7
No tardó Magón en volver a saber de todo aquel asunto. Unos días después, tres hombres llegados del interior le solicitaron una entrevista por medio de varios mercaderes gaditanos, todos ellos bien conectados con los tartesios. Más de uno de sus amigos le desaconsejó ese encuentro, argumentando que cuanto menos se mezclase con el tema del robo —que ya era casi de dominio público— mejor. Aparte de que, de esos tres hombres, sólo uno era tartesio y de sangre noble, mientras que los otros dos no eran sino un par de bárbaros mercenarios, de esos que alquilaban sus armas a los reyezuelos indígenas.
Pero eso último, en el fondo, a la mayoría de fenicios gaditanos le daba casi igual, porque en Occidente —siendo como era tierra fronteriza—, la etiqueta tendía a ser mucho menos rígida. Sin contar con que Magón, ya que comerciaba con todos, procuraba no desairar a nadie. Así que concertó un encuentro a través de aquellos mercaderes; aunque, eso sí, lo demoró un día, para dar de esa forma algo más de tiempo a su antiguo cliente Eutiques.
Les recibió en su patio, a la sombra de una higuera, entre hombres de confianza, y no escatimó las cortesías, por lo que les invitó a sentarse y a beber vino antes de entrar en materia, tomándose así también tiempo para estudiarles.
Uno, de nombre Borma, era en efecto un noble tartesio, aunque bastante más grande de cuerpo que el común de la raza. A juzgar por el pelo negro y los ojos claros, así como por el diseño de sus joyas, Magón supuso que sería oriundo del norte del reino, de esas tierras de frontera donde indígenas tartesios y emigrantes célticos mezclaban con libertad sus sangres.
El segundo, en cambio, era un hombrón moreno, con una gran barba negra que casi se confundía con el manto, negro también. Lucía un brazalete de oro, de los que Argantonio daba a sus oficiales de confianza y, a preguntas del anfitrión, dijo llamarse Sembeles y ser lusón, nativo de las mesetas interiores.
En cuanto al tercero, el fenicio, pese a todos sus viajes y a que Gadir era un puerto cosmopolita, nunca había visto a nadie así. Era alto y huesudo, y llevaba los dos tercios delanteros del cráneo afeitados, con la coronilla y la nuca cubiertas de una larga melena que le caía suelta por la espalda, como la cola de un caballo. Lucía tatuajes en las mejillas, así como amuletos de hueso y cobre rojizo al cuello, respondía al nombre de Mancorio Bordorice y afirmaba ser un sefe.
Parecía hombre reservado y apenas despegó los labios, dejando —como Sembeles, por otra parte— que Borma hablase por todos. Magón no le quitó ojo en toda la entrevista, picado por la curiosidad. Porque los sefes eran un pueblo del noroeste, gente misteriosa, adoradores de serpientes. Y ese mismo apelativo, sefes, no era más que un nombre común que designaba a un conjunto de célticos relativamente recién llegados y superpuestos a sangres más antiguas. Algo que se daba de continuo en aquellas tierras occidentales. Desde luego, aparte del nombre, aquel Mancorio Bordorice tenía muy poco de céltico.
Borma y Magón entraron en materia mientras los otros dos, al igual que los empleados del fenicio, observaban. Se habló del robo del túmulo, de la fuga de Alongis y de la muerte de los demás implicados y, por último, el tartesio se interesó de forma abierta por Eutiques.
—Ni uno ni otro están ya en Gadir —reconoció sin ambages el mercader, pues suponía que sus interlocutores tenían otras formas de averiguar aquello—. Compraron pasaje en una flotilla mercante que zarpó hace un par de días.
—¿Se han marchado? ¿Y no sabrás a dónde piensan ir?
—Ellos no sé. Los barcos se unirán a una flota mayor que, costeando por el norte, se dirige a Tiro. —Se pasó la mano por la barba blanca—. Debo insistir en que Eutiques no tiene nada que ver con ese robo. Ya sabes que todo fue una broma…, me refiero a la suma desorbitada que pidió por esa cantadora, Néfele. ¿Quién podía pensar que Alongis se lo iba a tomar en serio?
—Ya sé que os une una vieja relación y respeto que le defiendas. Pero, si es inocente, ¿por qué Alongis y él viajan juntos?
—Después de venderle a Néfele, le tomó a su servicio. El tal Alongis parece bueno con la espada y poco dado a reflexiones, todo lo cual hace de él un empleado útil. —Se detuvo un instante, pues tuvo la sensación de que Sembeles había movido la cabeza—. Bueno. Luego, cuando se enteró de lo del robo, ¿qué podía hacer? Quisieron asesinarle a las puertas mismas de un santuario. Ha escapado a toda prisa, temiendo por su vida, y cuando a uno le buscan para matarle, sin darle tiempo a explicarse, corre y no escoge a sus compañeros de viaje.
Hizo una pausa, antes de volverse a Sembeles. Aunque tenía el pelo negro y era mucho más oscuro de piel que Alongis, ambos pertenecían al mismo pueblo, los lusones. Pero también con ellos pasaba lo que con los sefes, que gentes de sangres diversas vivían bajo un nombre común, más o menos mezclados.
—¿Puedo preguntarte si hay alguna relación entre Alongis y tú? —quiso saber.
—Es hijo de un primo mío —reconoció el otro, con fuerte acento—. Me ha traicionado y el parentesco que nos une no hace sino más grave su delito.
—Ya veo. Dejadme deciros algo y tened en cuenta que ahora no hablo sólo por mí. El robo del túmulo fue sacrílego, pero el intento de asesinato de Eutiques en el santuario de Baal Hammón no lo fue menos. Y eso es algo que no vamos a olvidar.
—Tienes toda la razón. —Borma cabeceó con seriedad—. Así que déjame decir algo a mí también: si detrás de esos asesinos había alguien relacionado con Tartessos, actuó por su cuenta y además se precipitó. Argantonio venera a la ley como a un dios y nunca mandaría matar a nadie por sospechas.
—Entonces, ¿venís en nombre del rey?
—Venimos a castigar un sacrilegio —soslayó el otro—. Y también estamos en la obligación de recobrar lo robado, para que el difunto pueda descansar en el otro mundo. ¿No sabrás tú nada de las piezas…?
—Yo mismo le compré algunas a Eutiques: son hermosas, pero abultan y resultan poco adecuadas para un viaje que puede ser de lo más azaroso.
Sus tres invitados cambiaron miradas. Sembeles se pasó los dedos por la barba negra, Mancorio Bordorice llevó la mano a sus amuletos de cobre y hueso. Borma se inclinó adelante. Pero, antes de que pudiera decir palabra, a indicación del dueño de la casa, uno de los esclavos puso una bandeja ante ellos.
Allí estaban las piezas del tesoro. Los tres las observaron, antes de mirarse de nuevo, sin ocultar su decepción. Por último, fue Borma el que volvió a hablar.
—¿Es todo?
—Todo cuanto me vendió Eutiques. Se guardó alguna pieza menor y creo que Alongis también tiene algunas. Ya sabes: anillos, pulseras, cosas así.
—Esto forma parte de un tesoro sagrado y debe volver cuanto antes a la tumba de la que salió. Pide lo que quieras por ello.
—Es sagrado, tú lo has dicho, y con esto no se comercia. Dadme sólo lo que pagué por ellas, para que yo tampoco pierda. Magón siempre ha sido amigo de los tartesios y siente el mayor de los respetos por sus costumbres y sus dioses.
—Nadie lo ha puesto nunca en duda. Y no pienses que este gesto va a caer en saco roto.
El mercader inclinó satisfecho la cabeza, seguro ahora de que de aquel asunto habría de sacar ciento. Hizo otra señal a los esclavos, con la que les instaba a rellenar los vasos, antes de volver a hablar.
—Insisto en que Eutiques es inocente: ni tomó parte en el robo ni sabía nada de él.
—El sacrilegio ha de ser castigado. Pero. —Borma le mostró las palmas de las manos— te juro que no queremos para nada la sangre de ese hombre. Sólo tratamos de recuperar lo que aún falta del tesoro y, si es de veras inocente, no tiene nada que temer de nosotros.
—Siendo así. —El fenicio se llevó la copa a los labios—. ¿Qué puedo hacer sino brindar por el éxito de vuestra misión?
Haré sacrificios por vosotros.
Magón no mentía: Eutiques, y Alongis viajaban rumbo a Oriente. La flotilla, formada por media docena de cargueros, más una birreme de escolta, había zarpado de Gadir y, tras cruzar el estrecho, navegaba ya hacia el norte, a lo largo de una costa salpicada de establecimientos fenicios. Tras recalar en algunos de los principales (Sexi, Abdera, Malaca) para embarcar mercancías y unirse a más naves, la flota se lanzaría a un largo periplo que, tras ir tocando Ibiza, Cerdeña, Italia, Sicilia, Grecia y Asia, terminaría en Fenicia y el puerto madre de Tiro, sitiado por los ejércitos persas.
Eutiques que, como buen corintio, tenía sal en las venas, se encontró enseguida disfrutando del viaje. Navegaban a vela, ceñidos a una costa abrupta y oscura tras la que se alzaban serranías cubiertas de bosques. La temperatura en la mar era agradable, el cielo y las aguas muy azules, y los delfines acudían a jugar con frecuencia a los costados de las naves, para alborozo de marinos y pasajeros. A veces avistaban también marsopas, calderones y, en ocasiones, cachalotes y ballenas.
El griego se lo señalaba todo a Oricena, así como los relieves costeros, las nubes, las señales del clima. Ella asentía y echaba a veces una mirada a tierra, con cierta nostalgia, porque ella había nacido en esas playas. Aquel era el país de los libofenices, esa franja entre el mar y los montes en la que los fenicios habían establecido factorías para mejor acceder a las riquezas minerales de la sierra. Y de su mezcla con los indígenas, y con elementos llegados de África, había surgido aquella raza belicosa, alegre, independiente del poder tartesio, que era famosa en todo el Mediterráneo por la belleza de sus gentes.
Cierta mañana, tras varios días de navegación, se quebró la rutina. Eutiques, que estaba acodado en la borda, los ojos puestos en las olas, se volvió al notar alboroto en cubierta. Los marineros corrían, el capitán vociferaba órdenes a los timoneles y algunas de las otras naves enarbolaban grandes estandartes, mientras resonaba el mugido de las trompas. Luego de unos momentos de confusión, el temido grito de «¡Piratas!», barrió como un golpe de mar la cubierta.
La tripulación se aprestó a la lucha, porque aquellos hombres, de las más diversas naciones, eran veteranos en esas aguas y ya habían tenido que defenderse otras veces. Escudos, cascos, hachas, tridentes, jabalinas, arcos, salieron a relucir como por ensalmo. Eutiques, Ardis y otros pasajeros reclamaron armas, mientras Alongis exigía destempladamente las suyas, ya que se las habían hecho entregar al embarcarse.
Desde los otros barcos seguían flameando las enseñas, entre el resonar vibrante de las trompas. Alguien gritó un aviso y los demás, volviéndose, vieron cómo surgían por estribor las naves piratas. Buques largos, bajos y muy rápidos, con veinticinco remos a cada banda y ojos pintados a proa. Penteconteras griegas, el azote de esos mares occidentales. En su lengua natal, Eutiques maldijo la pericia de sus compatriotas, que les atacaban justo tras doblar un cabo, cuando la flota se hallaba diseminada y casi indefensa.
Los pesados cargueros no podían competir en capacidad de maniobra con las naves griegas, que, seguras de su posición, comenzaron a bogar en torno a ellos como avispas, intercambiando una lluvia de proyectiles, en espera del momento de abordarlos. Los hombres se gritaban unos a otros, los heridos se arrastraban gimiendo por cubierta, las jabalinas se clavaban vibrando en la obra muerta y, desde el buque fenicio, oían claramente el canto de los remeros griegos.
Los mercantes combatían dispersos, sin poder prestarse apoyo unos a otros. Su nave tenía que batirse en solitario contra dos penteconteras que realizaban una pasada tras otra, abrumándoles a tiros de flecha y jabalina. Cuando sus capitanes considerasen que habían causado suficientes bajas entre los defensores, los piratas entrarían al abordaje.
Entonces, de golpe, la birreme de escolta apareció como por arte de magia a estribor, larga y negra como una saeta, pareciendo volar sobre las aguas. Los estandartes fenicios ondeaban al viento, el retumbar de los timbales marcaba el compás de los remos y, sobre las plataformas de proa y popa, una multitud de arqueros tensaba entre alaridos sus armas.
Como los griegos estaban volcados en el asedio del carguero, no la avistaron hasta que la pentecontera de estribor la tuvo casi encima. Estalló entonces entre ellos un tremendo clamor de alarma, mientras los timoneles se lanzaban con todo su peso sobre el gobernalle. Pero la birreme, como el rayo, la embistió con el espolón de bronce.
Los remos saltaron en pedazos, hubo una lluvia de fragmentos y astillas, y el agua entró en torrente por la gran brecha. Sin pausa, a un nuevo toque de tambores, la nave fenicia se desgajó de la griega entre el chascar de maderos rotos y el griterío de los heridos. En un abrir y cerrar de ojos la pentecontera se fue a pique, arrastrando a muchos de sus tripulantes. Los demás chapoteaban entre los restos y se zambullían tratando de escapar a las saetas, porque desde las plataformas los fenicios seguían tirando contra ellos.
Todo fue en un suspiro. Enseguida acudieron al quite otras dos naves griegas, trabándose en batalla con el buque de guerra fenicio. La pentecontera superviviente, de las dos que les habían estado hostigando, llegó a su vez costado a costado con el carguero, quizá temiendo que se les escapase, y marineros y hoplitas entraron vociferando al abordaje. Irrumpieron en tromba y, como los mercantes llevaban en esos mares una dotación numerosa, aparte de que había allí pasajeros hechos a las armas, se encontraron con una oposición de lo más encarnizada.
El capitán y sus pilotos se defendían con furia a popa, y otro tanto hacían algunos marineros a proa, mientras un tercer grupo luchaba en torno al palo. Allí estaban Ardis y Eutiques, protegiéndose mutuamente. El lidio repartía golpes con una espada falcata, cuyo filo causaba heridas atroces, en tanto que su patrón enarbolaba un hacha, respondiendo a los insultos y maldiciones en griego con otros en la misma lengua.
Peleando en total confusión, el corintio logró abatir a uno de los piratas y, ya sobre la tablazón, aún le propinó varios hachazos, con tanta saña que se olvidó de lo demás y si los compañeros del caído no le mataron entonces fue porque Ardis logró defenderle con no pocos apuros. Luego, mientras el lidio le hacía recular a la fuerza, pudo ver a Alongis en el meollo del combate, luchando contra lo que parecía una multitud. El lusón bramaba como un oso y parecía haber ganado en estatura, descollando como un gigante sobre los griegos. Perdida la espada, se había apoderado de un hacha y a cada golpe que daba, como martillazos, los escudos se abollaban y hundían, las armas saltaban de las manos y los hombres rodaban ensangrentados por cubierta.
Batiéndose en solitario con muchos, mató e hirió a varios, y rechazó por dos veces al resto. Acto seguido, viendo a sus contrarios vacilar, sacudió como un león la melena castaña y, blandiendo el hacha, se arrojó aullando contra ellos. Los griegos cedieron en total desconcierto, atemorizados por aquel bárbaro furioso. Eutiques y Ardis acudieron en su ayuda y, viendo la ocasión, el capitán y sus compañeros bajaron entonces de la popa, repartiendo hachazos a diestro y siniestro.
Los griegos titubearon primero, luego retrocedieron. Alguno reembarcó precipitadamente, sin hacer caso de los insultos de su capitán. El pánico cundió entre el resto y, en total desorden, cada cual abandonó como pudo la cubierta del carguero, mientras los fenicios les apuñalaban por la espalda. Más de uno, al verse perdido, arrojó sus armas y se tiró de cabeza al agua. El propio capitán griego cortó entre denuestos las amarras y las naves se separaron.
Los fenicios comenzaron a vitorear, enarbolando sus hierros ensangrentados. Eutiques se enjugó el sudor y, tras una mirada de agradecimiento al ídolo de proa, corrió a cerciorarse de que su mercancía humana no había sufrido daño alguno. Algunos marineros se aprestaron a degollar a los enemigos heridos, porque los suyos les habían abandonado en la huida, pero el capitán fenicio, vociferando, se lo impidió a empellones.
La pentecontera griega se había alejado a un tiro de flecha y, desde el carguero, podían ver cómo el patrón cubría de insultos a sus hombres, agitando el puño ante sus rostros. A esa distancia, sus gritos les llegaban a capricho de la brisa marina. Entre ambas naves, algunos náufragos griegos nadaban desesperadamente, voceando para llamar la atención de sus compañeros. Más lejos, mar adentro, uno de los mercantes fenicios ardía con furia, envuelto en una humareda negra y muy espesa.
Eutiques paseó los ojos por la cubierta, sembrada de muertos, antes de cruzar la mirada con su guardaespaldas, que se recostaba indolente contra la borda, con la falcata manchada de sangre en las manos. Algunos tripulantes, los libofenices e ibicencos sobre todo, bailaban de forma escandalosa la victoria. También Alongis, tras comprobar que Néfele estaba sana y salva, se había unido a la danza, entrechocando con ellos hacha y escudo.
Pero el corintio, tras la primera euforia, veía cuán desesperada era su situación, ya que habían perdido a muchos hombres en la lucha. De hecho, los griegos eran más y mejor armados, y se hubieran apoderado del mercante de no haberse dejado dominar por el pánico, tal y como en esos mismos instantes les recriminaba a gritos su capitán. Sin embargo, todavía eran los bastantes como para lanzar otro asalto con éxito, aun cuando no aparecieran otras penteconteras a ayudarles.
También el capitán fenicio, desde un primer momento, se había hecho cargo de todo ello y por eso había impedido que rematasen a los piratas heridos, cosa que tampoco pasó desapercibida a su oponente griego que, como no tenía nada de tonto, entendió enseguida el gesto.
La pentecontera se acercó despacio, a golpe de remo, y su capitán les conminó, haciendo bocina con las manos, a que se rindiesen sin más lucha y jurando por un montón de dioses que, si así lo hacían y no mataban a sus heridos, no sólo les respetaría la vida, sino que dejaría libres a los marineros y aceptaría un rescate razonable por oficiales y pasajeros. Algunos de estos últimos echaron mano a las armas, protestando que no podrían pagar nada. Pero el capitán fenicio les señaló con amabilidad que la esclavitud podía ser una alternativa a tener en cuenta, dado que sus hombres, viendo la oportunidad de escapar a una muerte segura, no dudarían en asesinarles a él y a sus oficiales si trataban de rechazar la oferta griega.
Aún negociaron a grito pelado durante varios minutos y al fin el fenicio, encogiéndose de hombros, dio una voz de asentimiento. La nave griega fue acercándose, bogando con suma lentitud. Los fenicios depusieron las armas y, para evitar malentendidos, las apilaron junto a la proa, lejos y bien visibles.
Alongis, que había estado observando los acontecimientos con gesto torvo, arrojó con rabia su hacha y escudo sobre la tablazón. Luego, rechinando los dientes, se abrió paso como un toro entre los pasajeros, buscando a Néfele, que estaba con las cantadoras de Eutiques, sujetándose como ellas un pliegue del manto sobre el rostro y esperando resignada lo que el destino quisiera darle; pues, siendo como eran esclavas, mercancías, el acuerdo no iba con ellas y pasarían a manos de los vencedores.
Llegó a ella, tambaleándose al compás del balanceo del buque, y de un tirón le quitó el embozo, arrancándole una exclamación de sorpresa. Vociferando en su lengua natal, que nadie entendía, echó mano al puñal y antes de que alguno pudiera siquiera preguntarse qué mosca había picado a aquel bárbaro, la degolló de un tirón. Ella lanzó un chillido espantoso al sentir el filo en el cuello; un grito que se convirtió en gañido cuando la hoja le cortó la garganta y que a Eutiques, que estaba cerca, le resultó aún más terrible que el alarido previo.
La sangre caliente salpicó a los más próximos. Las mujeres chillaban, los hombres retrocedieron espantados. Pero el lusón, con miradas llameantes en torno, atravesó entre ellos con el cadáver a rastras y el puñal aún en la mano. Llegó a la borda y, sin detenerse, se tiró al agua con la muerta en brazos. Cayeron al mar con estruendo, alzando un gran surtidor de espuma, y, como él ceñía algunas piezas de armadura, el peso se los llevó al fondo en un abrir y cerrar de ojos.
Durante un buen rato, los ocupantes de ambas naves contemplaron boquiabiertos el punto en el que se habían sumergido, esperando en vano a que volvieran a asomar. Nadie dijo nada. El carguero se balanceaba y daba guiñadas, sólo se oía el batir de las olas contra los costados y los crujidos del maderamen y las jarcias. Aprovechándose de la situación, Oricena se escabulló hasta la banda contraria y se deshizo rápidamente de sus ropas, así como de las alhajas más pesadas, antes de descolgarse por la borda y dejarse resbalar con sigilo al mar. Y, como todos estaban embobados por el otro suceso, nadie se dio cuenta, fuera del lidio Ardis, que siempre tenía un ojo en todo.
Por fin, el capitán griego gritó a sus hombres que despabilaran y volviesen a la boga. La pentecontera reanudó su aproximación y sólo entonces Eutiques, aún anonadado, echó en falta a su esclava Oricena. Pero Ardis le retuvo por el brazo, impidiéndole hacer siquiera un gesto.
—Se ha tirado al agua; supongo que tratará de llegar nadando a tierra —le susurró.
El griego fue hasta la borda pero, aunque estuvo escudriñando la superficie de las aguas, no pudo ver señal de ella. Acabó por desistir con un suspiro y echó una última mirada de desasosiego a la costa.
—Es buena nadadora; quizá lo consiga —le confió a su guardaespaldas, con un nudo en el estómago—. Ardis. Ahora, de repente, me doy cuenta de que la voy a echar de menos.
El otro asintió.
—Acaba pasando; al menos, a los que no están por encima de tales carnalidades. —Los brazos cruzados sobre el pecho, calculó la distancia a la que estaba el carguero de la orilla—. Es como jugar con serpientes; tarde o temprano acaban picándote. En lo que a mí respecta, hace tiempo que la hoz sagrada me libró de todo eso.
—Yo hubiera hecho lo imposible por volver a comprarla, no importa a qué precio.
—Puede que consiga llegar a tierra y apañárselas: es una chica lista y, después de todo, es libofenice, ¿no?
—Eso le va a servir de poco. Ese —señaló con la barbilla a la costa— es un país de salvajes: sus mismos padres fueron los que la vendieron a los tratantes fenicios. La esclavizarán, si es que no se ahoga.
—Pero estará viva. —Movió filosófico la cabeza calva—. ¿Y quién sabe? No la subestimes…, en todo caso, será mejor que ahora nos preocupemos de nosotros mismos. Puede que dentro de un instante estemos muertos.
Como al compás de esas palabras, los costados de ambas naves fueron a encontrarse. Los griegos pasaron con, agilidad de una a otra, armas en mano. Entre ellos había desde hoplitas de armadura pesada a marineros casi desnudos que blandían un hacha o un tridente. Los fenicios los recibieron con las manos abiertas y hubo unos instantes de angustia, pues todos temían que, a pesar de tanta garantía y tanto juramento, los degollasen en masa. Pero el capitán de la pentecontera parecía dispuesto a cumplir su palabra y estaba gritando a sus hombres que mataría con sus propias manos a quien hiciese algún daño a los vencidos.
Los piratas atendieron sin dilación a sus heridos, la carga fue saqueada y los prisioneros conducidos a bordo del buque vencedor, donde un escriba anotó el nombre y la condición de cada uno. Eutiques, hablando con sus captores en griego, se las ingenió para llegar hasta el capitán.
Este, un hombrón grande, de barba espesa y desgreñada, respondía al nombre de Crates y era nativo de Rodas. Se hallaba a popa, supervisando el trasiego de mercancías y sin quitar un ojo del mar, por si volvía a aparecer la birreme fenicia. Pero esta, como tiempo después llegaría a saber Eutiques, aunque logró hundir a una segunda pentecontera, había tenido que retirarse debido a las muchas bajas sufridas, dejando a los cargueros a su suerte.
Los que rodeaban a Crates quisieron rechazar a Eutiques, pero aquel hizo gesto de que le dejasen acercarse, prestándole atención a medias y sin dejar de dirigir a grito pelado a su tripulación, que era una increíble mezcolanza de rodios, chipriotas, griegos italianos y jonios diversos.
—Yo también, a pesar de estas ropas, soy griego… —trató de explicarse el corintio.
—Hay muchos griegos con los fenicios —le cortó el otro—. Si intentas sacarme algo sólo por eso, no te molestes, amigo. Te vi cuando luchabas hace un rato y tengo que reconocer que sabes manejar el hacha. Has matado a más de uno de mis hombres y no te acordabas entonces de que todos éramos griegos.
—¡Cómo! —saltó Eutiques, aun sabiendo que debiera morderse la lengua—. Pues sí que os habéis fijado vosotros mucho en eso, abordando mi barco para quitarme cuanto tenía en el mundo.
Crates le lanzó una mirada muy curiosa que, con el tiempo, llegaría a serle familiar; aunque en ese instante pensó que iba a hacerle matar.
—Estoy muy ocupado —le dijo al cabo de un momento—. Dime lo que tengas que decirme y, si me has molestado para nada, mando que te tiren dentro de un saco al agua.
—Es muy sencillo —replicó sin dejarse amilanar—. ¿Ves a esas tres mujeres de ahí? Eran mías y yo en tu lugar no las entregaría a la tripulación. No son esclavas corrientes, son cantadoras de Gadir y de las mejores. Resérvatelas y podrás venderlas después a buen precio, porque lo valen. Hazme caso, capitán, y saldrás ganando mucho. Además —añadió con astucia—, no te preocupes, que yo guardaré silencio y los hombres no sabrán de su verdadero valor.
Crates miró rápidamente en torno, para ver si les habían oído. Luego asintió, mientras se acariciaba sonriente la barba. Dado que en ese barco, como en casi todos los piratas, el botín se repartía en función de su valor, él saldría ganando sí al quedarse con aquellas cantadoras, las hacía pasar por esclavas comunes, de mucho menor valor.
—Bien, bien. Ya veo que eres un tipo despierto. —Hizo un ademán—. Ya hablaremos más tarde… Espera —cambiando de opinión, le retuvo con otro gesto—. Esa otra mujer, ¿era también una cantadora?
—Lo era. —Eutiques asintió, pues sabía muy bien que el pirata se refería a Néfele—. Aunque no me pertenecía.
—¿Por qué la apuñaló el bárbaro ese? —Se mesó las barbas—. Le cortó el cuello y se tiró luego al agua con ella, ¿no? Nunca había visto cosa igual.
—Uff —suspiró—. Es toda una historia, capitán.
Crates detuvo los ojos en él para dedicarle otra de esas miradas tan particulares suyas.
—¿Tienes alguna prisa? —sonrió.