15
Tras liberar a aquellos cuatro, y una vez concluidas las honras fúnebres del caudillo muerto, Behor Cutúa abandonó el cubil de su hermandad para ir de visita a casa de sus padres. Ambos, ancianos ya, vivían en el poblado natal, con el primogénito, que se había convertido en el cabeza de la familia.
Allí se entretuvo unos días, comiendo, bebiendo y saludando a parientes y amigos de la infancia. Luego se despidió con formalidad de su hermano y, con las alforjas bien repletas, tomó el camino de regreso al santuario. Porque Behor Cutúa, siendo hijo menor, no había heredado sino lo puesto, como tantos otros, vivía de la rapiña y el bandidaje y su verdadera familia era su hermandad, y no los de su sangre.
Aquellos pagos eran agrestes y casi despoblados, abundantes en barrancos, fuentes que espumaban entre las peñas y árboles que crecían en las cuestas, aprovechando cualquier rendija. No eran muchos los que se atrevían a viajar solos, por miedo a las fieras, las brujas y los ladrones; pero Behor Cutúa tenía una fama de temerario de la que estaba más que orgulloso, así que se echó al camino con despreocupación, sin apurar el paso, con su rodela de cuero pintado en la zurda y dos dardos en la diestra. Y no sufrió mayores contratiempos, fuera de que una vez descubrió a varios hombres pintarrajeados que le acechaban desde la espesura, a un lado de la senda. Se detuvo y, con un aullido retumbante, hizo entrechocar dardos y escudo, invitándoles a bajar a robarle. Pero los otros, tras estudiarle durante unos momentos, optaron por escabullirse y dejarle vía libre.
Luego de una jornada, llegó a la vecindad del santuario y sólo entonces, de golpe, perdió la pachorra con que había hecho toda aquella andadura. Porque allá a lo lejos, hacia donde se encontraba el refugio de la estatua de la diosa, se observaba a gran número de buitres que daban vueltas en el cielo azul. Contempló ceñudo cómo los grandes carroñeros giraban en lo alto. Aguzó el oído, venteó tratando de captar algún olor. Pero el viento soplaba en contra y no pudo oler nada. Por último, haciendo de lado cualquier precaución, se encaminó a buen paso hacia allá.
Lo que fuera solar del santuario era ahora un caos de destrucción y cadáveres, y los insectos se agolpaban zumbando sobre la carne muerta y la sangre seca. Olía a podredumbre y el hálito de la muerte, como un velo, parecía suspendido sobre aquel lugar. A un lado, donde la tierra era blanda, habían construido unas cuantas plataformas de madera, sobre postes, cada una con un cadáver, y sobre ellas los buitres, apiñados, se disputaban con gran escándalo los despojos.
Había allí cinco hombres aún vivos; cinco serranos que tomaron las armas gritando, apenas él surgió como un toro por entre la maleza, sólo para deponerlas al reconocerle. Eran de la hermandad, supervivientes con el rostro embadurnado de pinturas de luto, que salieron a su encuentro lamentándose, y a Behor Cutúa le costó un buen rato calmarles, para sacar de ellos un relato coherente.
Según le explicaron, Mantelor, el antiguo caudillo de la hermandad, había vuelto con cuatro de sus seguidores, con la intención de aplacar, mediante ofrendas y sacrificios, a la diosa negra. Estuvo hablando muy largo y tendido con los veteranos de la banda y, como la discusión se alargaba, él y los suyos hicieron noche allí mismo. Pero luego, al amparo de la oscuridad, enemigos con pinturas de guerra habían degollado a los centinelas y atacado a la banda en su propio cubil, causando una matanza.
—¿Cómo os sorprendieron así? —Behor Cutúa, con otra ojeada a los muertos, azotó enfurecido una mata con sus dardos, haciendo volar las hojas verdes—. ¿Cómo es posible que os pasaran a cuchillo?
—Sabían dónde estaban apostados nuestros vigías —se disculparon—. Además, Mantelor traía licor y estuvimos bebiendo hasta caer redondos. Muchos no fueron capaces ni de defenderse.
—Todo planeado —suspiró—. ¡Ay, si yo hubiese estado aquí! A lo mejor no les habría sido todo tan fácil.
—Mantelor preguntó por ti. Pareció disgustado cuando supo que no estabas.
—Y más disgustado que va a estar. ¿Quiénes han hecho esto? ¿Pudisteis ver quiénes eran?
—Eran guerreros de Baubalud. Baubalud, seguro.
—Baubalud…
Sólo aquellos cinco, alguno de ellos herido leve, se habían salvado de la matanza. Behor Cutúa echó a andar y, mientras iba por entre los cuerpos, observando el rostro de los muertos, fue como si la rabia cuajase en pena negra, tan amarga como la bilis, y por un momento sintió como si las piernas fueran a fallarle.
Dentro, bajo el gran voladizo de roca, los emblemas de la hermandad habían sido destruidos o robados, y las cerámicas sacras hechas mil pedazos. Asimismo, la estatua de la diosa yacía por tierra; le habían propinado numerosos hachazos y le faltaban la cabeza y las manos. Cosa curiosa, ningún cadáver había sido mutilado; quizás el propio Mantelor lo había impedido, sujeto por un resto de escrúpulos hacia aquellos a los que había traicionado.
Los supervivientes de la matanza lo eran gracias a que habían huido en la oscuridad. Más tarde volvieron y desde entonces, aturdidos, se afanaban en alzar plataformas para exponer los cuerpos a los buitres, tal como solía hacerse con los guerreros caídos en combate. Behor Cutúa, haciendo de tripas corazón, se hizo con un hacha y organizó a gritos el trabajo, mandando dos hombres a cortar madera y otros dos a transportarla, en tanto que los dos restantes hincaban postes y construían plataformas.
Tuvieron que trabajar todo ese día y parte del siguiente, dada la cantidad de muertos. Pero al cabo, rozando ya el mediodía, auparon al último de los cadáveres hasta su lecho de ramas trenzadas y pudieron suspirar, mientras se secaban el sudor con el dorso de las manos. El sol de la sierra caía a plomo, el olor a muerto era ya terrible y los buitres no cesaban de acudir, hozando y peleándose ruidosos sobre los restos.
Entonces apilaron la leña sobrante y, tras disponer encima a la efigie mutilada de la diosa, encendieron una gran hoguera. Cuando las llamas se alzaron rugientes, mientras el calor y el humo obligaban a recular a los hombres, Behor Cutúa se hizo un corte en el canto de las manos y dejó que la sangre goteara silbando sobre el fuego. Allí se quedó un rato, pese a la temperatura, antes de retirarse despacio.
—La diosa ha sido derribada. La hermandad ya no existe —se dirigió con gesto ahora fatigado a los hombres, al tiempo que se vendaba las palmas—. Buscad refugio en otras hermandades, no faltará la que quiera acogeros, y dad aviso a las familias de los muertos para que, los que así lo deseen, puedan disponer de sus huesos.
—¿Y tú?
—Yo me vengaré.
—Voy contigo. —Uno de ellos enarboló el hacha y, al gesto, los demás se le unieron, acalorados.
Pero Behor Cutúa movió negativamente la cabeza.
—No, no.
—Eran tan tuyos como nuestros. Eran nuestros hermanos de sangre. No puedes impedir que te acompañemos —coreaban.
—No. Anoche tuve un sueño… —No acabó de explicar nada. Meneó despacio la cabeza—. He de hacerlo yo, a solas.
Más tarde, después de que los demás, a regañadientes, se fueran juntos y desapareciesen de la vista, Behor Cutúa se ciñó el manto rojo y fue a situarse en mitad del campo de tablados fúnebres. Pese al olor a corrupción que envenenaba el aire del lugar, tomó asiento en una roca y allí se quedó, con el escudo y las lanzas sobre el regazo.
El tiempo iba pasando. Los buitres graznaban, arrancando pingajos sangrientos a los cadáveres, y las moscas y las avispas, en nubes densas, zumbaban enloquecidas entre los postes. El serrano seguía sentado, indiferente a la solana y al hedor, espantando de vez en cuando a los insectos con un vaivén de los dardos.
Ya después, cuando el sol iba cayendo hacia el oeste, el bochorno remitía algo, y la luz de la tarde comenzaba a suavizarse, tres hombres aparecieron al borde de aquel bosque de plataformas mortuorias. Llevaban los rostros untados de colores, para que los espectros de sus víctimas no pudieran reconocerles, y en las manos, al igual que Behor Cutúa, escudos pequeños y redondos de cuero pintado, así como dardos. Uno, el más alto, lucía un tocado aparatoso, con cuerno de cabra y plumas multicolores.
Behor Cutúa les observó con ojos entornados, según se acercaban sorteando postes, entre las nubes de insectos, con los mantos ondeando en el soplo ardiente de la tarde. No mudó de gesto, pues desde un primer instante había estado esperando aquello, en la suposición que Mantelor habría dejado a alguien detrás, a esperarle. Los tres hombres llegaron hasta unos pasos de distancia, sopesando los dardos.
—¿Eres Behor Cutúa? —inquirió el del tocado.
—Ese soy yo.
—Nos han enviado a matarte.
—Pues venga: venid a matarme.
Abandonando sus lanzas, se puso en pie y, al echar mano a la espada, la hoja salió siseando de la vaina. Los otros se consultaron con los ojos y, sin necesidad de palabras, hicieron también a un lado los dardos; dos empuñaron hachas, el tercero una espada. Nada más fácil, entre tres y a esa distancia, que acribillarle con sus proyectiles y acabar todo en un momento. Pero aquellos serranos, dados al engaño y la emboscada, eran también de esos que no pueden sustraerse a los gestos de cierta clase.
Se valoraron largo rato, adelantando escudos e hierros. Behor Cutúa contemplaba bajo párpados caídos el rostro pintarrajeado de sus adversarios. Ellos, a su vez, calibraban a aquel hombre grande y ceñudo, de barba salvaje. Luego, de improviso, los tres corrieron hacia él, agitando las armas, entre aullidos que se repitieron, rebotando, entre peñas y barrancos. Behor Cutúa, a su vez, se arrojó rugiendo a su encuentro.
Chocaron con gran confusión de armas y mantos. Behor Cutúa, bramando, paró un hachazo con la espada, mientras que con la rodela trazaba un arco que detuvo los filos de los otros dos. Un aleteo después entraba como un toro al cuerpo a cuerpo, arrollándoles y haciéndoles trastabillar del impacto; uno incluso tropezó y se fue de espaldas al suelo.
Bloqueó un par de golpes más, antes de descargar a su vez un tajo con la espada, haciendo crujir la rodela de un oponente, que tuvo que retroceder un paso, tambaleándose. Paró por un pelo otro hachazo del último y, enganchando su escudo con el del otro, le hizo perder el equilibrio de un tirón para, como una víbora cuando pica, clavarle dos veces la espada en el flanco descubierto.
El herido se desplomó con un lamento, pero Behor Cutúa ya tenía que defenderse de su compañero, mientras que el que había caído volvía también rugiendo a la carga. Cruzaron un torbellino de golpes, sin más resultado que cortes y pequeños pinchazos. Los escudos resonaban, los hierros chocaban entre chispazos y la sangre saltaba, salpicando de rojo a los luchadores.
Tras ese intercambio se separaron, mostrando los dientes y manoseando las empuñaduras de las armas. Entonces, con algo más de astucia, los dos que aún seguían en pie —el tercero yacía en tierra, inmóvil, y los moscardones zumbaban ya golosos sobre las heridas— se abrieron para amenazarle por ambos costados, haciéndole más difícil la defensa.
Hubo fintas, amagos, remover de pies sobre el polvo. Las armas, en manos de los contendientes, destellaban al sol de la tarde y los adornos de cobre bruñido tintineaban a cada quiebro. En un momento dado, Behor Cutúa fue a enjugarse la frente con el brazo de la espada, porque el sudor le cegaba, y en el acto sus enemigos saltaron sobre él como resortes.
Todo era una argucia, claro. El hombrón se repuso como un rayo para recibir al de la derecha —el del tocado— con un tajo que le hizo recular y que a punto estuvo de segarle los dedos. Después, sin transición, entró a la corta con el otro. Le estrelló el escudo en el pecho, cortándole el aliento, y de zancadilla le derribó. Luego tuvo que volverse de nuevo contra el primero, que le atacaba de nuevo, espumando de rabia.
Encajó varios hachazos furiosos en la rodela y el que estaba en el suelo, retorciéndose, le tiró un tajo que, aunque no logró desjarretarle, le abrió un surco sangriento en la pantorrilla. Behor Cutúa le pateó en el rostro, haciéndole caer de nuevo.
El guerrero del tocado, que era de los de sangre ardiente, se le fue encima con el hacha, descargando golpes como martillazos. Al tercero, Behor Cutúa enganchó la hoja con el borde del escudo y, tirando, hizo tambalear a su enemigo. Luego, antes de que pudiera recobrarse, le dio de lado con la misma rodela, descalabrándole, y la soltó para sujetar el mango del hacha, que el otro ya volvía a enarbolar, rugiendo. Se debatieron un instante entre gruñidos y jadeos. Behor Cutúa le pegó de cabezazos en el rostro y, aprovechando el hueco, usando la espada como un puñal, le cortó el cuello.
Se revolvió casi sin tiempo de enfrentar al último, que ya saltaba sobre su espalda, rechinando los dientes. Sólo pudo parar en parte con el hierro, y el filo del otro rebasó el suyo propio, abriéndole un tajo en el hombro. El propio impulso de su enemigo le llevó a chocar contra él.
El hombretón dejó caer la espada para sujetar la muñeca del otro. Con un quiebro le zancadilleó, le hizo caer al suelo y se arrojó encima de él, echando mano al puñal. Con la zurda le estampó varias veces la cabeza contra el suelo y, hundiéndole la rodilla entre los hombros, le puso la hoja al cuello. No le mató, sin embargo, y, resoplando como un fuelle, detuvo el filo al borde de la yugular.
—Te voy a dejar la vida —siseó, con dificultad—. Quiero que le digas a Baubalud, de mi parte, que ni él ni su gente valen nada. ¡Montón de boñigas! ¡Anda que no se os da bien matar a traición o luchar siendo varios contra uno! —Con la rodilla, le hundió aún más contra el polvo—. Lleva este mensaje a los tuyos: diles que Behor Cutúa os maldice; a vosotros y a vuestra sangre, a los que ya están muertos y a los que todavía no han nacido. Y malditos sean también vuestros dioses. Diles también que les estoy esperando y que no me dan miedo; que vengan a matarme si pueden…, de uno en uno o todos a la vez, a mí me es igual. Y ahora —le soltó de golpe—, vete. Vete o te dejo cojo.
Tras recobrar la espada, se retiró unos pasos. Pero su enemigo no hizo sino lanzarle una mirada torva, antes de limpiarse la sangre del rostro e irse sin decir esta boca es mía.
Behor Cutúa recogió su rodela, luego los dardos. Fue a sentarse de nuevo en la misma piedra y allí se quedó, las armas sobre el regazo, mirando cómo el otro se alejaba con las manos vacías y la cabeza gacha.
‡ ‡ ‡
El montañés permaneció varios días en aquel lugar de muerte, mientras las aves picoteaban los despojos, porque temía que alguna fiera de gran tamaño pudiera aparecer, atraída por el olor, y apoderarse de alguno de los cuerpos.
De día, deambulaba armado por el campo de plataformas, entre el revuelo y los graznidos de los carroñeros, el zumbido de las moscas, el calor. Un hedor asfixiante colgaba como una losa sobre todo el lugar y él, de tanto en cuando, llevado de la soledad y la tristeza, se detenía al pie de algún tablado, a hablar un rato con alguno de sus amigos muertos.
Pero a la caída del sol, cuando se alzaba viento y limpiaba algo el aire, encendía una gran hoguera, un poco retirada, y ya no se movía de ella en toda la noche. Las ráfagas, soplando entre los riscos, aullaban y gemían, y él, en esos lamentos, creía a veces reconocer las voces de los muertos. Entonces avivaba el fuego, echando más ramas, acariciaba sus amuletos y, arrebujado en el manto, no podía evitar miradas de reojo a las tinieblas circundantes.
Sólo cuando las aves hubieron descarnado los huesos —al menos lo bastante como para que fuera difícil que un oso se molestase en derribar una estructura, o un león en subir de un salto—, se ajustó el manto rojo y, con un nudo en el estómago, se despidió de sus compañeros. Y se fue de allí a paso de tortuga, con la mirada yéndosele una y otra vez atrás, porque aquel había sido su hogar durante años y aquellos su verdadera familia. Pero, poco a poco, sus pasos fueron alejándole, y las peñas y los barrancos acabaron por ocultar a la vista el santuario.
Fue como si se hubiera librado de un maleficio. Se detuvo, inspiró, acarició la empuñadura de sus armas, luego los amuletos y, tras atusarse la barba espesa, encaró más ligero el camino.
Anduvo unos días al tuntún, vagando, yendo de un lado a otro y evitando siempre la vecindad de poblados. En ocasiones se paraba a mirar el vuelo de las aves, buscando un presagio. La cuarta o la quinta jornada, mientras él andaba buscando la sombra, alguien a sus espaldas le llamó con un grito largo y áspero.
Se giró en redondo. Por la senda, a paso ligero, llegaba un hombre bajo y fornido, de manto blanco, con rodela y soliferros, esos dardos todos de hierro que suelen emplearse en la guerra. Gritó de nuevo, haciendo remontar el vuelo a los pájaros, y Behor Cutúa buscó con los ojos un lugar apropiado para combatir, mientras sopesaba ya sus lanzas, porque a un primer vistazo se había dado cuenta de que el otro era uno de los guerreros de Baubalud.
Le dio alcance enseguida, aunque se detuvo a una docena de pasos, las armas prestas. Se contemplaron unos instantes.
—Eres Behor Cutúa —afirmó y, al ver que asentía, añadió—: Han salido muchos a buscarte, pero he sido yo el que te ha encontrado. Soy un hombre con suerte.
—Depende de lo que entiendas por suerte.
—Has maldecido a nuestra sangre, a nuestros muertos y a nuestros dioses. Voy a ser yo el que te arranque el corazón. Yo. —Se golpeó el pecho con los dardos, sin descuidar la guardia.
—Hace mucho calor. —Behor Cutúa ladeó la cabeza, como amodorrado—. Si tenemos que luchar a estas horas, mejor ahorremos el aliento.
Hubo un largo silencio; luego, fue el otro quien habló de nuevo.
—Digo yo que aquí hay sitio de sobra. —Señalaba con sus armas el terreno circundante—. ¿Qué tal a escudo y dos lanzas?
—Hecho.
Los dos, como de acuerdo, sujetaron con la zurda rodela y uno de los dardos, para blandir con la diestra el segundo. Comenzaron a girar uno alrededor del otro, los escudos adelante y amagando, pero los dos eran demasiado duchos como para dejar que su rival le pusiera con el sol en los ojos.
Daban vueltas despacio, sin prisa, mirándose a los ojos. A veces uno fintaba, otras hacían gesto falso de tirar. Era casi un baile, una danza circular a plena luz del sol, en la que ninguno daba un paso errado. Porque aquel juego mortal era uno de los favoritos de los pueblos de la sierra y hasta los niños lo jugaban con palos.
Tras largo rato, fue Behor Cutúa el que arriesgó un primer tiro; pero el otro, inclinándose, recibió con el escudo de medio lado y la lanza resbaló sobre la curvatura, perdiéndose sin herir entre las matas. Behor Cutúa, como un rayo, empuñó el segundo de sus proyectiles.
Volvieron a dar vueltas, acechándose entre quiebros y amagos. El sol caía a plomo, los insectos chirriaban entre las hierbas y, a golpes, se alzaba un aire ardiente que hacía ondear los mantos, robándoles el resuello.
Luego fue el otro, tras varios tanteos, el que lanzó. El tiro iba bajo, con muy mala intención, pero Behor Cutúa lo detuvo sin gran problema, golpeando con el filo de la rodela. El soliferro salió desviado y fue a clavarse con fuerza en tierra, donde quedó vibrando.
Ya ambos con un solo dardo en la mano, el duelo se volvió más que nunca un juego de fintas y argucias. A veces, uno quebraba de repente, buscando un hueco en la guardia de su oponente, y el sentido de giro se invertía. Movían los escudos, amenazaban con los hierros, observándose con ojos entornados, para protegerse de la luz de mediodía, sin tomarse prisa en disparar.
De forma brusca, el otro arriesgó el tiro. Y de nuevo Behor Cutúa interceptó en pleno vuelo, con un golpe de escudo. Su enemigo recurría ya al hacha que llevaba al cinto, pero él, que había matado a más de un hombre así, aprovechando ese instante de apuro, arrojó a su vez. El dardo, rozando el borde de la rodela, fue a clavarse bajo la barbilla del otro, atravesándole el cuello.
El hombre de Baubalud cayó de espalda, soltando hacha y escudo, y quedó tendido, gorgoteando. Behor Cutúa, recurriendo a ese puñal filoso que tan bien manejaba, se le fue encima y le acuchilló hasta que dejó de moverse.
Luego, con calma, limpió el hierro en las ropas del vencido, antes de buscar sus dardos. Uno, el que había herido, se había roto en las convulsiones de la muerte, así que se apoderó también de los de su rival. Arrancó uno de donde se había clavado y estuvo buscando un rato el otro entre la maleza, en vano. Al cabo, desistió.
Despojó al muerto de cuanto pudiera valer algo y pesase poco. Las moscas ya acudían al cadáver y, de pasada, Behor Cutúa se preguntó de dónde saldrían siempre tantas, en tan corto espacio. Por último, se echó las alforjas al hombro y, sin una segunda mirada, reanudó su andadura.