Algunos iban pintados como sacerdotes y, entre todos, sacaban a la fuerza al que antes allí se había refugiado. Era ese el que chillaba. Le llevaban en volandas, porque se retorcía, pataleaba y vociferaba echando espuma, loco de terror ante la certeza de la muerte inminente. Los de allí dentro, ganados por las razones de Borma, o temiendo vérselas tarde o temprano con los agentes del rey de Tartessos, habían decidido echarle a la fuerza. Además, pudiera ser que aquellos tres hombres terribles —pues los del pinar también habían presenciado desde allá arriba la refriega del camino—, fiados de contar con el favor de muchos dioses, osasen invadir el lugar sagrado para matar a quienes se atrevieran a cerrarles el paso, derribar a los ídolos de sus peanas y apoderarse por la fuerza del fugitivo.
Le arrojaron como a un saco a los pies de sus perseguidores, para después dar la espalda a todo ese asunto, sin palabras, e internarse entre los pinos. El otro cayó de bruces y aún quiso alejarse a cuatro patas, fuese porque el miedo abyecto le impedía hasta levantarse o porque la pierna herida no podía ya sostenerle. Chillaba, agitaba la cabeza sin atreverse a levantarla siquiera y, como había perdido fíbulas al debatirse, se le había soltado el manto, de forma que iba medio desnudo.
Mancorio Bordorice, el sefe, se cernió sobre él, imponente con su cola de caballo y los tatuajes de las mejillas, el palo de lanzar apoyado sobre el hombro. Al ver caer sobre él la sombra de aquel salvaje, el libofenice redobló en sus berridos y los tres enviados no pudieron por menos que observarle con sumo disgusto. Era rechoncho y poco agraciado porque los libofenices, fruto del mestizaje de varias razas, a la par que daban ejemplares humanos bellísimos, también alumbraban, de vez en cuando, frutos como ese, feos por fuera y por dentro.
—Basta —le conminó Borma.
Como el otro no le hiciera caso —tal vez, con el miedo, ni le oyó— y aún siguiese alejándose a cuatro patas, cerca ya del borde donde comenzaba la pendiente, y sin dejar de vociferar, el celta le hizo un gesto de cabeza al sefe. Este soltó con su pie desnudo tal patada que puso al cautivo bocarriba. Luego enarboló su palo en gesto harto explícito y el otro se cubrió el rostro entre nuevos gritos, creyendo que lo iban a matar a garrotazos.
—He dicho que basta —repitió Borma—. Deja de chillar como los perros o este hombre te romperá las piernas. Es ofensivo haber podido morir por las intrigas de un cobarde como tú. Es casi deshonroso matarte. Habla y salvarás la vida. Si rehúsas, si nos ocultas algo o tratas de engañarnos, te daremos entre los tres una muerte lenta.
El otro, al ver que tenía una oportunidad, se fue serenando. Dejó de berrear y acabó por sentarse, porque la pierna de veras que no podía sostenerle. Se secó las lágrimas, se arregló un poco el manto y allí, desde el suelo, mientras los tres emisarios se cernían hoscos sobre él, contó cuanto estos quisieron saber.
De sus labios, tuvieron por fin la certeza de que el griego Eutiques había salido vivo del asalto de piratas a la flotilla fenicia de Gadir. Aquel ataque, en el que se perdieron varios cargueros, era ya noticia por toda la costa y las colonias fenicias, en una docena de versiones. Según unas, Eutiques había muerto, según otras no y alguna sostenía incluso que algo había tenido que ver con la pérdida de la nave en la que viajaba.
Pero, a juzgar por las palabras del prisionero, Eutiques había ayudado a la defensa del carguero. Y debía de ser cierto porque, con la captura, él mismo había sido hecho prisionero y lo había perdido todo, incluidas por supuesto las bailarinas que eran su negocio. También, y eso interesaba más a los tres viajeros, la famosa placa de plata, que habría ido a parar a manos de sus captores. A borde del buque fenicio se encontraban también Alongis y Néfele. El primero había muerto al parecer luchando contra los piratas, aunque otros decían que se había arrojado al agua con todas sus armas. Cualquiera de las dos versiones convenía al lusón Sembeles, que al menos tendría algo bueno que contar a sus parientes cuando les enviase noticia. Sin faltar a la verdad, podría decirles que Alongis había muerto con valor y omitir las circunstancias que le habían llevado a ese combate marino, para ahorrarles así pesar.
Al parecer, y de ahí algunos infundios que corrían, Eutiques había hecho después buenas migas con el capitán de sus captores, un rodio llamado Crates, que incluso le había liberado. Crates tenía grandes relaciones con la colonia griega de Mainake y lo normal era que allí diese salida al fruto de sus comercios y rapiñas. Los tres se consultaron con los ojos, porque entonces la plata tenía que estar en Mainake, a no ser que el rodio se la hubiese reservado. Un par de preguntas ambiguas al respecto sólo consiguieron desconcertar al prisionero y, como este estaba muerto de miedo y era dudoso que osara ocultarles nada, tras un nuevo cambio de miradas, los emisarios de Argantonio llegaron a la conclusión de que ese hombre inmundo ignoraba el valor de la placa de plata.
Sí era posible que lo conociese Crates, tal vez gracias a Eutiques; aunque, en tal caso, sabían los dioses cómo podía haberse enterado a su vez el corintio. Pero había sido Crates el que había enviado a ese personaje que ahora se arrastraba a sus pies. Era uno de sus agentes entre los indígenas de la costa y, en un encuentro a pie de playa, le había encargado que procurase, de la forma que fuese, la muerte de tres enviados de Argantonio que recorrían la costa libofenice en busca de piezas concretas de un ajuar funerario. Los piratas habían usado algunas de esas piezas para pagar a lo largo de la costa y quizá, después de todo, todo se reducía a que Crates recelaba de que tratasen de asesinarlo, por ser un botín sacrílego.
—No sé más —concluyó el prisionero, de nuevo al borde del llanto—. No me matéis.
—Los enviados de Argantonio no tienen más que una palabra —le replicó Borma, hosco.
Le dieron la espalda y no pensaron más en él. Bajaron despacio la cuesta, discutiendo si retomar el camino o acercarse a las playas. Convinieron en llegarse primero al mercado, para cumplir su primer objetivo de averiguar si había allí algo del ajuar de la tumba. Después partirían hacia Mainake, por si allí estuviese la placa de plata. Pero antes habían de decidir cómo hacerlo, puesto que los griegos, o al menos un griego en concreto, ya había intentado que los matasen, justo por aquel asunto que les iba a llevar a la colonia.
En cuanto a su informante, se arrastró como pudo de vuelta al pinar, para invocar la protección de sus deidades, porque temía que los de allá abajo, en cuanto se hubieran alejado aquellos tres lo suficiente, subieran para matarle y robarle, como ya habían hecho con algunos de sus cómplices.