16
Al saber, por boca del último, que toda una horda de enemigos se había lanzado a los caminos en su busca, Behor Cutúa dirigió sus pasos hacia algún lugar que pudiera considerar más o menos seguro. Y así fue cómo, al día siguiente, llegó a un campamento fenicio que ya conocía de antiguo.
Desde hacía siglos, los más audaces entre los tirios —prospectores, metalúrgicos, mercaderes— abandonaban sus colonias costeras para adentrarse en el interior, en pos de sus tesoros minerales. Como todos los de su tipo, eran hombres de una clase muy peculiar, hechos tanto al trabajo duro y al regateo como a defender lo suyo con las armas en la mano. Tales grupos solían ser bien recibidos por los indígenas, pues llevaban riqueza allá a donde iban. Y, los de este campamento en particular, estaban en muy buenas relaciones con los poblados vecinos, aparte de que procuraban no acumular nunca demasiada mercadería, a fin de no incitar la codicia de los serranos, siempre propensos al pillaje.
Lo que no quiere decir que descuidasen la guardia, o que no se produjeran incidentes, sobre todo en épocas turbulentas. De hecho, al acercarse, Behor Cutúa pudo ver una hilera de cadáveres desnudos, empalados a alguna distancia del campamento. Los cuerpos aún estaban bastante enteros, aunque ya apestaban y los cuervos, tras sacarles los ojos, habían abierto grandes boquetes en las carnes, buscando las vísceras. Alguna banda había intentado un asalto, supuso, y los fenicios les habían empalado allí, a modo de advertencia. Se detuvo un momento, a escrutar aquellos rostros mutilados por las aves, pero no reconoció a ninguno.
Sin embargo, en aquel lugar era bienvenido cualquiera que acudiese en son de paz y con algo de plata o cobre. Además, Behor Cutúa era viejo conocido de esos mercaderes, pues, en el curso de sus correrías, solía pasar cada cierto tiempo por esos andurriales.
El enclave estaba defendido por muros y estacadas, y contenía numerosas viviendas, que eran al tiempo taller, distribuidas sin orden alguno. Casas cuadradas, de piedra y tapial, con una curiosa pared curva situada ante la puerta, como la entrada a un laberinto.
No había allí sembrados, ni huertos ni rebaños, y sí las humaredas de las fraguas —hilos negros que se alzaban en el aire azul de la sierra—, así como un incesante batir de metales, audible en leguas a la redonda. Algunos vigías oteaban los contornos, mientras el resto trabajaba, con las armas siempre al alcance de la mano. Eran casi todos fenicios: hombres fornidos e industriosos, de grandes barbas, que se aplicaban a la fragua casi desnudos, con mandiles de cuero y esos gorros cónicos y multicolores tan suyos. Aunque también había algunos indígenas que habían unido su suerte a la de ellos, y también mestizos, habidos de sus emparejamientos con mujeres de la tierra.
Esos aventureros mercadeaban con lo que fuese —cerámicas, madera, vino, armas, esclavos—, aunque lo que buscaban, sobre todo, era metal: plata, oro, estaño, cobre. Incansables, lo majaban con sus yunques y sus martillos de piedra, convirtiéndolo en lingotes que enviaban luego a sus colonias costeras. Sin embargo, como buenos comerciantes, jamás desdeñaban una ganancia y a Behor Cutúa, con su fama de manirroto, le dispensaron una acogida calurosa.
Él tampoco defraudó a sus huéspedes, ya que se quedó unos cuantos días sin reparar en gastos, bebiendo vino y frecuentando prostitutas, que algunas había allí: libofenices de la costa sur, con esa peculiar belleza aceitunada suya, a las que se daba muy bien desplumar a los, en algunos aspectos, Cándidos habitantes de las serranías.
Aunque, al cabo de unos días, el reposo se acabó. Fue mientras comía acompañando a una prostituta, cuando recibió, en la morada de esta; la visita de Hannón, el jefe de aquellos aventureros. Un hombre chaparro, tan ancho y forzudo, y con la piel tan tiznada y la barba tan negra y chamuscada, como un dios subterráneo de la fragua.
—Behor Cutúa —le saludó—. Sabes de sobra el respeto que te tengo y lo mal que me sabe molestarte en mitad de una comida.
—Me consta; pero eres siempre bienvenido. Tú dirás qué sucede. Pero antes, siéntate y toma un poco de vino. Hace calor hoy.
—El asunto es serio. De lo contrario, no te molestaría.
—No me cabe duda. De todas formas, siéntate con nosotros y bebe un poco.
El visitante, sin hacerse más de rogar, se instaló en una estera, con las piernas cruzadas y, para mayor comodidad, libró la daga —de hoja ancha y empuñadura de marfil, muy ornamentada— del cinto, dejándola a un lado. La mujer no perdió tiempo en servirle vino de una ánfora. Él bebió, agradecido, y se quedó contemplando la copa, de una cerámica híbrida entre los estilos griegos y fenicio, como si viera algo así por primera vez y no fuera de las mismas que gracias a ellos se habían difundido entre los lugareños.
—Pues ahora tú dirás. —El serrano hizo un gesto a la libofenice, apremiándola a escanciar un poco más.
—Behor Cutúa —el tirio le miró de soslayo, la copa entre sus manazas tiznadas—, hay ahí afuera dos hombres de Baubalud, el curandero. Están a las puertas del campamento y preguntan por ti.
—Ah, ya.
—Dicen que has lanzado una maldición contra su sangre y sus dioses familiares, contra los que están muertos y contras los que aún no han nacido. Y dicen también que vienen a matarte.
—Vaya. —El otro se pasó los dedos por la gran barba, sonriendo de forma aviesa.
—Ni que decir tiene que no les hemos permitido entrar. Aquí estás a salvo. No podemos dejar que un invitado nuestro sufra daño alguno. Sería una ofensa para los dioses. —Echó, al decir eso, una ojeada a las máscaras grotescas que adornaban las paredes, según la usanza de su gente.
—Tampoco sería muy bueno para el negocio.
—Nada bueno —admitió con una gran sonrisa el herrero.
Hubo una pausa que la libofenice aprovechó para rellenar las tres copas. Al inclinar el ánfora, sus pulseras de cobre y de plata entrechocaban, tintineando en la penumbra de la estancia.
—Hannón —el serrano se llevó la cerámica a los labios—, ¿sería mucho pedir que alguien de los tuyos les lleve un recado de mi parte?
—Tú dirás.
—Que les digan que aguarden, que dentro de un rato saldré a matarles.
—¿Es que vas a batirte con ellos? —La mujer le miró, sonriéndole con sus ojos oscuros—. ¿Con los dos a la vez?
—Por supuesto. Pero no ahora. Hace demasiado calor. Ahora voy a reposar la comida y echar una cabezada. Luego, querida, cuando haya refrescado un poco, iré a sacarles los hígados. —Se volvió a Hannón—. ¿Les harás llegar ese recado de mi parte?
—Cuenta con ello. —El otro, tras apurar el vino, se puso en pie y, volviendo la gran daga a la cintura, hizo una reverencia—. Yo en persona me voy a hablar con ellos, ahora mismo.
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La noticia de que un famoso bandido y dos vengadores, enviados a matar al primero, iban a luchar a las puertas mismas, corrió como incendio por el campamento, de forma que, al llegar la hora marcada, los herreros dejaron sus yunques y martillos, desaparecieron las columnas de humo negro y fue apagándose poco a poco el resonar de metales, hasta que un silencio insólito cayó sobre aquel lugar.
Pero no sólo fenicios se agolpaban en las tapias, luchando por un hueco desde el que presenciar el duelo, sino también buen número de otras gentes. Hombres de naciones y oficios varios, sorprendidos en la sierra por la revuelta de Baubalud y Totog, que habían tenido que refugiarse allí. Algunos, veteranos, habían vivido ya estallidos similares y esperaban pacientes a que pasase todo; pero otros se desesperaban encerrados. Los tirios, que no hacían ascos a ninguna ganancia, no rechazaban a ninguno y aun sus eternos rivales, los griegos, encontraban sus puertas abiertas de par en par.
Entre los asilados, se encontraban tres viajeros. Borma, un noble tartesio de sangre céltica y temperamento volcánico. Sembeles, un bárbaro de manto negro con un brazal de oro, de los que el viejo rey Argantonio daba a sus hombres de confianza. Mancorio Bordorice, un sefe del noroeste, flaco y lacónico, con la frente calva y el pelo del cogote largo y suelto, como la cola de un caballo.
A ellos, como a los demás, les había faltado tiempo para ir a los muros, apenas conocieron el desafío. Pese a la aglomeración, se habían hecho con un buen sitio, así que Borma y Sembeles estaban asomados al pretil de adobe, en tanto que Mancorio Bordorice se había sentado al borde, con las piernas colgando, como los niños, y sus dos palos arrojadizos en el regazo.
Desde las tapias, el terreno caía en cuesta pedregosa, llena de matas, para rellanar más abajo, a bastantes pasos ya. Allí, los espectadores podían ver a dos hombres sentados a la sombra, entre la ladera y la fila de cadáveres empalados. Uno vestía manto rojo, el otro blanco, y ambos gastaban las rodelas, los dardos, las hachas y los puñales que tan comunes eran en la región. El uno jugueteaba con sus hierros y, de vez en cuando, tiraba una china contra los matojos. Su compañero parecía dormitar.
Remitía ya el calor y las sombras iban alargándose cuando, al fin, apareció Behor Cutúa, el manto rojo enrollado a capricho en torno al cuerpo, y las armas y las joyas recién bruñidas. Los hombres de guardia corrieron a abrirle las puertas y él, con parsimonia, echó cuesta abajo mientras los espectadores le aclamaban de manera sonora, aunque a la mayoría tanto les daba el uno como los otros.
Le vieron llegar hasta aquellos dos que, por su parte, apenas echarle el ojo, se habían incorporado con igual languidez, desperezándose como panteras. Distantes unos pocos pasos, se entretuvieron charlando largo rato: cabeceaban y asentían, con ademanes tan dignos y reposados como los de jefes, mientras los mirones, aupados a las estacadas, cruzaban infinidad de apuestas.
Después, como si al fin se hubieran puesto de acuerdo, los tres dejaron a un lado sus lanzas. Behor Cutúa desenvainó la espada, al tiempo que los otros echaban mano a sus hachas serranas.
Corría brisa ligera, de media tarde, refrescando un poco. Algunas nubes blancas flotaban en el cielo azul de la sierra y grandes bandadas de aves pasaban muy arriba, aleteando con lentitud. Abajo, los tres montañeses ya se estaban midiendo, zigzagueando de un lado a otro, perdida cualquier languidez. Blandían escudos y hierros, unos intentando coger al otro por ambos flancos y este haciendo cuanto podía por evitarlo.
Estuvieron así, jugando al gato y al ratón, hasta que los dos, como a un gesto, se le echaron encima a la vez. Behor Cutúa los recibió sin ceder un ápice. Los filos se encontraban, entre chispazos, o iban a morder los escudos, y desde las tapias podían escuchar, a capricho de la brisa, el entrechocar de los metales, así como las exclamaciones que se lanzaban.
En mitad de aquel furioso cruce de tajos y estocadas, y sin que los espectadores pudieran luego ponerse de acuerdo sobre lo sucedido, uno de los rivales de Behor Cutúa —el del manto rojo— se apartó con paso inseguro de la contienda, para ir a apoyarse en el tronco de una sabina. Luego, como un hombre muy cansado, fue dejándose resbalar hasta quedar sentado a la sombra del árbol.
Los otros, sin prestarle atención, seguían enfrascados en una lucha furiosa, dando vueltas y más vueltas, y lanzándose tajo sobre tajo. En sus giros, iban a veces a dar contra alguna roca, o una mata, y por un instante se separaban, antes de arrojarse de nuevo el uno contra el otro. De vez en cuando, el sol rozaba el plano de una de las hojas, haciéndola destellar.
En esa lucha cuerpo a cuerpo se llegaba incluso al choque físico y entonces cada uno intentaba meter un golpe de cabeza o de rodilla. En una de aquellas ocasiones, Behor Cutúa soltó de repente las armas y, aferrando a su enemigo, le volteó por encima del hombro. Bastantes espectadores creyeron incluso oír el porrazo que se dio el otro al caer de espaldas; aunque, dada la distancia, eso era imposible.
Behor Cutúa se le echó encima para arrebatarle el arma de entre los dedos y enarbolarla contra él. El del manto blanco se debatió y trató de agarrarle la muñeca, pero él zafó el brazo y, mientras le sujetaba por la garganta, le dio de hachazos hasta que dejó de patalear. Tras un momento, se incorporó despacio y se enjugó la sangre ajena, antes de arreglarse el manto. Tiró a un lado el hacha enrojecida para recobrar su propia espada y se acercó a su segundo enemigo, que seguía sentado a la sombra, la espalda contra el tronco de la sabina. Sólo tras comprobar que también estaba muerto se volvió y, alzando la espada, respondió a los gritos de los espectadores que, asomados a los parapetos, le vitoreaban.
Limpió la hoja de la espada, antes de envainarla. Se pasó los dedos entreabiertos por el cabello y las barbas. Por fin, despojó a los vencidos de cuanto tuviesen de valor y, tomándose su tiempo, se encaminó de regreso al reducto fenicio.
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Más tarde, ya un poco desahogado Behor Cutúa de la multitud que se agolpaba para felicitarle, Sembeles y sus compañeros se le acercaron con la misma excusa.
—Un gran combate. —Fue Borma quien le abordó.
—Gracias. —Behor Cutúa se encogía de hombros, con esa falsa indiferencia de los que, en el fondo, adoran los halagos.
—No hay muchos capaces de batirse en duelo con dos hombres así, simultáneamente. —El céltico agitó la cabeza, haciendo ondear las tres largas plumas de su casco—. Deja que te diga que, sobre todo, me ha impresionado la forma en que has vencido al segundo, al del manto blanco. Nunca había visto nada igual; si acaso, me recuerda a la forma en que pelean los griegos por diversión, a manos desnudas.
—Y de un griego aprendí el truco, ese y unos cuantos más. Era un traficante con el que tenía cierta amistad y me enseñó cómo luchan los suyos a brazo partido.
—Bien hecho. Cuando se trata de salir vivo de una pelea, todas las armas son pocas.
—Y que lo jures —convino el montañés, con sonrisa distraída y haciendo gesto ya de concluir la charla y marcharse.
—Aguarda —intervino entonces Sembeles—. Nos han dicho que eres Behor Cutúa.
—Behor Cutúa, sí. —Observó al bárbaro de manto negro, con ojos entornados—. Ese soy yo.
—Cuentan que, hace no mucho, tu hermandad aniquiló a una partida de guerra griega que se había atrevido a invadir vuestro santuario.
—Más o menos, eso también es cierto.
—Y, poco antes de eso, tú y los tuyos asaltasteis a unos comerciantes tartesios en el camino de Mainake.
Durante un momento de silencio, el hombrón de gran barba y manto rojo miró de hito en hito a sus interlocutores.
—Y yo he oído que tú eres un noble del norte de Tartessos, y que tú y tú —iba señalándoles con el dedo— sois mercenarios de Argantonio. Así que, ¿a qué tanta pregunta? ¿Tenéis alguna cuenta de sangre conmigo? Pues salgamos fuera y la ajustamos.
—No, no. —Sonriendo, Sembeles mostró las palmas de las manos, para aplacarle tanto a él como al temperamental Borma, que ya se adelantaba para responder al desafío—. Calma, hombre. No nos entiendas mal. Lo único que queremos es conversar un rato y quizá proponerte un asunto que pueda sernos beneficioso a todos. Si es que quieres oírnos, claro.
—Por escuchar, nada se pierde. —Volvió a manosearse la barba—. Hablemos.
—Pero no aquí, delante de todo el mundo. Vamos a la casa de alguien, algún fenicio conocido tuyo, si te parece bien, para que no haya recelos entre nosotros.
—Por mí de acuerdo. Sólo una cosa.
—Tú dirás.
—Conforme en ir a la casa de un fenicio; quién, me da más o menos igual. Pero eso sí, que sea la casa de uno que tenga vino.
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—¡Esa plata de los demonios! —Behor Cutúa se les había quedado mirando de una forma tal que, por un instante, Sembeles temió que fuera a tirarles la copa al rostro. Pero, en vez de eso, lo que hizo fue pegar un buen trago.
—La has visto, sabes de qué estamos hablando. —Los tres se habían inclinado adelante, con avidez.
—¿Que si la conozco? La he tenido en estas manos y es por ella que me hallo aquí, en este aprieto. Esa plata está maldita; por su culpa han muerto todos mis amigos. —Abría y cerraba las manazas, como necesitado de algún cuello que romper.
En la penumbra de la estancia, sus interlocutores cruzaron miradas. Por fin Sembeles, carraspeando, le hizo signos de que se apaciguase un poco.
—Estoy viendo que tenemos historias que cambiar.
—Y tanto. —El otro se pasó la mano por el cabello—. Yo os contaré la mía y vosotros me contaréis la vuestra. Pero antes, bebamos un poco más.
Tendió su copa y el taciturno Mancorio Bordorice escanció para los cuatro. El serrano paladeó aquel vino oscuro y áspero, rebajado con agua, hizo chasquear los labios y, después, comenzó a hablar acerca de su hermandad, del asalto en el camino de Mainake, de lo que sabía sobre Prolampo y la plata, del duelo de los dos jefes, la emboscada a los griegos y de la matanza de todos los suyos, así como de la destrucción del santuario.
Fue un relato largo y los otros le escucharon callados, sin apenas interrumpir, hasta la conclusión. Después, el propio Borma echó mano al ánfora para servir un poco más de vino, y Sembeles habló al serrano de su largo peregrinar en busca de las piezas robadas en el túmulo, sobre todo aquella placa quebrada.
Cuando acabó, se quedaron un rato en silencio, en la penumbra de esa casa de piedras y adobes, con máscaras de arcilla cocida en las paredes. Por último, fue Behor Cutúa el primero en decir algo.
—Mala, mala cosa esa de robar a los muertos —dijo, refiriéndose al saqueo del túmulo.
—Tenemos que recuperar esa plata.
—Es Baubalud quien la tiene. —Agitó huraño la cabeza—. Baubalud el curandero. Ojalá le traiga la misma mala suerte que a todos los que la han tocado antes que él.
—Estamos obligados a recuperarla.
—Baubalud es un jefe muy poderoso, con un montón de familias y de guerreros a su mando, y odia a los tartesios. Nunca os entregará la placa, ni por todos los tesoros del mundo.
—Entonces habrá que quitársela.
—¿Cómo? Su poblado es fuerte y muy bien situado, y él está muy protegido. —El serrano aún cabeceaba—. Es enemigo jurado de Argantonio, lo ha sido durante largos años y, si hay algo que le quite el sueño, es el puñal de los asesinos.
—Hemos dado palabra de recuperar esa plata. —Sembeles se encogió de hombros—, para que Argantonio pueda devolverla a la tumba de… —titubeó—, a ese túmulo del que te hemos hablado. Si alguna vez has estado en ese poblado, o sabes algo que pueda ayudarnos, te ruego que nos lo hagas saber. Después de todo, Baubalud es también tu enemigo.
—No lo olvido ni por un momento. Lo es tanto o más que el traidor de Mantelor o ese liante de griego, Prolampo. Fueron sus hombres los que mataron a mis hermanos de sangre y abatieron la estatua de la diosa. Es a los suyos a quienes maldije y son ellos los que ahora me buscan por toda la sierra para matarme. —Se quedó mirando dentro de la copa, como prendido por el espejo de aquel vino oscuro—. Os ayudaré. Si de veras estáis dispuestos a asaltar el poblado de Baubalud, yo iré con vosotros.
—¿Acompañarnos? —Desconcertados, cambiaron miradas en la penumbra tibia de la choza.
—He de vengarme de Baubalud. Es un hombre poderoso y se ha vuelto soberbio. Se cree más que los demás jefes y estos le temen porque tiene poderes mágicos. Pero, si le robo la plata, le humillaré. Su prestigio sufrirá y yo, Behor Cutúa, habré vengado a mis amigos…, sueño casi todas las noches con ellos; vienen a mí, me piden a gritos venganza y sé que no podré descansar hasta que se la haya dado.
Los tres volvieron a mirarse y, por la forma en que lo hacían, el serrano tuvo la impresión de que, en cierta forma, dejaban la cuestión en manos de Sembeles.
—Esa placa rota tiene que volver a Tartessos.
—Desde luego: que Argantonio la tenga hará aún más daño a Baubalud. No os hacéis idea de cuánto le odia.
Asintiendo, el lusón alzó las palmas de las manos y el otro puso las suyas en ellas, para cerrar así el trato.
—Estamos juntos en esto —dijo con solemnidad el hombre del manto negro.
—Lo estamos. Hasta el final.