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En principio pensó no hacer ni caso pero, al cabo, Eutiques acabó por acercarse al templo de Astarté, en el Qart de Tartessos, porque le pudo más la curiosidad. Había recibido un recado bastante impreciso de un mercenario norteño, Alongis, en el que le pedía verse con él en ese lugar sagrado. Y, pese a que consideraba a Alongis un pelagatos, como el mensaje hablaba de ganancia y Eutiques tenía madera de negociante, y sabía que las ocasiones había que buscarlas, acudió a la hora propuesta, dispuesto al menos a oír qué tenía el otro que proponerle.

El templo de Astarté no era en exceso grande, aunque sí monumental, siguiendo la costumbre de los fenicios en tierras extrañas, edificado con grandes piedras y lleno de relieves y detalles arquitectónicos de la mejor cantería. Situado en el corazón del Qart, en pleno hervidero humano, era tanto un centro de negocios como lugar de culto —al igual que cualquier otro santuario fenicio— y como tal no le era desconocido al griego, que había cerrado allí dentro no pocos tratos.

Pero a media mañana el templo era un remanso en mitad del bullicio del Qart y tanto Eutiques como Ardis, su guardaespaldas asiático, se acogieron a su interior con gran alivio. Al entrar, el segundo se detuvo a echar una limosna a los mendigos que holgazaneaban a las puertas y estos se lo agradecieron a coro, vociferando alabanzas.

Esas horas eran las más propicias para los negocios discretos porque, si bien a otras horas aquello bullía de prostitutas y comerciantes, entonces estaba desierto. El griego y el lidio remolonearon por el gran patio central, que contenía varias columnas de piedra, cubiertas de inscripciones, y un estanque ritual. Pero enseguida vieron a Alongis que, desde las sombras de una de las naves laterales, cubiertas y columnadas, les reclamaba por señas. El corintio, al que los años había enseñado a observar, no dejó de fijarse en que el lusón debía de estar recién llegado de algún viaje, porque, aunque se había aseado —no podía uno entrar sucio en un santuario— aún le cubría algo de polvo del camino. También le notó cansado, receloso y, según le pareció, bastante inquieto.

—Aguarda aquí.

El lidio agitó la cabeza calva y se quedó en el patio, con las manos sobre los pomos de sus largos puñales, en un gesto que no tenía nada de amenaza y sí todo de hábito. El griego se acercó al bárbaro, que seguía al pie de la nave, a resguardo del sol. Se saludaron con cortesía y el mercenario condujo al mercader un poco más adentro, tras las columnas.

—Tengo lo que pediste —dijo despacio, porque hablaba muy mal el tartesio.

—Tú dirás. —El griego le miró intrigado, sin saber a qué podía referirse. El otro le había enviado un simple mensaje verbal mediante un cargador del puerto, indicando que, de estar a tal hora en el templo de Astarté, la diosa cananea del amor, ambos habrían de sacar beneficio.

—Tú pediste por tu esclava Néfele… —el lusón sacudió la cabeza, buscando las palabras— un precio.

Eutiques le miró atravesado, frunciendo algo el ceño y preguntándose si no habría perdido de forma miserable el tiempo. Pero el otro, sin darle tiempo a más gestos, sacó de bajo su túnica negra una saca y, de un tirón, abrió la boca de la misma. El griego pudo ver asombrado el rebrillar del oro y la plata.

—Néfele —insistió, con acento atroz, el mercenario—. Néfele.

Eutiques se acarició la barba, que llevaba muy cuidada y era uno de sus mayores orgullos. Se apoyó en su bastón, alto y con empuñadura en forma de T, ganando unos instantes para pensar.

Tiempo atrás, aquel bárbaro había querido comprarle su esclava y él, en broma, le había pedido tal suma que, más que de una mujer, parecía que estaban tratando de un carro con sus caballos. Pero por lo visto, el muy simple se lo había tomado en serio. O al menos allí estaba, con una pequeña fortuna dentro de un saquillo, mirándole fijamente y con un punto de desesperación en los ojos. El viaje le había alborotado las melena y barba castañas, haciéndole parecer un león famélico, y el corintio tuvo la certeza de que, de negarse, le saltaría al cuello.

—¿Me permites…? —Por si el otro no le había entendido, tendió la mano.

El lusón le entregó la bolsa y él fue sacando su contenido para estudiarlo con la mayor atención. Plata y oro de buena ley, sin duda alguna. Alongis había guardado allí lo más voluminoso del botín, reservándose los anillos y alguna pulsera.

El griego, que algo sabía de metales nobles, sopesó y estudió cada pieza: las copas, el pectoral de oro, las cadenas. Acarició los trabajos, tartesios con claras influencias fenicias, y sintió frío de repente, porque supo que no habían sido hechas para adorno de cualquiera. Sin embargo, como era hombre curioso, aún tuvo tiempo de detenerse en la placa rota e, intrigado, deslizar las yemas por la fractura mientras observaba las inscripciones, mezcla de alfabeto tartesio y algún otro que le resultaba desconocido. Notó la roña en los intersticios de las joyas y, al olisquear discreto, sintió un tufo, muy leve, que le produjo un nuevo estremecimiento.

—¿Suficiente?

La pregunta de Alongis le sobresaltó, porque era a medias una afirmación y aquel fulgor de amenaza aún seguía en sus ojos.

—De sobra —suspiró, preguntándose en qué lío se había metido con aquella broma ya olvidada.

—Néfele es mía.

—Fue lo convenido. —Movió despacio la cabeza, viendo con alivio que la mirada de su interlocutor se aclaraba un tanto. Le devolvió el saquillo—. Cuando quieras, formalizaremos el trato.

—Ahora.

—Hemos de ir a un magistrado. Aunque también hay en este templo sacerdotes cuyo sello daría validez al negocio. Pero a estas horas… —Lanzó al otro una mirada rápida, tratando de pensar algo—. Yo, personalmente, prefiero pasar desapercibido: no me gusta que mis negocios llamen la atención. —Cabeceó al ver al otro asentir—. Así que somos de la misma opinión. Aquí, en el templo, hay un sacerdote que sería el hombre idóneo, discreto a más no poder. Podemos volver esta tarde, a primera hora, y arreglarlo todo.

—Esta tarde, a primera hora.

—Una cosa más. —Y ahora, con familiaridad, el griego le retuvo por el brazo—. Quizá no quieras que el precio real conste en el contrato. Si es así, yo no tengo inconveniente en firmar por una suma menor.

—No te entiendo. —El lusón le contempló con nuevo recelo.

—Me refiero…, tal vez no quieres que se sepa que tenías tanto oro. Podemos vender a Néfele, como suele decirse, por diez y decir que ha sido por dos. Llama menos la atención y yo también lo prefiero: recibo bajo mano lo mismo y, como te he dicho antes, cuanto menos se fije la gente en mis negocios, mejor.

—Oh —asintió el otro, ahora sonriendo—. Entiendo. Eres un hombre listo, Eutiques.

—Tú pásate por aquí justo después del mediodía, con el oro, que yo estaré con Néfele. Ya me encargo yo de avisar al sacerdote y de ajustar sus honorarios. Mientras, ya tendré pensado qué suma podemos registrar en el contrato.

Alongis abandonó sin mayor tardanza el templo. Eutiques, con andares mucho más calmos, volvió a reunirse con Ardis, que aguardaba impasible, la mano sobre la empuñadura de los hierros, a la sombra de las columnas sagradas.

—¿Qué quería ese?

—Hablar de Néfele.

La boca del lidio, ya de por sí delgada, se frunció en un gesto muy suyo, haciéndole parecer una serpiente burlona.

—Vaya un… —zumbó con desdén—. ¿Te has fijado en cómo anda, en cómo mira a todos lados? Ese apesta a ladrón, Eutiques.

—Tienes más que razón —suspiró este. Con un gesto, invitó a su amigo a caminar hacia la salida. Golpeteó con su bastón sobre las losas—. ¿Te acuerda de cuando vino a casa queriendo comprarme a Néfele? ¿Y de que yo le pedí…? —Intentó hacer memoria—. Ya ni me acuerdo de cuánto le pedí. Una suma enorme, sobre todo para un don nadie como él.

—No me digas que la ha reunido. —Ardis le lanzó una mirada torcida, rozando con las yemas de los dedos los pomos de sus armas.

—¿No has visto ese saco que lleva bajo el manto? Pues está lleno de oro y plata.

—Lo ha robado.

—Claro que lo ha robado. Bes sabe a quién y miedo me da pensar en dónde.

Cruzaron el pórtico, con sus columnas, su dintel y los mendigos sentados a la sombra, para volver al ajetreo del Qart. Anduvieron en silencio entre el griterío, las apreturas y esos empujones que eran como el sello del barrio fenicio. El lidio dedicó una mirada aviesa a un par de desarrapados, que se apresuraron a escabullirse. Ladronzuelos, supuso el griego, de esos que quitan una cadena o un dije de un tirón, y se esfuman entre la multitud sin que su víctima llegue a saber quién ha sido. El guardaespaldas debía de haberles calado o quizá ya les conocía de antes.

—Tenemos problemas —manifestó por fin el lidio.

—Y tanto.

De que Alongis había obtenido esa pequeña fortuna por medios poco limpios, no le cabía duda alguna al corintio, lo que le ponía a él mismo en mala situación. La obsesión del bárbaro por la cantadora era de sobra conocida y nada más fácil que se le acusara a él, Eutiques, de haberle incitado al robo, para poder pagar el enorme precio pedido. Incluso podían llegar a considerarle, simple y llanamente, un cómplice.

—En mala hora… —rezongó para sus adentros.

Extranjero en Tartessos, ni siquiera era fenicio, aunque viviese entre ellos, por lo que no podía contar con su pleno apoyo en un caso así. Y, aunque bajo la égida de Argantonio se daba gran valor a las leyes —cosa que él, como griego, sabía apreciar—, también era consciente de lo vulnerable que resulta un forastero a la ira de los poderosos… o al furor del populacho, se dijo pensativo, al recordar las piezas que le mostrara Alongis.

—Oye, ¿no habrá saqueado ese idiota una tumba? —le espetó de golpe Ardis.

El griego le miró de reojo, porque estaba temiéndose lo mismo. Más de una vez se había preguntado si aquel lidio calvo y enjuto no tendría de verdad poderes, los dones de los que él mismo se jactaba para embaucar a las mujeres y sacarles el dinero a cambio de predicciones y talismanes. Porque, artificios aparte, lo cierto es que había vagabundeado en tiempos por Asia y el Cáucaso, donde fue iniciado en diversos misterios y llegó incluso a castrarse a sí mismo con una hoz, en honor a una diosa subterránea de Capadocia; aunque, sobre ese último asunto, él nunca comentaba nada.

—Y, para colmo de males, tenemos ya pasajes para mañana —se lamentó, de vuelta a sus problemas más inmediatos—. Parece que todo se hilara para hacernos parecer cómplices.

Porque, en efecto, haciendo caso a su esclava Oricena, había decidido abandonar Tartessos mientras sus cantadoras gozaban aún de éxito, y había apalabrado sitio en una nave que zarpaba rumbo a Gadir a primera hora del día siguiente.

—Aunque te ofrezca una suma considerable —objetó el lidio—, ¿no sería mucho más prudente rechazarla?

—Tú no le has visto los ojos. A saber qué ha hecho para reunir ese oro y cualquiera le dice ahora que no hay trato.

—A ese le despacho yo con la mano izquierda. —Y frunció de nuevo las comisuras, en una sonrisa que no tenía nada de agradable.

—No es que lo dude, aunque sea un tipo grandote. Pero matarlo sólo nos traería problemas. Todo saldría a la luz y nos tomarían igualmente por cómplices. Supondrían que nos habíamos peleado por el reparto. No, no. Estaríamos igual, puede que aún peor.

Se calló, Ardis no dijo más y siguieron deambulando entre la multitud. Luego alguien, de repente, retuvo a Eutiques por el brazo, haciéndole volverse desconcertado.

—¿Qué tal, griego? —le espetaron con familiaridad.

—Ehhh. —Trató de dibujar una sonrisa, al reconocer a dos mercaderes fenicios con los que había hecho un par de tratos.

—¿A qué esa cabeza tan gacha? —quiso saber el que le había cogido por la manga, el más alto y cetrino.

—Bueno… —Pensó con rapidez—. Si os lo dijese, no os lo ibais a creer.

—Cuenta, cuenta —picó el otro, más gordo y de aspecto jovial.

—Si no sabéis la historia, no tiene gracia: hay un mercenario del interior que ha perdido el seso por una de mis cantadoras…

—¿Aquel al que pediste tanto oro? Me suena —le atajó el gordo mientras buscaba con los ojos a su compañero, que asintió.

—Hoy ha venido a verme y traía lo pedido.

—¡No! —Los otros le observaron con avidez—. Pero si decían que le habías pedido muchas veces lo que vale esa mujer.

—Eso es.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—¿Malo? Nada.

—¿Y entonces a qué esa cara?

—La verdad es que aún no me he repuesto. Ya sé que acabo de ganar un buen montón de oro, pero os juro que es lo último que esperaba y aún no he logrado tragar el bocado.

—Ja, ja. —El más alto le palmeó amigable la espalda—. Eso sí que es un buen negocio: cerrado en un pispás y sin esfuerzo, como caído del cielo. Que todos los días sean así. Haces honor a tu nombre, Eutiques[1].

—Sí, eso es. Soy un hombre de suerte. —Esbozó una sonrisa afilada, que ninguno de sus interlocutores pudo descifrar.

—Yo en tu lugar —añadió el gordo— iría sin falta al templo y no escatimaría sacrificios. Hay que ser agradecido con los dioses.

—El caso es que mañana salgo para Gadir.

—¿Que te vas? Entonces, encima, el negocio te ha llegado por los pelos.

—No lo sabes tú bien. Pero, apenas llegue a Gadir, haré un buen sacrificio. —Y con ademán mundano descartó ya el tema—. ¿Pero cómo os van a vosotros los negocios?

Sus dos interlocutores, mordido el anzuelo cada vez más hondo, se lanzaron a una retahíla de lamentos y quejas, como siempre ha sido costumbre entre los comerciantes, y Eutiques no les fue a la zaga a la hora de hacerles coro. Y así estuvieron un buen rato, en medio del fluir de la muchedumbre, mientras Ardis guardaba silencio, al margen de la conversación. Al final, tras un par de amagos, acabaron por despedirse y marcharse cada uno por su lado.

—¿Por qué les has contado lo de Alongis?

—¿Tú qué crees? ¿Tomarías por culpable a alguien que va contando por ahí que un loco le va a dar un buen montón de oro por una simple flautista?

—Así mirado —el lidio cabeceó despacio—, no es mala manera de cubrirse las espaldas.

El griego, contento consigo mismo, aún se detuvo en un tenderete callejero, a comprar una cántara de buen vino, y mientras pagaba le comentó al vendedor, que también era conocido suyo, que quería celebrar el que alguien iba a pagarle por una de sus esclavas una gran suma, mucho más de lo que en realidad valía. Estuvieron riéndose juntos e incluso el vinatero, contento por la venta de un producto tan caro, les convidó a un vaso.

—Tampoco se te vaya a ir la mano, Eutiques —le previno su guardaespaldas no bien se marcharon de allí—. No conviene que la historia corra demasiado antes de tiempo.

—No le he dado muchos detalles. —Cambió de mano el báculo—. Pero tienes razón.

—Deja que te dé otro consejo. Alongis no parece un hombre reflexivo: es de los que actúan sin pensar en el después y seguro que sus planes no pasan de conseguir a Néfele, y no debe tener pensado qué va a hacer luego. Coméntale que nos vamos mañana a Gadir en barco y anímale de forma astuta a venirse con nosotros. Dale a entender que allí podrías echarle una mano.

—¿Y qué ganamos con eso?

—Un hombre así, de armas y con poca cabeza, suele ser útil. Y es una forma de alejarle de los tartesios, porque me juego lo que quieras a que ese oro es robado: este Alongis es un ladrón, si no algo peor.

—Huumm. —El corintio se acarició la barba—. De acuerdo: es mejor que los tartesios no puedan interrogarle. Cuantos menos detalles tengan, mejor para nosotros.

—Y —añadió el otro con sonrisa de áspid— siempre podemos despacharle si nos conviene. Eso es más fácil hacerlo en Gadir que aquí.

—Aquí ni hablar. ¿Pero no nos comprometemos así? ¿No nos estaremos señalando nosotros mismos si Alongis sube al mismo barco y con idéntico destino al nuestro?

—Al revés. Lo coge después de nosotros y tendrá que conseguir sitio para Néfele; puedes venderle el pasaje que había sacado para ella misma. Yo creo que, a cualquiera, esto le sonaría a caos y confusión. Nadie creerá que hay complicidad entre vosotros dos, sino más bien todo lo contrario.

El griego anduvo unos pasos en silencio, calibrando lo dicho por Ardis.

—Creo que tienes razón. —Ladeó la cabeza—. Voy a ver cómo le convenzo para que se venga a Gadir, con nosotros o por su cuenta.

—No creo que eso sea problema. —El lidio dibujó otra sonrisa—. Siempre has sido un liante.

Eutiques también sonrió, halagado.

‡ ‡ ‡

Al día siguiente, a primera mañana, zarparon con rumbo a Gadir en uno de esos barcos a los que todos daban el nombre de «caballos». Naves —llamadas así por el mascarón de proa en forma de cabeza de equino— pequeñas y marineras, equipadas con una vela y un par de remos a cada banda. Tartesios y gaditanos las empleaban por igual, tanto para el cabotaje como para la pesca del atún, y su presencia era algo cotidiano en el puerto de Tartessos, por lo que no solía haber problemas para conseguir sitio en alguna de ellas.

Aun así Eutiques, como su grupo lo componían siete personas —las cuatro cantadoras, Oricena, Ardis y él mismo—, había ajustado con antelación pasaje para todos, algo de lo que ahora se felicitaba en secreto. Porque, si Alongis había robado las joyas de un noble —o algo peor, como se recelaba Ardis—, al griego le urgía desaparecer. Ya que, aunque con tiempo lograría convencer a los tartesios de su inocencia, en caliente estos podían matarle sin más, a pesar de todas las sacrosantas leyes de Argantonio.

La nave estaba atestada de carga y pasaje, y los marineros iban y venían a trompicones, renegando con voces broncas. El mismo patrón gobernaba la pala del timón. Eutiques y Oncena se sentaban juntos, procurando no estorbar, y muy cerca de ellos estaban Ardis y las tres cantadoras que, al igual que Oncena, vestían ropajes holgados y ocultaban el rostro con un pliegue del manto. Algo aparte, más a proa, se hallaba Alongis en compañía de Néfele, ahora de su propiedad.

El mercenario vestía manto negro, tan propio de la gente del interior, e iba armado con escudo, dardos y espada. Sobeteaba sin cesar sus amuletos y parecía un punto cabizbajo, como quien lleva nubarrones dentro. Su esclava, como el resto de mujeres, iba tapada de pies a cabeza, dejando entrever apenas unos ojos oscuros tras el embozo.

La nave se apartó de la orilla a golpe de remo y al poco los tripulantes izaron la vela cuadrada. El día nacía esplendoroso, con unas pocas nubes blancas en un cielo azul y brillante. Soplaba una brisa tibia y las aguas resplandecían. Eutiques se entretuvo mirando las islas rebosantes de verdor y los bancos de arenas blancas. Siguió con los ojos a las aves que volaban rasando las aguas y acabó poniendo los ojos en la fortaleza de Argantonio, que quedaba a cierta distancia, puesto que habían zarpado del Qart fenicio.

La isla del rey, a la primera luz, se mostraba baja, larga, con playas blancas y cubierta de arboledas. Entre las frondas descollaba la mole del gran palacio, construido con sillares enormes; inmenso, ciclópeo, enmarañado. Cuando el griego llegó a esas costas, años ha —a la estela de los marinos de Samos, que habían pregonado a los cuatro vientos las Fabulosas riquezas de Tartessos—, se había quedado prendado de ese edificio laberíntico, así como de la leyenda de su rey, longevo y cubierto por una máscara de toro, porque todo aquello le hacía recordar algunos mitos de su propia tierra. Aunque luego, con el paso del tiempo, muchas veces se había preguntado si Argantonio no habría escuchado de labios griegos ciertos cuentos y si no se habría hecho forjar la máscara inspirado por estos.

—Había buques varados en la arena y obreros trabajando en la orilla, cerca de los muros. Construían diques de troncos porque las corrientes, cuyo capricho había dado a luz ese archipiélago, picoteaban ahora la isla del rey, comiéndole terreno sin cesar.

La nave, empujada por la brisa, fue dejando atrás la isla real para arrumbar hacia mar abierto. Viento y marea eran favorables, y los viajeros podían ver un número infinito de aves que alzaban el vuelo a su paso, así como manadas de toros abrevando al borde del agua. Eutiques, envuelto en su manto, lo miraba todo embelesado: los grandes bovinos de pesada cornamenta que les observaban con recelo, los pájaros, el centelleo de las aguas. Luego Oricena le distrajo al apoyarse en su brazo, para susurrarle al oído.

—¿Qué dijo Néfele cuando supo que ibas a venderla? —Había curiosidad y malicia en su voz.

—Casi nada —contestó igual de bajo.

Porque, en efecto, la cantadora apenas dijo palabra cuando él la informó, antes de llevársela al templo de Astarté. Ni preguntas ni protestas; tan sólo se limitó a escucharle cabizbaja, antes de reunir a toda prisa sus pertenencias, porque ya había cambiado más de una vez de amo.

—Supongo que se las apañará —añadió pensativo.

—Con ese tonto, desde luego. —La libofenice se rio muy quedo, porque estaban casi al alcance de la mano—. Le hará bailar al son que ella le toque.

—Al menos, mientras esté así de embobado por ella.

—Nada dura para siempre. —Ella volvió a reírse en sordina.

Él le dio la razón, distraído. Observaba a su antigua esclava y ella le devolvía el escrutinio de soslayo, sujetando el embozo sobre la cara. Tenía ojos oscuros y el griego sabía de sobra cuán zalamera podía ser, con esa falsa docilidad que es una trampa para incautos. Oricena la consideraba de poco cerebro pero lista, de las que nunca pierden de vista lo que les conviene y que, por instinto, tienden a manipular siempre a los hombres, al menos a cierta clase de hombres. Y él, en buena parte, era de la misma opinión.

Alongis, que aún jugueteaba con sus amuletos, se había fijado en ese cambio de miradas y clavó en el griego unos ojos recelosos. Este desvió los suyos, no queriendo problemas. Oricena también se había dado cuenta y, aunque ni dijo ni hizo nada, su amo notó cómo cambiaba de humor. Él guardó largo rato silencio, dejándose arrullar por los sones del agua, la vela, el maderamen. Oricena se aproximó aún más a su oído.

—¿Y si le diera por hablar más de la cuenta?

Eutiques se acarició la barba, sabiendo que se refería al hecho de que sus cantadoras tiraban de la lengua a los clientes, sacándoles informaciones que él vendía a buen precio a los fenicios.

—Ya me he ocupado de eso: antes de entregársela a Alongis tuvimos unas palabras y le hice entender que todos, incluido ella, saldríamos perdiendo si ciertos asuntos salieran a la luz. No es tonta… Además, ya sabes el miedo que le tiene a Ardis.

El aludido, cazando su nombre al vuelo, les miró intrigado, pero no preguntó nada. Oricena volvió a reírse con malicia, pero enseguida le oprimió el brazo.

—Escucha. Anoche consulté a las suertes…

—¿Las suertes? —La miró, porque ella adivinaba con un puñado de huesillos de lanzar y él, aunque tratase de ocultarlo, era bastante supersticioso—. Ya sabes que no me gusta… ¿pero qué te dijeron?

—Problemas, peligros.

—La vida es así. —Con gesto filosófico, volvió las palmas de las manos hacia arriba.

—Pero…

—Pero lo que ha de ser, ya se verá. —Dio por zanjado el tema.

Ella se echó el embozo sobre el rostro y él no dijo más. Pero se quedó pensando, en contra de su voluntad, en aquel presagio. Sin querer, su mano fue al manto, allá donde ocultaba la placa de plata rota. La casi totalidad de lo ganado por Néfele se lo había confiado a Ardis, pero esa pieza le intrigaba, le hacía recordar viejas historias oídas en Gadir y, por algún motivo, se la había reservado.

Volvió a palparla bajo el manto y luego, clavando la mirada en una atalaya ribereña, que se avistaba a proa, intentó sacársela de la cabeza. Pero no pudo y estuvo largo rato dándole vueltas; preguntándose sobre qué podían significar esas inscripciones, mezcla de tartesio y algún alfabeto desconocido, así como por el hecho de que hubiera sido partida por la mitad.