17

Al ocaso, fueron deslizándose entre las rocas hasta tener ante los ojos el poblado de Baubalud. El sol, ya muy bajo y a punto de ponerse, rozaba los picos más lejanos y, en el azul de última tarde, flotaban unas pocas nubes blancas. Algunos buitres planeaban a lo largo de los cañones en sombras, de vuelta ya a sus nidos, y corría una brisa de anochecer que mecía las copas de los árboles. Behor Cutúa, agazapado tras una piedra, les había hecho detenerse con un gesto, para luego señalar más allá. Sus acompañantes se escurrieron tras las matas y, uno tras otro, con cautela, echaron una ojeada. Porque el poblado estaba ya al alcance de la vista, en la vertiente opuesta de un vallejo estrecho y profundo, en un alto de fácil defensa, según era costumbre en esas tierras belicosas.

Era grande, advirtió Sembeles, de muchas moradas, encerrado entre muros y cortaduras y —también según costumbre local— al borde de un barranco, lo que, además de dar mayor protección, permitía deshacerse con facilidad de los desperdicios. Estuvieron estudiándolo largo rato, entre dos luces, buscando formas de poder entrar. Al cabo retrocedió el lusón, para sentarse con la espalda contra una roca.

—¡Por Epona…! —suspiró—. Eso sí que es lo que se dice un nido de águilas. Ahí no hay quien entre.

—Lo que es por la fuerza, nadie lo ha conseguido. —Behor Cutúa también se escabulló, para ir a sentarse a su lado—. Y todos los que han intentado un golpe de mano han fracasado, y de mala manera. Que yo sepa, tampoco a los tartesios se les ha ocurrido ni siquiera mandar una expedición de castigo…, y eso que Baubalud es uno de sus enemigos más encarnizados. Lo es desde hace años.

El céltico Borma se asomó de nuevo por encima de la roca, ceñudo. El sol se ocultaba y las hondonadas estaban ya en sombras, en tanto que los picachos seguían llenos de luz, resplandeciendo con matices añejos. El cielo se había vuelto violeta a oriente y las nubes, al oeste, brillaban en blanco teñido de arrebol. El celta pudo observar la presencia de algunos vigías, aquí y allá, en lo alto de riscos; luego, volvió los ojos al poblado. A simple vista, se distinguía mucho movimiento, ir y venir de gentes, así que los informadores de Behor Cutúa no mentían cuando les hablaron de los festejos.

Habían llegado hasta allí a escondidas, con pocos rodeos, gracias a que el serrano, a lo largo de ese viaje, había recurrido a parientes y amigos. Fue a través de ellos que supieron que, en plena revuelta contra los tartesios —con poblados y fortalezas en pie de guerra, y escaramuzas a la orden del día—, Baubalud había anunciado la boda de Mantelor con una de sus hijas: Tasgetia; la misma por la que aquel se había batido en duelo con el otro caudillo de su hermandad, para hacerse con la plata, y por la que al final había traicionado a sus hermanos de armas, causando la muerte de casi todos.

Nada podía alegrar más a Behor Cutúa que tal noticia. Veía la ocasión, si lograba robar la plata en el curso de los festejos, de humillar por partida doble a Baubalud y de menguar incluso su prestigio en la sierra, ya que el curandero gozaba de una aureola de protección sobrenatural. Aparte de que el momento no podía ser más propicio, ya que, como había explicado a sus tres compañeros de aventura, en esos días habría gran número de invitados en el poblado, lo que podía ayudarles a pasar más desapercibidos.

En su momento, Sembeles le había dado la razón. Pero ahora, a la vista de las defensas y de lo inaccesible del poblado, todo lo hablado con anterioridad le parecía poco más que un juego de ociosos.

—Ahí no hay quien entre —gruñó Borma, como haciéndose eco de los pensamientos del lusón, sin dejar de observar los muros, las empalizadas, los cortados.

—Cuatro hombres, desde luego que no. —El montañés hizo entrechocar sus dardos, sacando de ellos un sonsonete bayo y repetido—. Pero uno solo sí que puede lograrlo. Yo mismo, por ejemplo.

El céltico echó un vistazo al cielo cada vez más oscuro, antes de pasar los ojos a su interlocutor. Contempló de nuevo el poblado, cada vez más borroso en la penumbra previa a la noche. Habían encendido ya hogueras, muchas, y se veía numerosas figuras contra los resplandores.

—La boda es mañana. Esta noche habrá fiesta. Van a comer, a beber y a bailar hasta caerse redondos. Yo soy de esta tierra y sé de sobra cómo son estas celebraciones. Puedo entrar, apoderarme de la plata y salir sin ser visto. Vosotros no podríais.

—No estés tan seguro de eso —se picó Borma. Sembeles también había hecho amago de replicar, aunque acabó por no decir nada. Incluso a Mancorio Bordonee, que casi nunca, por no decir nunca, abría la boca, se le escapó un mal gesto ante esa afirmación.

—No hace falta calentarse. —El serrano sonrió para quitar un poco de hierro al asunto—. Tan sólo quiero que entendáis que, como soy de por aquí, me conozco el terreno y puedo moverme por él, incluso de noche. Y, de todas formas, tenéis que reconocer que cuatro son demasiados. No podríamos pasar desapercibidos, ni para los vigías ni mucho menos luego dentro.

—¿Y cómo piensas hacerte con la plata? —quiso saber el lusón, que dudaba incluso de que un hombre solo pudiera entrar en aquel nido de águilas—. ¿No nos has venido diciendo que Baubalud tiene un miedo atroz a los asesinos? ¿Que siempre anda rodeado de guerreros de confianza?

—Es casi a lo único que teme. Ya veis que, aquel que piense en atacar ese poblado, perderá el tiempo, sino la vida. Si Baubalud tuviera la plata en su tesoro, dentro de su casa, no habría nada que hacer. Pero me juego lo que haga falta a que no es así. Esa plata tiene que estar en la Casa de las Mujeres.

—¿En la Casa de las Mujeres? ¿Seguro? —Era Borma de nuevo.

—Y tan seguro. Esa plata llegó a él porque Mantelor quería la mano de su hija, mañana habrá boda y… —De repente se sacudió, cambiando de humor, como un oso gandul al que de repente alguien molesta—. ¡Bah! Basta de palabrería. Sé lo que me digo: la plata tiene que estar en la Casa de las Mujeres, como ofrenda a la diosa del lugar. ¿Estamos o no estamos de acuerdo en que sea yo el que se acerque a intentar recuperarla?

Los otros se miraron, en una oscuridad ya casi total. Silbaba el viento. Arriba, iban encendiéndose cientos de estrellas y sólo a poniente restaba un atisbo muy débil de claridad. Por fin Sembeles, al ver que los otros no decían nada, aceptó en nombre de todos.

—De acuerdo.

—Me esperaréis en este mismo sitio. Si no vuelvo, si fracaso, será cosa vuestra el recuperar esa plata de los demonios.

—Bien.

—Y una cosa más. —Hizo una pausa y sus interlocutores, más que ver, intuyeron cómo se atusaba la gran barba negra—. Si no regreso, quiero que contéis por ahí la historia, para que todo el mundo sepa cómo cayó Behor-Cutúa.

—Eso dalo por hecho.

—Entonces me voy a ello. Suerte a todos.

Hubo un intervalo de silencio, muy breve, hasta que los otros tres se dieron cuenta de que el serrano, con un sigilo increíble para un hombre de su tamaño, se había ido ya, esfumándose entre las matas. Se quedaron callados un rato, en la negrura, sentados y con la espalda contra las rocas.

—Suerte sobre todo a ti —dijo luego, por lo bajo, el lusón.

‡ ‡ ‡

El poblado de Baubalud, colgado de los riscos, tenía pocos accesos, casi todos a través de taludes muy empinados que subían entre los rocales, cerrados en lo alto mediante muros de cantería y tapial. Además estaban los centinelas y, aunque esa noche se relajaría algo la disciplina, por la fiesta y la bebida, Baubalud el curandero —como perro viejo que era— habría sin duda reforzado la guardia, para evitar una mala sorpresa.

Pero Behor Cutúa tampoco desatinaba al afirmar que un hombre solo, a costa de gran riesgo, podía colarse en aquel nido de águilas. La noche era ya cerrada, muy negra. Miles de estrellas parpadeaban en un cielo sin nubes y, sólo al este, una luna creciente, angosta y aún baja, arrojaba un poco de claridad. La temperatura había descendido mucho, tal como ocurre en tierras altas, y un viento frío alborotaba las copas de los árboles, que se agitaban entre susurros, mecidos contra el cielo estrellado. Aves nocturnas ululaban a intervalos y Behor Cutúa, con paciencia de serpiente, fue deslizándose por las tinieblas, el puñal filoso entre los dientes, buscando un resquicio en las defensas por el que colarse.

Los centinelas —de a dos y de a tres— pasaban el rato charlando; reían y a veces alguno maldecía su suerte, por tener que montar guardia en noche de fiesta. Behor Cutúa escuchaba sus idas y venidas en la oscuridad y, guiado de tales sonidos, se escurrió por una cuesta rocosa. Demasiado abrupta como para permitir un asalto, estaba sin amurallar. Pero un hombre solo, con maña y suerte, podía entrar justo por ahí. Culebreando con toda clase de precauciones, el puñal siempre en la boca y evitando hacer el menor ruido, fue pasando, pasando, hasta rebasar a la línea de vigías. Luego, agachado, se escabulló con rapidez hasta llegar a las primeras moradas.

Allí aguardó un buen rato inmóvil, entre las sombras. Las casas del poblado de Baubalud eran de planta rectangular, casi todas de una sola habitación, con paredes de piedra y tapial, y tejados de enramada y barro. Muchas, dado lo pronunciado del terreno, tenían el suelo a dos niveles, formando escalón.

Ahora los moradores estaban todos en el exterior, celebrando con gran algarabía. Behor Cutúa podía verlos en corros, hombres, mujeres, alrededor de las hogueras. El fuego saltaba y rugía, y bocanadas de pavesas se arremolinaban en la negrura. Los lugareños bailaban, cantaban, reían. Aquel poblado era de los más ricos de la sierra, de forma que la comida y la bebida iban de mano en mano, sin restricción. La opulencia se notaba también en los ajuares, muchos de ellos de gran calidad. Mantos, armas, joyas, cerámica de barro cocido y motivos geométricos, todo proclamaba el poder de Baubalud el curandero y los suyos.

El invasor, ahora con el puñal en la mano, fue deslizándose por las zonas en sombras, evitando exponerse al resplandor de las llamas. Si alguien acertó a verle pasar, no debió pensar sino que era otro celebrante; porque Baubalud, para reforzar aún más su prestigio, había hecho correr la historia de la plata e invitado a muchos notables de otros poblados. De hecho en esos momentos, más arriba, en algún lugar, el propio Baubalud debía de estar instalado ante una fogata, a las puertas de su casa, banqueteando con jefes y caudillos forasteros.

Behor Cutúa, en otros tiempos, había visitado aquel pueblo, por lo que recordaba, más o menos, cómo orientarse por aquel dédalo de chozas. Más de una vez tuvo que ocultarse a toda prisa, porque pasaba algún festejante; pero ninguno de ellos, despreocupados y algo bebidos, reparó en aquella sombra pegada a la oscuridad de los muros, puñal en mano.

Tras merodear un rato, consiguió dar con la Casa de las Mujeres, inconfundible gracias a sus dimensiones, aparte de que era la única, junto con la residencia del jefe Baubalud, con paredes totalmente de piedra. No había hogueras ni juerguistas cerca, que era lo que más preocupaba al intruso porque podían frustrar sus planes. Pero, aunque sobraba terreno a las puertas, los del poblado habían evitado reunirse allí delante, quizá por respeto a aquel lugar casi sagrado.

Sí que había un hombre armado de guardia ante la entrada, adintelada y con quimeras de piedra a cada lado, puestas allí para ahuyentar a los malos espíritus. Un guerrero muy joven, fornido, con dos lanzas y un hacha; con toda seguridad, uno de los hermanos de la novia. Sin embargo, también había cedido a la hora, la oscuridad y puede que a la bebida, porque se había sentado junto a una de las efigies, la espalda contra la pared y las armas en el regazo, y estaba roncando.

Behor Cutúa, como un fantasma nocturno, se llegó hasta él entre las sombras y, por un largo instante, tentado estuvo de degollarlo. Pero después, al ver cuán profundo era su sueño, le dejó estar, a sabiendas de que aquello —que alguien invadiese el santuario de las mujeres mientras el centinela dormía la borrachera— habría de humillar aún más si cabe a Baubalud; sobre todo si el guardián era uno de sus propios hijos.

Tanteando en la oscuridad, con infinito cuidado, apartó las cortinas de tiras y abalorios, siempre con un ojo puesto en el durmiente. Después, como una culebra, se deslizó dentro de la Casa de las Mujeres.

El interior era de una sola sala, muy amplia, sumida en la penumbra movediza de las lámparas de aceite, que creaban la ilusión de un espacio mucho más grande. Había estatuas de madera, grandes vasijas de arcilla, cuencos con ofrendas, pieles, telas, armas, dispersas por toda la estancia y, desde las paredes de piedra, algunas máscaras fenicias parecían gesticular a cada chisporroteo de las llamas.

Behor Cutúa, puñal en mano, se quedó a las puertas, escudriñando los claroscuros y las sombras, atento a cada detalle. Por último, posó los ojos en una diosa de madera, situada al fondo, que destacaba entre las sombras, rodeada de lámparas. Incluso a la luz de esas pequeñas llamas, distinguió enseguida, sobre su regazo, la placa quebrada, la plata brillando tenue al resplandor amarillo del aceite.

Había una mujer, muy engalanada, sentada sobre los talones ante la estatua de la diosa, de espaldas a la puerta. El intruso, sin mover una pestaña, la observó largo rato. El ambiente allí dentro era cálido, con regusto a estancado, y en una esquina, de un pebetero tartesio de bronce, brotaba el humo a vaharadas espesas, inundando la penumbra de aromas pesados. La mujer, sin duda la novia, seguía sin moverse y su respiración era tan calma y regular que Behor Cutúa acabó por suponer que ella también había cedido al sueño.

Sólo entonces se despegó, como una sombra, del quicio y fue a ella muy despacio. Las luces del aceite brincaban, agitando las penumbras; las máscaras de las paredes sonreían, el rostro de la diosa parecía esbozar una mueca de advertencia. El humo surgía a oleadas del pebetero y se arremolinaba con lentitud en el aire de la sala, formando láminas nubladas.

El montañés de la gran barba llegó a espaldas de la novia. Se quedó un momento allí, al acecho, y luego, rápido como las víboras, le tapó la boca con la zurda para apuñalarla repetidas veces. Su víctima soltó un grito sofocado entre sus dedos; mordió su mano, le arañó el antebrazo, tratando de librarse. Las ajorcas, las cadenas, los collares pectorales, tintineaban mientras se debatía forcejeando; pero su verdugo siguió dando cuchilladas, hasta que dejó de moverse.

Dejó resbalar el cadáver hasta el suelo, con suavidad, y se estuvo un momento quieto, el puñal goteando rojo. Se arregló luego el manto y, acercándose a la diosa del lugar, se hizo con la plata. Acto seguido, se dedicó a rebuscar por todas partes, hasta dar con la cabeza y las manos de la diosa negra, tutelar de su vieja hermandad. Tomó aquellos restos entre las manos, con veneración, para contemplarlos a la luz vacilante de las lámparas, antes de asegurarlos entre los pliegues de su manto.

Luego escupió al rostro de la diosa del lugar, para después apuñalarle repetidas veces los rasgos. Retrocedió con sigilo, se detuvo un instante —a mutilar con el filo del arma el rostro de la muerta, para humillar aún más a su enemigo— y por último abandonó de puntillas la Casa de las Mujeres. El guardián aún seguía despatarrado, roncando y con las armas en el regazo. El intruso pasó a su lado sin un ruido, sin poder contener una sonrisa cruel, antes de esfumarse como un espectro entre las chozas de piedra y tapial.

‡ ‡ ‡

Volvió con el mismo sigilo con que se había ido. Tanto que, sobresaltado, Sembeles estuvo en un tris de atravesarle con su espada, porque surgió de repente como una sombra, en medio de la oscuridad.

—Está hecho —anunció lacónico, muy en el estilo de la sierra.

—¿Y la plata? —Quiso saber Borma.

—Yo la tengo. —Notaron que hacía un gesto, como si sacase algo; pero, en las tinieblas, apenas distinguieron nada—. Y yo seré el que la guarde.

—¿Pero qué estás diciendo?

El céltico, impetuoso, echaba ya mano a su hacha y, al notarlo, Sembeles le retuvo por el codo. Habló él con más calma.

—Behor Cutúa. Hicimos un trato. Esa plata debe volver al tesoro de un rey muerto, en cierto túmulo.

—Y así será. ¿No tenéis mi palabra? Además, nada podría doler más a Baubalud que el que Argantonio la recupere. Creo que sólo por eso, porque el rey de Tartessos la quiere, la aceptó de Mantelor a cambio de su hija. —Volvió a repetir el gesto en la negrura y ellos intuyeron que, de nuevo, enarbolaba en alto la placa—. Pero he sido yo quien ha entrado en casa del enemigo, el que la ha robado de entre los dedos de una diosa y, mientras estemos en estas sierras, seré yo quien la guarde, porque el saberlo herirá aún más a Baubalud.

—¿Y después?

—Después toda vuestra.

—Entonces no hay por qué discutir. —Con un último apretón de advertencia, el lusón soltó el brazo de Borma—. No tiene sentido.

—No. —En las tinieblas, alguno creyó notar que el serrano sonreía—. Baubalud va a mandar a sus guerreros a perseguimos y no sólo ha perdido la plata. Mañana, cuando vayan a buscarla para la ceremonia, se van a encontrar con que la novia está muerta y la diosa mutilada.

—¿Una novia muerta? ¿Una diosa mutilada? —graznó el céltico.

—Así se ha hecho, con estas mismas manos.

—Los dioses son testigos de que yo vine a recuperar una pieza de plata, robada por unos sacrílegos en una tumba. Nada tengo que ver con lo que has hecho esta noche. —Borma se frotaba las manos, como lavándoselas, para dar a entender que rechazaba cualquier relación con esos crímenes—. Nada.

Sembeles, que tenía su veta supersticiosa, pensó que, de golpe, el silbido del viento parecía llevar susurros vengativos, como de espíritus nocturnos, y sintió un poco de miedo. Incluso el taciturno Mancorio Bordorice se había removido inquieto.

—Yo lo hice. Yo respondo por ello —gruñó el montañés—. Basta de cháchara inútil. En cuanto descubran lo ocurrido, van a salir todos a buscarnos y seguro que no tardan en encontrar alguna pista nuestra.

—Sí. No hay tiempo que perder —convino Sembeles, al tiempo que echaba una mirada al cielo nocturno—. Vámonos ya. No se ve gran cosa con esta luna, pero tampoco hay mucho donde elegir.

—No creo que podamos salir así como así de la sierra —rezongó Borma, incorporándose—. ¿Qué has hecho, Behor Cutúa? En menudo lío nos has metido, mezclándonos en tu venganza. Nos van a dar caza como a fieras. Tenemos que cambiar de planes.

—Busquemos refugio —sugirió el lusón.

—Que no sea en asentamiento fenicio. Si los guerreros de Baubalud se les presentan a las puertas y la cosa se pone fea, nos entregarán para evitarse jaleos.

—Fenicios no. Tenemos que llegar a algún enclave tartesio, pero yo no conozco bien la zona. ¿Behor Cutúa…?

—¿Desde aquí? A Ruga. Quizá podamos llegar a Ruga.

—¿Ruga? ¿Ruga? —Sus tres compañeros buscaron ese nombre en su memoria—. ¿Es plaza tartesia?

—Es un poblado. Siempre han sido aliados de Argantonio.

—¡No! —Saltó Borma en la oscuridad—. Nos entregarán a Baubalud atados de pies y manos, o nos matarán ellos mismos; por miedo o por oro. Los pactos valen de muy poco en casos así.

—Los de Ruga no son como la demás gente de la sierra. No son como nosotros. Son brujos y herreros, sus antepasados llegaron del mar hace mucho, mucho tiempo y su poblado tiene murallas de piedras enormes, más fuertes aún que las de las fortalezas tartesias. Son de una raza aparte y, de toda la vida, han sido amigos de Tartessos.

Los otros se agitaron, tratando de consultarse con los ojos en esa oscuridad. Los tres habían oído hablar de esa raza antigua y misteriosa, y tanto el lusón como el sefe habían visto alguna de sus fortalezas ciclópeas en el curso de sus viajes. Al cabo, como casi siempre, fue el hombre del manto negro el que tomó la palabra.

—No hay mucho donde elegir, ¿no? Es eso o resignarse a ser cazado y tener una muy mala muerte. —Suspiró—. Probemos entonces fortuna en Ruga.