13
Había un sinfín de ritos que llevar a cabo, aparte de consultar los agüeros, antes de que pudieran celebrarse las honras fúnebres. Entretanto, los cuatro prisioneros fueron encerrados en jaulas de madera suspendidas mediante correas de árboles, al borde de un precipicio hondo y umbrío.
Allí pasaron siete días, balanceándose entre la tierra y el cielo. El barranco caía casi a pico y, entre sus rocas, anidaba una multitud de aves de todas clases. Los presos las veían planear a lo largo del desfiladero, con chillidos que reverberaban entre las paredes pétreas, mientras más abajo, al fondo, un torrente espumaba furioso entre peñascos manchados de liquen.
De día el sol les abrasaba y por las noches se oían tiritar unos a otros. El menor cambio de postura hacía bascular las jaulas y, cuando silbaba el viento nocturno, cortante como una hoz, iban de un lado a otro con tal violencia y tales crujidos que Eutiques, en la negrura, se agarraba con desesperación a los barrotes, esperando que, de un instante a otro, cediesen las ataduras entre los palos para precipitarles de cabeza al abismo.
Sólo al octavo día, Behor Cutúa se acercó a echarles una ojeada. Le acompañaban dos sujetos morenos, de ropas costosas y recargadas, adornados con montones de joyas doradas y con espadas de ricas empuñaduras metidas en las fajas. Eutiques no tuvo dificultad alguna en identificarles como libofenices y, en cuanto a su calaña, debían de ser algún personajillo y su guardaespaldas, o eso supuso. También iba con ellos una mujer, con una mano posada familiarmente en el antebrazo del jefe serrano. Se cubría con un manto estampado, de clara inspiración fenicia, y uno de los pliegues, echado al descuido a manera de embozo, le ocultaba en buena parte la cara.
El griego, con las piernas colgando en el vacío y las manos en torno a los barrotes de palo, se fijó en esta última, en cómo se cargaba del brazo del montañés, en la forma en que reían y gesticulaban, sin que al jefecillo libofenice pareciera importarle gran cosa, y, a pesar de la situación en la que se hallaba, no dejó de sacar sus conclusiones.
Se detuvieron al borde del precipicio y echaron un vistazo, sin demasiado interés, a las jaulas y sus ocupantes. El guardaespaldas, aburrido, fue a recostarse contra un árbol, a la sombra. Ahora que estaban más cerca, a los oídos del corintio llegaba el runrún de su conversación, así como los tintineos de las pulseras de la mujer, que entrechocaban cada vez que hacía un gesto. El murmullo de la voz de ella le llamó la atención, de forma que levantó con fatiga los ojos para observarla, el corazón latiéndole ahora con fuerza. Ocho días de privaciones, allí colgado, le habían dejado débil y febril, de forma que no podía fiarse gran cosa de sus sentidos. Tal vez por eso, pese al manto y embozo de ella, y a que lo veía todo turbio, no tuvo de repente ninguna duda de que aquella libofenice tenía que ser su antigua esclava Oricena, a la que él había dado por ahogada.
Se esforzó por enfocar la vista, por distinguir algo de sus rasgos bajo el embozo, pero no llegó a distinguir nada y el momento de certeza comenzó a esfumarse, como un golpe de fiebre que viene y va. Ella, si de verdad era Oricena, no dio muestra alguna de haberle reconocido y él, a su vez, tampoco movió gesto, pese a que por dentro sus venas eran como torrentes desbordados. Behor Cutúa, al tiempo que se ajustaba el manto rojo, afirmó algo a lo que sus interlocutores respondieron asintiendo. Luego los tres se giraron para volverse por donde habían venido. El guardaespaldas se apartó a su vez con pereza del árbol. Arrojó un puñado de chinas al vacío. Observó durante un momento cómo caían abriéndose en abanico, antes de volverse a su vez para seguir a su jefe.
El griego se quedó mirando cómo se iban, aunque enseguida las rocas y la maleza los ocultaron a sus ojos. Se recostó con fatiga contra los barrotes, preguntándose de nuevo si sería de veras Oricena o si había sufrido un espejismo, fruto de las penalidades. Ladeando la cabeza, trató en vano de alcanzar con la mirada a Ardis, porque la jaula de este colgaba al otro extremo, con la de los guías de por medio. Acabó por desistir con un resuello, aunque no pudo ya sacarse todo aquello de la cabeza.
Behor Cutúa regresó a la mañana siguiente, esta vez acompañado por algunos de sus hombres, que se ocuparon de jalar de las jaulas para, tras abrirlas, ayudar a salir a sus debilitados inquilinos.
—¿Piensas hacernos luchar así? —le recriminó Xanto, al que el encierro no había suavizado el talante—. No te va a costar nada vencer al superviviente, granuja. Podrías derrotarnos ahora, a los cuatro a la vez, con una sola mano.
—Mira que tienes grande la boca. —El montañés se pasó los dedos por la barba, de buen humor—. Ocurre que he cambiado de opinión. Voy a devolveros la libertad y las armas, y ya no tendréis que luchar entre vosotros en el funeral.
—¿Cómo es eso?
—Me he hecho otra idea. Soy así. —Observó a los cuatro prisioneros; sucios, famélicos, con la piel ennegrecida y pelada por la solana—. Pero os pongo una condición: a cambio de la libertad, tendréis que buscar a Mantelor y matarle.
—¿Cómo? —Se miraron boquiabiertos los unos a los otros.
—Creo que al difunto le agradará más la sangre de su asesino que la vuestra. Así que, si aceptáis, seréis hombres libres. —Hizo una pausa para observarles—. ¿Y bien?
—Estoy de acuerdo —le faltó tiempo a Eutiques para asentir, secundado casi en el acto por los otros tres.
El bárbaro les contempló de hito en hito, antes de proseguir.
—Es un trato. Tengo vuestra palabra. Si faltáis a ella… —Dejó la frase en suspenso por un latido, para después alzar la palma de la mano como en juramento—. Si faltáis a ella, que mi maldición caiga sobre vosotros.
Hubo un momento. Luego, tras rebuscar bajo su manto rojo, sacó un pellejo de vino y, con un gesto, se lo lanzó.
Xanto, que fue el que lo cazó al vuelo, bebió con largueza antes de, con un suspiro satisfecho, tendérselo a los otros. Fue circulando de mano en mano hasta volver al montañés, que tampoco le hizo ascos a un buen trago.
—Mejor que el agua sola. ¿No? —Se echó a reír con fuerza, antes de volver a empinar la bota.
—Si hay que cortar el cuello a Mantelor —inquirió Xanto—, a mí me gustaría saber algo más de lo que ha pasado. O, al menos, a dónde ha ido y qué se supone que piensa hacer con la plata.
—No hay gran misterio en ello. —El montañés se enjugó los labios con la mano—. Ya te lo conté. Nuestros dos jefes se pusieron a discutir sobre qué hacer con la plata y acabaron dándose de puñaladas.
—Ya, ya. ¿Pero qué…?
—Calma, hombre. La intención de Mantelor, lo que quería, era ofrecérsela a Baubalud.
—¿Baubalud? ¿Baubalud el curandero?
—El mismo.
—¿Y para qué iba a querer Baubalud esa tablilla rota? Que yo sepa, no es ningún objeto mágico.
—Te equivocas. Lo es. Está cargada de magia mala. —Behor Cutúa dejó escapar un mal gesto—. Pero no son sus propiedades mágicas lo que más puede interesar a Baubalud. Ese Prolampo nos contó que el gran rey Argantonio custodiaba de manera celosa la plata. Ahora quiere recuperarla a toda costa y ha enviado a sus hombres a buscarla. Y eso para Baubalud es suficiente. Ya sabes cuánto odia a los tartesios. Los aborrece con toda su alma y, si ellos quieren tenerla, él hará cuanto esté en su mano para que no la consigan.
—Mucho espera sacar Mantelor de todo esto, si ha sido capaz de matar a su jefe hermano y abandonarlo todo.
Behor Cutúa le entregó el pellejo de vino, meneando la cabeza.
—Se emborracharon y se pelearon. No fue algo premeditado. En todo caso, hay una explicación sencilla. Mantelor desea a una de las hijas de Baubalud y supongo que pensará que, si le lleva este obsequio, conseguirá que se la entregue como esposa. Una historia tan vieja como los dioses o como estos mismos cerros.
—Empiezo a creer que sí, que hay algún tipo de magia en esa placa de plata —rezongó el lidio Ardis—. Porque si no, ¿cómo es posible que ese pedazo de metal atraiga a tantos idiotas, y todos de la misma clase?
—¿Qué dices, hombre? —le espetó con cierta aspereza el montañés, porque el otro había usado el jonio—. Cuando hables, hazlo de forma que yo te entienda.
—Decía que sin duda tienes razón. Esa plata ha sido tocada por los demonios. Allá por donde pasa, lo va sembrando todo de traición y muertes.
—Tú lo has dicho.
—¿Pero qué necesidad tenía Mantelor de todo esto? —insistió Xanto—. Es él quien está tocado por los demonios y no esa plata. ¿No podía enviar a los casamenteros a hablar con Baubalud, como todo el mundo, en vez de organizar todo este enredo?
—Ya lo hizo. Pero Baubalud no le tiene en mucho. Piensa que no es más que un jefecillo, por debajo de su rango, y despachó a sus enviados con palabras poco amables. Ya sabes los humos que tiene y el genio que se gasta.
El guía asintió mientras el montañés, de repente huraño, se contemplaba las palmas de las manos, encallecidas por el uso de las armas.
—Maldito gordo —gruñó de repente—. Si alguna vez llega a tratarme a mí de esa forma, soy capaz de quemarle el poblado.
—¿Y qué pensaba hacer él con la plata? —quiso saber luego Xanto.
Eutiques, que asistía sin abrir la boca a la conversación, tardó un instante en comprender que el guía se estaba refiriendo al segundo jefe, el que resultó muerto en la disputa. Y sólo entonces cayó en la cuenta de que, en ningún momento, Behor Cutúa había mencionado su nombre. Xanto parecía seguirle la corriente. Eutiques, como había traficado en tiempos por esas sierras y sabía lo inclinados que eran los indígenas a supersticiones y prohibiciones rituales, tampoco se extrañó tanto del hecho. Después de todo, como bien había dicho Behor Cutúa, los dos jefes habían obrado igual de mal peleando entre ellos y quizá por eso eludían ahora pronunciar su nombre.
—Él pensaba que lo mejor era vendérsela a los griegos o a los fenicios de la costa, al mejor postor.
—Más hubierais sacado.
—No sé qué decirte. Estoy recordando que poco antes de que todo esto ocurriera, un emisario de Totog, el jefe guerrero de Baubalud, vino y estuvo hablando con Mantelor. Pero en fin, nada de esto tiene ya remedio. —El montañés hizo una señal a sus hombres, que se habían mantenido hasta ese momento algo apartados—. Vamos, os sentaréis con nosotros a la mesa.
—Ah —aprobó el guía—. Sí. Será mejor que cobremos algo de fuerzas, si es que vamos a matar a Mantelor por ti.
—¡Eh! ¿Cómo? —saltó el otro, picado en su soberbia—. Yo no necesito que nadie mate por mí: si quiero ver a alguien muerto, yo mismo lo hago con estas manos. Yo, en este asunto, ni quito ni pongo. No intervine en la pelea por esa plata del diablo y ahora, sencillamente, dejo que el agua siga su curso…, así que no te vayas a equivocar.
Echaron todos a andar en dirección al santuario, pero no tardó el jefe serrano en retener a Eutiques por el codo, haciéndole rezagarse unos pasos.
—Dime, hombre, ¿qué es lo que hay entre vosotros dos?
—¿Entre qué dos? ¿De qué me hablas?
—No te hagas el tonto conmigo. ¿O es que no viste a la mujer que se acercó conmigo ayer hasta las jaulas?
—Claro que la vi.
—¿Y me vas a decir que no la conoces?
—¿Conocerla? ¡Y yo que sé! Pero si llevaba la cara tapada…
El montañés le miró a los ojos, dudando, mientras se acariciaba la gran barba negra. Caminaron unos pasos más, antes de que Eutiques, sin poder contenerse, le preguntara:
—¿Cuál es el nombre de esa mujer?
—Dice llamarse Oricena —repuso el otro, observándole expectante.
—Hubo una Oricena, hace no mucho tiempo —admitió entonces el griego, con un suspiro.
El bárbaro cabeceó por fin satisfecho, antes de volver a pasarse la mano por la barba.
—Es una chica muy lista —dijo—. Pero Behor Cutúa tampoco es ningún tonto.
Hubo un silencio mientras seguían andando.
—Si alguna vez te la encuentras, ya puedes darle las gracias —añadió al cabo.
Eutiques le dedicó una mirada de soslayo, sin atreverse a preguntar más. Su interlocutor, a su vez, también pareció conforme. Sólo más tarde el griego, sonsacando a los hombres del montañés, lograría averiguar que los libofenices del día anterior eran contrabandistas, gentes que daban salida, en los mercados de la costa, a los frutos de los robos y extorsiones de aquellos montañeses. Subían cada cierto tiempo a la sierra y, en cuanto a la mujer llamada Oricena, era la amante del jefe de la banda desde no hacía mucho tiempo, pero ya había ganado no poca influencia en sus decisiones.
Pero todo eso lo sabría más tarde, por lo que en esos momentos anduvo cabizbajo y perdido en suposiciones, hasta que Behor Cutúa, en un arranque de los suyos, le tiró la bota, obligándole a levantar las manos para atraparla al vuelo.
—Vamos, hombre —vociferó—, bebe y levanta ese ánimo. Estás vivo, libre y te espera una buena comilona. ¿Qué más puede uno desear?
—Saber que mañana también estará vivo, libre y con una buena comilona esperándole.
Behor Cutúa, de repente de muy buen humor, se echó a reír en forma estruendosa.