20
Al alba, los centinelas de las escarpas paseaban al borde de los rocales, abrigados en sus mantos rojos y llamándose unos a otros, el aliento formando nubes de vapor. Amanecía frío, húmedo, destemplado, mientras el sol apenas comenzaba a despuntar a oriente, tocando ya de luz los picachos más altos. El viento, a ráfagas heladas, azotaba la copa de los árboles y la maleza, largos bancales de niebla se arrastraban por las laderas y las hondonadas estaban todavía en sombras.
Los vigías, más alertas que de costumbre, no cesaban de otear sobre los barrancos, lanza en mano, porque durante toda la noche habían estado oyendo gritos allí abajo, como de hombres que trataran de orientarse en la oscuridad. Ahora, pese al amanecer, el fondo seguía casi cubierto de nieblas y oscuridad, y se distinguía aún bien poco.
Se escuchaba de nuevo gritos, que arrancaban largos ecos a los acantilados; las aves alzaban el vuelo en la luz descolorida del alba y los guardianes se llamaban de puesto en puesto, intimándose a estar atentos. Al cabo, uno lanzó una gran voz de alarma que pareció alargarse sin fin a lo largo de las gargantas de piedra, para poner en guardia a sus compañeros.
Porque, entre los remolinos de bruma, había aparecido un hombre armas en mano, brincando con agilidad por entre las rocas húmedas. El viento le alborotaba los cabellos y las barbas, de un rubio muy claro. Su túnica y manto, así como el escudo, eran sin duda alguna griegos; la espada que empuñaba en la diestra, en cambio, era una falcata de forja indígena. Muchos de los vigías, pese a la distancia y la poca luz, reconocieron enseguida a Xanto, el guía y traficante griego, porque solía visitar Ruga a menudo y no pocos de los lugareños habían hecho algún negocio con él.
Correteaba de acá para allá, en apariencia sin rumbo, mientras ojeaba receloso cada piedra, cada mata y cada tronco. Pese al frío de primera hora, se había retirado el manto del hombro derecho para dejarlo en claro y tener así más libre el brazo de la espada.
Otro hombre —este un serrano de manto rojo que empuñaba hacha y rodela— le salió al paso de repente, surgiendo desde detrás de unos zarzales. Los de arriba gritaron a coro un aviso, pero el guía ya le había visto. El serrano le saltó encima, Xanto paró el hachazo con el escudo. Comenzaron a pelear, dando tumbos entre matas y rocas, tirándose golpes y perdiéndose a veces de vista entre la maleza. Por fin el griego, con un molinete de la falcata, desarmó a su enemigo. Pero este, sin dudar, le tiró el escudo a la cara y salió corriendo. Se esfumó en la niebla, en un parpadeo, mientras desde arriba vitoreaban de forma ruidosa al griego.
Pero él, con apenas una ojeada a lo alto, volvió a husmear de un lado a otro, batiendo el terreno como un hurón y sin dejar de vigilar su espalda. Por esas miradas hacia atrás, supusieron que le perseguían e, intrigados, se preguntaban por qué perdía el tiempo de esa forma, en vez de subir corriendo y ganar la seguridad del poblado.
Pero luego vieron cómo aparecían dos hombres más, dando traspiés entre una niebla que poco a poco iba aligerando y desvaneciéndose. Uno era un serrano de elevada estatura, con una barba imponente y manto rojo, que cargaba al hombro un cadáver de ropas amarillas. El segundo, un griego a juzgar por su atuendo, le cubría las espaldas con sus armas.
Los centinelas, al reconocer a Behor Cutúa y Eutiques, y ver que el cadáver era el del lidio Ardis, se preguntaban perplejos qué estaba ocurriendo. Porque esos no eran los que estaban antes de guardia, sino su relevo, e ignoraban que aquel grupo de forasteros hubiera salido de Ruga.
Xanto les estaba apremiando con gestos enérgicos. Behor Cutúa, espada en puño, subía resoplando —podían ver cómo soltaba, a cada paso, grandes bocanadas de vapor—, en tanto que Eutiques no cesaba de volverse a todos lados, el hacha dispuesta. Se oían de nuevo gritos en la hondura, desde diversos puntos, y al poco llegaron tres hombres más.
Uno era un céltico grandote, de casco adornado con tres plumas, que blandía un hacha. Otro, un bárbaro de las mesetas del norte —moreno y de manto negro— con una espada en la mano. El tercero, flaco y de aire salvaje, con media cabeza calva y una gran cola de pelo suelta a la nuca, blandía dos palos de lanzar. Retrocedían juntos, despacio y de espaldas, manteniendo a raya a lo que a los vigías, desde sus posiciones, les pareció una muchedumbre de enemigos.
Más arriba, en la cuesta, aparecieron dos serranos, con los mantos ondeando como si fueran fantasmas. Eutiques se apartó de Behor Cutúa para plantarles cara, mientras Xanto bajaba a saltos en su ayuda. El sol, al subir, inundaba de luz las laderas. El cielo había pasado del gris al azul, las brumas se disipaban, el rocío brillaba sobre las hojas y los pájaros llenaban ya de trinos el aire de primera mañana.
Hasta los parapetos llegaban, de forma muy débil, las exclamaciones, los gritos y el chocar de armas. Xanto y Eutiques habían puesto en fuga a sus dos enemigos, mientras Behor Cutúa, los dientes apretados, seguía su ascenso paso a paso, con el cadáver a cuestas, y los otros tres contenían, a fuerza de armas, a un número muy superior de contrarios.
Algún vigía, pisando con precaución, por la humedad, se había asomado al borde mismo de los cantiles, a ver si podía arrojar un dardo. Pero los demás les gritaban que no lo hiciesen, porque los serranos, aunque llevaban armas arrojadizas, no habían hecho ni un tiro; movidos sin duda por ese orgullo que, para esas gentes de la sierra, pobres y feroces, valía cien veces más que la propia vida.
Otros ruganos, más impulsivos, habían saltado ya los parapetos y, cada cual por su cuenta, bajaban corriendo a apoyar a los fugitivos. Pero también estaban sumándose más serranos, que salían de entre los árboles del fondo, aullando y blandiendo hierros, para subir a largos trancos, para unirse a los que luchaban contra Sembeles y sus amigos.
Los primeros en llegar abajo quisieron ayudar a Behor Cutúa con el muerto, porque parecía a punto de desplomarse de puro cansancio, pero él les rechazó con muy malos modos. Ellos, que ya conocían su genio, tampoco perdieron tiempo en encogerse de hombros y corrieron a unirse a los otros tres, que se veían en apuros cada vez más serios.
Con todo el escándalo desatado, cada vez acudía más gente a los pretiles de piedra; nuevos guerreros bajaban con los hierros en claro y, como tampoco dejaban de llegar serranos, chapoteando en el torrente, no tardó en organizarse allí abajo una escaramuza en toda regla.
Los de Ruga retrocedían despacio, todos juntos, mientras los suyos les animaban desde lo alto. Se cruzaban las armas con gran estruendo y los muertos caían rodando por la pendiente, aunque los defensores hacían lo posible por sujetar a su gente y llevárselos consigo.
Los perseguidores, aun siendo más numerosos, llevaban la peor parte, porque tenían que combatir en posición baja. Algunos trataban de rebasar por los lados, a la carrera, pero los pocos que lo lograban eran rechazados por Xanto y Eutiques. Uno, incluso, logró llegar hasta Behor Cutúa para acometerle con el hacha. Pero el atacado, con un revés de la espada, le mandó malherido y dando tumbos, cuesta abajo. Entretanto, Sembeles, Borma y Mancorio Bordorice seguían en primera línea de refriega. Los ruganos habían intentado hacerles pasar atrás, pero ellos se habían empeñado en aguantar ahí a toda costa, aunque tenían no pocas heridas, se les notaba más que agotados y la sangre les corría ya por los brazos.
El sol, según ganaba altura, iba deshaciendo los últimos retazos de niebla. Los peñascos se recortaban contra el azul, las espesuras eran una explosión de verdes y castaños, y los buitres pardos trazaban círculos en lo alto. Los defensores se replegaban hacia su poblado, pisando con suma precaución y sujetándose unos a otros cuando alguien resbalaba. Mientras, sus enemigos no cesaban de acudir en más número, de forma que la lucha en la cuesta parecía desde lo alto una batalla de hormigas.
Algunos atacantes, encorajinados, se arrojaban a pecho descubierto, intentando quebrar la defensa. Pero los de Ruga, tras una pared de escudos y hierros, les rechazaban con facilidad, de forma que los heridos caían dando volteretas entre riadas de guijarros y polvo.
Hacia arriba, la pendiente se volvía aún más abrupta, entre roquedales y pedreras. Y fue ahí, a pocos pasos ya de los parapetos, donde se produjeron los momentos más apurados. Porque, por culpa de lo empinado del terreno, los ruganos tuvieron que deshacer su piña defensiva y todo acabó en una lucha rabiosa, hombre contra hombre.
La confusión no podía ser más tremenda, entre gritos, polvareda y resonar de armas, y cada cual podía velar poco más que por sí mismo. Desde lejos, los serranos que llegaban cruzando el torrente, al levantar los ojos, veían una ladera larga, encajonada entre cantiles, aún en umbría, rebosante de hombres que luchaban como insectos enloquecidos, con un clamor que resonaba en leguas a la redonda. Más y más defensores saltaban los pretiles de piedra. Eutiques, Behor Cutúa, Xanto, apenas lograron poner al cadáver a salvo, pese a la fatiga, volvieron a bajar corriendo, como hombres que tuviesen que demostrarse algo los unos a los otros.
Sembeles, con reveses de escudo, había lanzado a un enemigo cuesta abajo, luego a otro, y luego aún a otro. Después, entre el tumulto de gritos, forcejeos, escudos pintados, hierros que subían y bajaban, el lusón advirtió la presencia de un hombre con el manto rojo y las armas de los indígenas, y con un casco corintio de cimera bermeja, que luchaba espada en puño.
Le perdió por un instante. Volvió a verle. Aquel debía de ser el griego Prolampo, supuso, y trató de llegar hasta él abriéndose paso a golpe de espada. Pero la lucha era en exceso feroz y apenas era posible dar un paso sin tener que verse las caras con un nuevo rival. En aquella vorágine, el hombre del casco cerrado volvió a desaparecer y, pese a todos sus esfuerzos, el lusón ya no pudo verle de nuevo.
Además, el combate iba decantándose a favor de los lugareños. Cada vez bajaban más guerreros del poblado y, entre todos, iban rechazando a sus enemigos cuesta abajo. Al cabo, gracias al respiro que les dio mandar dando tumbos por la ladera a sus contrincantes, pudieron retroceder y ganar todos juntos la seguridad de los parapetos, sin dejar de cubrirse unos a otros.
Y el enemigo no parecía ya tener muchas ganas de reanudar la lucha. Estaban recogiendo a sus muertos y heridos, con ojeadas de resentimiento hacia los pretiles. Se retiraban despacio, al otro lado del torrente, mientras grupos nutridos, dardos en puño, vigilaban en previsión de una salida que pudiese aumentar sus bayas.
Arriba, los ruganos estaban bailando ya la victoria. Cantaban subidos a los muretes de piedra, entre enarbolar de hierros y escudos de cuero pintado. Xanto y Sembeles, a despecho del gran cansancio, se asomaron al pretil, entre las piernas de los danzantes. La retaguardia de los sitiadores cruzaba ya las aguas, chapoteando entre los contraluces de la arboleda.
Allí, entre los últimos en pasar, pudieron ver que estaba un hombre de manto rojo y casco griego que, tras volverse, se cambió de mano la espada para apuntar con el índice de la diestra a lo más alto, hacia el poblado. Estuvo así un rato, señalando. Les volvió luego la espalda y él también atravesó el arroyo y se perdió entre los árboles.
—¿Qué era eso? ¿Alguna maldición griega? —preguntó el lusón.
—No que yo sepa, Más bien es un aviso, una amenaza. —El guía se pasó los dedos por el cabello rubio—. Que digo yo que viene a ser casi lo mismo que una maldición.
‡ ‡ ‡
Los actores de toda aquella aventura, más que cansados, se fueron derechos a las casas que ocupaban los tartesios y sus mercenarios, a curarse de nuevo, a tomar un bocado y descabezar un buen sueño. Los lugareños estaban celebrando esa pequeña victoria con gran algazara —que no consiguió despertarles, como hombres avezados que eran— y el propio Nader les mandó más tarde a un par de curanderos, a ver qué podían hacer por ellos. Pero los jefes tartesios, ya al tanto de todo, les impidieron el paso con la mayor de las cortesías, aduciendo que ya habían sido atendidos y descansaban, pues recelaban de que aquel par de hombres del jefe les envenenasen las heridas.
Durmieron a pierna suelta hasta bien entrada la tarde y ni siquiera después salieron, pues se quedaron a comer con los jefes tartesios. A la caída de la noche, empero, llegó un consejero del jefe a informarles de que los notables del poblado les llamaban a asamblea pública, algo a lo que no podían faltar, so pena de insultar de forma grave a sus anfitriones.
Nader ocupaba el mismo sitial que el día anterior, con su manto y todas sus alhajas metálicas, rodeado de ancianos y guardaespaldas, y con la gente común de pie, más atrás. Apenas aparecieron aquellos cinco, mandó que les sirviesen cerveza de su propia cántara —una buena señal—, antes de, con ademanes majestuosos, indicarles que se adelantasen.
Habían procurado adecentarse en la medida de lo posible, cepillando los mantos y peinando greñas y barbas. Y, aunque no habían querido llevar escolta tartesia, para no ofender a sus anfitriones, cada cual se había ceñido sus armas. El jefe del poblado a su vez, que se había dado perfecta cuenta de todos esos detalles, alzó la mano y tomó la palabra en voz bien alta, para elogiar el valor demostrado por aquellos forasteros esa misma mañana.
—Todos hablan maravillas de vuestro comportamiento. Dicen que os retirasteis sin dar la espalda en ningún momento, a pesar de ser cinco contra muchos. También que no abandonasteis el cadáver de uno de vuestros amigos, y que luchasteis para traerlo con vosotros.
—Tuvimos un mal encuentro, un poco más allá del torrente. —Behor Cutúa se relamía los labios, goloso, puesto que la cerveza del jefe era de calidad—. Ardis murió allí y su amigo Eutiques no quiso abandonarle. Y nosotros no quisimos entonces abandonarles a ellos dos —añadió, entre la aprobación del gentío.
—Ardis y yo éramos amigos desde hace tanto tiempo… —asintió el corintio, apenado, con la cabeza gacha—. ¿Cómo iba a dejarle allí, tirado?
—Todo eso es muy loable. —Cabeceó solemne Nader, haciendo resbalar las luces de las llamas sobre el bronce y el oro de sus alhajas—. Uno debe honrar a sus difuntos. Nuestros mismos antepasados veneraban tanto a sus muertos que les enterraban bajo el mismo suelo de sus casas, para tenerles siempre consigo y preservarles de los saqueadores de tumbas.
Hizo una pausa, antes de seguir hablando.
—Como os digo, os respeto por todo eso que habéis hecho. Y tampoco me sabe mal la victoria de esta mañana sobre nuestros enemigos. —Volvió a detenerse por un instante—. Pero no puedo pasar por alto que ayer mismo vinisteis a nuestro poblado, perseguidos por los hombres de Baubalud, y nos pedisteis asilo. ¿Cómo se explica entonces que, al poco, os marcharais a la chita callando, sin despediros y en la oscuridad de la noche, como los ladrones?
—Te confundes, Nader —replicó Behor Cutúa, con el mayor de los descaros—. Tras el consejo de ayer, estuvimos hablando entre nosotros. Tenemos la plata y entre Baubalud y yo hay deudas de sangre pendientes: dos cuestiones que pueden atraer sobre este poblado la ira del curandero, porque es un jefe poderoso. Quizá Totog, o quién sabe si él mismo, se presente a las puertas con el grueso de sus guerreros. Es por eso que decidimos irnos, de común acuerdo, para ahorrar así más combate y sufrimiento a tu gente.
—Un gesto muy noble. Pero ¿por qué iros a escondidas?
—Porque suponíamos que, llevados de la generosidad, no consentiríais en que nos marchásemos —repuso el montañés, sin cambiar de color.
—Una suposición muy bien fundada. —Aquel jefe obeso cabeceaba, con igual aplomo que su interlocutor—. Somos de una raza antigua y guerrera, y nadie va a decirnos a quién abrir nuestras puertas, o a quién sentar a nuestra mesa.
Behor Cutúa se arregló el manto rojo, luego la espada y el puñal, que llevaba en sus vainas, medio ocultos entre los pliegues de la ropa.
—No esperaba menos de ti ni de tu gente, Nader. Pero permite que te recuerde lo poderoso y lo vengativo que es Baubalud.
—Y yo te digo lo dicho: que venga —zanjó el otro alzando la mano, mientras el público, siempre fácil de emborrachar con grandes palabras, aclamaba de forma escandalosa.
Daba así por concluida la audiencia y sus invitados, al poco, se retiraron. Sin embargo, no tardó en comenzar un festejo en el que se comió, bebió y bailó hasta la hartura, para celebrar la refriega victoriosa de esa misma mañana. No había sido más que un triunfo sin frutos, pero los ancianos de Ruga sabían cuán importante era el mantener la moral de su gente, sobre todo en vísperas de grandes combates. Por eso, esa noche no se escatimaron las provisiones, ni los elogios a los guerreros.
En el transcurso de esa fiesta, Behor Cutúa volvió a reunirse con Nader, esta vez algo más en privado. El jefe del pueblo había ido a sentarse en un aparte, en la penumbra, a observar cómo su gente bailaba y reía, entre el estruendo de tambores y los cánticos. Le acompañaban un par de notables, así como un joven de aspecto fiero, armado hasta los dientes, que debía de ser su guardaespaldas.
—Siempre te tuve por un buen guerrero, Behor Cutúa. —El grueso personaje sonreía, aunque sólo con la boca—. Pero ahora veo que, además de fuerte como un oso, eres también más taimado que un zorro. Te felicito.
—Gracias. Es un elogio que vale mucho más por venir de quien viene.
—Yo siempre he tenido en gran estima a la astucia.
Ambos cabecearon con gravedad, mientras los presentes les observaban. Behor Cutúa no atinó a saber si los notables presentes habían captado la doble intención de esas palabras. Sonrió, antes de replicar con suavidad.
—Lo sé. Y, siendo así, supongo que aprobarás lo que voy a contarte.
—¿De qué se trata?
—Anoche, tras luchar en la otra parte del arroyo con los hombres de Baubalud, como vi que la cosa estaba apurada, y que teníamos pocas posibilidades de salir con vida del aprieto, me deshice de la plata.
Hubo un silencio muy largo. Al fulgor del fuego, todos contemplaban, con distintas expresiones, al montañés, que sonreía con maldad. Por fin, Nader carraspeó.
—¿Qué es lo que has hecho?
—La he ocultado ahí abajo, en alguna parte —y señaló en dirección al barranco—. Sólo yo sé dónde con exactitud. Invito a todo aquel que tenga ganas de perder su tiempo a buscarla. A ver si es alguien capaz de encontrarla. Baubalud no la tendrá, haga lo que haga.
Otro intervalo de silencio.
—Te felicito de nuevo —sonrió luego, con algún esfuerzo, su interlocutor—. Aunque lograse conquistar nuestro poblado, cosa que desde luego no hará, ese soberbio de Baubalud se quedaría con un palmo de narices. Es un hombre muy poderoso y admito que está tocado por los dioses. Pero se ha acostumbrado a imponer su ley y a tratar a los demás como si fuese el rey de las montañas, a su capricho.
Sus acompañantes asintieron entre gruñidos, mientras el montañés le daba también la razón con gesto más que hosco, al tiempo que acariciaba la empuñadura de su espada.
—No será Baubalud el que ponga un yugo a Behor Cutúa. —Rechinó los dientes—. Ni él ni nadie.
—Así se habla. —Nader volvió a cabecear solemne, esta vez con sinceridad, entre murmullos de aprobación de los dos notables.
—Pero hay algo que quiero aclarar. Fluxe, el libofenice, que era compañero de estos, —señaló con la cabeza a Xanto y Eutiques, allá junto a las hogueras—, no vino con nosotros y, al regresar, no le hemos visto, ni sabido nada de él.
—Nada puedo decirte a tal respecto. —El jefe del poblado compuso expresión de perplejidad, antes de consultar con la mirada a los notables, que a su vez menearon de forma negativa la cabeza—. ¿Crees que prefirió marcharse por su cuenta?
—¿Quién sabe?
Y, tras eso, Behor Cutúa se apartó para ir junto a Sembeles, a beber y comer junto a una de las hogueras, y también a cuchichear por lo bajo. Y ya a media explicación saltó el otro como un resorte.
—¿Cómo que has escondido la plata? ¿Qué pasará si…?
Pero el hombrón le contuvo sonriente, alzando las manos, antes de hacerse con un cuenco lleno de cerveza.
—No te pongas nervioso, que todo es mentira. Aún la conservo en mi poder.
—¿Entonces?
—De alguna forma tenía que asegurar nuestros pellejos. Pensad. ¿Para qué iba a intentar algo Nader contra nosotros, si ya no tenemos en nuestro poder el pacto de plata?
—Según esa forma de pensar, Baubalud tampoco tendría ya motivos para atacar el poblado. —Sembeles cruzó los brazos sobre el pecho, dudoso—. Pero, por lo que se veía desde aquí de la cara de Nader, no se ha ido precisamente contento.
—No tiene motivos para alegrarse porque Baubalud no va a creerle, aunque le hiciese llegar la noticia. Pensaría que Nader le está engañando, que es un truco para que no siga atacando Ruga. Y, además, Nader ha perdido su gran opción para evitar que los guerreros del curandero se presenten en masa ante estas puertas.
—Cuando hablas de opción te refieres a cortarnos el cuello, robarnos la plata y hacérsela llegar a Baubalud.
—Eso es.
—¿Y si Nader no se traga el cuento?
—Allá él. Puede hacernos matar y, luego, comprobar si de verdad tengo o no la plata encima. Pero, si se equivocase, no habría forma de enmendarlo. No sacaría nada y, además, se enemistaría con los tartesios. No creo que se vaya a arriesgar.
Al tiempo que asentía ante esas razones, el lusón se envolvió en su manto negro, porque corría viento y, apenas se apartaba uno del fuego, sentía el mordisco del frío. Se entretuvo unos instantes contemplando a los danzarines, que cabriolaban armas en alto, entre el revuelo de pavesas ardientes.
—Pero tú sigues en peligro. Tienes asuntos de sangre pendientes con Baubalud y Nader puede hacerte asesinar para, al menos en parte, contentarle.
—Poco le iba a contentar con eso. Peor: podría creer que me había matado para quedarse en secreto la plata. Baubalud es un sujeto receloso y Nader es de los que se piensan mucho las cosas, antes de actuar. No es un hombre impulsivo, para nada, así que de momento estoy a salvo, al menos de los asesinos.
—¿Y la plata?
—La llevo encima. Nuestro pacto, al menos en lo que a mí respecta, sigue en pie. De hecho, esta pieza está maldita, así que prefiero entregártela.
—Para que sea yo quien cargue con la posible maldición —casi gruñó Sembeles.
—No. Tú has recibido la misión sagrada de devolverla a su tumba. Estás a salvo de cualquier posible maldición.
—Entonces luego me la das, cuando no nos vea nadie. —Hizo una pausa, arrebujado en su manto negro—. ¿Qué habrá sido de Fluxe?
—Supongo que ese gordo de Nader, al ver el cariz que tomaba la situación, le habrá hecho matar en secreto, para no verse comprometido ante su gente.
—Pudiera ser. —De repente, el lusón se encogió de hombros, como quien de golpe desdeña todas sus preocupaciones—. Bueno. Vamos ahora a beber, que ya sabes lo que se dice en estos casos: hay que aprovechar ahora, no sea que mañana ya estemos muertos.
—Así se habla. —El serrano se pasó los dedos por la barba, sonriendo—. Pero puede que yo esté poco rato.
—¿Y eso?
—Mira —señalaba con el mentón a unas cuantas mujeres presentes en la celebración—. Te apuesto un eslabón de plata a que no tardo mucho en tener compañía. Fíjate en cómo me mira aquella.
—Juegas con ventaja: yo no sé cómo es esta gente.
—¿Eso qué quiere decir?
—Hay muchos pueblos y muchas costumbres, amigo, y a mí me gusta saber qué terreno piso. He estado entre gentes donde las mujeres iban a su aire y no daban cuentas a nadie. En cambio, en el poblado vecino, a no más de dos mil pasos, si mirabas dos veces a una, podías acabar dándote de puñaladas con sus hermanos.
—Has viajado mucho…
—He sido escolta de las caravanas tartesias. He llegado muy al norte.
—La de cosas que habrás visto. Yo nunca he salido de la sierra; ni siquiera se me ha ocurrido nunca bajar a la costa. Algún día, si tenemos oportunidad, me gustaría que me hablases de tus viajes: de los lugares y las gentes que has visto. —Volvió a atusarse la gran barba, sin dejar de atender a cómo le miraba aquella mujer—. Pero, fíjate en lo que te digo: me apuesto el eslabón a que Nader ha mandado a esa chica a que me engatuse: a que me tire de la lengua y registre, si puede, mis cosas.
—Cuidado entonces —le conminó el hombre de negro, ahora algo inquieto.
—Tranquilo, que sé manejarme. Lo cierto es que este Nader nunca aprenderá. —Sonrió rencoroso—. Mucha palabrería, mucho halago, pero en el fondo sigue considerándome un gañán, un pastorazo, bueno para repartir palos y poco más. Pues va listo si piensa que me va a liar con un truco tan viejo como este.
—Que lo menosprecien a uno tiene sus ventajas —asintió filosófico el lusón—. Escuece, ¡qué duda cabe!, pero a cambio siempre puede uno sacarle tajada.
—Eso sí que es algo que, desde luego —volvió la vista a la mujer y esta le sostuvo la mirada, al resplandor de las llamas, con ojos oscuros y brillantes. Él sonrió, acariciándose la gran barba—, no voy a negar.