21
En los días que siguieron, pudo notarse bastante agitación en el campo de los sitiadores. Siempre había habido actividad entre las hermandades allí reunidas, porque esas bandas guerreras, de naturaleza inquieta, tan pronto se unían al asedio como, desanimadas, recogían sus bártulos y se iban. No había allí atisbo de organización, ni mucho menos de mantener aprovisionados a los hombres que asediaban, por lo que tampoco era de extrañar ese ir y venir, según se les acababan los víveres.
Pero, en aquellas últimas jornadas, cualquiera que se asomase a los parapetos pudo ver que llegaban nuevos contingentes en son de guerra, con sus estandartes y sus caudillos a la cabeza. Los tambores redoblaban noche y día y, en la oscuridad, los observadores podían jurar que, en los alrededores de Ruga, ardían más hogueras que nunca. Se decía que el propio Totog, jefe de guerra de Baubalud, había hecho acto de presencia. Muchos afirmaban haberle divisado a lo lejos, alto y magro, con manto rojo y barba muy negra, enarbolando su famosa espada mágica. Algunos espías —que se habían deslizado de noche, entre los enemigos acampados— habían llegado a verle sentado ante una hoguera, junto a algunos jefes de bandas y unos cuantos renegados griegos, discutiendo detalles de asedio y asalto, a menudo de forma acalorada.
Quizá por consejo de aquellos últimos, de los griegos, había ahora un poco más de orden en el sitio. Las hermandades ocupaban un perímetro más amplio, cerrando mejor el cerco, y se advertía la presencia de más centinelas, en previsión, sin duda, de una salida por sorpresa. También se habían acabado esos ataques espontáneos, tan estériles como sangrientos, que sólo conseguían dejar montones de cadáveres a los pies de la muralla.
Se instaló así una tregua inestable, cargada de malos presagios, y, sólo al amanecer del cuarto día, los serranos salieron en orden de batalla, por hermandades, haciendo acudir a los defensores a los muros a toda prisa. Pero los sitiadores se limitaron a amagar, entre demostraciones y algarabías, para acabar retirándose sin atacar.
Una parada semejante se produjo al día siguiente, y al otro. Los serranos acudían con enorme clamor hasta cierta distancia de los muros, fuera de tiro, a enarbolar armas y estandartes, mientras los ruganos, asomados a los pretiles, trataban de provocarles con burlas y pitas. Y, entretanto, Totog y algunos acompañantes —entre los que había, en efecto, un par de renegados griegos— lo observaban todo desde lejos, como halcones. Buscaban, con toda seguridad, los puntos más débiles; pero nada podían hacer los defensores respecto a eso. Lo cual no quiere decir que se quedasen mano sobre mano.
Ruga estaba formada por el poblado viejo —antiquísimo, de muros ciclópeos y tamaño pequeño, convertido ahora en fortaleza y lugar sagrado— y luego una muralla mucho más larga que protegía moradas, rediles y necrópolis. Ante la inminencia de un ataque en masa, los ruganos habían guardado sus tesoros en el santuario, además de reforzar las defensas y abrir largas zanjas, que rellenaron con maleza seca. En caso de que se produjese una irrupción violenta, hombres escogidos habrían de pegar fuego al ramaje, para que las llamas obstaculizasen el avance de los invasores.
Los jefes ruganos y los oficiales tartesios, a su vez, estudiaban el despliegue de enemigos, tratando de sacar conclusiones. Ninguno dudaba que, pese a tanto alarde, el asalto no podía retrasarse demasiado. Las gentes de la sierra eran volubles e impulsivas, y Totog no podía contenerles mucho, no fuera de que algunos atacasen por su cuenta o, aburridos, les diese de repente por marcharse. Eso sin contar con la sempiterna escasez de víveres.
Y, sin embargo, la sucesión de paradas no desembocó, como todos creían, en un asalto general, sino en un duelo a dos. Porque, a la cuarta vez, mientras el enemigo se arremolinaba una vez más a distancia de los muros, agitando escudos y lanzas, Behor Cutúa salió del poblado con paso calmoso, mientras los defensores le aclamaban. Llevaba su manto rojo e iba acicalado, con todos sus adornos de cobre, bronce y oro, la espada en su vaina y en las manos rodela y dos soliferros largos y esbeltos.
Tras avanzar unas docenas de pasos, se desvió para pasear en paralelo a los muros, entre estos y las formaciones enemigas, hasta donde lo abrupto del terreno le permitía. Al hacerlo, apuntaba a aquellas últimas con los dardos, a modo de desafío, y a intervalos lanzaba un grito resonante, a pleno pulmón, que recordaba a los relinchos de los caballos. Los serranos, apiñados, se alborotaban y muchos le devolvían el voceo, mientras blandían en alto sus armas.
El hombrón, que parecía disfrutar con esa situación, él solo frente a una muchedumbre de enemigos, seguía señalándolos con la punta de su lanza, yendo de acá para allá. Y Sembeles le veía hacer desde la muralla, mientras meneaba admirado la cabeza y, de vez en cuando, se tentaba el manto negro, para cerciorarse de que ahí seguía el bulto de la placa de plata. Sin duda, el serrano había querido dársela porque había tenido en mente salir en desafío desde el principio, y no por simple gesto de osadía.
Porque un guerrero se había destacado ya del resto de sitiadores, a largos trancos, como el que camina furioso. Un gran clamor iba cundiendo entre los espectadores, tanto de un bando como del otro. De hecho, muchos, desde los parapetos, le señalaban cada vez más excitados.
—¡Mantelor! —se les oía gritar—. ¡Es Mantelor!
Sembeles y sus amigos, al escuchar aquel escándalo, también subieron a los parapetos, muertos de curiosidad. El lusón se quitó el casco, rematado en cimera de crines rojas —lo había conseguido gracias a paisanos suyos, mercenarios como él de Argantonio, refugiados también en Ruga— e hizo visera con la mano, tratando de distinguir algún detalle extraordinario. Pero no había nada de particular en el porte o el atuendo de aquel hombre; era tan sólo otro serrano de cuerpo enjuto y cetrino, manto rojo y barba poblada, provisto de dardos y rodela.
—Así que ese es Mantelor —dijo con suavidad Borma, que se alzaba como una torre a su lado, más alto aún gracias al casco de tres plumas—. Pues no parece que tenga nada de especial.
—La verdad es que no.
—Y sin embargo ese hombre era un caudillo, un jefe de hombres. Y fue capaz de dejar su rango y aun de traicionar a sus hermanos de sangre. Todo por una mujer.
—La culpa la tiene esa plata maldita —suspiró Eutiques, que llevaba el pelo cortado en señal de duelo—. Es como si pudriese cuanto toca: va de mano en mano sembrando la muerte y la desgracia.
—No digas eso, que trae mala suerte. —Con un escalofrío, Sembeles se palpó bajo el manto, notando el bulto de la placa. Porque, al oír lo que decía el griego, no había podido dejar de pensar en su pariente Alongis.
Entretanto, Mantelor había llegado hasta Behor Cutúa y ahora estaban hablando. Caminaban el uno en torno al otro, muy despacio, con unos pasos de por medio y ya en guardia. La brisa de la mañana hacía ondear los mantos y, por sus actitudes y gestos, uno podía muy bien suponer que mantenían una de esas conversaciones acres y afiladas, llenas de desplantes y desdenes.
Estuvieron así largo rato, moviéndose en círculo y sin dejar de hablar. A veces, uno de los dos esbozaba un gesto y la punta del dardo destellaba al sol. Los mirones de ambos bandos, aun desde lejos, podían sentir cuán cargado de odio estaba el aire entre aquellos dos.
Luego, de repente, con un bramido de rabia que incluso llegó de forma débil hasta los muros, Mantelor arrojó con todas sus fuerzas una lanza contra Behor Cutúa. Pero este, sin apurarse, se hizo de lado y desvió el proyectil con la rodela, al tiempo que lanzaba uno de sus propios dardos. El tiro, marrullero y mejor dirigido, fue a clavarse en el muslo de su enemigo.
Mantelor cayó de rodillas con otro grito, este de dolor; pero el hombrón de la gran barba ya había echado mano a su segundo dardo. El antiguo caudillo no llegó casi ni a ver el segundo tiro, que le entró por el pecho y le asomó por la espalda, ensartándole de lado a lado. Se desplomó al tiempo que las armas se le caían de las manos, y los que miraban pudieron ver cómo aún se revolcaba por los suelos, herido de muerte.
El vencedor se quedó quieto un instante, los ojos puestos en las filas de los sitiadores, ahora mudos, mientras desde las murallas le aclamaban enfervorecidos. Pero nadie más salió a medirse con él. Entonces, casi morosamente, desenvainó la espada y se acercó con paso calmo al caído, que todavía conservaba un resto de vida.
Le clavó varias veces el hierro, puede que alguna más de las necesarias para tan sólo rematar a un moribundo. Luego recogió la sangre del muerto en el hueco de las manos, se puso en pie y fue regando con ella la tierra, muy despacio, como en una ofrenda. El viento le agitaba el manto colorado y la barba, espesa y muy negra, mientras él, como un sacerdote salvaje, dejaba gotear el rojo por entre los dedos. Parte de los montañeses estaban ahora vitoreándole, mientras hacían redoblar sus armas.
—¿Por qué le aplauden? —preguntó asombrado Borma.
—Aclaman al hombre que ha vengado a sus amigos —repuso Xanto, que era el que más había viajado por esas tierras y el que mejor conocía a sus habitantes—. Esta gente es así.
Behor Cutúa, acabado el derrame, mantuvo sus manos ensangrentadas en alto. Luego se volvió y, tras secárselas en la ropa del muerto, le despojó, antes de recobrar sus armas y regresar a la seguridad de los muros, entre la algazara de los defensores, a un paso sereno como con el que había salido.
‡ ‡ ‡
Aquel duelo había sido un golpe para la moral de los sitiadores; un revés para la causa de Baubalud, dado lo tornadizo que era el humor de aquellos guerreros. Y casi nadie en Ruga dudaba de que Totog, cuya autoridad sobre las hermandades era más que precaria, se vería obligado a ordenar un gran ataque al día siguiente. Un temor que cobró cuerpo apenas clarear, cuando los vigías alertaron sobre movimientos en el campo enemigo. Los jefes ruganos, a la primera voz de alarma, mandaron tocar los tambores, llamando a todos a las armas. Porque allá a lo lejos, entrevisto a las primeras luces del día, se advertía un hervor de hombres y enseñas, así como de jinetes al galope, y hasta los parapetos llegaba el batir de timbales y el bramido de las trompas, mientras las aves, asustadas por tanto estrépito, alzaban el vuelo por bandadas.
Como en días previos, los serranos se habían desplegado en orden de batalla ante los grandes muros del poblado, agrupados en hermandades. Pero, en esta ocasión, todo parecía anunciar la inminencia del ataque: los gestos rotundos de los jefes, los gritos y el blandir de armas, los sones largos de las trompas, el tremolar de estandartes. Los defensores, asomados a los pretiles de piedra, aprestaban hierros ante el avance del enemigo y el aire de la mañana estaba tan cargado de tensión como en los momentos previos a una gran tormenta.
De repente, un grupo de guerreros comenzó a bailar, contagiando enseguida a los más cercanos, y nadie en los muros tuvo ya duda alguna de que iba a producirse un ataque. Porque las gentes de la sierra, lo mismo que sus parientes del llano, los tartesios, bailaban siempre antes de entrar en batalla.
Pronto todos estuvieron bailando, de forma que, desde la muralla, veían un mar de hombres exaltados que se movían al compás, como olas batiendo contra la costa, adelante y atrás, entre cánticos y mugir de trompas. Una multitud de guerreros de piel renegrida y grandes barbas, con mantos rojos o blancos que ondeaban al danzar, cargados con gran cantidad de alhajas —cobre, plata, bronce, oro— porque, si en algo era pobre la sierra, no lo era precisamente en metales. Saltaban, giraban, hacían sonar hierros contra escudos, y los cabecillas les arengaban cantando al combate, mientras ondeaban en alto las enseñas de las hermandades.
La muchedumbre de danzantes iba llegando lenta, muy lentamente, como una marea incontenible, mientras los defensores les observaban desde arriba, manoseando sus armas. Fueron acercándose más y más, hasta pisar cerca de los taludes que conducían a la muralla. Entonces la masa se rompió y, en formaciones cerradas, corrieron con enorme vocerío contra los muros, blandiendo lanzas y con los escudos en alto. Flechas, dardos, piedras, comenzaron a volar enseguida, en una y otra dirección.
Totog, o quizá los renegados griegos, había dispuesto un ataque general por todos lados, por lo que, mientras el grueso de las fuerzas se lanzaba impetuoso contra los puntos más flacos, algunos contingentes rondaban el resto del perímetro, amagando sin atacar, para distraer así a parte de los defensores, que no podían acudir en refuerzo de las zonas más comprometidas.
La batahola era espantosa. Masas de guerreros llegaban junto a las grandes piedras de la muralla, cubriéndose con los escudos, a pesar de que desde arriba les arrojaban toda clase de proyectiles. Pero ellos aguantaban sin arredrarse y aun tiraban sus propios dardos contra lo alto. Muchas de esas armas llevaban correas de lanzar y subían con rapidez, girando, para ir a clavarse con fuerza tremenda en los escudos de los defensores, traspasándolos en ocasiones de lado a lado.
Cuando un grupo cedía bajo la lluvia de dardos y piedras, algún otro ocupaba en el acto su lugar, de forma que los ruganos no tenían un instante de respiro. Totog había organizado, aunque fuese de forma mínima, aquel caos de bandas, por lo que estas acudían en oleadas por todas partes del muro, llevando consigo troncos y escalas. Muchos, estorbados en el combate, apartaban sus mantos para luchar con sólo un lienzo en torno a cintura y muslos, y no pocos lo hacían desnudos tras sus escudos multicolores.
Los defensores no cesaban de arrojar hierros contra esa multitud que hervía bajo los muros, llamándose a los sitios más comprometidos, mientras pedían a grito pelado, una y otra vez, repuesto de proyectiles. Cargadores, con manojos de dardos y serones llenos de piedras, corrían resoplando a reponer, en tanto que las mujeres, armadas como hombres, sacaban a rastras a los heridos más graves. En ciertos lugares, muy apurados, habían arrojado haces de leña ardiendo al pie de la muralla, para estorbar a la masa de atacantes.
Llovían dardos y los muertos rodaban por los taludes, pero los serranos no cedían y llegaban a oleadas, vociferando. Se agolpaban impetuosos ante las murallas, alzando escudos y tratando de apoyar escalas, mientras otros, en formaciones prietas, cruzaban proyectiles con los defensores del poblado. Más lejos aún, arqueros de levante, desnudos y pintarrajeados, lanzaban sus flechas con acierto diabólico, sembrando el terror en los pretiles.
Troncos y escalas tocaban los muros, guerreros enardecidos se lanzaban por todas partes al asalto, gritando a voz en cuello, y algunos, en el furor del combate, querían trepar aferrándose a los resquicios entre las piedras. Pero de continuo los rechazaban y sus escaleras eran abatidas mediante hachas y horcas, de forma que los hombres caían rodando por tierra. Sin embargo, se luchaba por tantos lados y la presión era tanta que, al cabo, un grupo de serranos consiguió llegar arriba, para entrar al hierro con los defensores.
Estos, apiñados, les hicieron frente con sus armas de hoja, mientras la multitud de atacantes empujaba hacia lo alto, adelantando escudos. La confusión era total, se atropellaban intentando subir y los defensores, a hachazos, sembraban la muerte entre ellos, de forma que los cuerpos caían sobre los que se apretujaban abajo. Tras lucha encarnizada, los atacantes fueron desalojados y sus escalas abatidas. Pero ya otros abrían brecha por otro punto.
La escena se repetía una y otra vez. Los sitiadores, a fuerza de número, llegaban a las murallas y, alzando escalas, se lanzaban al asalto, cubriéndose con los escudos del diluvio de dardos. Los defensores se agrupaban enarbolando sus hachas, y los invasores, aun luchando con furia, eran rechazados con pérdidas considerables. Pero siempre, de nuevo, acudían más serranos, sin dar un respiro.
Las trompas resonaban entre el chocar de metales y el griterío. Los arqueros tiraban sus flechas allá donde podían hacer más daño, para obligar a los defensores a resguardarse, y jinetes salvajes corrían a galope tendido por el campo, animando al asalto con largos gritos. No pocos, agotados sus propios proyectiles, recogían los que encontraban en el suelo para volverlos a lanzar, mientras las faláricas pasaban como meteoros llameantes sobre los combatientes, con largas colas de humo negro y fuego.
En algún momento, los montañeses lograron abrir un gran hueco entre los defensores; había allí no menos de media docena de escalas y postes contra el muro, los guerreros subían a racimos, con las armas entre los dientes, y un grupo había conseguido, a fuerza de hierros, hacer pie en lo alto.
Se reprodujo entonces una de esas luchas enmarañadas, de hombres tan apretados unos contra otros que, soltando los escudos, asían las hachas en corto, o echaban mano a los puñales, para poder seguir combatiendo. Disputando cada palmo de muralla, forcejeaban resollando al borde mismo, pisoteaban a los caídos y no pocos, agarrados aún a un enemigo, resbalaban y se iban de cabeza abajo.
Los sitiadores acudían en masa, tratando de ampliar la brecha y apoyar más escalas. Pero los hombres de Ruga, hechos a defenderse tras sus muros, no perdían la cabeza y, por los lados, saeteaban a esa multitud con dardos, causando gran mortandad. Porque aquellos guerreros serranos, de sangre siempre ardiente, se estaban lanzando ahora en tromba a los pies de la muralla, olvidando cualquier precaución.
No obstante, pese al ataque masivo de los montañeses, que cada vez se agolpaban en mayor número abajo, gritando y blandiendo sus armas, sin reparar en los proyectiles que les lanzaban, los defensores comenzaron a imponerse poco a poco. En lucha encarnizada, con muchas bajas por ambos bandos, iban empujando por los dos flancos a sus enemigos. Una escala fue derribada, luego otra. Los asaltantes eran desalojados a hachazos y, faltos de espacio, fueron siendo arrojados o muertos, y muchos, al verse en tal aprieto, saltaron. En poco tiempo, la muralla quedó limpia por completo de enemigos, pues incluso a los cadáveres los lanzaron por encima del borde, para que cayesen sobre los que aún estaban debajo.
Aquel fracaso descorazonó a los serranos, que, como la mayor parte de los hombres impulsivos, cambiaban con facilidad de humor. Ya muchos retrocedían en desorden, alejándose de las murallas, y sólo los de mayor presencia de ánimo se detenían a recoger a los heridos, mientras algunos defensores, subidos a los pretiles, cantaban ya victoria, repicando varas contra los escudos.
En mitad de esa retirada caótica, con los hombres dispersos por todo el campo, se abrieron de golpe las puertas del poblado y los mercenarios de los tartesios salieron en tromba. Se trataba de un centenar de hoplitas griegos —armados con pesadez, con grandes escudos redondos, cascos, lanzas largas—, apoyados por un grupo de itálicos y otro de bárbaros, de allende las fronteras de Tartessos. Habían estado en retén, no fuera que los serranos lograsen irrumpir; pero ahora, vista la ocasión, los jefes de la defensa los lanzaban contra las hermandades en fuga, sabiendo que ese repliegue no suponía más que un respiro.
Cayeron en un parpadeo sobre aquel hormigueo de enemigos desconcertados y los arrollaron. Los hoplitas, hombro con hombro, blandían sus largas lanzas adelante y atrás, como un muro de hierros en movimiento, y a puntazos derribaban a cuanto serrano se interponía ante ellos. Los itálicos y los bárbaros —de armas más ligeras y formaciones más sueltas— les flanqueaban, aumentando la matanza. Había algunos que se revolvían contra ellos, pero casi todos les habían dado la espalda y huían a la carrera, mientras en lo alto de los muros seguían bailando.
Sin embargo, los más alerta, desde los pretiles, pudieron ver que un nuevo contingente de serranos irrumpía en aquel campo tumultuoso de batalla. Porque Totog, por consejo de sus amigos griegos, había dejado gente en reserva; guerreros de total confianza a los que ahora, al ver el apuro, lanzaba al combate.
El propio Totog les conducía con su espada mágica entre las manos y, aunque irrumpieron con tanta algarabía y resonar de trompas, con tanto blandir de escudos e hierros como sus paisanos, no llegaron al choque con los tartesios. Al contrario, guardaban distancias con las lanzas griegas y corrían en redor de los mercenarios, disparando sobre ellos una lluvia de dardos.
Casi todos los serranos se habían desbandado sin volver la vista atrás, pero algunos hubo que volvieron al combate, al darse cuenta de lo que estaba pasando. A los del poblado, ante el cariz que tomaba la liza, les faltó tiempo para volver a cerrar las puertas, con lo que dejaron fuera a los mercenarios.
Estos, muy apurados, se abrieron paso hasta la parte de los barrancos, para defenderse entre estos y la muralla. Los hoplitas se habían agrupado tras sus escudos redondos, aunque las armas arrojadizas no dejaban de hacerles daño, en tanto que los auxiliares, de defensas livianas, estaban sufriendo aún más bajas. Desde arriba, los de dentro lanzaban sus propios proyectiles contra los serranos, tratando de ayudar a sus aliados.
Cada vez acudían más sitiadores; pero los recién llegados, yendo cada cual a su aire y nada atentos a las órdenes de Totog, entraron enseguida al cuerpo a cuerpo, de forma que los demás ya no pudieron seguir acosando con sus dardos y se organizó una tremenda batalla campal a la sombra de los muros. Porque allí cada uno luchaba por su cuenta, todos revueltos, y sólo los hoplitas supervivientes, ahora en círculo, mantenían una sombra de orden.
El combate se mantuvo largo tiempo indeciso, pese a la diferencia de número y a que los serranos, ebrios de batalla, blandían hierros con fuerzas renovadas. Pero los mercenarios, ante una muerte cierta, se defendían como fieras en la trampa. Se luchaba en desorden, hombre contra hombre, y siempre, allá donde la pelea fuese más encarnizada, se veía a Totog, con su manto rojo y holgado, y esa espada mágica suya. Y, aunque a simple vista no era más grande ni más fuerte ni más ágil que los guerreros que le rodeaban, los que acudían a enfrentarse con él caían ante su filo como aceitunas a golpes de vara.
Luego creció aún más el griterío y, los que se volvieron a mirar entre el tumulto de armas, pudieron ver cómo nuevos combatientes entraban de repente en escena. Porque un grupo de hombres resueltos, entre los que estaba Behor Cutúa, a la vista de lo que estaba pasando, se habían lanzado a los senderos, por la parte de los barrancos, para sorprender a Totog y a los, suyos por la espalda.
Llegados como el huracán, herían a diestro y siniestro con hachas y lanzas, y no tardaron en hundir al bando enemigo en la más absoluta confusión. Unos huyeron mientras otros se volvían a plantar cara.
Ahora la algazara era espantosa, el suelo estaba sembrado de cuerpos, a veces caídos uno encima del otro, y el polvo suspendido era ya como un velo pardusco, nublando el combate. Sembeles y sus compañeros, que también estaban allí, habían tratado en un principio de permanecer juntos; pero, al poco, aquella lucha confusa les fue separando, cada cual demasiado enfrascado en combatir como para preocuparse de nada más.
En medio de esa balumba de gritos, hierros, sangre, hombres que forcejeaban tratando de acuchillarse y heridos que se revolcaban en la tierra reseca, el céltico Borma puso los ojos en un guerrero de manto rojo, tocado con un casco corintio de gran cimera bermeja. Adivinado que aquel era Prolampo, el griego, se abrió paso hasta él, enarbolando el hacha.
Al ver que se le venía encima ese gigantón, aún más alto gracias a las tres plumas del casco, el otro le salió al paso. El céltico cayó sobre él en tromba, con un hachazo aterrador, de arriba abajo, que el otro bloqueó con el escudo en diagonal. Y, aprovechando el ímpetu de su contrario, el renegado se dejó ir por lo bajo, para chocar contra el céltico y hundirle por dos veces la espada en el vientre. Borma cayó rugiendo, las manos sobre la herida.
Pero Prolampo no pudo rematarle, porque Xanto, que lo había visto todo, cargaba ya contra él, blandiendo la falcata. Más que por vengar al céltico, le movía la curiosidad. Porque él también le había reconocido y, habiendo oído hablar tanto de ese hombre misterioso, sentía ganas de medirse con él. Cruzaron filos un par de veces; pero, al cabo de eso, otros combatientes les separaron y, por más esfuerzos que hizo el guía, ya no pudo llegar al renegado y acabó por perderle de vista.
En cambio, los que parecían atraerse inexorablemente el uno a otro, a través del campo de batalla, eran Totog y Behor Cutúa. Los dos serranos se abrían paso con sus armas, como toros, tumbando a todos los que no se apartaban, acercándose aun sin verse, como arrastrados al encuentro por una piedra imán. Por fin, fueron a encontrarse al pie de los barrancos, entre los hombres que luchaban entremezclados.
—¡Ja! ¡Pero si es Totog! —rugió Behor Cutúa, rechazando con un revés de espada a un enemigo que trataba de cerrarle el paso—. Anda, hombre, ven, que te voy a dar yo a ti espada mágica.
El jefe de guerra de Baubalud arremetió contra él sin decir esta boca es mía, agitando el hierro. Pero el marrullero Behor Cutúa le lanzó por sorpresa la cetra contra las piernas, a modo de disco, haciéndole tropezar. Y, mientras el otro trastabillaba, dejó caer la espada y se arrancó el manto con ambas manos para echárselo encima, como si fuera una red.
Mientras su enemigo se debatía entre las vueltas del manto, Behor Cutúa se arrojó contra él y, recurriendo a sus artimañas, le zancadilleó, le hizo perder el equilibrio y, con todas sus fuerzas, le lanzó por encima del borde del cortado, al vacío. El otro cayó aún enredado en el manto, fue golpeando contra las peñas y, por fin, desapareció entre la maleza del fondo.
Hubo un momento de silencio estupefacto. Luego, estalló el grito de que Totog había muerto, voz que corrió como las llamas entre los combatientes. Los serranos volvieron la espalda y huyeron, muchos de ellos tirando incluso las armas, acosados por los vencedores. Unos y otros se alejaron en la persecución y, en muy poco tiempo, el terreno ante la muralla quedó desierto, y un extraño silencio, después de tanto alboroto, cayó sobre aquel lugar. Fue todo tan rápido, tan veloz la transición, que más de uno de los presentes, de no ser por los cuerpos desparramados y los ayes de los heridos, hubiera podido creer que todo lo sucedido no había sido más que un sueño.
‡ ‡ ‡
Bastante después, ya de regreso de la persecución, al buscar entre los muertos, el lusón Sembeles encontró a Borma. Al céltico aún le quedaba un soplo de vida y, al ver cómo se inclinaba sobre él a esa aparición morena, de barbas y manto negros, creyó que se trataba del dios de los muertos, que venía ya a buscarle de entre los caídos en batalla.
—Aún no —le desengañó su compañero de aventuras, tras arrodillarse junto a él—. Tan sólo soy yo, Sembeles. Pero me da la impresión de que no te queda mucho, amigo.
—No. Ese griego de los demonios me ha dejado listo.
—Eres demasiado impulsivo y eso, a veces, es malo; sobre todo cuando hay que luchar.
—Creo que ya no tiene remedio. —Trató aún de sonreír—. Sembeles. Quiero que me hagas un favor.
—Tú dirás.
—Necesito que alguien vaya a la casa de mi padre y les diga a los míos que Borma ha muerto en batalla y que, mientras estuvo con vida, se portó siempre con valor.
—¿Y quién va a dudarlo, hombre?
—Confío en que nadie. Pero es mejor que alguien vaya en persona y lo diga en público… Después de todo, uno es hijo de rey.
—Dalo por hecho. Un mensajero, si es que no puedo hacerlo yo mismo en persona, irá a casa de tu padre, para que todos sepan del valor de Borma.
—Gracias. Acércame mi hacha. Pónmela en la mano, por favor, que ya no me quedan casi fuerzas.
—Aquí tienes.
—Gracias. Ahora, vete —musitó, estrechando el arma contra el pecho—. Déjame estar, que me muero.
—Adiós, Borma. —El lusón se puso en pie, mientras se sacudía el polvo de su manto, que ahora llevaba suelto para mitigar el calor, en cuadril a la cadera, sujeto con fíbulas, dejando al desnudo el hombro derecho—. Háblale bien de mí al Dios Negro.
Se alejó, dejando solo al céltico, entre los cuerpos tendidos. Mientras deambulaba, al volver los ojos hacia la caída de los barrancos, descubrió a Behor Cutúa, que se estaba descolgando por lo escarpado, con sólo un lienzo de tela roja en torno a cintura y muslos. Le miró unos instantes, los brazos en jarra, observando cómo bajaba agarrándose a las matas que crecían en los resquicios, y supuso que descendía en busca del cadáver de su enemigo vencido, Totog.
—¿Pero a dónde vas, hombre? ¡Te vas a caer y te vas a matar, si no lo hacen por ti los hombres de Baubalud, que seguro que hay unos cuantos ahí abajo! —le gritó y, como veía que no le hacía caso, añadió—: ¿Qué es lo que quieres? ¿La cabeza de Totog? Si seguro que se le ha reventado con la caída.
Sólo entonces alzó el otro el rostro, sudoroso por el esfuerzo, a pesar de que estaba bajando por la parte de la umbría.
—¿Qué cabeza ni qué…? —replicó, la voz alargándose en ecos a lo largo de los cortados—. ¡Lo que yo quiero es recuperar mi manto, que es del mejor paño!
Con un encoger de hombros, el lusón se apartó del borde, para seguir vagabundeando a través del campo de batalla. Al poco, con un suspiro de desaliento, descubría también a Mancorio Bordorice entre los cadáveres, fácil de reconocer incluso de lejos. Fue a él e incluso le puso los dedos encima; pero estaba claro a simple vista que el sefe había muerto.
Sintiéndose de repente cansado, Sembeles fue a sentarse en un pedrusco próximo. Aunque había más gente extramuros, por allí, aparte de los muertos, se encontraba solo. A lo lejos se veían alzarse espesas humaredas, porque el campamento de los sitiadores había sido entregado a las llamas. Hacía calor, los insectos chirriaban de nuevo entre la maleza y, como apenas corría viento, flotaba aún mucho polvo en el ambiente, de forma que cada bocanada de aire dejaba en los labios un regusto de lo más áspero.
Allí a solas, sentado al sol y en la quietud de la media tarde, con la cetra y la espada entre las manos, volvió con los ojos al sefe, pensando tanto en él como en Borma. Porque esos dos habían sido sus compañeros de aventuras en los últimos meses, habían pasado muchas juntos y, establecido, por tanto, ciertos lazos. Por eso, aunque el lusón había visto morir a muchos hombres, mientras estaba allí sentado, se sintió de repente muy solo.