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También Oricena y sus esclavas abandonaron a no mucho lardar la isla de los Alfareros, aunque ellas lo hicieron en una embarcación un poco mayor y con un rumbo algo distinto. A golpe de remo, su nave arrumbó con pesadez hacia la isla de los Orfebres, aproando a la punta contraria a la del poblado tartesio. Porque allí, en la ribera, era donde se levantaba el Qart, el barrio fenicio de Tartessos.
El sol estaba ya alto y el día se había vuelto húmedo y bochornoso. Las cantadoras, envueltas ahora de pies a cabeza en túnicas estampadas, bostezaban y cabeceaban a cada balanceo de la barca. Las arboledas eran de un verde intenso, las aguas centelleaban. Había alguna gente asomada a las murallas del Qart. La brisa de la mañana hacía flamear sus mantos y, cerca de la ciudad, en una playa de arena blanca, se distinguían las naves varadas.
El Qart, según la costumbre fenicia, era un lugar pequeño para la población que albergaba, de forma que tras los muros se agolpaban los edificios y las callejuelas angostas hervían de muchedumbre. Oricena y su cortejo se sumaron a ese gentío dispar, en el que se mezclaban fenicios de Gadir, de Cartago, Utica, Cerdeña, Ibiza e incluso de la propia Tiro, la ciudad madre de todas las demás. Comercios y talleres estaban abiertos y en la calle se codeaban armadores de ropajes suntuosos, esclavos casi desnudos, mercaderes gesticulantes, cargadores, marineros, aguadores, artesanos, pescadores, revueltos todos en las apreturas del Qart.
En aquel maremágnum, más de uno se había detenido a mirar a la comitiva de mujeres. Pero ninguno de ellos dejó de reparar en el taciturno Ardis, que cerraba la marcha con la mano puesta al descuido en la empuñadura de sus largos puñales. El Qart, aun siendo lugar fenicio y regido por las leyes tirias, no dejaba de ser un puerto occidental, frecuentado por marineros, traficantes y prospectores, además de por no pocos bárbaros, propensos todos a la bebida y los altercados.
En una casa céntrica les aguardaba Eutiques, ya levantado, desayunándose con una copa de vino y agua. Era hombre apuesto, de rasgos expresivos y una barba leonada que cuidaba con el mayor esmero. Aunque vestía como un fenicio, se trataba en realidad de un griego de Corinto que, desde hacía años, tenía sus negocios entre aquellos. Él era el verdadero dueño del grupo de cantadoras. Porque Eutiques, muy griego él, desdeñaba ocuparse directamente de ellas y las explotaba por medio de su esclava Oricena, cosa que más de uno ignoraba.
Ya en su presencia, esta se retiró el embozo, dejando deslizar después todo el tocado sobre los hombros, a modo de mantilla. Él la observó al tiempo que jugueteaba con su copa, porque era de una belleza aceitunada, exótica y algo rapaz, con ese pelo tan negro, la boca llena y, sobre todo, unos ojos oscuros y brillantes que captaron de inmediato su interés, la primera vez que la vio, años atrás, mientras la exhibían en el mercado público de Sexi, en la costa sur.
Apartando luego la mirada, se recostó en un lecho, con cierta languidez. Oricena, con esa confianza que da una larga intimidad, se sirvió un poco de vino con agua a su vez, antes de sentarse en un escabel, junto a su amo.
—¿Qué tal se ha dado el festín? —se interesó este.
—Bien —sonrió ella, algo ojerosa tras la noche en vela—. Ha sido una buena fiesta.
—Estupendo.
—Las chicas se portaron. Todas. Los invitados de Baalyatón quedaron muy contentos de la función; el propio Baalyatón me lo dijo después, y me felicitó personalmente por lo bien que lo hicieron.
—Ahhh —agitó satisfecho la cabeza—. Eso está bien: Baalyatón es un cliente de los que merece conservarse. ¿Qué pasó aparte de la función?
Ella volvió a sonreír y, tras un sorbo de vino, sacó de los pliegues de su manto un atado. Deshaciendo los nudos con dedos ágiles, le mostró el brillo de los metales preciosos.
—Esos tontos, en cuanto beben, pierden la cabeza. —Se rio con voz melodiosa—. Se engallan, compiten entre sí y hacen lo que haga falta con tal de que las mujeres le presten más atención que al vecino.
Eutiques, acariciándose la barba, contempló el envoltorio; pero, con un ademán, desdeñó el tomarlo.
—No: guárdalo tú. ¿Y aparte de esto?
—Una chica, con un poco de maña, puede sacar de esos borrachos lo que ella quiera. —Volvió a reírse, haciendo tintinear las joyas del hatillo—. Hablan por los codos para darse importancia.
—Magnífico. ¿Qué es lo que han averiguado?
—Van a llegar naves a Mainake, pronto. Vienen de lejos, supongo, porque parece que traen ámbar de los escitas. Y se comenta que van a mandar una caravana al norte.
—¿Una caravana? ¿Al estaño? ¿Es eso algo seguro o se trata tan sólo de un rumor?
—Parece bastante seguro. Heos se lo oyó comentar a Sembeles, ese oficial del rey que…
—Ya sé quién es Sembeles. —Se quedó pensativo—. Ese tiene que estar bien informado en este tipo de asuntos. Bueno, ¿algo más?
—Los reyezuelos de la sierra andan algo alborotados y parece que Argantonio, en realidad, tiene poco control sobre la zona: no hacían más que comentarlo anoche…, pero supongo que habrá mucha más información de interés: no he tenido tiempo más que de cambiar unas pocas palabras con las chicas. Las he mandado a que descansen y más tarde, cuando se levanten, hablaré con ellas.
—Magnífico. —El griego lanzó una mirada de gratitud al dios casero, ubicado en una esquina, y luego a las grotescas máscaras de arcilla de las paredes, puestas allí para ahuyentar tanto a la mala suerte como a los espíritus dañinos. Se quedó caviloso unos instantes, calculando cuánto podría sacar a sus amigos fenicios por todas aquellas noticias.
—Otra cosa —añadió ella—. Y esta no tan buena.
—¿Qué es? —Volvió él a la realidad.
—Se trata de Néera. —Hizo una mueca—. Anoche hubo una pelea por culpa suya.
—¿Una pelea?
—A puñetazos, nada serio; enseguida les separaron. Pero es que Néera estuvo pinchándolos hasta que ellos, claro, como estaban borrachos perdidos, acabaron pegándose.
—Bah. —Eutiques quiso descartar aquello con un ademán—. Son cosas que pasan: ellas juegan con los hombres, ellos se dejan hacer y, como el vino se les sube a la cabeza…
—No. Néera es de las que les gusta enredar. Vengo observándola desde hace tiempo y ya le he llamado la atención más de una vez. Anoche les hizo llegar a las manos y ya sabes, Eutiques, lo malas que son esas cosas para el negocio. Tienes que castigarla.
—Siendo así… —El griego se acarició la barba. En los convites no se apreciaba a las cortesanas dadas a provocar reyertas entre los invitados y se solía prescindir con rapidez de sus servicios—. Le diré entonces a Ardis que se ocupe de Néera. Él se encargará de que, al menos por una buena temporada, no le queden más ganas de hacer tonterías.
—Una cosa más. Anoche, en el festín, estaba Alongis y no le quitó ojo a Néfele en toda la noche. La verdad es que no me siento del todo tranquila cuando ese anda cerca de ella.
—¿Alongis? ¿Ese que es pariente de Sembeles? Ya. —Asintió despacio. Era sabido que aquel mercenario había perdido el seso por la cantadora. Por desgracia, como carecía de fortuna o posición, tal circunstancia no era de ninguna utilidad al griego. Su apego por ella había llegado al punto de que incluso, en cierta ocasión, había querido comprársela a Eutiques. Este, para reírse, le había pedido un precio exorbitante, haciéndole marcharse desalentado—. Ya sabes que de vez en cuando aparece algún zoquete así.
—La mira de una forma que me inquieta —insistió ella—. No sé, no sé…
—¿En qué estás pensando?
—A ver si intenta raptarla o algo así.
—Estamos en Tartessos y Argantonio da gran importancia a las leyes. Es famoso por ello y ni siquiera un noble puede violarlas impunemente…, aunque, desde luego, a un salvaje como Alongis todo eso le importa muy poco y menos si ha perdido el seso: la gente así obra sin pensar en las consecuencias. —Al tiempo que hacía una pausa, meneó la cabeza—. Desde luego, es mejor prevenir: le diré a Ardis que esté atento.
—Vámonos de aquí.
—¿Irnos de dónde? ¿De Tartessos? —La miró asombrado—. ¿Sólo por eso, con lo bien que nos va ahora? ¡Pero qué tontería, mujer!
—No, por eso no. —Le miró a los ojos con aquellos suyos, oscuros y vivos—. Es verdad que ahora nos va bien y que nuestros números son de lo más solicitado. Pero ya sabes lo poco que dura la novedad: algún día se cansarán de nuestras chicas en los convites, se buscarán otras diversiones y acabaremos actuando casi por lo que nos quieran ofrecer.
—¿Y qué? ¿Acaso no es siempre así? —Eutiques, con un suspiro, se incorporó hasta quedar sentado en el lecho—. Lo bueno nunca dura para siempre.
—Pues vámonos ahora, antes de que eso ocurra. Hay mucho que ganar aquí y, si nos marchamos ahora, nos iremos dejando buen recuerdo y les sabrá a poco. Más adelante, dentro de algún tiempo, podremos volver con lo mismo.
El griego se la quedó mirando, ahora pensativo, y dejó pasar un tiempo antes de hablar.
—No te falta razón. —Cabeceó de forma apreciativa, antes de tomar un sorbo de vino aguado—. Desde luego, esto no es un puertucho cualquiera y es cierto que hay mucho que ganar aquí. Déjame pensármelo.
—Vámonos a Gadir o a la costa oriental.
—Ya veremos. Ahora échate un rato; seguro que ha sido una noche muy larga.
—Sí que lo ha sido. —Le sonrió y, como si esas palabras hubieran conjurado el cansancio, tuvo que reprimir un bostezo—. Voy a dormir de un tirón, si es que alguna de esas cabezas huecas no me despierta con alguna de sus tonterías.
Pero los pensamientos de Alongis, aunque sí puestos en Néfele y pese a los temores de aquellos dos, estaban muy lejos de cualquier idea de rapto. Agobiado al saber de golpe que en plazo breve había de abandonar Tartessos y casi seguro de no verla más, se separó en cuanto pudo de los suyos. Fue dando un lúgubre paseo a lo largo de la orilla, como una fiera enjaulada, forjando ideas a cada cual más descabellada y al cabo, ofuscado por la pena, se decidió a acudir a Segisamo.
Ese era otro mercenario al servicio de Argantonio; un celta nacido muy al norte, grande y blanco, con el pelo entre rubio y rojo. Días atrás se había acercado a Alongis y, entre dos vasos, había estado tanteándole para algún negocio no muy limpio. Pero su interlocutor, al olérselo, se había despedido con excusas antes de que pudiera entrar en demasiados detalles, para no tener así que delatarle.
El celta se sorprendió al verlo, porque no había supuesto que volviese. Pero, como antes de aquella conversación tan infructuosa había tenido puestas grandes esperanzas en él, le dispensó un saludo rudo y efusivo para luego llevarle aparte y ofrecerle un trago de cerveza.
Conversaron durante un rato sobre chismes de palacio, así como sobre las nuevas tan inquietantes que llegaban de las fronteras del imperio de Argantonio. Al cabo, tuvo que ser Alongis el que entrase en materia, porque veía que el otro no se animaba.
—Bueno. Necesito oro.
—Amigo, ¿quién no lo necesita? —El celta sonrió de forma ambigua, sobándose la gran barba rubia, salpicada de mechones rojos.
—A lo peor me equivoco. Pero el otro día me dio la impresión de que me estabas sugiriendo que había formas de que ambos pudiésemos ganar bastante.
Segisamo guardó silencio unos momentos, sin dejar de manosearse la barba, tal vez recelando que el otro hubiese regresado para sonsacarle y venderle.
—Sí. Es verdad que sé cómo podemos conseguir oro. Y no bastante, sino mucho —acabó por admitir—. Pero he de decirte que la forma de ganarlo puede ser… —dejó la frase en suspenso, al tiempo que acechaba a su interlocutor con sus ojos verdes.
—Necesito oro —fue toda la respuesta de Alongis. Sacudió la cabeza, abrumado—. Lo necesito. De veras.
—Comprendo. —El celta hizo a un lado cualquier recelo, con hasta una sombra de simpatía en la voz. Él tampoco estaría en esa tesitura, proponiéndole un negocio sucio, de no ser porque era demasiado amigo del juego de las tabas, tenía mala suerte y sus acreedores le acuciaban cada vez con más insistencia—. Además de poco acorde a las leyes tartesias, por decirlo de algún modo, debes saber que puede ser peligroso.
—El peligro no es algo que me haga echarme atrás.
—Así se habla. —Dio un buen trago de cerveza, como tomando con ella valor—. Lo que te voy a contar ahora no te obliga a nada. Cuando me hayas oído, serás libre de aceptar o rehusar y, en ese caso, olvidarte del negocio. Pero, antes de seguir, quiero que me jures por lo que más sagrado te sea que guardarás el secreto.
—¡Por Coros y por Epona! —Casi se atragantó el otro—. Por Lugoves y por todas las Bandes de mi familia…
—Me basta, me basta. —Segisamo, satisfecho, le detuvo alzando las manos—. Oye entonces. No sé si has visto alguna vez un túmulo de los tartesios.
—No. Ya sabes que llevo poco en esta tierra.
—Es igual. Son muy fáciles de reconocer, si ya has visto uno o te han hablado de ellos. En algunos lugares del país, esos túmulos sirven de sepultura a los grandes jefes tartesios.
—¿Es que se trata de robar una tumba? —inquirió Alongis, estremecido.
—Pues sí —admitió el otro sin rodeos—. Eso es: el túmulo de un gran jefe.
Hubo un silencio espeso entre ambos. Segisamo tenía los ojos clavados en Alongis y este, sin saber ahora qué pensar, se frotaba las manos.
—Anda, sigue. —Acabó por decidirse.
—Hace ya tiempo, oí historias sobre un jefe tartesio: un rey con muchos siervos, barcos, sembradíos, minas. Era un hombre muy poderoso en el reino y se creyó lo bastante grande como para desafiar al gran rey Argantonio. Pero fue este el que acabó con él, como ha hecho con tantos. —Hizo una pausa.
—Sigue. —Le animó el otro.
—Esto ocurrió hace bastantes años. Ya sabes lo viejo que es Argantonio. Se rebeló y fue vencido. Y luego de vencido, muerto y olvidado. No conozco muchos detalles, porque el rey lanzó una maldición sobre el asunto y está prohibido incluso pronunciar su nombre. Pero sí sé que, en atención a su alto rango y a que en otro tiempo habían sido amigos y aliados, Argantonio permitió que le enterrasen en un túmulo, como el gran jefe que fue.
—¿Y dónde está esta tumba?
—Al oeste, camino de Onuba, a no más de dos días de aquí. Yo mismo, en cierta ocasión en la que tuve que llevar un mensaje a un noble de las vecindades, pude llegar a verla.
—Y estás seguro de que ahí dentro hay muchas riquezas…
—Muchas. Le enterraron con todos los honores.
Alongis puso el mentón entre las manos, tratando de pensar.
—Bueno. ¿Pero para qué me necesitas a mí?
—Los tartesios guardan celosamente las tumbas de sus grandes. Temen que les roben los tesoros funerarios y recelan de todo aquel que se acerca demasiado a un túmulo. Pero tu pariente Sembeles es hombre de confianza de Argantonio: sé que este le ha dado un brazalete y eso es algo que el rey no otorga a cualquiera…, y tú sabes cuántos obstáculos puede allanar un brazalete del rey.
Alongis sintió un sofoco repentino.
—No sólo me hablas de violar la tumba de un jefe —al pasarse la mano por la frente, la notó pringosa de sudor—. También me pides que traicione a un pariente mío…
Segisamo le miraba sin decir nada. Esperaba, jugando con su vaso de cuero.
—Continúa —le instó al fin Alongis, con la voz en un hilo.
—Me he fijado que Sembeles no suele llevar puesto el brazalete, así que debe guardarlo en algún sitio. ¿Me equivoco? A ti te sería fácil apoderarte de él sin que Sembeles lo echase de menos. No creo que ande mirando todos los días a ver si aún lo tiene. Con ese brazalete, no nos costaría nada acercarnos al túmulo sin despertar sospechas.
—¿Y qué sacaría yo de todo esto?
—Seríamos cuatro: dos amigos míos, tú y yo. Dividiremos el botín a partes iguales.
—Por lo que dices, sin el brazalete nos será imposible llevar adelante el asunto. Partamos en dos: la mitad para mí y la otra para vosotros tres.
—¿Y quién aporta la información? ¿De qué vale ese brazalete sin ella? Partamos en tres y quédate tú con un tercio de cuanto encontremos.
—Es justo.
—¿Estamos entonces de acuerdo? ¿Cuento contigo?
—Sólo una cosa más. Quiero que me jures, como tú me hiciste jurar a mí, que respetarás este trato.
—Lo juro por Esa Que No Puede Nombrarse. —Alzó las palmas de las manos—. Cumpliré con cuanto aquí hemos acordado.
—Entonces trato hecho.
‡ ‡ ‡
Esa misma tarde, el rey mandó llamar a Sembeles. Este, que no era de los que dejan pudrir las ideas, ya había tanteado a algún consejero real sobre la posibilidad de incorporarse con los suyos a la caravana del estaño. Argantonio, que parecía tener oídos en cada recodo del palacio, debía haberse enterado ya y quizá por eso reclamaba ahora su presencia.
El sol comenzaba a declinar a la hora que tuvo lugar la audiencia y, como el rey había tenido el capricho de pasar la tarde en una de las azoteas, el mercenario tuvo que subir a los altos de la fortaleza, a través de una maraña de escaleras y estancias intermedias. Arriba, un guardia le detuvo con un gesto, porque Argantonio estaba ocupado con otra entrevista. Así que permaneció alejado y no tardó en asomarse al parapeto, llevado por la curiosidad de observar el mundo desde allí arriba.
A esas horas, el cielo estaba salpicado de nubecillas blancas que flotaban perezosas en el azul. Corría una brisa leve, mitigando un poco el bochorno, y desde allí arriba se tenía ante los ojos una gran extensión de la desembocadura. Las islas cubiertas de vegetación, las barras arenosas, el agua centelleando en los canales. Un carguero panzudo bogaba despacio, allá a lo lejos, y Sembeles detuvo sobre él la mirada; pero tenía el sol de cara y, aunque hizo visera con la mano, no pudo distinguir muchos detalles.
Acodado en el pretil, se entretuvo con el vuelo de las aves, que pasaban en grandes formaciones sobre las aguas. El río Tartessos, anchuroso y tranquilo, tras formar un gran lago, desaguaba en el mar mediante varios brazos, formando aquel mosaico acuático en el que se emplazaba la capital de Argantonio; fortaleza, mercado, templo y puerto a la vez. Era esa situación privilegiada la que había permitido controlar a los tartesios el comercio con los fenicios, así como enviar sus propias naves al océano y barcazas río arriba, a traficar con las gentes del interior. Fabulosamente ricos, los reyes tartesios pudieron así dominar amplios territorios e imponer su yugo a una multitud de pueblos parientes, a los que habían sobrepuesto su propio nombre.
El guardia de antes le llamó y él, tras apartarse del antepecho, le entregó sus armas dentro de las vainas. El viejo rey estaba sentado al otro lado de la azotea, envuelto en un manto rojo y holgado, con su fabulosa máscara de toro, hecha en metales dorados, sobre el rostro. Tenía entre las manos un báculo, al que daba vueltas de forma distraída, mientras una de sus mujeres, a su vera, agitaba con lentitud un gran abano de plumas de avestruz, para espantar a las moscas.
Con un ademán, le señaló un escabel más bajo que su propio asiento y el lusón —ese era el nombre que se daba a sí mismo el pueblo de Sembeles— tomó asiento, tras mostrar las palma de las manos en señal de homenaje. Sin embargo, tras eso, Argantonio pareció desentenderse de él y siguió jugueteando con su báculo, sin pronunciar palabra.
Sembeles tampoco despegó los labios y aguardó sin impacientarse a que le dirigiese la palabra. Servía al rey desde hacía años, era uno de sus hombres de confianza y estaba más que acostumbrado a sus excentricidades. Argantonio era tremendamente anciano —su longevidad asombrosa era ya toda una leyenda en las riberas del Mediterráneo— y los años le habían llenado de achaques y rarezas.
Se reavivó la brisa e hizo agitar el manto rojo del rey. Este movió la cabeza, sacando destellos al oro y bronce de la máscara. Aquella cabeza taurina era una de tantas extravagancias de Argantonio: un día, muchos años atrás, había encargado su forja a los mejores orfebres del momento y, desde entonces, nadie había vuelto a verle la cara. Se especulaba mucho sobre tal máscara y, si algunos fantaseaban con que al rey se le había vuelto insufrible su propio rostro, consumido por la edad, otros no veían en ella más que otro capricho, uno más. Los más imaginativos especulaban incluso con que Argantonio estuviese muerto y con que un suplantador audaz ocupase desde hacía años el trono, al amparo de esa testa metálica.
Sembeles cambió un poco de postura y, sin pensar en lo que hacía, comenzó a dar vueltas en el dedo a uno de sus anillos. Había guardias dispersos por la azotea y los observó con la cabeza puesta en otras cosas. Jóvenes, fuertes, tartesios todos, vestidos con el traje nacional: un manto que era una gran pieza rectangular de tela en la que cada cual se envolvía a capricho; en su caso los mantos eran blancos sin excepción. Iban armados hasta los dientes y acicalados en grado sumo. Lucían alhajas innumerables, ojos pintados, pelo largo y recogido en tirabuzones, con chicharras de metal entre los rizos. Eran de modales lánguidos y amanerados, aunque el lusón no se dejaba engañar por eso último. Sabía que, hasta el último, eran luchadores hábiles y feroces y que, como muchos buenos guerreros, cultivaban cierto grado de afeminamiento en atuendo y maneras.
Al removerse de nuevo sus ojos se posaron en la concubina del rey que agitaba con parsimonia el abano. Era una chica joven de piel clara, con el pelo negro y los ojos verdosos; puede que hija de algún reyezuelo céltico de las fronteras norteñas, aunque su túnica amarilla y joyas fuesen netamente tartesias. El rey inclinó de nuevo la cabeza, haciendo que otra vez la luz del sol corriera por los metales dorados de la máscara, y Sembeles volvió su atención a él, expectante. Pero aún tuvo que aguardar antes de que por fin le dirigiese la palabra.
—¿Has visto alguna vez un caldero puesto al fuego? —Su voz era extraña y vibrante, debido a la máscara.
—Desde luego, señor —repuso el lusón sin inmutarse, pues sabía cuánto gustaba su amo de divagar en torno a lo que fuese que tuviera en la cabeza.
—¿Pero te has fijado de veras en lo que sucede dentro? —insistió y, como su mercenario no respondiera nada, prosiguió—. Cuando un caldero está al fuego y uno contempla su interior, apenas ve señales de que el agua se va calentando. Si observa con paciencia, ve cómo de vez en cuando aparece alguna burbuja de vapor, sube a la superficie y estalla. Una aquí y otra allí. ¡Pop! —Hizo un gesto expresivo con la mano enguantada—. Y así puede estar mucho rato. Luego, de repente, aparecen muchas más burbujas y, en casi nada, el agua comienza a hervir.
—Así es, señor. —Se pasó los dedos por la barba, sin saber a dónde quería llegar.
Argantonio inclinó algo más la cabeza y pareció ensimismarse de nuevo. Sembeles esperó paciente, jugueteando otra vez con uno de sus anillos; el mismo de antes, colocado en el meñique. Volvió a fijarse en la concubina, que seguía agitando de forma rítmica el abano, haciendo ondear las plumas de avestruz salpicadas de motas de oro y arrancando a cada vaivén tintineos a las ajorcas de sus muñecas.
—Pues así, como un caldero al fuego, es como veo yo a la sierra —abundó de repente el rey—. Hay señales, sucesos; no muchos, nada grande…, pero yo sé.
—Ah. —El mercenario meneó la cabeza.
—Ya sabes a qué me refiero. —Dio vueltas al báculo entre las manos—. Yo tengo a mis consejeros y a mis espías, pero la gente común dispone también de medios para enterarse de qué sucede. Los rumores viajan rápido y lejos y, aunque muchos no sean más que infundios, también los hay que son verdades: informaciones valiosas que casi nunca llegan hasta el rey o sus consejeros.
—No es ningún secreto que hay problemas en la sierra. Está en boca de todos.
—Habla sin reparos.
—En fin. —Se sobó de nuevo las barbas, tratando de escoger sus palabras—. Es como el rey dice: no ha ocurrido nada importante, pero los soldados que vuelven de la sierra se alegran de salir de allí y los mercaderes también lo comentan: se palpa en el aire un algo que…
Dejó la frase en suspenso y ahora fue Argantonio el que cabeceó, dándole a entender que entendía. Las sierras eran uno de los puntos flacos del reino tartesio; siempre lo habían sido. Muy ricas en minerales y madera, eran territorios abruptos y fragosos, casi imposibles de controlar y habitadas por pueblos más fieros y menos amigos de la molicie que sus parientes del llano y las vegas. Gentes dadas al bandidaje y las venganzas de sangre, fuente casi continua de quebraderos de cabeza para los reyes tartesios.
—Todos dicen que ya no hay tanto negocio como hace años —se animó a proseguir el lusón—. Conozco a un traficante que suele viajar por la zona. Me comentó que los reyezuelos montañeses están descontentos y que no se privan de manifestarlo en público. En su opinión, lo único que les impide lanzarse a la rebelión abierta es el hecho de que desconfían unos de otros.
—Un hombre perspicaz, ese mercader. No me importaría contar con él entre mis agentes. —Asintió como para sí mismo—. Es verdad que la situación es menos boyante que antaño: hay problemas en los mercados de oriente y, de un tiempo a esta parte, se ven menos prospectores fenicios. Incluso hay algunas minas de cobre cerradas. Sí. Es verdad que la pérdida de riqueza, tanto como su exceso, suele empujar a la gente a la lucha. Lo he visto ya muchas veces, Sembeles, y lo cierto es que los régulos serranos no son hombres demasiado reflexivos.
—Esos montañeses son buenos guerreros.
—De lo mejor del reino. Lástima que tengan tan poco sentido común y que no piensen más que en matarse entre sí por cualquier ofensa ridícula. Aunque en estos momentos no deja de ser una suerte porque, como dice ese traficante amigo tuyo, de surgir algo o alguien capaz de hacerles olvidar sus rencillas, nos veríamos en un serio apuro.
—Mala cosa depender de algo así —se atrevió a tantear Sembeles—. ¿Quién puede decir que un día no…?
—Así que algo sabes.
—Algo he oído sobre un par de personajes que recorren los poblados de la sierra. No recuerdo sus nombres.
—Totog y Baubalud. Sí. Mis agentes ya me han hablado de ellos. Totog tiene una espada que, según él, fue forjada por los dioses y Baubalud es un viejo conocido; un régulo de lo más turbulento. Dicen de él que sana a los enfermos y que es capaz de hablar con los muertos. —Soltó una risa, resonante a causa de la máscara—. ¡Pero qué crédula es la gente!
Sembeles le observó de reojo, azarado. Aunque alguien como Argantonio podía muy bien permitirse ligereza en tales temas. Después de todo, se dijo, era descendiente directo de dioses y él mismo era tenido por muchos como una especie de deidad.
—Entonces, ¿no cree el rey que…?
—¿Tú qué opinas?
—Entre mi gente hay augures, hechiceros y sanadores. Yo mismo he visto a algunos de ellos hacer prodigios.
—También aquí hay de todo eso. Pero, por cada uno verdadero, hay diez embaucadores.
—Eso es cierto en todas partes. —Sembeles sonrió ahora de manera fugaz—. ¿Cree el rey que esa pareja es capaz de soliviantar a los montañeses?
—¿Quién sabe? A falta de datos suficientes, es pronto para opinar. —Agitó la cabeza antes de, al parecer, cambiar de tema—. Pero el rey ha oído que quieres unirte a la caravana del estaño.
—¿Eh? Sí —aceptó, pillado a trasmano—. He hablado de ello con alguno de los consejeros del rey.
—¿Es que no estás a gusto aquí?
—¿A gusto? Aquí hay todo cuanto uno pueda desear; al menos, uno como yo. —Sonrió de nuevo, haciendo una pausa—. Pero no creo que demasiado tiempo mano sobre mano sea bueno.
—¿A qué te refieres?
—Pienso tanto en mí como en los míos. La inacción ablanda y eso, para alguien como nosotros, es peligroso porque vivimos de las armas y a menudo dependemos los unos de los otros.
—¿Es esa la única razón?
—No sé a dónde quiere ir a parar el rey. —Le miró, ahora perplejo.
—Dicen que el rey es viejo y su mano débil. —Cerró un puño enguantado—. Ya no aprieta con tanta fuerza como antes y los régulos esperan una oportunidad para sacudirse el yugo. ¿Y por qué no iban a hacerlo? Son hombres fuertes y decididos. Los vientos que soplan de la sierra esparcen intranquilidad y, si se rebelan los montañeses, otros podrían imitarles. Y más de uno estaría dispuesto a abandonar al rey o incluso a cambiar de amo.
—¿Cree el rey que quiero ir con la caravana para desertar por el camino y volverme a casa? —Sembeles se agitó, soliviantado—. ¡Por Beles, el dios negro, que ni se me había pasado por la cabeza! ¿Es que he dado algún motivo al rey para que desconfíe de mí?
—Cuando alguien da motivos para desconfiar, ya suele ser tarde para hacerlo.
Eso enfrió de golpe al lusón. Hubo un intervalo de silencio durante el que se manoseó desazonado la barba, rumiando esas palabras.
—Ese es un pensamiento amargo, señor. —Suspiró al cabo.
—Es una verdad amarga. —La máscara taurina se agitó—. Pero el rey es muy viejo y tú aún eres joven. Entonces, tanto te da la sierra como la caravana.
—O las fronteras. Iré donde me mande el rey.
—El rey necesita allí hombres de confianza.
—Me siento muy honrado.
—El caldero puede romper a hervir en cualquier momento; por culpa de ese par, Totog y Baubalud, o por cualquier otra razón. Necesito en la sierra hombres dispuestos a luchar de ser necesario, capaces de negociar si es posible y, desde luego, que no me abandonen si las cosas se ponen difíciles.
—El rey puede contar conmigo.
—El rey debe advertirte que, en caso de que los montañeses tomen las armas, sus partidarios en la sierra se verían en una situación más que comprometida.
—Eso ya lo sé. Procuraré estar a la altura. —El lusón, algo abrumado, le mostró las palmas de las manos en señal de homenaje—. ¿Cuándo debo partir?