3

Un par de días más tarde, Alongis, Segisamo y un par de amigos de este último, celtas también, cruzaban el río Tartessos en dirección a las regiones occidentales del reino. A ese lado de las aguas, el terreno se volvía llano y cubierto de bosque abierto, salpicado de campos de labranza y dehesas, con los bastantes senderos como para permitir a los tres viajeros desplazarse con rapidez.

Se cruzaron con un par de caravanas, formadas por largas hileras de bueyes cargados de bultos, literas bamboleantes y porteadores con fardos sobre la cabeza, con la escolta de guardias de escudos pintados y dardos de hierro que les saludaban al pasar. A menudo veían grandes rebaños de toros semisalvajes que pastaban en las dehesas y los vaqueros, apoyados en sus lanzas, les contemplaban sin alarmarse, porque estaban acostumbrados a los mercenarios extranjeros del rey. Más de uno agitaba amistoso la mano y ellos respondían de buena gana, sonrientes.

En ocasiones, cuando el camino remontaba algún cerro, podían divisar a lo lejos las grandes haciendas de los nobles, aisladas en medio de campos y bosques. Estaban formadas siempre por un conjunto de almacenes, establos, talleres y viviendas en torno a un gran patio central, protegido todo por muros y torres de mortero. Verdaderas fortalezas que en esa parte del reino tartesio servían de residencia tanto a los magnates como a los siervos y esclavos que trabajaban sus tierras.

No había en esa área aldeas ni casas dispersas, y Argantonio, aunque había pacificado a la nobleza local, acabando con sus luchas seculares y favoreciendo así el comercio y la roturación de nuevos campos, poco había podido hacer contra el bandidaje, endémico por esos pagos. Grandes bandas armadas de desheredados y fugitivos azotaban todo el occidente del río Tartessos, viviendo de la rapiña, y no era tan raro que los magnates tuvieran que defenderse dentro de los muros de sus haciendas, librados a sus propias fuerzas para sobrevivir al ataque.

Los tres celtas portaban corazas de cuero y cascos de metal, dos de ellos adornados con tres plumas coloridas, así como escudos pequeños y abombados, dardos y espadas. Alongis lucía un yelmo con gran cimera roja, un escudo más plano, un par de dardos y su espada. Ninguno de esos ajuares guerrero era demasiado rico y todos juntos prometían más disgustos que beneficios a los ladrones; así que, aunque alguna vez avistaron a algún tipo sospechoso que les acechaba de lejos, entre las encinas, no tuvieron ningún mal encuentro.

Alongis hizo todo el viaje cabizbajo y los tres celtas le dejaron estar, sin cambiar apenas palabras con él. Como el tiempo apremiaba, habían tenido que cambiar a toda prisa los turnos de guardia, o habían pagado a alguien para que se los hiciese, y el lusón había distraído el brazalete de Sembeles, aprovechando que eran parientes, que dormían en la misma cámara y que los equipajes de unos eran accesibles a los otros.

Segisamo se encargó de guiarles por las veredas locales y, hacia el mediodía de la segunda jornada, redujo el paso según llegaban a cierta revuelta del camino, en la ladera de una loma. Se acercó al borde y, tras cierto titubeo, con gesto algo teatral, señaló a sus acompañantes hacia unos encinares próximos. Ellos miraron en esa dirección, sin distinguir nada al principio. Pero enseguida uno y luego los otros dos pudieron divisar, entre exclamaciones, el famoso túmulo, que asomaba como una joroba de tierra entre las copas de los árboles.

En ese preciso instante, como por capricho de la suerte, un grupo numeroso de hombres apareció camino adelante. Se detuvieron al verles y ellos les observaron a su vez, sopesando las armas, temerosos de haberse topado con bandidos.

Iban todos a pie y eran tartesios, sin duda; unos vestían faldas, otros simples taparrabos y alguno iba del todo desnudo. Muchos lucían pinturas en rostro, pecho y brazos; empuñaban escudos pintados, lanzas, jabalinas, dardos, hondas, y entre sus pies correteaban perrazos que, a primera vista se advertía, eran de presa. Parecían un grupo escandaloso y despreocupado, y Segisamo, que había viajado por el país más que sus compañeros, se releyó con un suspiro.

—Calma —les instó—. Es una partida de caza. Alongis, ten listo el brazalete.

Los tartesios se les acercaban, haciendo señas y dándoles voces de que les esperasen. Segisamo les respondió agitando la mano, con la sonrisa amplia del hombre que no tiene nada que temer.

De entre aquellos cazadores se adelantó un hombre entrecano, de cintura breve, que ceñía una falda color hueso, con pulseras en ambas muñecas y una placa de oro balanceándose sobre el pecho desnudo. En la zurda empuñaba un escudo pintado de rojo, amarillo y negro, así como dos jabalinas, mientras que con la diestra asía una tercera lanza. Debía tratarse sin duda de algún notable local, quizás incluso el amo de aquellas tierras, y Segisamo, más espabilado que los demás, se apresuró a rendirle homenaje.

—¿Qué os trae por aquí, amigos? —El semblante del magnate se aclaró un tanto, sin duda halagado por el gesto del celta.

—El rey nos manda, señor —respondió este en mal tartesio, girándose hacia Alongis—. El brazalete, el brazalete.

El lusón se apresuró a mostrarle el adorno. El magnate lo observó con interés, antes de poner en ellos unos ojos oscuros y vivos, estudiándoles con no menos atención.

—¿Traéis alguna ofrenda a los muertos? —inquirió por fin, al tiempo que señalaba con la jabalina al costado, hacia el túmulo que se alzaba entre encinas.

—El rey nos manda, señor —repuso de nuevo Segisamo, fingiendo no entender.

El tartesio aún le miró unos instantes y luego otra vez al brazalete. Al fin, se encogió de hombros.

—Id en paz. —Y, por si no le hubieran entendido, hizo un ademán expresivo.

La partida de caza siguió su camino entre voces, ladridos y polvareda, olvidándose ya de los mercenarios. Estos a su vez cruzaron miradas que lo decían todo, porque ninguno las había tenido del todo consigo. Los tartesios, como bien dijese Segisamo, tenían siempre un ojo en las tumbas de sus reyes y cualquiera que fuese sorprendido cerca de una, sin un motivo válido, podía verse en un apuro más que serio.

—¿Seguro que no mandarán a alguien para vigilarnos? —preguntó Alongis.

—No creo. —El celta se ajustó la coraza, al tiempo que echaba una ojeada casual a una bandada de estorninos que en esos momentos sobrevolaba los encinares—. Los tartesios hacen ofrendas a sus muertos y no es raro que el rey encargue a veces la tarea a sus soldados, a extranjeros como nosotros. Por eso no han desconfiado de nosotros; nos han tomado por enviados…, gracias al brazalete, claro; si no, habríamos salido bastante peor librados.

—¿Pero cómo es que sabes todo esto? —Alongis ladeó la cabeza, tocada por el casco de cimera roja.

—Porque tengo las orejas abiertas y, aparte, he estado indagando. Merece la pena saber en qué clase de terreno se mete uno.

—Vales para jefe, Segisamo. —Su interlocutor cabeceó porque, como todo hombre impulsivo, en el fondo admiraba a los capaces de prever y anticipar.

Sin poder sustraerse al halago, el celta sonrió ligeramente, acariciándose la barba rubia y roja. Se ajustó de nuevo la coraza.

—Vamos allá, amigos —dijo luego—. Hay trabajo que hacer y, desde ahora, estamos en verdadero peligro. Si nos sorprenden, nos espera una muerte horrible. Esperemos que los beneficios sean parejos a los riesgos.

El túmulo se encontraba a no más de cuatrocientos o quinientos pasos, entre viejas encinas grises de copas frondosas, sin que pudiera distinguirse otros monumentos fúnebres en las proximidades. El calor era sofocante, los insectos zumbaban a su alrededor y los contraluces de la arboleda temblequeaban a cada golpe del aire recalentado. Cerca, un mirlo cantaba de forma escandalosa, lanzando sus trinos a intervalos.

Los mercenarios, armas en mano, circundaron con lentitud aquel montículo artificial, admirándose de sus dimensiones. Segisamo, más práctico, se dedicó a buscar por las laderas de tierra hasta dar con lo que buscaba.

Aquí, aquí. —Les reclamó—. Hay que cavar aquí.

Y les mostró un punto que parecía algo más hundido, como si va hubieran escarbado allí con anterioridad. Sin duda, el celta había estado también averiguando acerca de los túmulos, así como sobre las costumbres funerarias locales, y Alongis, al caer en la cuenta, volvió a cabecear para sí mismo de forma apreciativa.

Sacaron pequeñas azuelas de sus sacos de viaje y, sin más comenzaron a cavar en aquel punto. Al poco toparon con una losa de piedra, grande, pesada y sin desbastar. Todos a una rasparon y tiraron hasta que, esforzándose a una, lograron voltearla entre resuellos. Sólo entonces se apartaron mientras de sacudían la tierra de las manos y enjugaban el sudor que les corría por el rostro.

Encendieron un par de lámparas —mechas dentro de vasos de arcilla— y Segisamo, que aún jadeaba por el esfuerzo, alumbró el interior. Los otros se agolparon a sus espaldas, pero no pudieron ver sino el arranque de un corredor estrecho, formado por grandes piedras, que se hundía en el interior de aquel cerrillo artificial.

—Sí que vamos a estar apretados ahí dentro… —suspiró el celta antes de dirigirse a Alongis—. Puedes entrar o quedarte aquí fuera, con Bruco —señaló a uno de sus dos amigos, a vigilar. La decisión es tuya.

El lusón se acarició la barba leonada, dudando. Observó de través a los celtas. El tesoro estaba ya casi a su alcance y, si por un lado le gustaría entrar, porque recelaba que le escamoteasen alguna que otra pieza, por el otro le repugnaba despojar con sus propias manos a los muertos, aparte de que sentía bastante renuencia a meterse en lugar estrecho y oscuro con aquella gente.

—Creo que voy a esperar fuera —se decidió tras una nueva ojeada a la boca del pasadizo—. Es verdad que tres íbamos a estar apretados ahí dentro. Más nos estorbaríamos que otra cosa.

—Eso pienso yo también. —Segisamo dejó de lado el escudo y los dardos, y luego el casco—. Vamos allá. —Hizo un gesto a su compañero, que también se había despojado de las armas—. Si llegase alguien mientras estamos dentro, dadnos una voz por el túnel y no perdáis los nervios. Con algo de suerte, quizá pueda arreglarse.

Se introdujeron a gatas en las tinieblas, cada uno con una lámpara en la mano. Fuera se quedaron Alongis y Bruco, un sujeto largo y flaco, que lo parecía aún más por las tres plumas enhiestas que adornaban su casco cónico, y tan callado que era como si fuese mudo.

Sumirse en las entrañas del montículo fue entrar en otro mundo, tan oscuro y frío como cálido y luminoso era el exterior, y apenas avanzados unos palmos los celtas sintieron cómo se les helaba el sudor del cuerpo. Segisamo iba en cabeza, adelantando con precaución la llama, para iluminar delante. Le seguía su amigo Anderondo, al que había elegido porque, aunque mucho más voluminoso y menos ágil que Bruco, gozaba de una fuerza física más que notable. Pero Segisamo le oía ahora resollar de forma trabajosa a sus espaldas, como si le faltase el aire, y, aunque se conocían desde hacía años, tuvo miedo de que fuera a perder los nervios en aquel lugar oscuro y cerrado.

—Ya llegamos —le avisó—. Aquí está la entrada de la cámara.

Las llamas de aceite eran poco más que chisporroteos en la negrura. Al resplandor, Segisamo contempló una gran losa, otra, que servía de puerta a la cámara mortuoria; ante ella había figuritas de metal y tierra cocida. Tomó una y la sopesó; debía de tratarse de ofrendas que los tartesios llevaban cada cierto tiempo a los muertos, tal como había oído decir. Las apartó con cuidado, para llegar a la losa.

—Voy a dejar la luz aquí, en el suelo. Ten cuidado de no volcarla.

Casi a ciegas, fue deslizando las yemas de los dedos por el perímetro de la losa, encajada a la entrada de la cámara mortuoria.

—Aquí, Anderondo, hay que tirar aquí. Vamos, los dos a una.

El otro avanzó a rastras, gruñendo, porque casi no cabían juntos, y metió a su vez los dedos en los intersticios. A la de tres comenzaron a tirar, resoplando, y al tercer intento consiguieron moverla una pizca.

—Déjame a mí ahora —jadeó Anderondo, que se jactaba de su fortaleza física—. Puedo hacerlo mejor solo. Los dos juntos no podemos casi ni movernos.

Segisamo se retiro retorciéndose, mientras el otro hundía los dedos en la rendija abierta para afianzar la presa. Le vio dar un par de tirones vigorosos, como probando la resistencia antes de inspirar con fuerza y cargar todo su peso en contra de la losa, silbando entre los dientes apretados. Hubo un instante. Después, la gran piedra comenzó a deslizarse muy despacio, con ese sonido tan particular de roca arrastrada sobre tierra. Luego, de repente, el gran celta cesó de golpe en sus esfuerzos y gateó apresuradamente hacia atrás.

—¡Dioses, dioses! —boqueaba asqueado—. ¡Qué hedor!

Segisamo jadeó también, tapándose boca y nariz con el dorso de la mano, porque también hasta él había llegado el aire pestilente de la cámara mortuoria.

—¡Es el aliento de la muerte! —Gimoteó atemorizado Anderondo, que, como muchos hombres grandes, era aprensivo y bastante supersticioso.

—No es más que olor a cerrado —trató de calmarle Segisamo, aunque también a él le daban arcadas por culpa de esa fetidez que parecía colmar la oscuridad—. La cámara lleva años cerrada y hay cadáveres ahí dentro. Es normal que el aire esté viciado.

—Es el aliento de la muerte. Me ahogo, me ahogo.

—Espera, vamos fuera. —Casi a tientas le tomó por el brazo, temiendo que perdiese los nervios—. Hay que dejar que esto se ventile un rato.

Tras recobrar las lámparas, se arrastraron de vuelta al sol y, al emerger a la luz, Segisamo se dio cuenta de cuán pálido y sudoroso estaba su compañero, y se alegró de haber salido. Los de fuera, al notar también lo alterado que estaba, se les acercaron inquietos.

—No pasa nada —quiso tranquilizarles el cabecilla—. Ahí dentro el aire está podrido y nos hemos mareado un poco. Hemos salido a tomar un poco el fresco, es todo.

Se sentó en la ladera del túmulo, inspirando con fruición, como para dar fuerza a sus palabras. Esperó cierto tiempo, para dejar que Anderondo se serenase un tanto.

—La cámara está ya abierta, y no nos queda sino entrar y apoderarnos del tesoro. —Hizo una pausa antes de añadir con tacto—: Es mejor que ahora sea Bruco quien venga conmigo. Tú, Anderondo, eres muy grande y casi no cabemos los dos juntos.

El aludido cabeceó aún pálido, contento de que le dieran tan buena excusa para no volver a las entrañas del túmulo. El reseco Bruco, por su parte, abandonó sus armas sin un comentario, antes de depositar en el suelo, con el mayor de los cuidados, su casco adornado con tres plumas de colores.

Entraron a gatas, de nuevo con Segisamo en cabeza. El olor seguía siendo espantoso, pero él no había esperado de verdad que el túnel, dadas su longitud y angostura, pudiera ventilarse en tan corto espacio de tiempo.

—Apesta, ¿eh? —rezongó por encima del hombro, como para animar a Bruco.

—Vamos —le replicó tan sólo el otro.

Llegaron a la boca de la cámara y a la losa ahora desplazada. Segisamo se deslizó por la abertura, escurriéndose como un reptil para adelantar ansioso la luz. Al palpitar de la pequeña llama, se encontró una estancia de paredes de piedra, abovedada y de buen tamaño. Luego, algo intimidado, contempló a los cadáveres que yacían en el suelo, sobre esteras podridas, así como la vajilla de barro dispuesta a sus pies. Al cabo, moviendo la luz, creyó distinguir reflejos dorados.

—Aquí, Bruco, aquí está el oro.

Se arrastró hacia el interior, la luz de aceite siempre por delante, y su compañero le siguió sin una palabra. Había muchos muertos allí, convertidos por los años en poco más que esqueletos y dispuestos todos en torno a una jarra cineraria de bronce, que sin duda contenía las cenizas del reyezuelo. Hacía mucho frio en esa cámara de piedra y, mientras examinaba las osamentas al resplandor de la lámpara, Segisamo sintió escalofríos. Pero, justo entonces, la llama volvió a arrancar destellos dorados junto a la jarra.

Al acercar un poco más la lámpara, observó embelesado las joyas del régulo —brazaletes, coronas, pulseras, pectoral, anillos—, grandes y pesadas, de una orfebrería recargada y magnífica.

—Aquí, Bruco, aquí.

Cerca de la urna, había también algunas armas de excelente factura, así como unos cuantos objetos para uso del alma del muerto: copas y cuencos de plata, una jarra de bronce labrado, una placa de plata inscrita y quebrada por la mitad, algunas figuritas de arcilla. Los dos celtas reptaron por entre los cadáveres de los sirvientes, algo enervados por su proximidad. Los ajuares fúnebres de todos estos últimos, a diferencia de los de su amo, eran pobres y escasos: poco más que un collar de bronce en la garganta de este, una espada junto a la diestra de aquel.

Dejaron las lámparas en el suelo, a un lado, y, respirando con fuerza, comenzaron a saquearlo todo. Segisamo echó en el saco el pectoral de oro, un collar, un puñado de anillos. Con un guiño y una sonrisa, le mostró un par de estos últimos a su compinche, antes de guardárselos bajo la ropa. Lo mismo hizo acto seguido con uno de los dos brazaletes.

—¿Llevan los demás algo de valor? Coge lo que sea. —Recobró la luz para pasearla por todos lados, alumbrando los esqueletos—. Vamos a llevarnos cuanto pueda valer algo. —Señaló con la lámpara la vajilla del muerto—. Ya me encargo yo de esto, echa mano tú a sus armas. Son de buena forja: las armas de un jefe.

Pasearon por última vez las lámparas alrededor, huroneando entre las jarras y los cántaros de cerámica, para cerciorarse de que ahí sólo había comida y bebida, antes de abandonar con cierta premura el lugar. Y se arrastraron de vuelta al exterior, algo estorbados por las lámparas y el botín.

Apenas salieron, Segisamo abrió con gesto teatral el saco, sacando a la luz la colección de joyas. Alongis y Anderondo prorrumpieron en exclamaciones y él, riendo, cogió una de las pulseras y la hizo girar entre sus dedos, haciendo chispear el oro al sol. La devolvió luego al saco y, al advertir la expresión embobada de sus compañeros, decidió que ese era el mejor momento para repartir, mientras a todos les parecía mucha la ganancia; porque temía la codicia de su amigo Anderondo y no sabía muy bien a qué atenerse con Alongis, al que apenas conocía.

—Repartamos como habíamos convenido.

Y, como vio que los tres asentían, dividió las joyas en tres montones más o menos iguales.

—Más o menos… ¿no? —Se volvió a Alongis, que asintió—. Bueno, elige tú primero para que no haya suspicacias.

El lusón dudó, pillado por sorpresa. Pasó los ojos de uno a otro montón y, no queriendo a su vez que le tomasen por avaricioso, señaló uno sin pensárselo mucho.

—Bien. —El celta volvió a reunir los otros dos en uno, antes de girarse hacia sus amigos—. Ya arreglaremos entre nosotros después. Ahora nos queda todo eso. —Señaló la vajilla de plata y bronce, la placa rota, las armas—. A ver cómo lo repartimos —añadió, sopesando la espada del muerto.

—Yo no quiero nada de esas armas —rechazó Alongis, sintiendo un roce helado.

—Pero si son unos hierros magníficos, dignos de un jefe.

—No quiero nada de ellas.

El celta, encogiéndose de hombros, devolvió la espada al montón, para dirigir su atención al resto de objetos. Al final, el lusón se conformó con dos copas y la placa rota, las tres de plata. Todos se quedaron de repente callados, sin saber muy bien qué hacer. Algo había cambiado ya entre ellos y Segisamo, al advertir que Alongis procuraba mantenerse a unos pasos, cuidándose de no dar la espalda a nadie, se decidió a poner las cosas en claro.

—Lo hemos conseguido, ¿no? Desde luego, quizá no había tanto oro como soñábamos; pero tampoco vamos a quejarnos. ¿Eh? —Se dirigió al lusón—. Supongo que ahora, con el oro al cinto, tendrás algunos recelos. —Le mostró la palma abierta para impedir que le respondiese—. Pero no, hombre, es lógico: apenas nos conocemos y que estés alerta sólo demuestra que eres sensato. Por eso…

Pero, fuera lo que fuese a proponer el celta, quedó en el aire porque, en ese momento, vieron que por entre las encinas llegaba un tartesio. Un hombre renegrido por el sol, vestido sólo con un taparrabos, con medio rostro pintarrajeado de azul y blanco, y con una lanza en la mano. Tal vez un trampero, porque al hombro llevaba tres conejos cazados a lazo.

Se paró de golpe al verlos, aún sentados en las laderas del túmulo y luego, fijándose en la tierra revuelta y el acceso abierto, clavó en ellos una mirada torva. Les espetó a gritos, en un dialecto tan cerrado que nadie entendió palabras, al tiempo que blandía su lanza, sin importarle que ellos fueran cuatro y él sólo uno.

—El rey nos manda —quiso apaciguarle Segisamo, alzando una mano e incorporándose con precaución.

Alongis, a su vez, sacó a toda prisa el brazalete de Sembeles y lo blandió en alto para que el tartesio lo viera. Este, al reconocer aquel adorno de los oficiales reales, abatió algo su arma y se detuvo, ahora dudando.

—El rey nos manda —insistía Segisamo, señalando con grandes gestos la entrada abierta y el brazalete—. El rey.

El trampero sacudió la cabeza, dijo algo que de nuevo les fue ininteligible y avanzó unos pasos. Segisamo trató de comunicarse con él por señas pero, mientras lo hacía, Anderondo agarró de repente al tartesio por el cuello y, asiendo en corto un dardo, le apuñaló una y otra vez en los riñones. Su víctima se debatió en vano, chillando, sin poder hacer nada contra la tremenda fuerza del celta. Este la acuchilló aún con saña y, con el último golpe, hizo girar la punta del dardo dentro del cuerpo. Luego arrojó a un lado el cadáver, con gesto despectivo, sin preocuparse más de él.

Todo había sucedido en un parpadeo. Segisamo miró al cuerpo, luego a su amigo, bañado ahora en la sangre de su víctima y con el dardo goteante aún en la mano.

—¡Por La Que No Debe Nombrarse! —Se apretó las sienes con las manos—. ¿Por qué lo has hecho, hombre? ¿Por qué le has matado?

—¿Por qué? ¿Y por qué no? —Anderondo se permitió una sonrisa turbia—. ¿A ti qué más te da?

—No era más que un cazador, un hombre sencillo. —Volvió a mirar al muerto y se pasó las manos por el cabello—. Le hubiéramos engañado. No hacía ninguna falta matarle y más hubiéramos ganado no haciéndolo.

—Ya está hecho. —El gigante se encogió de hombros y, como era un fanfarrón, pasó la lengua por la hoja del dardo, lamiendo la sangre.

—Sí, está hecho —admitió el otro resignado, antes de encararse con los demás—. Esto lo cambia todo.

—¿Por qué? —Alongis empujó con el pie el cadáver—. Lo escondemos y en paz.

Segisamo le observó, luego a Anderondo, que seguía sonriendo; por último se detuvo en Bruco, que casi no había cambiado de gesto y que apenas se había movido durante todo el incidente, como si todo aquello no fuese con él. Volvió a apretarse las sienes.

—¡Qué poca cabeza tenéis…! —Suspiró—. Le echarán de menos y, como nos han visto, no tardarán en sacar conclusiones. Claro que tendremos que esconderle. Al menos nos servirá para ganar unas horas. Venga, echadme una mano.

Segisamo y Bruco metieron el cuerpo en la galería y luego, entre todos, pusieron en su sitio la losa, antes de volver a echar tierra sobre la entrada.

—Esto sólo nos da un respiro —insistió Segisamo mientras se sacudía la tierra de las manos—. No hay tiempo que perder. Saldrán a perseguirnos, así que vamos a cambiar de planes: nosotros nos vamos derechos al norte. —Miró a sus dos amigos, por si alguno quería plantear objeciones, antes de volverse a Alongis—. Ya sé que tú tienes asuntos pendientes en Tartessos, así que no te invitaré a acompañarnos.

—Es verdad que tengo que hacer allí.

—Te aconsejo que vayas ligero y que resuelvas esos asuntos cuanto antes, porque no tardaremos en tener a todos los guerreros de por aquí a los talones. —Esbozó una sonrisa desganada—. Vuela, amigo. Supongo que al principio estarás más a salvo que nosotros. Puedes hacerte pasar por mensajero.

—Gracias por el consejo. Me voy ahora mismo.

—Y nosotros. —Ya a unos metros uno de otros, Segisamo se pasó de mano las armas para alzar la diestra—. Suerte.

—A todos. —A modo de respuesta, Alongis enarboló en alto sus dardos—. Suerte a los tres.