5
Cuando Sembeles supo que el rey le mandaba llamar, fue sin tardanza a los baños. Sus amigos le ayudaron a cepillar la gran barba, así como a peinarse y adornar la cabellera, muy negra y lustrosa. Luego se envolvió en el manto, a la tartesia, porque, aunque conservaba el color negro de su gente, la vida entre tartesios le había llevado a vestir como estos. Por último se colocó sus alhajas de bronce y oro, y se armó. Titubeó ante el brazalete real: le dio vueltas entre las manos, indeciso, para acabar por guardárselo bajo la ropa.
Nadie fue a buscarle a la hora de la audiencia, cosa que le sorprendió, pues a medias esperaba una escolta. Argantonio se hallaba esta vez en una de las salas inferiores de palacio: una estancia amplia de piedras desnudas, mal iluminada mediante troneras y llena de ecos. Había escaso mobiliario y sí muchas estatuas de dioses tartesios, orientales y célticos ubicados entre las sombras de las esquinas, con lamparillas votivas ardiendo a sus pies.
El rey ocupaba un sitial al fondo, con su manto rojo púrpura, la máscara de toro y el báculo. Tenía a algunos consejeros a su vera, a ambos lados, en asientos más bajos que el suyo, y el lusón no dejó de fijarse, con la boca algo seca, en cuantos guardias había dispersos por la penumbra de la sala.
El más viejo de los consejeros le llamó por señas y él se acercó, después de entregar sus armas a uno de aquellos soldados. Tras detenerse a la distancia correcta, rindió el homenaje al rey, que en esta ocasión no le invitó a sentarse, Pero sí, según su costumbre, guardó silencio aún un buen rato mientras manoseaba su bastón, como rumiando pensamientos secretos. Luego, cuando tomó por fin la palabra, lo hizo sin recurrir a los circunloquios de costumbre.
—¿Sabes ya que tu pariente Alongis ha saqueado una tumba real?
—Sí, señor —admitió, a sabiendas de que la pregunta era mera retórica, pues la noticia había corrido como un incendio por la fortaleza.
—¿Y te han contado cómo él y sus cómplices pudieron actuar sin despertar sospechas, porque mostraban a quienes preguntaban un brazalete real?…, el tuyo, supongo.
—El mío. Es cierto, señor.
—¿Cómo ha podido pasar algo así?
—Me lo quitó aprovechándose de que yo confiaba en él —confesó abrumado—. Me lo robó y después volvió a dejarlo en su sitio. Así yo no supe ni sospeché nada, hasta que me he enterado de lo ocurrido.
—¿Lo devolvió? ¿Dónde está? El rey no lo ve.
—Aquí, amo. —Se apresuró a sacarlo de bajo su ropaje.
Algún guardia echó mano a la espada, sobresaltado por el gesto, un tanto brusco. Argantonio se removió algo sorprendido y, alzando una palma, apaciguó a sus hombres. Se quedó un lapso en silencio, antes de hablar de nuevo.
—Escucha: cuando el rey da un cargo, sólo está dando un puesto. Pero si da su confianza a alguien, el que la recibe la tiene en todo momento y lugar. Así que ponte ese brazalete y no te lo quites más, de forma que no vuelva a caer en malas manos… y siéntate a la izquierda del rey.
Sembeles se volvió hacia allí, bastante perplejo. Un esclavo le acercó un asiento y los consejeros le hicieron hueco.
—Esos malditos han robado algo sagrado: el tesoro de un gran hombre, muerto hace años. Yo le apreciaba mucho, aunque luego se convirtió en mi enemigo y me hizo la guerra. Ese tesoro era su ajuar funerario y su espíritu no estará en paz hasta que se le haya vengado y restituido.
Los consejeros asintieron con solemnidad, él hizo otra pausa y a Sembeles le pareció que, entre las sombras de la estancia, la sonrisa de algunos dioses se había vuelto una pizca siniestra.
—Eran cuatro —le informó, a una seña de Argantonio, uno de los consejeros—. Mataron a un cazador que debió de sorprenderles. Fue su desaparición lo que alarmó a sus vecinos. Parece que repartieron lo robado y se separaron allí mismo. Tres huyeron juntos hacia el norte y, como se veían perseguidos muy de cerca, salieron del camino y trataron de unirse a una partida de bandidos. Pero estos, en cuanto supieron que habían cometido un crimen sagrado, los mataron a los tres y nos enviaron sus pedazos, así como todo cuanto habían robado en el túmulo. En cuanto al cuarto… —Dejó la frase en el aire.
Sembeles se pasó los dedos por la barba. El cuarto era Alongis, que había regresado a Tartessos y le había devuelto el brazalete.
—Así que Alongis es el único que queda con vida.
—El último —se hizo eco el anciano consejero—. Cuando supimos del robo, él ya había huido a Gadir. Y no iba solo. —Hizo una pausa, antes de espetar a Sembeles—. ¿Es posible que Alongis hiciera todo esto para poder comprar a cierta esclava?
—Habría que preguntárselo a él. —Suspiró—. Es cierto que había perdido el seso por una cantadora. Estaba como loco por ella pero, por Caro, que yo nunca hubiera creído que…
Dejó caer la frase hasta un hilo de voz, mientras los consejeros rompían en un mar de comentarios. Pero Argantonio impuso el silencio con un gesto.
—Está hecho y los motivos de ese hombre no importan. No debe escapar.
—Que el rey me deje a mí —exclamó el lusón—. Le mataré con mis propias manos.
—El rey ya había pensado en ti. Pero —y aquí acentuó sus palabras con el báculo— al rey le interesa más el tesoro que la sangre del ladrón. Ha comprado a esa cantadora con parte del botín. Ya veremos cómo lo recuperamos. Pero seguro que también se habrá guardado algo y, si se desprende de ello, debes recobrarlo. Si tienes que elegir entre seguir la pista de Alongis o la del tesoro, optarás siempre por lo segundo.
—¡Pero me ha traicionado! —Abrió y cerró las manos, enfurecido—. Yo me fiaba de él y me ha traicionado. Tiene una deuda conmigo y esa deuda es de sangre.
—Era pariente tuyo e hizo mal uso de tu brazalete: el brazalete que el rey te había confiado. ¿No te parece que tú también tienes una deuda con el rey?
—Una gran deuda, es cierto —admitió, cabizbajo de repente.
—Busca al tesoro y al ladrón; pero, sobre todo, trae al rey lo primero.
—Se hará como manda el rey.
—Bien. —Argantonio hizo una pausa, antes de hablar, esta vez para todos—. El rey rezará por el éxito de la misión. —Se puso en pie de forma trabajosa, haciendo que el resto se alzara a toda prisa—. Sembeles me acompañará, para que los dioses sepan a quién deben dispensar su favor.
Los consejeros, en un revuelo de reverencias y gestos, se despidieron en masa, sabiendo que aquello no era más que una excusa para, sin ofenderlos, poder quedarse a solas con el mercenario. Argantonio llamando a su lado a Sembeles con un gesto y a paso lento se dirigió a un grupo de ídolos, en una de las esquinas.
—No irás solo. Te acompañarán dos hombres leales. El rey confía en ellos tanto como en ti.
—¿Dos hombres? —El lusón hizo rodar uno de sus anillos en el dedo—. En ese caso, que el rey deje bien sentado quién de los tres manda. Así no habrá problemas.
—Ninguno estará por encima de los otros. Llegado el caso, tendréis que poneros de acuerdo sobre qué hacer.
Sembeles le miró indeciso. El viejo Argantonio, envuelto en su manto rojo, le observaba a través de las ranuras de la máscara. Aquel hizo girar de nuevo el anillo en el dedo, con una multitud de objeciones en la punta de la lengua. Tres hombres iguales. Quizás aquella era una tradición sagrada entre los tartesios, o tal vez un oráculo había aconsejado obrar así. O quizá sólo fuese otra de las extravagancias del anciano rey.
Acabó asintiendo y su interlocutor cabeceó a su vez, como si así cerrasen algún tipo de trato. De nuevo cayó el silencio entre ambos. Argantonio se detuvo ante los ídolos de piedra y madera. Sembeles contempló el polvo que danzaba en la luz que entraba por las troneras, luego puso él también los ojos en los dioses. Cuando el rey habló de nuevo, casi se sobresaltó.
—¿Cómo es que has venido tan engalanado a esta audiencia? —quiso saber, porque le gustaba conocer las costumbres de sus soldados extranjeros—. Más parece que fueras a la batalla.
—La verdad, amo —admitió con llaneza—, es que pensé que me iban a ejecutar y quise estar arreglado para la muerte.
—¿Creías que te esperaba el verdugo? —Tras las hendiduras metálicas de la máscara, los ojos del anciano se clavaron en los Suyos—. Eso es para los régulos de los salvajes o para los monarcas de Oriente. El rey no manda matar a nadie sin, por lo menos, escucharle antes. Además, puede que el faraón o el gran rey de los persas estén sobrados de buenos hombres, pero el rey de los tartesios anda siempre falto de ellos y no puede permitirse el derrocharlos.
Sembeles, sin saber qué contestar, le mostró las palmas en señal de homenaje.
—¿Y por qué has venido, si lo que esperabas era la muerte?
—¿Por qué? Porque hay obligaciones entre el rey y yo.
—¿Y sólo por eso te has presentado aquí?
—¿Cómo que sólo por eso? Entre mi gente, es ley cumplir con las obligaciones. —El lusón se soliviantó, llevado del orgullo—. Porque también entre los míos hay leyes, amo, aunque no estén en verso, ni escritas en columnas de bronce, como aquí. Pero para nosotros no son menos sagradas.
—Bien dicho —aprobó su patrón, antes de, tras una pausa, cambiar de tema—. Ahora, escucha con la mayor atención. Entre lo robado hay una placa de plata. Puede que no parezca gran cosa si se la compara con otras piezas. Seguro que los ladrones apenas se fijaron en ella, pero es con mucho el objeto más valioso de todos.
—¿Cómo la reconoceré?
—Es una lámina rectangular —poniendo el báculo en la flexura del codo, esbozó con las manos el tamaño aproximado— y está grabada por ambas caras. En realidad es media lámina, porque fue partida en dos.
—¿Y qué pasa con la otra mitad?
—De esa no tienes que preocuparte; sólo de la que estaba en el túmulo. No la tenían los tres celtas, así que debió de tocarle a Alongis en el reparto. Lo que no sabemos es si aún la tiene él o se la ha entregado a Eutiques.
—¿Eutiques?
—El antiguo dueño de esa cantadora. ¿No lo sabías? También ha salido de Tartessos, en el mismo barco que Alongis. La tenga quien la tenga, has de recuperarla a toda costa.
—¿Qué hay de ese Eutiques? Tiene toda la pinta de estar complicado en el asunto.
—A simple vista así lo parece. Pero aún está por ver: no hay que precipitarse.
—¿Y la placa? ¿Es un objeto especialmente sagrado?
—¿Especialmente sagrado?
—Quiero decir: ¿debemos tomar precauciones o seguir algún rito cuando la recuperemos?
—Un objeto de maldición, eso es lo que es. La única precaución a seguir con ella es volver a enterrarla lo más rápidamente posible. —Suspiró—. Trae primero la fortuna a quien la tiene, y luego la ruina y la muerte. Al menos, eso dio a su anterior dueño, que era el que la tenía consigo en la tumba…, hasta que ahora esos sacrílegos la han robado.
—¿Quién era ese hombre grande, amo? —se interesó el lusón, picado en la curiosidad—. No sé si habré oído hablar de él. ¿Cuál es su nombre?
—No tiene ninguno. Se rebeló contra el rey y este, a pesar de ello, le enterró como el gran jefe que era, en un túmulo, con un tesoro y sus armas. Pero, a cambio, le quitó el nombre.
—Entiendo.
—Quien no tiene nombre, tampoco tiene sitio en la memoria de la gente. —Ahora, los ojos de Argantonio echaban fuego tras la máscara—. El recuerdo de lo que fue, de cuanto hizo, se va esfumando hasta desaparecer. Por eso ese nombre ha sido borrado y nunca lo oirás. Sólo el pronunciarlo se paga por la muerte. Y también el preguntar por él, así que no vuelvas a hacerlo nunca.
—Entiendo —repitió, mostrándole las palmas en señal de homenaje.
‡ ‡ ‡
Apenas llegaron a Gadir, el griego Eutiques hizo lo imposible para ser recibido por Magón, su antiguo patrón en esa ciudad. Y por fin este le hizo llamar al segundo día de su estancia en la colonia, cuando aquel ya iba temiéndose que el gaditano se hubiese desentendido de él y estuviera haciéndole esperar, con evasivas, una entrevista que nunca iba a producirse.
Pero el viejo Magón, armador y comerciante, no se había olvidado de ese corintio por el que, merced a alguno de esos misteriosos impulsos humanos, siempre había sentido un afecto especial. Habían mantenido durante años una relación de clientela y el segundo había hecho no pocos viajes y negocios por cuenta del primero. Más tarde, el fenicio le había ayudado a establecerse por su cuenta e incluso, cuando se dedicó a explotar mujeres, fue él quien le aconsejó rebautizar a sus cantadoras con nombres griegos, que resultaban sonoros y exóticos a los indígenas de Occidente.
El mercader le recibió en su propia casa e incluso le sentó a su mesa, deferencia que el griego se apresuró a agradecer. Como buen fenicio, Magón hacía alarde de riqueza, de suerte que la sala estaba repleta de lechos, telas, muebles, marfiles, cerámicas. Había máscaras de arcilla en las paredes, para espantar la mala suerte, y diosecillos caseros en pequeños altares ante los que ardían pebeteros, saturando la estancia de aromas.
Bebieron vino y charlaron largo y tendido, recordando viejos negocios comunes y acercándose al asunto que tratar con ese estilo indirecto y calmo que tanto gusta a los comerciantes de casta. Eutiques rememoró sus andanzas a lo largo de la costa oriental, por los puertos fenicios y los poblados libofenices, así como su estancia en Tartessos. Y desde ahí fue entrando en la historia de Alongis y Néfele, y en cómo una broma había acabado por ponerle en un serio aprieto. Por último, confió a su huésped la existencia de la placa rota y, sacándola, se la entregó.
El fenicio la tomó sin ocultar su interés y estuvo sobándola largo rato, sin palabras. Era de rasgos afilados, alto y ya entrado en años, con la piel más oscura que el común de su raza, lo que, unido a su cabello y barba totalmente blancos, le hacían fácil de reconocer. Como buen comerciante, sabía ser inescrutable y el griego, aunque le conocía bien, no pudo ni imaginar qué le pasaba por la cabeza.
Palpó una vez más las inscripciones y, al descuido, hizo un gesto. Uno de los sirvientes que pululaban en torno a la mesa se apuró a rellenar las copas. Eutiques aprovechó para observar a este último, curioso, porque se trataba de uno de esos esclavos negros que los tratantes cartagineses hacían llegar en ocasiones a Gadir. Eran contados y caros, y por eso mismo los compraban los ricos gaditanos, para recalcar así su posición. El griego recordó hasta qué punto eran vanidosos los magnates tartesios y no pudo evitar perderse en lucubraciones de tipo comercial sobre aquel asunto.
Magón bebió con aire ausente, los ojos puestos en las máscaras de barro de las paredes. Corría una brisa leve cargada de olores marinos, que agitaba los velos de las ventanas. Se quedó mirándolas un instante, los ojos prendidos en el revuelo de cortinajes. Luego, las yemas de sus dedos acariciaron con delicadeza la quiebra de la lámina.
—¿Quién puede entender a los salvajes? —murmuró y, tras un instante de desconcierto, su invitado comprendió que se refería a Alongis—. Tiene credos y costumbres incomprensibles para los demás. Unas veces se conforman con baratijas y otras su codicia no conoce freno. Uno nunca sabe qué esperar de ellos.
Su interlocutor no dijo nada y el gaditano volvió a tomar otro sorbo de vino.
—Ya he visto otros así: maltratan a sus mujeres y las tienen en menos que nada. Pero luego, para conseguir a una en concreto, son capaces de dejarlo todo. —Sacudió la cabeza—. Pero tenías razón, Eutiques: esta pieza es algo muy, pero que muy, especial.
—¡Lo sabía! Apenas llegó a mis manos supe… —Excitado, jugueteó con su copa de cerámica—. Te lo debo a ti: acuérdate de los viejos tiempos, cuando nos sentábamos en tu almacén al acabar el día, y de todas esas historias que contabas sobre tu época de traficante en el interior.
—¿Mi época de traficante? ¡Ah! —El viejo Magón se rio de buena gana—. ¡No creas que no la echo de menos a veces!
El griego cabeceó con deferencia, pero, tras asegurarse de qué el otro no iba lanzarse a una retahíla de reminiscencias, prosiguió.
—Tienes dotes de cuentista —dijo, haciendo reír de nuevo al otro—. Es cierto, Magón. Aún me acuerdo de la historia de la mujer que se casó con dos jefes y la de esos dos poblados que se hicieron la guerra por culpa de un huevo de avestruz.
—Un huevo de avestruz pintado. Yo mismo presencié aquel combate.
—Y el oso-demonio de la sierra.
—¡El oso-demonio! Sí. —Se sobó la barba blanca—. Tendrías que haber visto cómo quedaban sus víctimas, o lo poco que dejaba de ellas. Es un monstruo terrible y dicen que aún sigue matando. Cuando caravaneábamos por esa parte de la sierra, le teníamos más miedo a él que a los bandidos. —Volvió a reír, esta vez con un punto de melancolía—. ¡Pero cómo ha llovido desde todo eso! ¿Sabes? Ya casi se me había olvidado.
Su antiguo cliente le sonrió con suavidad, dejando pasar un aleteo antes de seguir.
—Apenas le eché el ojo a la placa, me vino a la cabeza una de tus historias, Magón. Esa de aquel rey sin nombre y el pacto grabado en una lámina partida en dos.
—Tienes buena memoria.
—No tanta; pero sí la bastante como para, al ver esa placa, ponerme a pensar si no…
Dejó la frase en suspenso y, en correspondencia, su anfitrión asintió al tiempo que volvía a pasar los dedos por los grabados. Estudió aquellas inscripciones, en las que la escritura tartesia formaba columnas, intercaladas con otras de un estilo totalmente diferente.
—¿Has conseguido leerla? —se interesó.
—Sólo sé un poco de alfabeto tartesio. Me resulta difícil, sobre todo estando la tablilla partida.
—¿No te has dado cuenta de que parte de la escritura no es tartesia?
—Claro que me he fijado. ¿La conoces? ¿Sabes de dónde es?
—Me, parece que son símbolos. Esta pieza registra un pacto entre dos pueblos y uno de ellos debe carecer de alfabeto, como sucede con muchos salvajes. —Se llevó la copa a los labios—. ¿Sabes? Los tartesios son una raza que asimila con rapidez, casi tanta como la nuestra ha olvidado ese hecho. Aprendieron de nosotros minería y metalurgia, y orfebrería y ahora sus trabajos rivalizan con los nuestros. Y otro tanto podría decirse de la cerámica.
Dejó correr el índice por la fractura de la placa.
—Hubo un tiempo en el que no tenían más que piraguas, pero no tardaron en copiar nuestras naves. Primero barcos pequeños, con proa en forma de jabalí y caballo, luego más grandes, y se lanzaron al océano. Dé ahí procedía el poder del que gozó la familia del rey sin nombre.
—El rey sin nombre… ¿cómo se llamaba en realidad?
—Se rebeló y fue derrotado; perdió la vida y hasta el nombre: el propio Argantonio se lo quitó.
—Eso ya lo recuerdo. Pero tú debes saber cómo se llamaba.
—Es verdad que llegué a oír ese nombre. —Se acarició la barba blanca—. Pero no seré yo quien te lo diga. Argantonio maldijo a cualquiera que se atreviese a pronunciarlo y, la verdad, no quiero atraer esa maldición sobre mi cabeza sólo para satisfacer tu curiosidad.
—Argantonio no es más que un viejo chocho. —El griego dejó escapar una mueca desdeñosa—. Tiene un pie en la tumba.
—Tiene ese pie en la tumba desde antes de que tú nacieses. —Magón se sonrió—. Es gran rey y sumo sacerdote de los tartesios, y ha alcanzado una edad que no tiene nada de común. Que digan que está consumido por los achaques y senil: que es un moribundo. Pero yo te digo que ya he visto a muchos tratar de enfrentarse con él, aprovechándose de su debilidad, y que todos ellos están muertos.
Su invitado se echó atrás y bebió, algo inquieto por tales palabras.
—¿Qué planes tienes? —quiso saber el fenicio.
—No lo tengo muy claro. Iré al templo, a hacer sacrificios y consultar al oráculo… y también espero tu consejo, Magón.
—¿Mi consejo? Lo tendrás si lo deseas, pero ya sabes que no soy de los que hablan a la ligera. Déjame indagar un poco, para saber qué piensan de ti los tartesios: creo que ahí está la clave de todo.
—Te lo agradezco.
—Por cierto, ¿a qué templo tienes pensado acudir?
—Cuando vivía aquí, solía sacrificar en el de Baal Hammón. No sé si te acuerdas. Cada vez que paso por Gadir vuelvo a él y ahora, la verdad, no sé por qué habría de cambiar.
—Desde luego que no —aprobó el mercader—. Yo también soy de los que piensan que es bueno ser fiel a las costumbres.