19
Más tarde, Behor Cutúa habría de regresar junto a las hogueras, esta vez con todas sus armas, y con el hatillo medio oculto entre las vueltas del manto. Como haraganeando, de acá para allá, se acercó hasta donde ya estaban Eutiques y Ardis.
—Está hecho: ya lo he arreglado todo y estos están ya como tinajas —fue paseando la mirada por entre los fuegos, en cuyo redor los borrachos reían y se tambaleaban; entornó los ojos, sobándose la barba—. Un momento: ¿dónde está vuestro amigo, el libofenice? No le veo.
—Eso mismo estábamos preguntándonos nosotros —admitió preocupado el corintio—. Tenía que andar por aquí.
El serrano se quedó un rato inmóvil, al resplandor cambiante de las llamas, pasándose la mano por la gran barba y buscando en vano, con los ojos, a Fluxe.
—¿Crees que le pueda haber pasado algo? —Eutiques también se acariciaba la barba, inquieto.
—¿Pasar? Más bien creo que el pájaro ha volado. —El hombretón hizo rechinar los dientes—. Malditos costeños…
—Opino como tú —se puso de su parte Ardis, los labios fruncidos—. Ese granuja nos ha dado el esquinazo. Y, con nuestra suerte, ya le habrá ido con el cuento a Nader, a ver si le saca un buen puñado de plata.
—¿Qué podemos hacer? —El corintio se pasó la mano por la boca, sintiendo cómo un sudor frío le mojaba el espinazo.
—Salir a escape de aquí y, cuanto antes, mejor. —Behor Cutúa hizo una seña discreta a los demás, que estaban repartidos entre los beodos—. Venga; vámonos ya.
—Pero ¿y sí…?
—Sea lo que sea, quedarse sería aún peor. Sin nos paran, diremos que íbamos a instalarnos en las cabañas de los tartesios; y eso es lo que haremos, llegado el caso. Al menos, con ellos, tendremos de momento la piel a salvo.
Se escabulleron de forma discreta por entre las fogatas, para volver a reunirse un poco más allá, junto a las primeras moradas. Ya todos juntos, echaron a andar a través de las sombras, andando como quien pasea e incluso charlando con aire casual; de forma que, si alguien se fijó en ellos, no vio nada sospechoso.
Behor Cutúa les llevó a la parte de atrás del poblado, la que daba a barrancos, guiándoles a un terreno en el que no había ni viviendas ni rediles. En esa zona, las murallas de piedras ciclópeas se convertían en muretes, con la altura del pecho de un hombre, y en las zonas más escarpadas ni eso.
En la oscuridad, oían balar a las cabras y, por allí, había centinelas con dardos y antorchas. Pero, tal como había asegurado Behor Cutúa, estos últimos lo único que hicieron fue apartar la vista. El serrano les condujo hasta donde una cuesta de tierra, estrecha y muy empinada, como una lengua, descendía hasta la hondura, encajonada entre rocales. Eutiques, enervado, retuvo al montañés por un codo.
—Oye, ¿no nos alancearán por la espalda, en cuanto empecemos a bajar? —susurró en su oído.
—Nader, mientras pueda, hará todo lo posible para no mancharse con nuestra sangre; al menos, no de forma directa. —Se desasió, antes de pasar por encima de la valla de piedra—. Más me preocupa que los hombres de Baubalud puedan estar ya ahí abajo, esperándonos…, pero no tiene remedio.
Iniciaron el descenso con toda clase de precauciones, a la escasa luz de la luna, cuidando de no pisar en falso, resbalar y caer dando tumbos hasta el fondo. Ahora era Xanto el que abría la marcha, porque era el más ágil y el más hecho a guiar en toda clase de terrenos. A sus espaldas, cuesta arriba, brillaban las luces de los vigías. Abajo, peñas y arboledas eran sombras en la oscuridad lunar. El menor de los ruidos parecía atronar en el silencio de la noche; él susurro del follaje, agitado por la brisa, el ulular de búhos, la cantinela del torrente, saltando entre piedras.
Sin embargo, el guía les detuvo antes de llegar más abajo, para reunirles a todos a su alrededor.
—Iremos por ahí —señalaba a la derecha, entre cuchicheos—. Es mejor eso que bajar hasta el fondo y seguir el curso del río.
—Lo que sea, que sea rápido —musitó Ardis—. Si Fluxe nos ha vendido a Nader y este ha mandado aviso a los hombres de Baubalud…
—Aunque así sea, pisad con cuidado. Tenemos que medir cada paso y hacer el menor ruido posible. Hayan, advertido o no a Baubalud, habría algún centinela por esta zona.
—Esto no me gusta. —El lidio meneaba la cabeza calva—. No me gusta nada. He tenido un presentimiento mientras bajábamos.
Eutiques, que había aprendido a respetar las corazonadas de su amigo, no pudo evitar estremecerse. También algún otro se removió inquieto en la negrura, aunque nadie dijo nada.
—Ojalá tuviéramos dónde elegir, pero no podemos retroceder —murmuró Sembeles que, cetrino como era, y vestido de negro, resultaba poco menos que invisible en las tinieblas—. Hay que seguir y, lo que haya de ser, que sea.
—Así se habla —aprobó, entre dientes, Behor Cutúa—. ¿Vamos a estarnos toda la noche de palique? Vamos, Xanto, vamos.
El griego se encogió de hombros y, chistándoles para que le siguiesen, echó a andar a paso de gato, empuñando uno de sus dardos. Los demás le siguieron más o menos en fila, atentos a cualquier posible movimiento entre las sombras.
Xanto sabía lo que se hacía y, sin volver sobre sus pasos ni una sola vez, los guio por la ladera, a la luz escasa de la luna, llevándoles hacia abajo en diagonal. De vez en cuando, hacía gesto de detenerse y se quedaba escuchando unos instantes, tratando de detectar algo que no fuese el suspiro del viento, el susurro de las hojas, el canto de los grillos, el murmullo del agua. En otras ocasiones se adelantaba, a explorar unos metros adelante.
Los otros iban detrás, las armas prestas, sin cambiar palabra y comunicándose en susurros, sobresaltados cada vez que alguien, al pisar mal, lanzaba una pequeña cascada de tierra y chinas por la cuesta abajo, rebotando en la oscuridad. A veces, al cruzar alguna arboleda, se sumían en una tiniebla casi total y tenían que desplazarse con el mayor de los cuidados, casi a tientas.
Sin embargo, pese a todas sus precauciones, cuando se toparon con enemigos fue por sorpresa y sin que ninguno de los dos grupos se diese cuenta hasta chocar casi unos contra otros.
Acababan de cruzar el torrente, chapoteando en el agua helada, y se dieron de bruces con unos serranos que debían estar explorando por la otra margen, tal vez buscándoles. Todo fue tan rápido que al atravesar una zona de árboles y malezas, Xanto se encontró de golpe con los que encabezaban la otra banda. Hubo un sobresalto general, gritos sofocados, repicar de hierros y alguno, al dar un salto atrás, perdió pie y cayó de espaldas.
Xanto, quizá porque iba temiéndose un encuentro así, saltó sobre el primero y le clavó el dardo, antes de retroceder con un brinco, al tiempo que echaba ya mano a su espada falcata. El montañés se derrumbó gorgoteando, con el dardo en la garganta, mientras, con un griterío formidable que hizo alzar el vuelo a las aves nocturnas, los demás se lanzaban los unos contra los otros, sin orden alguno.
Se produjo una escaramuza tremenda entre los troncos, las zarzas y las rocas. Un resquicio de luna que se colaba por entre el follaje permitía columbrar apenas lo suficiente como para no acuchillarse entre amigos. Como estaban luchando al cuerpo a cuerpo, habían todos abandonado los dardos, inútiles a la corta, para empuñar hachas y espadas y, entre las sombras, se lanzaban tajos que, cuando se encontraban entre sones metálicos, hacían saltar nubes de chispas en la oscuridad.
Pese a la escasa luz, debían haber reconocido a Behor Cutúa, porque muchos de los serranos iban contra él, bramando como jabalíes. El hombrón de la gran barba les hacía frente rugiendo, y se escabullía entre árboles y rocas para estorbar sus golpes, al tiempo que se defendía con espada y rodela.
Golpes y paradas se sucedían casi a ciegas y el montañés, aunque era uno contra varios, atacaba a su vez con ferocidad, de forma que sus golpes hacían crujir los escudos de cuero e iban a cruzarse, rechinando, con los hierros enemigos. Sembeles, acudiendo como un espectro, hirió por la espalda a dos de los que atacaban al montañés, antes de que los demás advirtiesen que estaba ahí. Nuevos gritos, más confusión y Behor Cutúa, siempre al quite, le abrió la cabeza a otro con la rodela y de refilón.
Luchaban con furia, cruzando cuchilladas y dando tumbos entre sombras negras y penumbra lunar, como en una pesadilla. Cada cual combatía por su cuenta, demasiado ocupado en salvar la piel como para fijarse en qué ocurría más allá del alcance de sus brazos. La algarabía y el entrechocar de hierros, al rebotar a lo largo de riscos y gargantas, en el silencio de la noche, debían de llegar a muchas leguas de distancia.
Eutiques se había trabado con un rival en especial correoso; un guerrero alto y nervudo que blandía dos hachas y que descargaba un verdadero chaparrón de golpes, sin darle respiro. El corintio se defendía a la desesperada, parando de escudo, hurtándose entre las sombras y buscando en vano un hueco por donde asestar él un golpe. Pero su contrario hacía caer sobre él los hachazos, incansable, forzándole a retroceder cada vez más, resollando con fatiga creciente.
Tropezó con algo, resbaló. El otro le lanzó un golpe en arco que apenas pudo detener. Trastabillando, se fue hacia atrás y por fin, perdido el equilibrio, cayó de espaldas. Se retorció como una sabandija, tratando de hurtar el cuerpo, mientras el serrano se cernía con un rugido sobre él, enarbolando sus dos hachas. Y entonces, como ya había sucedido otras veces en el pasado, el enjuto Ardis surgió como por arte de magia de las tinieblas para, con su espada falcata, malherir al montañés.
Este se desplomó entre la maleza. Pero, mientras Eutiques iba a levantarse, con un suspiro largo de alivio, otro enemigo más brotó de entre las sombras, tan inesperado como el propio Ardis, y abatió al lidio de un hachazo. Eutiques, con un bramido de desesperación, desde el mismo suelo le rompió la rodilla con su hacha y le hizo caer a su vez, dando gritos. Sin respiro, el corintio se arrojó encima de él y, en el forcejeo, logró coger su arma en corto y hundirle el cráneo a golpes.
Se puso en pie de un brinco, el hacha presta. Pero los serranos, que había perdido ya a varios hombres, al ver a aquel bocado demasiado duro, se retiraban ahora con rapidez, aún con ánimos suficientes como para hacerlo plantando cara, entre voces, y llevándose consigo algún que otro herido.
Entonces sí que unos y otros arrojaron unos cuantos dardos, que fueron a perderse inofensivos en la oscuridad, entre los matorrales. Eutiques se quedó plantado unos instantes, mientras sus compañeros se llamaban unos a otros. Pero los serranos de verdad habían huido todos, para esfumarse en la noche. Con un lamento, el corintio se dejó caer entonces de rodillas y, a tientas, fue buscando a Ardis.
Sus manos toparon con un cuerpo. Se inclinó y, aun en esa penumbra lunar tan escasa, sembrada de sombras, reconoció sin duda a su amigo. Le palpó, buscando algún signo de vida. Posó la oreja junto a sus labios, con la esperanza de captar un hálito. Le sacudió en vano.
—Ardis —musitó, acunando el cuerpo entre sus brazos, aunque estaba claro que había muerto—. Ay, Ardis…
Mancorio Bordorice llegó hasta él, con sus palos de lanzar en las manos. Luego Xanto, aún empuñando la espada falcata, y después los demás, alguno herido de levedad. Nadie se acercó mucho ni dijo nada y el corintio, sin prestarles atención o mirarles siquiera, no se apartó del cadáver.
Se oían gritos a lo lejos. Xanto se acercó a Sembeles.
—Ahora ya saben que estamos aquí. Lo mejor es que me adelante un poco, a ver cómo están las cosas.
—¿Y qué quieres que hagamos nosotros mientras? ¿Que te esperemos aquí tan tranquilos? —refunfuñó Behor Cutúa, que jadeaba por el esfuerzo de la pelea—. Está claro que este no es el único grupo que ronda por los alrededores. Cuando los que han huido avisen a los demás, se nos van a echar encima como una jauría.
—Tenemos que averiguar cuál es la situación. Hay que ser tontos para seguir a ciegas, si podemos evitarlo. No tardaré mucho y, entretanto, podéis vendaros las heridas.
—De acuerdo. Ir, echar una ojeada y volver.
—Ir y volver —aceptó el griego, sumergiéndose ya en la negrura.
Se quedaron quietos unos instantes en la oscuridad, sin hacer nada. Se oían más gritos aunque, con tanto eco entre peñas, era difícil de precisar de dónde procedían. El agua murmuraba, el viento estremecía los follajes, Eutiques seguía junto al cadáver, hablándole por lo bajo. Mancorio Bordorice, que algo entendía de heridas y remedios, abrió su morral para atender a sus compañeros.
Pasó el tiempo. Ellos manoseaban las armas, alertas ante cualquier movimiento en la oscuridad. A veces uno de ellos, engañado por la luz de la luna, alzaba el dardo creyendo haber visto algo, pero no eran sino espejismos nocturnos.
—¡Este Xanto! —bufó Behor Cutúa, que rabiaba de escozor, porque el sefe le estaba aplicando uno de sus ungüentos—. ¿Dónde rayos se habrá metido?
—Dale un poco más de margen —quiso aplacarle Sembeles, aunque él mismo no cesaba de escrutar receloso los juegos de sombra y penumbra en la floresta.
—Si aparecen otros…, la próxima vez no tendremos tanta suerte.
—No. No la tendremos.
Los miembros de aquella partida enemiga se habían lanzado en tromba contra Behor Cutúa —quizá porque eran hombres de Baubalud y buscaban venganza, o quizá porque habían supuesto que era él quien tenía la plata— y eso, a la postre, les había salvado. Porque, sedientos de sangre, aquellos guerreros salvajes habían descuidado todo lo demás y varios de ellos habían sido muertos por la espalda, lo que había enfriado a los supervivientes y les había hecho al final huir.
—¿Dónde está ese maldito Xanto? —rugió exasperado el montañés.
—Aquí está Xanto, bocazas —siseó el aludido, surgiendo sin un ruido de entre las sombras, como conjurado por ese exabrupto.
—¿Qué has visto? —Se congregaron en torno suyo, ansiosos.
—Ver, poco. Pero hay muchos hombres por aquí cerca. Se les oye ir y venir, de un lado a otro, como toros, y no hay duda de que nos buscan a nosotros. Alguno se debe haber topado ya con los de antes, porque estoy seguro de que vienen hacia acá.
—¿Podremos pasar entre ellos?
—Si nos crecieran alas… —El guía hizo uno de sus gestos displicentes, de esos que tanto irritaban a la mayoría—. Calculo por lo oído, pero creo que son demasiados y que no tenemos la menor oportunidad. Sobre todo ahora, que saben dónde buscarnos.
Sucedió a aquello un silencio, cargado de desaliento. Luego, el propio Xanto dio su consejo:
—Sólo hay una salida sensata. Tenemos que retroceder.
—¿Retroceder?
—Volvernos a Ruga. O al menos intentarlo.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? Allí, al menos, no nos espera una muerte inmediata. Aquí, tenemos tantas oportunidades como un pez en la red.
—A Ruga —se puso de su parte, sin más, Behor Cutúa—. ¿Estamos o no estamos de acuerdo?
Los otros fueron aceptando, más o menos reacios. Borma se acercó a Eutiques.
—Griego —le posó la mano en el hombro, con más amabilidad de lo que era costumbre en él—. Griego, tenemos que irnos. Los hombres de Baubalud pueden aparecer en cualquier momento.
Hubo un silencio largo.
—¿Griego?
—Vámonos. —Eutiques, con voz ronca, se puso en pie—. Ayúdame a echarme a mi amigo al hombro.
—¿Cómo?
—Échamelo al hombro. No voy a dejarle aquí tirado, como a un asno muerto.
—No puedes cargar todo el camino con él, hombre. —El céltico manoseó su hacha, turbado—. No de noche y por un terreno como este, con los guerreros de Baubalud pisándonos los talones.
—Lo que no puedo es dejarlo aquí.
—Te has vuelto loco.
—Déjale estar, hombre —intervino de repente Behor Cutúa, al que sus amigos muertos visitaban en sueños y no le dejaban descansar en paz—. Tiene razón. Uno no puede abandonar así a los amigos. —Se encaró con Eutiques—. Déjame a mí: yo puedo cargar con él sin problema.
Borma los observó a ambos, primero al corintio y luego al gigante montañés, aunque no eran más que dos borrones en esa oscuridad.
—Estáis mal de la cabeza los dos. Llevarle con nosotros va a retrasarnos, lo queramos o no.
—¿Y quién rayos te ha pedido ayuda? —explotó de repente el serrano—. ¿Te da miedo que los hombres de Baubalud nos den alcance? Pues anda, aprovecha y adelántate.
—¡Eres un bocón y voy a hacer que te comas esas palabras! —rugió el otro, irguiéndose. Los demás acudieron a interponerse, no fuera que en el calor del momento llegasen a las manos. Pero el céltico lo único que hizo fue añadir, señalando al cadáver—. Cógelo. Si eres capaz de llevarlo a Ruga, yo lo soy de cubriros todo el camino las espaldas, para que no te atrevas a ir diciendo por ahí que Borma tiene miedo de esto o de lo otro.
—Yo claro que soy capaz. Tú ya veremos.
El céltico abrió la boca para replicar de nuevo, pero Xanto, siseando, zanjó la discusión.
—Si aligeramos, puede que ninguno tenga que demostrarle nada a nadie. Y menos voces.
Los demás se pusieron en marcha, como devueltos a la realidad por esas palabras. Behor Cutúa se cargó el cadáver a la espalda y todos juntos, las armas dispuestas, volvieron a cruzar el torrente.
—Haremos igual que antes —indicó Xanto—. Yo iré un poco adelantado, no sea que nos demos de narices con otra partida.
—A lo mejor tenemos suerte. —Sembeles rozó sus amuletos.
—A lo mejor.
El griego, a la carrerilla, se adentró en las sombras, seguido por los demás a un ritmo más lento. El agua corría a sus espaldas y, en la distancia, se oía a los hombres de Baubalud, llamándose unos a otros en la oscuridad. El cuarto creciente brillaba a través de la enramada, la espesura crujía con los mil pequeños sonidos de la noche y, a cada instante, casi esperaban ver una horda de enemigos surgir de entre las sombras. Nadie había dicho nada aunque, quien más quien menos, sabía que, pese a esas últimas palabras, tendrían que pelear para llegar a Ruga.
Si es que conseguían llegar.