18

Behor Cutúa había hecho una pausa para tomar aliento y ajustarse el manto en torno al cuerpo, al tiempo que echaba una ojeada a sus oyentes. El último rayo de sol había desaparecido hacía ya rato. El poblado estaba en la oscuridad y, en la plaza, las luces de las lámparas arrojaban reflejos cálidos que temblaban sin cesar.

Esa primera hora de la noche era aún tibia, el aire suave y, en las sombras, revoloteaban insectos y murciélagos. El resplandor del fuego hacía bailar los contraluces, acentuando los rasgos de sus oyentes, que le observaban sentados y en silencio, con copas de vino en las manos. Tras ellos, de pie, el gentío era un bosque negro y compacto que se agitaba en la penumbra.

—Behor Cutúa. —Habló Nader, el obeso jefe del poblado—. ¿De verdad has asaltado la Casa de las Mujeres de ese poblado, matado a una novia y mutilado el rostro de la diosa del lugar?

—Así sucedió, tal como lo he contado.

—¿Es que no respetas nada? Esos son actos atroces.

—¿No mataron los hombres de allí a todos mis amigos? ¿No lo hicieron a traición? ¿No mutilaron ellos a la diosa de mi hermandad? ¿Y quién fue el canalla que les ayudó a todo ello? Mantelor, al que estaba destinada esa novia; la hija de Baubalud, el curandero. Él lo hizo todo para conseguirla a ella; primero mató a…, al otro caudillo de mi hermandad, luego le llevó la plata a Baubalud y, entre los dos, tramaron la muerte de todos mis hermanos de sangre, por si acaso, más adelante, decidíamos vengar la muerte de aquel caudillo.

—No te digo que no. Pero todas esas razones no van a aplacar en nada a los espíritus de la venganza.

—Esos sólo se acallan con sangre. Pero yo no tengo miedo, ni de los vivos ni de los muertos.

—Behor Cutúa, eres un hombre terrible.

El aludido se pasó los dedos por entre la gran barba, aceptando aquello como un cumplido. Sentado entre los oyentes, en la penumbra de las llamas, Eutiques sintió como le ponían, con suavidad, una mano en el brazo. Se volvió para descubrir que era Ardis, el lidio, que estaba sentado al lado suyo.

—La historia se repite —susurró.

—¿Por qué dices eso?

—Primero Alongis robó la placa, cometiendo sacrilegio y traicionando a los suyos, para conseguir a una mujer. Este otro, Mantelor, ha hecho lo mismo. Aquel hombre y aquella mujer murieron. Tú yo estábamos presentes. Ahora esta otra mujer también ha perdido la vida por culpa de la plata, también sin comerlo ni beberlo.

—Esa plata trae la desgracia a cuantos se cruzan en su camino, sean inocentes o no. —A escondidas, el griego esbozó un gesto contra la mala suerte.

Pero mientras, en el centro, Behor Cutúa reanudaba ya su relato.

—No hay mucho más que contar. Salimos de allí lo más rápido que pudimos y no nos equivocábamos al suponer que Baubalud iba a mandar a todos sus lobos a cazarnos. Hemos estado huyendo, sin descansar, desviándonos y volviendo a veces sobre nuestros pasos para despistar a sus rastreadores. Pero ya has visto lo cerca que estaban de nosotros. Hemos conseguido llegar aquí por los pelos.

—Por los pelos —se hizo eco uno de los ancianos del poblado, de manto rojo y grandes barbas blancas, cargado de alhajas de oro y cobre—. Pero, entre los que os perseguían, han visto a un hombre de casco y armas griegas, con cierta autoridad. ¿Quién…?

—Se llama Prolampo. Es griego y tiene bastante que ver con todo este enredo de la plata, aunque eso es toda una historia aparte. Es un liante y ha logrado, en muy poco tiempo, hacerse un hueco al lado de Baubalud.

En la penumbra de los fuegos, Eutiques cruzó con Ardis una mirada que lo decía todo. Así que aquel individuo con todo el aire de un renegado era, nada más y nada menos, que su viejo conocido Prolampo, el que había robado la plata en Mainake y les había lanzado a ellos de cabeza a esa aventura en la sierra. El corintio frunció los labios; el lidio, sonriendo con acidez, acarició la empuñadura de sus largos cuchillos.

—Behor Cutúa —estaba diciendo el jefe Nader—, tú sabes que te respetamos; a ti y a tus compañeros, ya que son enviados del gran rey Argantonio, nuestro aliado. Pero venís con la mancha del sacrilegio y he de consultar con los ancianos y con los sacerdotes, pedir una señal a nuestros dioses, porque temo que esos crímenes nos salpiquen a nosotros también y traigan la desgracia a nuestro poblado. No obstante, mientras deliberamos, estáis en vuestra casa y seréis tratados como huéspedes.

Y, con un ademán de veras regio, el grueso Nader dio por concluida esa especie de audiencia. El montañés le mostró las palmas, acatando aquellas palabras, y se retiró, de vuelta a su asiento.

Más tarde, Eutiques tendría nueva ocasión de hablar con el lusón Sembeles; en esa ocasión al pie de una hoguera, bebiendo cerveza amarga. Habían encendido grandes fogatas cerca de los muros de piedra y, a su alrededor, se apiñaban guerreros jóvenes del lugar, así como forasteros. Las llamas rugían y, entre nubes de chispas, los hombres bailaban sin soltar las armas. Imperaba allí esa alegría ruidosa y bastante desquiciada de los tiempos de guerra; la de los que acaban de sobrevivir a un combate y tienen la certeza de que les quedan aún otros por librar.

Bebían sin control, reían alto y los gestos eran exagerados. Eutiques, en cierto momento, se había ido algo aparte con Sembeles, porque quería dejar lo más claro posible su inocencia respecto al robo del túmulo. Luego, se les habían ido uniendo sus compañeros, tanto los de uno como los de otro, incluido Behor Cutúa, que ya estaba un poco achispado.

—Ándate con ojo —le advirtió a este último Xanto, el guía griego—. Ten en cuenta que Nader ha evitado darte, daros, la bienvenida formal a su poblado. Yo que vosotros no me descuidaba ni un instante.

—Menudo zorro, este Nader —suspiró el serrano, dando otro trago de cerveza.

—¿A qué te refieres? —los otros se habían vuelto hacia él, intrigados por el tono y las palabras.

—No os habréis tragado toda esa palabrería suya sobre sacrilegios y maldiciones. —Les contempló a la luz del fuego, sonriéndose ante las distintas expresiones—. ¡Bah! Todo eso lo arreglan los sacerdotes con sacrificios; o sea, que todo se reduce a poner un poco de plata en la mano adecuada. Eso es lo que pienso hacer yo mismo en cuanto tenga una oportunidad: iré a visitar a algún hechicero. Tampoco a mí me agrada tener espectros vengativos a la espalda. Bastante tengo con los de mis amigos, que me visitan todas las noches y no me dejan descansar.

—Al grano —le instó Borma.

—De acuerdo. Lo que sucede es que a Nader no le ha hecho la menor gracia que hayamos venido, y menos con la plata. Debe temer, y supongo que con razón, que Baubalud envíe a sus guerreros en masa contra el poblado, tanto para vengarse de nosotros como para recuperar la plata.

—¿No te decía yo que, llegado el caso, todas estas alianzas no valen lo que una brizna en el viento? —Huraño, el céltico tentó su hacha.

—¿Y qué otra cosa podíamos hacer?

—Nada, lo admito. Pero ¿se atrevería a entregamos a Baubalud? Aquí hay tartesios y no lo iban a permitir así como así: somos enviados del propio Argantonio y yo mismo, además, soy noble; hijo de rey. Por no hablar del asunto de la plata.

—No creo que obre tan abiertamente —supuso Xanto—. Se produciría una buena refriega y los de fuera podrían aprovechar el momento para atacar el poblado.

—Pero si Nader y Baubalud llegan a un acuerdo…

—Baubalud puede responder por sus propios guerreros y poco más. Su autoridad sobre los caudillos es más que limitada y no puede garantizar que, de presentarse una ocasión, los demás no aprovechen para asaltar y saquear el poblado. Eso es así y Nader lo sabe. ¿Tengo o no tengo razón, Behor Cutúa?

—Toda la razón.

—¿Entonces en qué quedamos? ¿Estamos o no estamos seguros aquí? —Borma volvió a acariciar su arma.

Soplaba ya un aire frío, propio de la noche en la sierra, aventando bocanadas de chispas incandescentes en la negrura. El montañés se abrigó en su manto rojo, antes de responder.

—No lo estamos. Nader se ha cogido a un pelo para no darnos una bienvenida formal al poblado. Es zorro viejo; sabe que el poder de Baubalud es humo, niebla, y que esta guerra es como agua en la arena, que corre sin llegar a ninguna parte. Así ha sido ya otras veces. Nosotros, los de la sierra, somos incapaces de unirnos bajo un jefe. Nader lo sabe, sabe que esta tormenta pasará y que, cuando eso ocurra, volverán los tartesios y ajustarán cuentas con los poblados que les hayan traicionado. Pero, si mañana o pasado, aparecemos muertos y la plata no está, tampoco se va a reventar buscando a los asesinos.

—Entonces estamos en peligro.

—En gran peligro.

—Yo que vosotros, salía de aquí volando —volvió a mediar Xanto.

—Tienes toda la razón —aceptó Sembeles—. Ya sé que estamos agotados, pero tenemos que irnos y cuanto antes mejor; esta misma noche, a ser posible —se volvió hacia los dos griegos, el lidio y el libofenice, mientras se sobaba la barba negra—. ¿Por qué no venís con nosotros?

Los cuatro se miraron entre ellos, pillados de sorpresa por lo brusco de esa invitación.

—Aquí no vais a ganaros nada, como no sea un lanzazo —dijo Borma—, y nosotros vamos a necesitar gente de armas. Sé que el asunto es peligroso, pero os puedo asegurar que la recompensa no va a estar a la zaga. Ya sabéis que el rey Argantonio no ha escatimado nunca con sus amigos.

—Me lo debéis —apostilló, ceñudo, Behor Cutúa—. ¿O acaso no sois vosotros los que me juraron ayuda en mi venganza contra Mantelor, a cambio de la libertad? Me disteis vuestra palabra.

—¿Y por qué rayos te crees que te estaba poniendo, hace un momento, en guardia contra Nader? —explotó Xanto, que tenía muy mal genio—. ¿Por lo simpático que me caes?

—Calma, hombre —reculó, algo cortado, el serrano. Se paseó los dedos por la gran barba—. Bueno, ¿qué decís?

—Antes, una cosa. —Sembeles se adelantó un paso, viendo que aún dudaban—. Sabemos que fuisteis enviados a la sierra por un mercader de Mainake, un tal Piripompo, a buscar la plata.

—Así es —admitió Eutiques.

—Entonces hay algo que quizás os interese saber: Piripompo ha muerto.

—¿Muerto? ¿Piripompo?

—Muerto y bien muerto.

Los cuatro volvieron a mirarse a la luz del fuego. A Sembeles, perplejo, le pareció que, más que nada, lo que sentían era alivio. Les había informado sobre todo para evitarse traiciones; que alguno pensase hacerse con la plata y ganar la recompensa del mercader. Pero él no podía saber que aquellos estaban en esa empresa, sobre todo, por miedo. Piripompo había sido lo bastante influyente como para que Xanto no volviera a hacer un negocio en Mainake, ni Fluxe, el libofenice, a contratarse en una caravana; por no hablar de Eutiques y Ardis, que no tenían a dónde ir.

—Sufrió un cólico y, de un día para otro, murió.

—¿Un cólico? —gruñó Xanto—. Le vendría de uno de sus berrinches.

—Hablo de lo que me contaron cuando fuimos en busca de piezas del tesoro fúnebre. Decían que hubo gente a la que no le gustó nada que, por su culpa, murieran varios ciudadanos de Mainake, además de unos cuantos holgazanes, invitados suyos, a los que nadie echó de menos.

—¿Eso es lo que decían en Mainake? ¿Que le habían envenenado?

—Los tenderos y las putas tienen la lengua muy larga. Pero a saber qué hay detrás de cada rumor.

—A saber —convino el guía, pasándose la mano por el cabello rubio, antes de encararse con Behor Cutúa—. Contad conmigo. Es cierto que te di mi palabra, y no lo he olvidado. Pero tú ya debieras saber que Xanto, el griego, cumple siempre con lo acordado.

—Me alegra tener a un hombre como tú con nosotros —dijo con solemnidad Sembeles—. ¿Qué pasa con los demás?

Eutiques y Ardis cruzaron otra mirada, aún dudosos.

—Hecho —aceptó al fin, por ambos, el corintio.

—Muy bien. ¿Y tú? —el lusón se volvió hacia el guía libofenice, moreno y agraciado, que se limitó a asentir con un gesto.

—Entonces todos de acuerdo —dio por concluido Borma—. Ahora lo importante es salir de esta trampa; y cuanto antes, mejor.

—Esta misma noche. —Behor Cutúa se cercioró de que no había nadie cerca—. Pero tampoco hay que precipitarse: tenemos que esperar hasta después, cuando estos estén todos borrachos. —Y señalaba a los que danzaban y bebían en redor de los fuegos.

—¿Cuándo? ¿Cómo? —Ese era Sembeles—. ¿Qué es lo que tienes en la cabeza?

—Saldremos del poblado por detrás, por la parte de los barrancos.

—Allí también hay guardias; no podremos pasar sin que nos vean.

—Eso tiene solución.

—Miedo me das. Preferiría que no hubiese muertes: bastantes enemigos tenemos ya.

—No se me había ocurrido matar a nadie. —El serrano se echó a reír—. Más bien estaba pensando en repartir un poco de vino y algo de plata entre los centinelas; seguro que no les cuesta tanto mirar hacia otro lado.

—Eso ya me gusta más. —El lusón alzó los ojos hacia la luna, todavía en cuarto creciente—. De todas formas, aunque los guardias no levanten la liebre, tampoco van a tardar mucho en echarnos en falta. Si nuestros temores son fundados, Nader mandará un mensajero a los hombres de Baubalud en cuanto descubra que nos hemos ido.

—Eso sí que tiene fácil solución —intervino, ufano, Borma—. Ahora mismo uno de nosotros, yo mismo si hace falta, tiene que ir a hablar con los jefes tartesios. Que corran la voz de que estamos con ellos y con sus hombres, descansando. Eso nos hará ganar, al menos, un poco más de tiempo.

—De acuerdo. De todas formas, mejor no contarles más de lo necesario.

—Descuida.

—Ahora lo mejor es que nos separemos —sugirió el serrano, lanzando a su vez una ojeada a la luna—. Comed, bebed e iros escabullendo. Cada cual que recoja sus bártulos con disimulo; nos vemos de nuevo por aquí, dentro de un rato. En cuanto estos estén lo bastante borrachos, nos vamos.

Los demás asintieron y cada cual se fue por su lado, caminando como ociosos entre las fogatas y los hombres que bailaban, hierros en mano, y que no les prestaron la menor atención.