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Gadir, al igual que el Qart de Tartessos, y como casi cualquier otra ciudad fenicia, resultaba a los forasteros abigarrada y populosa. Siguiendo las viejas costumbres, el recinto era de lo más reducido en comparación con el número de habitantes, de forma que dentro de los muros se apiñaban viviendas de varios pisos, comercios, talleres y templos, adosados unos contra otros sin orden ni concierto, y las callejuelas bullían a todas horas de multitud.
El griego Eutiques, antiguo residente en Gadir, había llegado a amar aquella ciudad tumultuosa y comerciante y, al salir de casa de Magón, se entretuvo en deambular por sus revueltas, en vez de irse derecho a sus asuntos. Se oían voces de tenderos, gritos de porteadores, batir de yunques; los comercios, abiertos de par en par, eran un batiburrillo de géneros y colores, y el gentío formaba una corriente lenta e imparable que le arrastraba por toda la ciudad. Se dejó llevar por esa marea, sin ninguna prisa, en compañía del taciturno Ardis, recordando lugares y deteniéndose a veces a saludar a algún viejo conocido. Sólo al cabo de quien sabe cuánto tiempo, un poco a regañadientes, se decidió a ir al puerto.
Los fenicios ocupaban tres islas frente a la costa: una alargada, otra más pequeña y redonda, y una tercera que era poco más que un islote. La ciudad se alzaba en la segunda, mientras que la primera, separada de aquella por un canal, estaba deshabitada. Sin embargo, esta última, de forma alargada, tenía un promontorio en cada punta y en ambos habían levantado santuarios famosos: el de Melqart en el extremo más cercano a tierra y el de Baal Hammón en el del canal, frente a la ciudad.
No les costó nada conseguir un bote que les llevase a esa isla de santuarios, a la que llamaban «de los acebuches» por la gran cantidad de estos árboles que allí crecían. El canal intermedio formaba un refugio excelente para los barcos y a eso, además de a su situación geográfica, debía la colonia su prosperidad. Todo lo cual era un tributo al oráculo que, siglos atrás, había aconsejado a los navegantes tirios fundar un emplazamiento justo allí.
El templo de Melqart era el más antiguo, rico y afamado de Gadir, y quizá de todo Occidente. Tan antiguo como la colonia, había sido desde el comienzo el principal centro de intercambio con los indígenas, que acudían a comerciar confiando en la protección del santuario. Sin embargo, el griego siempre había preferido el de Baal Hammón que, por otra parte, tampoco andaba corto en cuanto a grandeza y suntuosidad.
Hacía tiempo que Eutiques se había acostumbrado a las peculiaridades de la religión fenicia, tan extraña a ojos de un griego. Estaba ya hecho a la ausencia de algunas imágenes, a los tronos votivos de las deidades, las columnas gemelas, los fuegos sagrados, la efusión constante de sangre. Los sacerdotes del templo le saludaron con calor, pues le recordaban como visitante generoso, y tampoco esta vez se vieron defraudados por la suma que les entregó para consultar el oráculo. Y es que el de Baal Hammón, aunque menos renombrado que el de Melqart, gozaba también de una fama más que respetable, y el corintio había acudido a él no pocas veces.
Puesto que el oráculo era secreto, Eutiques y Ardis salieron del recinto sacro para ir a sentarse en las escalinatas, entre los ociosos, a disfrutar como lagartos del sol y la brisa marina. Desde allí arriba, más allá de las copas de los árboles, se divisaba el canal, la ciudad y el litoral cercano, punteado de aldeas. El día no podía ser más claro, el aire agitaba susurrando el follaje y el mar azul se presentaba algo revuelto, con largas olas coronadas de espuma blanca que iban a romper atronando contra la playa.
Aguardaron largo rato; el lidio inmóvil, con las manos sobre las rodillas, el griego jugueteando con su bastón, alto y con empuñadura en forma de T. Al cabo, cuando ya el último iba impacientándose ante tanta demora, un sirviente del templo salió a llamarles. A la sombra del pórtico les aguardaba un sacerdote, sin duda alguien de rango, a juzgar por sus vestiduras flotantes, sus adornos, el gorro muy alto y la barba patriarcal.
—El oráculo guarda silencio —les informó, sin poder ocultar su disgusto.
—¿Y eso qué significa?
—No es favorable ni desfavorable, ni da indicación alguna en ningún sentido.
—¿Pero cómo es posible?
—Alguna vez ha sucedido. —El sacerdote esquivó la pregunta—. Es de lo más extraordinario, desde luego, y no había pasado nunca en todo el tiempo que llevo al servicio del templo, que ya son unos cuantos años. —Agitó la cabeza—. Tu pregunta al oráculo era sobre qué camino debías tomar, ¿no?
—En efecto.
—¿Era una pregunta literal, sobre si ir a tal o cual sitio, o metafórica, en el sentido de cómo obrar en algún asunto en concreto?
—Ambas cosas.
—La pregunta, en sí, es bastante ambigua.
—También suelen serlo las respuestas de los oráculos.
El sacerdote volvió a cabecear, optando por no responder nada. Eutiques, turbado, se apoyó en su alto bastón, sin saber cómo interpretar aquello. Ardis puso las manos en la faja, cerca de los puñales, y fue él quien por último tomó la palabra.
—Si el oráculo calla, ¿no es eso en sí mismo una respuesta?
El fenicio observó con ojos inquisitivos a aquel extraño personaje de cabeza afeitada y túnica amarilla.
—Pudiera ser… —admitió inseguro—. Pero la verdad es que el significado de tal respuesta se nos escapa por completo.
La pareja descendió con lentitud el camino que iba del templo a la playa. Eutiques iba ensimismado y el lidio, a su lado, le dejaba estar. Se cruzaron con algunos devotos que subían cargados de ofrendas; les saludaban al cruzarse y ellos devolvían el gesto. Unos eran fenicios, otros indígenas —tartesios de la zona— y unos cuantos difíciles de clasificar, tanto por atuendos como por rasgos, porque siglos de vecindad habían propiciado no poco mestizaje por esas costas.
De golpe, Ardis retuvo al griego por el manto.
—¿Qué…? —Volvió este a la realidad, sorprendido.
—Fíjate en esos que vienen por ahí.
Eutiques puso los ojos sendero adelante. Una media docena de suplicantes, mestizos a juzgar por su aspecto, subía hacia el santuario.
—Ya les veo. ¿Qué les pasa?
—No me gustan. Volvamos al templo.
El griego le miró, y luego a los mestizos, tratando de distinguir qué podía haberle alarmado.
—Como quieras —admitió sin ver nada raro y, sin embargo, algo inquieto, pues sabía hasta qué punto venteaba el lidio los peligros—. Regresemos y ya bajaremos después.
Se dieron la vuelta con la mayor tranquilidad, para desandar el camino de subida. Eutiques echó una ojeada furtiva por encima del hombro y no pudo contener una exclamación, porque aquellos mestizos habían apretado sin duda alguna el paso, como queriendo darles alcance. Ellos notaron enseguida que les habían visto; uno dijo algo que el griego no entendió y fue como si se arrancasen caretas del rostro. En un abrir y cerrar de ojos, cualquier aire casual se esfumó y, al tiempo que empuñaban grandes cuchillos, corrieron vociferando hacia ellos.
—¡Ardis! —gritó.
—¡Defiéndete, Eutiques! —Su compañero desenvainó los puñales, curvos y muy largos, con el filo interior aguzado, como las guadañas.
El griego empuñó a dos manos su báculo. Los mestizos se les lanzaron encima en tropel y ellos les plantaron cara en mitad de la senda, aprovechando lo estrecho. El lidio se enzarzó a cuchilladas con varios de ellos y los hierros se encontraron en repetidas ocasiones, rechinando. Eutiques se defendía con vigor, deteniendo las puñaladas y rechazando a palos a sus atacantes. Con un molinete de la empuñadura, arrancó el cuchillo de manos de uno, rompiéndole dé paso algún dedo, a juzgar por el bramido que soltó.
Alguien estaba gritando de forma destemplada a sus espaldas, camino arriba, pero no pudieron prestarle la más mínima atención. Ardis manejaba como un torbellino los puñales, teniendo él solo a raya a cuatro, mientras el griego volteaba sin descanso el bastón, hurtándose a las cuchilladas porque estaba claro que iban sobre todo a por él. Volvieron a escucharse gritos y un par de piedras, muy altas, pasaron zumbando sobre sus cabezas. Otra, mejor dirigida, alcanzó de lleno a un mestizo, haciéndole saltar atrás con un gruñido. Sus compañeros recularon confusos. Ardis aprovechó el desconcierto para asestar un golpe de arriba abajo que abrió el vientre de uno. El hombre cayó con un grito atroz, mientras trataba de sujetarse las tripas con las manos. Con un giro del báculo, el corintio descalabró a otro y, tras un latido en el que parecieron no saber qué hacer, los atacantes huyeron entre una lluvia de piedras.
Eutiques y su guardaespaldas se miraron, jadeantes, antes de volverse a ver qué ocurría a sus espaldas. Un grupo bastante nutrido de fenicios bajaba vociferando por el sendero, con palos, piedras y cuchillos. Les rebasaron en tromba, como si no existiesen, en persecución de los mestizos. Ellos observaron cómo unos y otros corrían cuesta abajo; luego Ardis limpió sus puñales en la falda del muerto, mientras el griego enarbolaba su báculo para lanzar una maldición contra los fugitivos.
—Si les cogen, no lo cuentan —comentó el lidio, volviendo a contemplar la carrera.
Porque los fenicios veneraban sus santuarios, que eran la base sobre la que establecían su comercio con otros pueblos, castigando con crueldad a quien ejercía alguna violencia en su interior o en los terrenos aledaños. Pero al griego, en esos momentos, todo eso le tenía sin cuidado.
—¡Maldito sea Magón! —rugió fuera de sí—. ¡Ha sido él! ¡Él sabía que yo iba a venir a consultar el oráculo de Baal Hammón…!
No pudo seguir, porque su compañero le había aferrado por el codo con tanta fuerza que casi le hizo gritar de dolor.
—No pierdas la cabeza, Eutiques —siseó—. ¿Es que no has visto que no traían más que cuchillos? Esos son de alguna aldea de la costa y, si Magón los hubieran enviado a buscarnos aquí, habrían traído hachas y espadas, y nos hubieran despachado con facilidad.
El corintio se apoyó en el bastón e inspiró con fuerza, mientras trataba de serenarse. Luego asintió. El lidio estaba en lo cierto: los fenicios no permitían que gente armada, sobre todo extranjeros, anduvieran dentro de sus ciudades. Por tanto, si sólo llevaban cuchillos, era que habían estado siguiéndoles ya por Gadir, esperando una oportunidad de matar.
—Tienes razón —se enjugó la frente— y yo he hecho mal. Magón ha sido siempre un buen amigo. —Miró ahora lleno de curiosidad a su compañero—. ¿Qué te hizo sospechar de ellos? Confieso que, de ser por mí, nos hubieran cogido desprevenidos.
—Subían al templo con las manos vacías, y no me parecieron de la clase de hombres que compra las ofrendas arriba, a los sacerdotes —repuso, observando con cierto disgusto a su patrón, como dándole a entender lo que pensaba de aquellos que pagaban los precios desorbitados de estos.
—Buena apreciación —aprobó el griego, sin darse por aludido.
Bajaba más gente por el sendero, entre estrépito de armas, y ellos se giraron enervados. Pero sólo eran algunos guardias del santuario escoltando a un par de religiosos, uno de ellos el que antes les había atendido. Se detuvieron ante el cadáver, comentando a gritos entre ellos, mientras los sacerdotes de grandes barbas y altos gorros meneaban consternados la cabeza.
—¿Os encontráis bien? —quiso saber el de antes, que parecía el de mayor rango.
—Más o menos. —El griego le mostró las muescas en el báculo, así como un desgarrón en el manto.
—Todo esto es deplorable. —El otro se manoseó la barba—. Nunca, en todos los años que llevo al servicio del dios había pasado esto. Os juro que el templo no descansará hasta que este sacrilegio haya sido vengado…
—Parece que hoy han sucedido muchas cosas excepcionales en el santuario, ¿no? —le cortó Ardis—. Primero el oráculo, guardando silencio, y ahora esto.
El religioso abrió las manos y no dijo nada. El lidio se aproximó al muerto, que yacía con la boca contra la tierra, y le empujó con el pie. Pensativo, se acarició la cabeza calva.
—¿Sabes, sacerdote? —Entornó los ojos—. Tengo la impresión de que el oráculo, de alguna forma, acaba de hablar.
Su interlocutor paseó los ojos entre ellos dos y el cadáver.
—¿Quién sabe? —contestó medio para sí mismo, acariciándose la barba—. Queríais saber qué camino tomar. Decidid vosotros mismos si este incidente es una respuesta a tal pregunta.
—Sí —aceptó el griego, las dos manos sobre el báculo—. Sí que lo es.
—Pues entonces sólo puedo aconsejaros que obréis en consecuencia.
‡ ‡ ‡
—La respuesta del oráculo, ¿eh? —El viejo Magón agitó la cabeza—. Desde luego, este Ardis tiene unas cosas…
—Pues no le falta razón. —Eutiques dio un sorbo a su copa.
—Desde luego que no. —Su anfitrión echó mano a la suya—. He intentado saber en qué situación te encuentras con los tartesios, como te prometí; pero me parece que no es necesario seguir indagando. El que hayan querido matarte, sin importarles que fuera en santuario, lo dice todo.
—¿Tú crees que se debe a la placa del pacto?
—Pudiera ser, aunque el hecho de que te crean culpable de un robo sacrílego no es ninguna bagatela.
—¿Tanto vale esto? —Sacándola de entre sus ropas, la examinó como si la viera por primera vez.
El fenicio la tomó de entre sus dedos y, a su vez, le dio vueltas entre las manos, acariciando el borde quebrado.
—Esto, Eutiques, registra el pacto entre dos jefes y dos pueblos. Hace años, los barcos del rey sin nombre navegaban muy al norte y volvían cargados de mercancías valiosas, entre ellas ámbar. Ámbar, Eutiques, ámbar. Así llegó a ser tan rico y poderoso el rey sin nombre. Tanto, que se atrevió a rebelarse contra Argantonio y sufrió el mismo fin que todos los que se han enfrentado a ese viejo demonio.
—Pero, como tú mismo dices, todo eso ocurrió hace años.
—Un pacto es un pacto. Tiene un componente sagrado. La otra mitad de la placa está en manos de esa gente del norte y quien lleve esta allí puede esperar, al menos, ser recibido amistosamente.
—Sigue sin parecerme tanto.
—Tampoco a mí. —El fenicio sonrió con suavidad—. Pero, a veces, basta una chispa para desatar un gran incendio.
Su invitado se reacomodó en el lecho, antes de volver a tomar la copa de cerámica roja y negra.
—De buena gana se la devolvería a los tartesios —suspiró—, pero ellos quieren mi sangre. El ámbar es muy apreciado, aparte de que en el norte hay otros muchos productos de valor. ¿No podría interesar a los armadores de Gadir en una aventura hacia el norte?
—No, no lo creo.
—Los fenicios sois famosos por vuestras grandes expediciones.
—No, Eutiques. —Magón negó despacio con la cabeza—. La situación ahora es de lo más difícil. Desde hace años Tiro, la grande, se encuentra sitiada por los persas. Su poder en Occidente se ha debilitado, hemos tenido que abandonar algunas factorías y cada colonia se las arregla un poco por su cuenta. Los cartagineses ganan ascendiente sobre los demás de día en día y un hombre avisado puede ver que, si la ciudad madre cae, ellos ocuparán enseguida su hueco.
—¿Y?
—Gadir, aunque no vea con buenos ojos una posible hegemonía cartaginesa, carece de los bríos necesarios para seguir su ejemplo. Somos de otra madera, Eutiques. Los ricos de la ciudad están divididos en dos bandos: los amigos de Cartago y los amigos de Tartessos. Una expedición al norte, de tener éxito, sería un escollo contra la posición dominante de Cartago y, en cuanto a los tartesios, lo verían como una intrusión en comercios que siempre han sido suyos. No. De andar por ahí enseñando ese pacto, firmarías tu sentencia de muerte y quizá ni yo mismo me librase de la visita de los asesinos.
—Pero si yo ya estoy sentenciado. —El griego se pasó las manos por las sienes—. ¿Qué puedo hacer, Magón?
—Vete a Oriente. Allí encontrarás gente para una expedición al país del ámbar.
—¿Tan lejos? ¿Sólo por esta placa? Tú mismo reconoces lo poco que es en realidad.
—Muy poco, cierto. Pero dime. ¿Qué te hizo salir de Corinto? ¿Fue el afán de aventuras? ¿El deseo de conocer nuevas tierras?
—Algo de eso debo llevar en la sangre —sonrió—. Pero no, para qué voy a mentirme, lo que me sacó de Corinto fue la necesidad.
—Pues entonces ve a Oriente. Los persas están sojuzgando a todo el Asia. Conquistan reino tras reino, los griegos de Jonia les abren sus puertas y casi toda Fenicia se les ha rendido ya. Las ciudades que no lo han hecho, como Tiro, están sitiadas y caerán tarde o temprano. Esta placa, el pacto, es muy poco; pero a los que no tienen nada y a los que lo han perdido todo les basta un resquicio de esperanza, cualquier excusa, para lanzarse a la aventura.
El griego, acariciándose la barba, no repuso nada. Se quedó largo rato pensativo, dando vueltas a su copa y contemplando el poso de vino rojo oscuro.
—Eres un hombre sabio, Magón, y te agradezco el consejo —dijo por último, despacio—. Tienes toda la razón y una vez más estoy en deuda contigo. Haré como dices y me embarcaré lo antes posible con rumbo a Fenicia. Aquí no me espera sino una mala muerte.