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Una luna después, Ardis le había comentado a Eutiques, con bastante sarcasmo, que tal vez hubieran debido rechazar la oferta de Behor Cutúa, quedarse en las jaulas y morir de una sola vez. Razones no le faltaban, porque habían abandonado la compañía del montañés para encontrarse con que toda la sierra estaba en armas. Los jefes más hostiles a los tartesios habían logrado desatar una insurrección general, de forma que se luchaba por todas partes, y las veredas y los bosques estaban llenas de bandas de guerreros errantes, en busca de combate. Así que ellos cuatro, más que llegar hasta Mantelor —o bajar a la costa y olvidarse del asunto, como proponía Fluxe, el guía libofenice, pese a sus juramentos sagrados—, habían tenido que procurar salvar la vida, y eso buen trabajo les había dado.
De hecho, tras ir errantes por los caminos de la sierra, esquivando una y otra vez la muerte, habían acabado por refugiarse en una población aliada de los tartesios, en el corazón de la sierra, donde, como decía Eutiques, no tenían asegurado seguir vivos, libres o poder comer siquiera. Algo a lo que Ardis replicaba que peor hubieran estado fuera. Y razón no le faltaba a uno de los dos, porque los montañeses hormigueaban alrededor de aquel poblado, lanzando un asalto tras otro. Por suerte aquel lugar estaba en alto, asomado a un barranco, defendido por murallas ciclópeas y hombres bravos, y había resistido de momento todos los ataques, tal como se decía que había hecho durante siglos.
Aquel era el hogar de un pueblo antiguo y misterioso que, pese a que con los siglos se había mezclado con sus vecinos y adoptado su idioma, aún se jactaba de su origen distinto. De esos antepasados que llegaron del mar en épocas remotas para desparramarse por todo el occidente y levantar por doquier fortalezas colosales. Eran gentes activas, mineras, amigas del adorno. Aliados de los tartesios de las llanuras, no había dudado en abrir las puertas a cuantos forasteros —mercenarios de Argantonio, prospectores fenicios, traficantes griegos— habían acudido en busca de asilo, huyendo de bandas errantes que hacían arder la sierra.
Los montañeses por su parte, codiciando los bienes que se atesoraban en su interior, acudían como moscas al asedio. Los grandes tambores retumbaban día y noche, y al oscurecer encendían hogueras rugientes. Los defensores, desde los pretiles de piedra, les veían bailar danzas guerreras, recortados en negro contra las llamas rojizas, como en un teatrillo de sombras.
Todos los días se acercaban a los muros en desorden, agrupados por hermandades, blandiendo con gran griterío sus lanzas y escudos pintados y, cada cierto tiempo, lanzaban un ataque tumultuoso que acababa siempre en retirada. A veces, algún guerrero solitario abandonaba los rangos para vociferar su desafío contra los muros, entre gestos obscenos. Era habitual que alguien —casi siempre otro montañés de sangre caliente— se descolgase del muro y entonces se libraba un duelo a muerte en tierra de nadie, entre el clamor de ambos bandos. Y los jefes de la defensa se veían incapaces de impedir tales duelos, aunque cada baja les mermaba mucho más a ellos que a los sitiadores.
El asedio en sí era caótico y, por la orografía, imposible de cerrar. A veces una banda se desanimaba, o se aburría, y partía sin contar con los demás sitiadores. Otras, en cambio, guerreros frescos se sumaban, soñando con su parte del botín. Y así, una tarde, mientras sesteaban a la sombra de los muros, no les extrañó que comenzasen a redoblar los tambores del poblado, y a mugir las trompas de barro, mientras, desde los parapetos, los vigías llamaban a gritos a las armas. No eran horas habituales de lucha, pero todo era ahí de esperar, hasta que les atacasen a plena solana y hora de más calor. Al ponerse a toda prisa en pie, metiendo mano a los hierros, llegó ya hasta sus oídos una algarabía tremenda y, cuando ganaron los parapetos, pudieron comprobar que los alrededores hervían de enemigos enardecidos.
Comenzaba, sí, a pasar la hora de la siesta y a insinuar que iba a refrescar un poco, pero aún quedaba mucha tarde por delante. La luz cegadora del mediodía se había suavizado ya un tanto y, muy arriba, los buitres trazaban círculos en un cielo sin nubes, como anticipando la matanza. Porque los serranos, tras comer y beber sin medida, y echar una cabezada, se habían despertado muchos sudados y con dolor de cabeza, y embotados, de mal humor, lanzaban ahora un ataque masivo.
Los tambores atronaban, los jefes arengaban a gritos a sus hombres y las enseñas —adornadas con lobos y jabalíes— se agitaban en mitad de un mar de hombres embravecidos que vociferaban mientras enarbolaban las armas. Había allí guerreros de todos los pueblos de la sierra, así como un número nada despreciable de renegados griegos y fenicios, vagabundos célticos e incluso una banda de arqueros desnudos y pintados, oriundos de la frontera noreste de Tartessos y famosos por su puntería.
Ahora esa balumba de gentes, entre una barahúnda ensordecedora, se lanzaba en oleadas contra los muros mientras los de dentro se aprestaban a la defensa una vez más, gritándose entre ellos. Los pretiles, todo a lo largo de la muralla, abundaban en hombres armados. Grupos de jóvenes ocupaban los lugares más expuestos, con manojos de dardos, e incluso los más viejos y las mujeres tomaban armas, por si hubiese que acudir a algún punto porque el enemigo amenazase romper las defensas.
Entre los silbidos de dardos y piedras, aquella riada humana fue a estrellarse contra la fortaleza. Olas de guerreros rompían en las piedras ciclópeas y, una vez tras otra, se veían forzadas a retirarse, alzando sus cetras pintadas para resguardarse de la lluvia de proyectiles.
Arqueros desnudos y pintarrajeados, con flechas entre los dientes, corrían tirando sin descanso. Los honderos volteaban sus correas y guerreros de mantos rojos o blancos que arriesgaban miradas rápidas por el borde del escudo lanzaban impetuosos soliferros y faláricas llameantes. Los jefes soplaban las trompas de barro y, con grandes gestos, animaban a los suyos al asalto, adelantándose ellos mismos a tocar las enormes piedras de los muros, para dar ejemplo.
Diluviaban proyectiles, pero los atacantes aguantaban como toros encorajinados para retirarse sólo muy a regañadientes, con los escudos en alto, llevándose consigo a sus heridos y siendo sustituidos por una nueva oleada. El escándalo era ensordecedor y, entre el zumbido de las piedras, faláricas envueltas en llamas cruzaban el aire como cometas, dejando largas estelas de humo negro. Apoyaban escalas contra los muros, tratando de entrar al asalto, y más de una vez llegaron al cuerpo a cuerpo con los de arriba, pero al final eran siempre rechazados y las escalas abatidas.
Desde los muros se defendían con desesperación, lanzando toda clase de armas arrojadizas. Hombres con haces de dardos corrían a los puntos más amenazados y los heridos se arrastraban, intentando salir de allí. Los tambores redoblaban sin descanso y, allá donde los tiros incendiarios habían logrado prender, las techumbres de las casas ardían con humaredas espesas, a bocanadas negras.
Obligados varias veces a retroceder, los sitiadores no cejaban sin embargo y hubo un momento en que, pese a la lluvia de dardos, llegaron en tal número a las murallas que lograron romper por tres o cuatro puntos a un tiempo. Se produjo entonces un combate furioso al borde de los pretiles. Los atacantes se agolpaban, intentando hacer valer su mayor número, mientras los defensores acudían gritando a reforzar, y en algún sitio se vieron tan apretados que, soltando otras armas, tuvieron que echar mano de los puñales para poder luchar.
Pero, poco a poco, los del poblado fueron haciéndose con la situación. Primero acá y luego allá, el asalto fue rechazado y los enemigos muertos o arrojados desde lo alto; muchos, al verse perdidos, saltaron ellos mismos y huyeron cojeando. Las escalas fueron derribadas y los serranos, pasado el momento de mayor ardor, se replegaron sin asomo de orden, acuciados por los insultos y proyectiles de los de dentro.
Fue entonces, acabando el combate —mientras los sitiadores retrocedían cada uno por su lado y en la muralla empezaban a cantar y a bailar—, cuando Ardis, que había estado espada en mano en uno de los puntos más difíciles, tomó a Eutiques por el codo.
—¡Mira allí! —le instó—. ¿No lo ves? ¡Allí, hombre!
El corintio, jadeante y sudoroso por el esfuerzo, se volvió a mirar por entre la desbandada, buscando lo que pudiera haber llamado la atención de su amigo. Y entonces los vio.
Cuatro hombres. Cuatro que corrían como diablos en sentido contrario a los demás, como queriendo aprovechar el caos de la retirada para acercarse al poblado. Eutiques entornó los párpados para aguzar la vista, perplejo, porque uno de ellos, grande y de barba salvaje, con un manto rojo que flameaba con la carrera, era casi sin duda Behor Cutúa, aquel imprevisible guerrero de la sierra. Y el resto…, el griego, haciendo visera, se inclinó aún más sobre el borde de piedra.
Había uno de manto tartesio y casco celta, adornado con tres largas plumas, y otro flaco y lleno de tatuajes, con la cabeza calva por delante y melena en la nuca, que ahora le aleteaba en la espalda al correr, como la cola de un caballo. En cuanto al tercero, moreno, con gran barba negra y manto también negro, le era conocido de sobra.
—No estoy borracho; así que ese tiene que ser Sembeles, el tío de Alongis.
—O él, o su hermano gemelo, o su espíritu. —Ardis, la falcata aún ensangrentada entre los dedos, puso los antebrazos en el pretil para observar la carrera desesperada de aquellos cuatro.
Se acercaban a toda velocidad, armas en puños, haciendo zigzags entre peñas, árboles, matas. Muchos de los sitiadores, en su desbandada, se cruzaron en su camino, pero casi ninguno reparó siquiera en ellos, atentos sólo a alejarse, y aquellos que lo hicieron optaron por no cerrarles el paso, ni ponerse al alcance de sus hierros.
—Les persiguen —advirtió Xanto, que se les había unido.
Al alzar un poco los ojos vieron que, en efecto, por entre los que huían, había aparecido un nutrido grupo de guerreros serranos, con mantos unos bermejos y otros blancos, y vistosos escudos pintados, desplegados en abanico y aullando como fieras. En los muros, muchos se habían fijado ya en esa carrera mortal y, sin conocer de nada a los fugitivos, les estaban animando con gran escándalo de voces y entrechocar de hierros contra cetras y rodelas.
La caza del hombre seguía, cada vez más cerca del poblado. En ocasiones, unos u otros desaparecían en un desnivel del terreno, sólo para asomar de nuevo, un instante más tarde. Algunos perseguidores, los más rápidos, iban destacándose del resto y, en ocasiones, con un esfuerzo, arrojaban un dardo a los fugitivos, pero esos tiros llegaban débiles y desviados, y se perdían sin herir a nadie.
No obstante, la mirada de Eutiques estaba puesta ahora en el grueso de cazadores. En concreto, en un hombre de manto carmesí, como los de los serranos, y un casco corintio —cerrado por completo, con una ranura en forma de Y para ver y respirar— rematado con una gran cimera de crines color rojo sangre. Todo su atuendo era una mezcolanza y, sin saber por qué, apenas le puso los ojos encima, Eutiques estuvo convencido de que aquel era griego de nacimiento. Uno de esos renegados que, por una u otra razón, casi siempre un delito, abandonaban las colonias de los suyos para ir a vivir con los indígenas.
Debía gozar, además, de cierta posición entre esos hombres fieros, a tenor de cómo enarbolaba su lanza, instando a los demás a esforzarse en la persecución.
Algunos sitiadores se habían percatado, al fin, de lo que estaba pasando y ahora corrían en diagonal, intentando cortar el paso a los cuatro fugitivos. Muchos otros, aunque también se habían dado cuenta, se habían detenido a mirar —porque ya habían tenido lo suyo con el último combate, o quizá porque no sabían muy bien a qué atenerse—, sin hacer amago de unirse a la carrera.
En los muros, algunos estaban pidiendo a voces sogas, escalas, cualquier cosa con que subirles, mientras muchos sopesaban los dardos, confiando en que los serranos, al calor de la caza, se pusieran a tiro. Alguien, exaltado aún por la lucha, se descolgó con las armas entre los dientes, ignorando los gritos de los más prudentes, y arrastrando con su gesto a otros. Enseguida hubo una, dos docenas de guerreros agrupados tras los escudos al pie de la muralla, esperando la llegada de unos y otros.
Los cuatro aparecieron haciendo eses, entre el vuelo de los dardos; a sus talones se apuraban los serranos, dispersos y alguno ya bastante cerca. Desde los muros les jaleaban a gritos, mientras comenzaban a tirar lanzas que pasaban silbando sobre sus cabezas, buscando a los perseguidores. Ninguna dio en el blanco tampoco, pero bastaron para hacerles parar en seco y aun recular.
El primero en llegar fue el flaco de los tatuajes, el de la melena, como cola de caballo, en la nuca. Alcanzó al grupo de guerreros arracimados y, boqueando por el esfuerzo, quiso ponerse a su lado, blandiendo en cada mano un palo de lanzar, largos como brazos y ligeramente curvos. Pero los que allí estaban le empujaron hacia las escalas.
Enseguida llegaron Sembeles, Behor Cutúa y el hombre del casco céltico, sin resuello y con muy poco intervalo entre uno y otro. También les hicieron subir, mientras los de arriba les metían prisa a todos. El grueso de los perseguidores ya estaba también allí, aunque se habían detenido a una distancia segura, fuera de tiro, y parecían discutir de forma acalorada entre ellos.
Unos cuantos hicieron intención de acercarse pero, al ver que sus presas ganaban la seguridad de los muros, el renegado —o por tal le tenía Eutiques— les llamó y todos juntos retrocedieron, sin hacer caso de los defensores que aún estaban fuera, al pie de la muralla, y que les retaban ululando.
En los pretiles, la gente se agolpaba alrededor de los recién llegados, atosigándoles a preguntas. El hombre de manto tartesio y casco céltico se despojó de este para enjugar el sudor; se sentó al borde, jadeando, y alguien le ofreció un poco de agua. Behor Cutúa, a su vez, pidió a voces cerveza, entre la hilaridad general; uno, risueño, le tendió una copa de cerámica, llena a rebosar.
Los de abajo volvían, subiendo las escalas, y los jefes estaban diciendo a sus hombres que se apartasen, que dejasen respirar un poco a esos cuatro. Behor Cutúa apuró de un trago y, mientras se relamía, fue a reparar de repente en Eutiques y sus compañeros. Se les acercó con mirada torcida, abriéndose paso.
—¡Gandules! ¿Así cumplís vuestra palabra, escondiéndoos detrás de muros?
—¿Qué quieres, hombre? —El griego Xanto se encogió de hombros, sin dejarse amilanar—. Las hermandades están en armas: ahora es imposible hacer nada y suerte hemos tenido de poder llegar hasta aquí. Cuando todo esto amaine…
—Imposible, imposible. ¡Bah! —El otro rebuscó en los pliegues del manto. «Sólo me faltaba eso», le oyeron rezongar entre dientes, mientras lo hacía, «que se me hubiera caído con la carrera». Pero luego dejó escapar una exclamación de triunfo—. ¡Ah! ¡Aquí está!
Con gesto teatral, alzó una placa metálica que el sol en declive, al gesto, hizo brillar. Xanto y Fluxe, el libofenice, le observaron intrigados; pero Ardis y Eutiques se quedaron mirando boquiabiertos, y no a él, sino a lo que tenía entre manos. Porque lo que allí, entre sus dedos, centelleaba, no era otra cosa que el tan traído y llevado pacto de plata.
—¡Mirad! ¡Vagos! Ha tenido que ser Behor Cutúa el que se metiera en el cubil de Baubalud y se apoderara de esta plata de los demonios.
Un hombre ya entrado en años, alguien de rango en aquel poblado, le retuvo con familiaridad por el brazo y se le llevó, hablando amistosamente. Y fue justo entonces, cuando Eutiques iba a darse la vuelta, más que perplejo, para decirle algo a Ardis, cuando se topó de frente con Sembeles.
Hubo un momento de silencio.
—Tú eres Eutiques. —El hombretón de manto negro parecía más curioso que otra cosa—. Me acuerdo de tu cara y de la de tu amigo, allí, en Tartessos.
—Y tú eres Sembeles. Yo también te recuerdo —sonrió el corintio. Con gran disimulo, había cogido el dardo que llevaba en la mano como si fuese un puñal, no fuera que aquel bárbaro le saltase de repente al cuello. Con el rabillo del ojo, comprobó que Ardis también estaba cerca, al quite. Hizo intención de dar explicaciones, pero el otro le cortó enseguida con un ademán brusco.
—No te molestes: el asunto del robo del túmulo está, al menos en lo que a mí respecta, más que claro. No es por vuestro pellejo por lo que os vengo buscando.
—No sabes cuánto me alegra oír eso. ¿Y qué es lo que quieres entonces de nosotros?
—Dos cosas. —El lusón alzó un par de dedos—. La primera es cualquier joya del túmulo, por pequeña que sea, si es que os queda alguna. Se os pagará y a buen precio, por eso no temas.
—Siento decirte que no nos queda nada; los piratas nos quitaron hasta el último alfiler. Tendrías que ir a Mainake: es muy posible que les hayan dado salida a través de los mercaderes de la colonia.
—Ya hemos estado allí.
—Ah —cabeceó—. Bueno, ¿y qué era esa segunda cosa?
—Quiero saber, en detalle, qué es lo que pasó con mi sobrino Alongis.
El griego y el lidio se miraron entre ellos, luego volvieron los ojos a él.
—Estaba con vosotros, ¿no? —Aquel bárbaro cetrino se paseó los dedos por la barba, poblada y negra—. Éramos de la misma sangre; yo le di mi confianza y él me traicionó: ojalá se pudra en los infiernos y las diosas subterráneas le coman por siempre los hígados. Pero, aun así, era el hijo de mi primo y, ya que ha muerto, me gustaría tener algo bueno que decir de él a sus padres. Oí contar que tuvo una muerte digna, pero quisiera detalles de primera mano.
Hubo un momento de silencio.
—Ya veo. —Eutiques asintió, antes de hacer un gesto informal—. Anda, ven con nosotros. Tenemos algo de cerveza. Tomamos un trago y te cuento todo lo que quieras saber. Pero, a cambio, tienes que explicarme cómo diablos tiene ahora Behor Cutúa el pacto. Me muero de curiosidad por saberlo.
‡ ‡ ‡
Sin embargo, al cabo, no fue Sembeles el que les sacó de dudas. Se habían sentado a beber mientras el cielo iba enrojeciendo, próximo al ocaso, y soplaba ya la brisa del anochecer, fresca y a ráfagas. El bárbaro estaba aún contando su historia —las peripecias vividas, las emboscadas, el viaje a Mainake— cuando un heraldo fue a anunciarles que Nader, jefe del poblado, reclamaba su presencia.
Nader, grueso y chaparro como un ídolo fenicio, estaba instalado al aire libre, en un sitial de madera tallada y marfil, en medio de un semicírculo de hombres también sentados. Su manto era el más rico y los bordados distintos a todo cuanto Eutiques hubiera visto en la sierra. Se cubría con una cantidad asombrosa —incluso para los usos de la sierra— de joyas bruñidas: brazaletes, ajorcas, cadenas, collares. Destacaba sobre todo la diadema, con un gran disco de oro que se situaba en mitad de su frente, que indicaba su rango de jefe. Los de a ambos lados eran ancianos y notables del poblado, así como algún tartesio de alcurnia. A los extremos del semicírculo se sentaban personajes de posición inferior, y tras ellos se agolpaba la gente común, de pie.
Eutiques advirtió que, entre los sentados, se encontraba Borma, el del casco celta con tres plumas, que se había adecentado. Más tarde le contarían que era oriundo del norte de Tartessos —de la parte alta del río del mismo nombre, donde los emigrantes célticos se establecían pacíficamente desde hacía generaciones y se mezclaban con los indígenas— y que era hijo de un reyezuelo de la zona, vasallo de Argantonio.
Más hacia un extremo estaba su compañero de los tatuajes y la coleta, en su calidad de enviado de Argantonio. También Behor Cutúa. Este último parecía ser viejo conocido de los lugareños e incluso gozar de su confianza, cosa que tampoco extrañó al griego. Porque aquel serrano, sin ser un caudillo, gozaba de gran renombre, de excelente reputación como guerrero; algo que, en aquellas tierras violentas, valía tanto o más que los rebaños o la plata.
Algunos esclavos iban y venían, escanciando cerveza a los sentados. El mismo heraldo que fuera en su busca se encargó de darles acomodo, casi en una punta, y también de que les sirviesen bebida. A Sembeles, en cambio, le sentaron mucho más cerca de Nader, al lado de Borma, porque era un oficial de confianza del rey tartesio.
Aquello tenía todo el aire de asamblea tribal, a medio camino entre la audiencia y el festejo; Los hombres salían, por turno, al centro de aquel semicírculo de oyentes, a exponer asuntos y quejas, y eran oídos por el jefe y los ancianos, mientras la gente que se apiñaba detrás lo contemplaba todo como un espectáculo, aprobando o desaprobando, a veces, con gran algazara.
El tiempo fue pasando. La luz había ya menguado mucho y las sombras eran densas cuando el último ponente se retiró y Nader, al tiempo que mostraba la palma de la mano, se encaró con Behor Cutúa para invitarle a salir al centro.
Habían encendido una hoguera y a la luz, movediza y rugiente, de las llamas, el montañés se incorporó, la copa de cerámica aún en la mano, ajustándose en torno al cuerpo el manto de color rojo. Hubo un cruce de cortesías entre el jefe del poblado y el guerrero, familiares a Eutiques de su época de traficante.
—Te conocemos y te saludamos, Behor Cutúa —le había dicho el jefe, las manos sobre los muslos—. Todo el mundo sabe de tu valor y que eres un hombre de palabra, y tu nombre te precede.
—Yo también os conozco y os saludo. Eres un hombre sabio, Nader, y los herreros de tu pueblo son famosos en toda la sierra y aun más allá.
—Aquí eres siempre bienvenido, si vienes en son de paz. Ya lo sabes. Sin embargo, nos sorprende verte en estos días. —Sonrió—. Hay guerra. Muchas hermandades han tomado las armas y tú no eres precisamente un amigo de nuestros aliados, los tartesios.
—No soy amigo de tartesios, ni de extranjeros, ni de ciertos jefes —gruñó—. Ni de nadie que quiera ponerle camino a mis pasos. Yo soy un hombre libre.
—Así se habla. —El otro cabeceó, haciendo retemblar la papada—. Pero, volviendo a nuestro asunto, lo cierto es que has llegado a nuestro poblado perseguido, en compañía de tres hombres de confianza del rey Argantonio.
—¿Cómo negarlo? Todos en la muralla lo han visto.
—Y seguro que, detrás de eso, hay una historia digna de ser escuchada.
—Toda una historia.
—Adelante. —Nader trazó un abanico con la mano abierta—. Ya sabes cuánto nos gustan aquí los relatos y creo recordar que tú tampoco eres un mal narrador.
Behor Cutúa asintió muy despacio, se acomodó con aire ausente una de las vueltas del manto rojo y, tras una pausa en la que sólo se oyó el crepitar del fuego y el canto nocturno de los grillos, comenzó a hablar.