12
Guiado por Xanto, el segundo grupo abandonó el camino para adentrarse en el corazón de la sierra; un maremagno de riscos, barrancos y espesuras en el que aquellos griegos, poco amigos de alejarse de la costa, se hallaban más que a disgusto. En un terreno tan difícil como aquel, Xanto demostró por qué se le consideraba en Mainake el mejor de los guías, ya que tanto él como el libofenice tuvieron que esforzarse, yendo de un lado a otro en busca de pistas, mientras que Metacles, al ver que sabían lo que hacían, aceptaba todas sus sugerencias sin rechistar.
La marcha les resultaba penosa y lenta. El sol era deslumbrante, el calor abrasador, y el aire ardiente, alzándose en vaharadas, robaba hasta el aliento. Los hombres, desorientados en medio de ese laberinto rocoso, vigilaban sin cesar los alrededores, recelando de cada grieta, cada árbol, cada mata. Los rastros se desvanecían a menudo en aquellos suelos pedregosos, obligándoles a detenerse mientras los guías buscaban nuevas huellas. A veces les llevaba su tiempo y en más de una ocasión tuvieron que volver sobre sus pasos, pero siempre acababan por retomar la pista, frustrando así las esperanzas secretas de más de uno, que no pensaba más que en encontrar una excusa para regresar a Mainake.
Al segundo día, Xanto volvió de repente, brincando entre las rocas. A sus voces de aviso, los hombres se detuvieron a observarle, más de uno con envidia, porque aquel sujeto parecía incansable. Llevaba la túnica con soltura, con un hombro en claro para facilitar los movimientos; empuñaba un dardo en la diestra, mientras que con la zurda sujetaba manto y escudo, terciados sobre la espalda. La falcata le bailoteaba bajo la axila y los cabellos, muy rubios, chocaban de forma llamativa con la piel, renegrida por años al aire y el sol de la sierra.
Cruzó unas pocas palabras con Metacles, antes de, con un gesto, conminarles a seguirle hasta donde habían acampado sus perseguidos, sólo unas horas antes. El libofenice les esperaba allí, lanzando con despreocupación dos dardos al aire y volviéndolos a recoger, tal como haría un malabarista con sus palos. El lugar no podía ser más recóndito: una hendidura en la pared rocosa, cubierta en parte por salientes, y los restos de fogatas mostraban que era un lugar de acampada bastante habitual.
Pero lo que centró la atención de los griegos no fueron esas cenizas, ni los pedazos de cerámica rota, dispersos por todo el lugar, sino una estructura de madera situada al fondo de la grieta. Un armazón sólido de troncos sin desbastar, formado por dos postes verticales que sujetaban, a unos dos metros de altura, a un tercero horizontal. Bajo ese marco de madera había una hoguera, ya consumida, y del travesaño, sujetos de los talones por tiras de cuero, colgaban dos cadáveres desnudos y quemados.
Los cuerpos estaban medio carbonizados, sobre todo cabeza, torso y brazos, y una nube de moscas negras zumbaba frenética a su alrededor. Los griegos, asqueados, examinaron el tinglado de tortura, espantando a los insectos a manotazos. Flotaba un desagradable olor a carne quemada, mezclado ya con el tufo de la corrupción, lo que hizo que más de uno, tras un vistazo, se alejase.
No así Xanto, que, imperturbable, circundó despacio el dintel, antes de agacharse a examinar lo poco que quedaba de aquellos rostros. Escrutó un instante los rasgos ennegrecidos, los ojos blancos, los dientes descubiertos entre labios consumidos por las llamas.
—¿Quién de ellos es Prolampo?
—Es difícil decirlo, pero me parece que ninguno de los dos. —Metacles se quitó el casco, para pasar los dedos por entre el cabello, húmedo de sudor. Se acarició la barba, mientras echaba otra ojeada. Como cualquier griego de Mainake, había oído muchas historias acerca del trato que dispensaban los serranos a sus prisioneros—. Estaban vivos, ¿no?
—¿Cuando les quemaron? Sí, claro —asintió con gesto distraído—. Les cuelgan de los pies y encienden el fuego debajo; no muy vivo, para que puedan retorcerse y debatirse, intentando escapar de las llamas… la cosa puede durar mucho, mucho. Ahí está la gracia.
El alto Metacles miró de reojo a su enjuto interlocutor y en la punta de la lengua tuvo la pregunta de si, durante sus correrías por la sierra, había presenciado él mismo algo así. Pero no llegó a hacerla, porque no tenía suficiente confianza con él, así que se ocupó de temas más prácticos.
—¿Qué habrá sido de Prolampo?
—Antes de avisaros estuvimos rastreando un poco. —El guía señaló a la boca de la hendidura con su dardo—. Por lo que vimos, ya sospechaba yo que no había muerto. Los serranos, no sé por qué, se han dividido en dos grupos: uno grande y otro pequeño, de no más de media docena. Han tomado caminos distintos y, en el grande, hay huellas de un hombre con calzado griego.
—¿Y si le han matado? Uno de los montañeses podría haberse puesto sus sandalias.
—¿Dónde está entonces el cuerpo? No: la profundidad de las huellas es la misma de ayer, así que sigue calzándolas el mismo.
—¿Por qué habrían de perdonar la vida a Prolampo? —intervino Eutiques, que también estaba inspeccionando los cadáveres—. ¿Y por qué se han separado?
—Lo segundo no lo sé. —El guía descartó el asunto con un ademán—. Pero, respecto a Prolampo, no le han perdonado la vida. De momento no le han matado, que no es lo mismo.
Metacles, que no cesaba de agitar las manos, intentando en vano alejar a las moscas, boqueó al recibir una vaharada de mal olor.
—Salgamos de aquí. Esto apesta.
—¿Qué quieres? Con este calor… —Xanto se encogió de hombros.
Abandonaron la quebrada y, como de común acuerdo, se desparramaron a la sombra de árboles y rocas, siempre unos a la vista de otros. Metacles dio vueltas a su casco entre las manos.
—¿Quién tendrá la plata? ¿Los del grupo grande?
—Es de suponer. —Haciendo una pausa, Xanto manoseó su dardo—. Pero deja que vuelva a decirte algo: sigo pensando que lo mejor es dejar correr el asunto y volvernos.
—¿Volvernos? ¿Sin la plata? —Frunció el ceño—. Ni hablar.
—Pero Metacles —se quejó alguien—, si son más que nosotros y están en su terreno…
—Xanto conoce esto tan bien como ellos. Les seguiremos hasta darles alcance y, entonces, les atacaremos por sorpresa. —Paseó la mirada por los hombres, dispersos a la sombra, con ojos que echaban chispas—. Vamos a recuperar esa plata para Piripompo y, por supuesto, también le llevaremos a Prolampo, vivo o muerto.
Las expresiones eran de poco entusiasmo, pero nadie se animó a discutir. Eutiques y Ardis cruzaron de forma discreta una mirada, algunos suspiraron y Xanto mostró las palmas, con gesto de hastío. Metacles atusó la cimera del casco, para después calárselo, como dando por zanjado el tema, y se puso impetuoso en pie.
—Arriba, hombres. Xanto, guíanos.
‡ ‡ ‡
Durante otros dos días erraron por aquellos montes salvajes y casi sin sendas. Apenas vieron signos de vida humana, aunque, por consejo de Xanto, más de una vez dieron un rodeo para evitar poblados. De vez en cuando se topaban con una deidad local, esculpida en la piedra de las laderas, y los más supersticiosos hacían gestos para espantar el mal, porque aquellos dioses indígenas no podían serles sino hostiles.
De día, el calor era espantoso. Las aves planeaban entre los riscos, con graznidos que rebotaban de forma interminable a lo largo de los desfiladeros. Los ánimos se resentían de la caminata, del saberse en peligro constante, y más de una vez tuvo que intervenir Metacles para aplacar altercados que amenazaban con acabar en derramamiento de sangre.
Por eso, incluso los más tibios casi se alegraron cuando Xanto volvió para avisarles de que al fin habían dado con los bandidos. El libofenice y él los habían descubierto a unos mil quinientos pasos, en lo que parecía ser su madriguera: una especie de gruta que servía también como templo a un dios local.
Existían entre los pueblos de la sierra, al igual que entre sus parientes del llano, un sinfín de sociedades guerreras, de carácter sagrado y medio secreto. Muchos varones, llegados a la pubertad, ingresaban en alguna de ellas. Estaban formadas por hombres de distintas parentelas y contaban con caudillos electos, por lo que servían de contrapeso al poder de los jefes y senados tribales, además de ser un factor aglutinante entre los distintos linajes montañeses, harto amigos de las venganzas de sangre y las guerras familiares.
Según Xanto, aquel debía ser el santuario de una de esas sectas guerreras y allí tenían que encontrarse tanto Prolampo como la plata. Y, aunque Metacles se frotase las manos, satisfecho de que estuvieran ahí y no en una aldea, el guía no dejaba de mostrar su preocupación, porque no era asunto baladí el profanar el adoratorio de un dios local.
Algunos querían atacar la caverna al caer la noche y pasar a cuchillo a cuantos encontrasen, pero los guías se sonreían escépticos ante esos planes. No era tan fácil, argüían, que un grupo de hombres como el suyo pudiera deslizarse en la oscuridad sin ser descubiertos por los centinelas. El ruido alertaría a estos, el golpe fracasaría y, dada la desproporción de efectivos, se encontrarían en un serio aprieto.
En cambio, el plan de Xanto era atacar a plena luz del día. La caverna era en realidad un espacio situado bajo un enorme saliente de la pared rocosa, resguardado por arriba y con los lados abiertos al aire libre. Lo que él proponía era atacar por uno de esos flancos, por sorpresa, matando cuantos les hiciesen frente y, aprovechando la confusión, hacer huir al resto. De ninguna forma, insistía una y otra vez, había que acorralarles contra el fondo, porque entonces lucharían como fieras y la escaramuza podía acabar en desastre.
—Se trata de recuperar esa dichosa plata —alzó un dedo para recalcar las palabras—, no de morir en vano. Dejadles una vía de escape y la aprovecharán, y podremos matar a unos cuantos por la espalda, sin riesgos. Pero, si los arrinconáis, ¿quién sabe cómo puede acabar todo? Son guerreros natos y son más que nosotros.
Tras larga deliberación, y con no pocas dudas, Metacles acabó asumiendo aquellos puntos de vista y, sin perder más tiempo, emprendieron el camino del santuario. Lo hicieron en una formación algo más suelta, los unos a la vista de otros, sin hablar y tratando de hacer los menos ruidos posibles. Aquellos pagos eran de lo más abruptos y, de vez en cuando, alguien, en un mal paso, hacía correr un arroyo de guijarros cuesta abajo. Otras veces era algún animalejo, que se escabullía entre los matojos, o un ave que, asustada, alzaba de repente el vuelo, entre aleteos.
Los guías, que iban algo adelantados, volvieron de golpe, surgiendo entre la maleza. Por señas, les indicaron una línea de grandes rocas, veteadas de liquen, que se hallaba a unos pasos más allá. Los griegos se deslizaron hasta ellas para, con todas las precauciones, atisbar por encima. Del otro lado, el terreno bajaba y volvía a subir, hasta llegar a una pared de peñas y oquedades, que era dónde se situaba el templo.
Xanto se deslizó hasta donde se hallaba Metacles y, juntos, estudiaron la situación. Algunos les imitaron, en tanto que otros se sentaban a esperar, la espalda contra las piedras, aprovechando la sombra. El gran saliente pétreo estaba casi enfrente y, debajo del mismo, en una penumbra que no dejaba vislumbrar demasiados detalles, se podía ver bastante movimiento de gente.
—Están todos ahí: ahora es el momento. Iremos por ese lado, a la derecha, a cubierto de esos árboles. —Xanto se los mostró con el índice—. Nos acercaremos cuanto podamos, antes de atacarles. Yo os daré la señal.
—¿A qué ese rodeo? —quiso saber alguien, arriesgando una ojeada rápida.
En respuesta, el otro le indicó una de las peñas. Allí, en lo alto, se divisaba la figura de un centinela, acuclillado y con un dardo en cada mano, oteando con paciencia infinita las quebradas.
—Si no damos un rodeo —volvió a apuntarle—, nos verá y dará la alarma.
—Basta de charla —se impacientó Metacles—. Xanto sabe lo que hace. Vamos allá.
Se escabulleron cuesta abajo, las armas prestas y con toda clase de precauciones. Los dos guías volvieron a adelantarse, en prevención de algún encuentro fortuito, mientras Metacles azuzaba a los hombres con gestos enérgicos. Al poco, llegaron a los primeros árboles que, nudosos y retorcidos, crecían entre las rocas de la ladera.
Metacles, que iba a hacer señal de avanzar, se interrumpió a mitad del gesto, porque entre los troncos, algo más adelante, resonó de repente un gran grito. Los hombres se detuvieron, sobresaltados; muchos se revolvieron, blandiendo escudos y dardos, escudriñando los contornos y sin saber a qué atenerse. Hubo un instante de quietud. Luego, una gran bandada de pájaros alzó de forma estruendosa el vuelo a su derecha, en una súbita explosión de graznidos y aleteos.
—¡Vámonos de aquí! —rugió alguien, perdiendo los nervios.
Se arremolinaron, roto ya el silencio, pero apenas tuvieron tiempo de nada. Con un clamor tremendo, una horda de bárbaros pintarrajeados surgió tras los árboles y los peñascos de la cuesta para lanzar contra ellos una lluvia de dardos y piedras. Usaban pinturas de colores, tocados de plumas y crines, mantos rojos; aunque los griegos, al alzar los ojos, apenas pudieron ver otra cosa que un estallido de movimiento y color entre el verde y los marrones de la ladera.
Dos, tres hombres, se desplomaron chillando, con astiles de lanza vibrándoles en las carnes y, enseguida, entre el silbido de los proyectiles, los montañeses se les echaron encima. Desconcertados, los griegos cedieron en un instante. Sólo unos pocos, los más fieros y los más aturdidos, les hicieron frente, pero se vieron arrollados por el empuje de sus atacantes. El resto echó a correr cuesta abajo, gritando, en desorden total y más de uno, llevado por el pánico, tiró sus armas para huir más ligero.
Se produjo un combate tan rápido como desesperado en la arboleda y, en pocos instantes, casi todos los que plantaron cara habían caído, abrumados por el número de adversarios.
No ocurrió lo mismo con el forzudo Metacles. Al primero en acometerle, le asestó tal golpe de hacha que le mandó por los aires, de vuelta cuesta arriba. Al segundo le recibió sobre el escudo y, volteándole, le envió rodando cuesta abajo. Y luego aún, bramando, se arrojó sobre tres a la vez y los hizo retroceder, sin que ninguno de ellos escapase ileso del lance.
Los bárbaros se arremolinaban ya a su alrededor, gritando y blandiendo sus armas y sin que nadie, no obstante, se decidiese a atacarle. Entonces un hombrón alto, de barba larga y salvaje, se abrió paso a empujones. Apartó de muy malos modos a uno que se cruzó en su camino y, lanzando una mirada torva a sus compañeros, echó a un lado el manto rojo, en un gesto que tenía mucho de bravata.
Se evaluaron unos instantes mientras sopesaban las armas. El griego contempló a aquel bárbaro feroz y renegrido, desnudo a excepción de un holgado lienzo rojo, ceñido a las caderas, y un puñado de joyas de metales bruñidos. El montañés escudriñaba a su vez a ese extranjero alto y fornido, tocado con un casco de vistosa cimera. Después, como puestos de acuerdo, se acometieron a la vez.
Hubo un rápido cambio de golpes; el hierro de las hachas chirriaba al entrechocar y los escudos sonaban como gongos al recibir un golpe, entre el griterío de cuantos asistían al duelo. Luego los contendientes se apartaron sudorosos, pero, casi sin tomar aliento, Metacles volvió a la carga con un alarido retumbante. El bárbaro, cogido a contrapié, casi no tuvo tiempo de cubrirse y el hachazo del griego hundió su escudo pintado, derribándole con la fuerza del golpe.
El griego se le echó encima entonces, rugiendo, pero el montañés se hurtó como una culebra y, desde el suelo, lanzó un golpe en abanico que alcanzó la pierna de su enemigo, desjarretándole. Metacles se derrumbó de espaldas, aullando de dolor, y, antes de que pudiera reaccionar, el otro echó mano a su puñal y le acuchilló repetidas veces. Los gritos cesaron y el vencedor, incorporándose jadeante, aún se tomó unos latidos de descanso antes de, entre los vítores de sus amigos, recoger el hacha y decapitar al muerto de un solo golpe.
Mientras, Eutiques y Ardis estaban en apuros. Los dos compinches eran de los que habían preferido salir corriendo, pero, al percatarse de que cuesta abajo había montañeses apostados, y que alanceaban a los fugitivos, optaron por plantar cara y defenderse espalda contra espalda.
Por cuatro veces algunos enemigos, borrachos de victoria, les habían atacado en desorden, y en todas habían tenido que retroceder, maldiciendo y malparados. Tras el último encontronazo, los montañeses, enfriados, dudaban; pero acudieron más y se pusieron a discutir unos con otros, tan vehementemente que casi llegaron a las manos. Por fin, haciendo caso a los más prudentes, comenzaron a rodearles, manteniendo las distancias.
—Me parece que este sí que es el final del camino. —Eutiques se enjugó los labios al ver cómo sus enemigos, sin dejar de gritarse entre ellos, recogían piedras del suelo.
Los bárbaros se abrían para cerrar huecos en torno a aquellos dos. Ellos se liaron el manto a la cabeza, para protegerse de las pedradas. Un montañés adelantó un pie, sopesando con mirada aviesa el canto que tenía en la mano, y ellos estaban a punto de arrojarse a la desesperada contra sus enemigos, cuando un grito áspero les contuvo a todos.
El lidio y el griego, al volver la cabeza, vieron llegar al hombretón de barba salvaje y ojos ardientes. Llevaba el manto rojo echado al hombro, un hacha ensangrentada en la diestra y, con la zurda, sujetaba por los pelos una cabeza recién cortada. Los bárbaros se apartaban ante ese hombre impetuoso y Eutiques, al que ese rostro le era familiar de sus tiempos de traficante, se exprimió en vano la memoria.
—Rendíos ahora mismo —les conminó en el dialecto de la sierra, con una voz que llamaba la atención por lo profunda.
—¿Rendirnos? ¿Para qué? ¿Para que podáis asarnos a fuego lento? —El griego aún tuvo arrestos para echarse a reír, enarbolando su hacha—. Anda a buscarte la diversión en otra parte.
El montañés le contempló con el ceño fruncido y la cabeza algo ladeada, tratando de descifrar qué le había respondido; porque hacía años que Eutiques no visitaba la sierra y su pronunciación del dialecto debía de sonar de lo más extraña. Luego, al comprender, dejó escapar una sonrisa fiera.
—Rendíos y os daré la oportunidad de ganaros la libertad, con las armas en la mano.
—¿Y por qué íbamos a creerte?
—Aceptad mi palabra o morid ahora mismo. —El hombretón se encogió de hombros.
—Tú eres Behor Cutúa —le soltó Eutiques, reconociéndole de repente por tal gesto.
—Ese soy yo —admitió el otro con solemnidad.
El griego se pasó el dorso de la mano por la boca, mientras observaba a los bárbaros de manto rojo, que esperaban su decisión con piedras en las manos, antes de volverse hacia Ardis para buscar su consejo.
—Quizá nos espera una muerte horrible —dijo este último por lo bajo—. Pero yo soy partidario de dejar que las Parcas hilen un poquito más.
—Lo mismo opino —convino en el mismo tono, antes de alzar la voz—. Nos rendimos, Behor Cutúa.
—Esta es una buena espada. —El lidio Ardis enarboló su falcata—. Deja que la ponga en el suelo, en vez de tirarla.
—Hazlo, hombre —aceptó sonriente el bárbaro.
‡ ‡ ‡
Atados de manos, fueron conducidos al santuario de los montañeses, donde tampoco había tanto que ver, fuera de piedras cinceladas, pinturas en la roca, cerámicas y cestos, un foso de ofrendas y la deidad tutelar de la sociedad guerrera: una diosa de madera negra, del tamaño de un hombre grande, ubicada al fondo de esa especie de caverna, con un pequeño fuego ceremonial encendido a sus pies.
Como enseguida descubrieron, también habían sobrevivido los dos guías, capturados en la emboscada, así como otros tres griegos, todos ellos con heridas más o menos graves. Pero a estos últimos, casi de inmediato, les arrastraron ante la diosa negra, y, entre una algazara tremenda, los sacrificaron en su honor.
Eutiques, al ver que Behor Cutúa se acercaba a ellos, y temeroso de correr igual suerte, si no peor, se lo echó en cara.
—¿Esto es lo que vale tu palabra?
—A esos no les di ninguna —el bárbaro puso una mirada iracunda sobre los cuatro prisioneros, maniatados y de rodillas—, así que cuida la lengua, no vaya a ser que te la corten. No se rindieron, sino que les capturamos, lo mismo que a estos dos. —Señaló con el mentón a los guías, antes de encararse con uno de ellos—. ¿O digo mentira, Xanto?
El aludido cabeceó a desgana. Luego, como si no pudiera contenerse, levantó los ojos hasta encontrarlos con los de Behor Cutúa.
—Admito que me pillasteis completamente desprevenido. —Movió de nuevo la cabeza—. Sin embargo, tus hombres estaban aquí sólo un instante antes…, no entiendo cómo pudiste tender tan rápido la emboscada.
—Aquí no había más que un puñado de hombres. Pero les ordené que se movieran mucho y que se colocasen de distintas formas el manto, cada vez que entrasen o saliesen, para que pareciera que había muchos más.
—Buen truco —admitió el griego, agachando de nuevo la cabeza.
—Eres bueno, Xanto, pero Behor Cutúa —se golpeó con la mano abierta el pecho, haciéndolo resonar— es aún mejor.
Fue a sentarse en una piedra y dejó correr un tiempo, entretenido en pasarse los dedos por la barba espesa, sin dejar de estudiar a sus prisioneros.
—¿Qué cuenta pendiente tienes conmigo, Xanto, que andas persiguiéndome?
—¿Yo? Ninguna —sonrió de forma desganada—. A mí me pagaban por hacer de guía a esos de Mainake.
—Bueno. ¿Y ellos?
—Tenéis algo que consideran suyo: una placa de plata, con inscripciones, que está partida por medio…
Se detuvo, porque, a la mención de la tablilla, fue como si una nube negra pasase por el rostro del bárbaro.
—¡Ese objeto de demonios! —explotó congestionado—. ¡Ojalá la Mujer de la Noche lo hunda en lo más hondo de la tierra y ningún ojo humano lo vea más!
Los prisioneros se miraron unos a otros, estupefactos, mientras Behor Cutúa les contemplaba a su vez con el semblante ennegrecido por la furia.
—Si tanto te disgusta —se atrevió Eutiques al cabo—, dánosla. Nos la llevaremos lo más lejos posible y nunca sabrás más de ella.
—¡Ja! —El montañés le dirigió una sonrisa bastante salvaje—. De todas formas, no está aquí. La tiene Mantelor.
—No entiendo nada. —Xanto meneó la cabeza.
El bárbaro, repantigado sobre la roca, suspiró y, poniendo los codos sobre las rodillas, se inclinó adelante. Les observó un momento.
—Bueno —concedió—, entonces os lo voy a contar.
Hizo otra pausa, jugueteó con sus pulseras de oro macizo y, poniendo los ojos a lo lejos, en el paisaje montañoso que se divisaba más allá de la abertura, comenzó a hablar.
Esa banda era, en efecto, la que había atacado a los tartesios en el camino de Mainake, matando a todos, excepto a dos de ellos y a un griego que les acompañaba. Los primeros fueron algo después asesinados, pero el tercero —que, como había viajado un poco por la zona, chapurreaba el idioma local— tenía algo que podía interesar a los jefes de la banda.
Estos, que eran dos, habían escuchado con el mayor interés la historia de la placa quebrada. Más tarde, sentados ante una hoguera, habían estado calculando qué hacer con ella y cuánto sacarle. Y, como el vino iba de mano en mano y los ánimos estaban exacerbados por el asalto y la tortura al fuego de los mercaderes, casi sin darse cuenta habían comenzado a discutir, cada vez con mayor violencia, hasta acabar batiéndose a puñal a la luz de las llamas, en un duelo que había costado la vida de uno de ellos.
—Ya sabéis cómo son estas cosas. La sangre se calienta y… —Behor Cutúa cabeceó con amargura, dejando la frase en el aire.
El vencedor había mirado aturdido el cadáver de su hermano de sangre, y luego el puñal enrojecido en su propia mano, casi preguntándose qué había pasado, pero ya nada tenía remedio. La mayoría de sus hombres se habían apartado con horror de él, porque dentro de aquellas sectas guerreras se establecían vínculos sagrados entre sus miembros y el hecho de que uno vertiese de esa forma la sangre de otro resultaba tan atroz como hacerlo con la de un pariente.
A la mañana siguiente había partido, llevándose la plata y acompañado por algunos hombres leales, así como por el griego Prolampo. El resto, dirigido por Behor Cutúa —un guerrero con renombre en la sierra, que desdeñaba sin embargo el cargo de caudillo— había vuelto al santuario de su diosa tutelar, cargando con el cadáver del jefe muerto.
—Ese Prolampo tiene a los dioses malos de su parte —rezongó Xanto—. Pero ¿por qué les hicisteis el favor de despistarnos con ese cambio de calzado?
—¿De qué me estás hablando, hombre?
—Alguien de los tuyos cambió sus sandalias con Prolampo: un buen truco, porque tengo que reconocer que consiguió engañarnos por completo.
Behor Cutúa le miró de hito en hito, con el ceño fruncido, antes de llamar a su lado, con gesto brusco, a uno de los lugartenientes.
—A ver: búscame ahora mismo a uno que lleve puestas las sandalias del griego. Tráemelo aquí en cuanto lo encuentres.
El otro, aunque le miró de reojo, se fue a cumplir el encargo sin decir esta boca es mía. No tuvieron que esperar mucho, porque al poco volvió acompañado de uno de los guerreros, un hombre —calculó Eutiques— de igual peso y altura que Prolampo.
—Bueno, bueno —le interpeló con expresión tormentosa Behor Cutúa—. ¿Cómo es que llevas las sandalias del griego, hombre?
—Las cambiamos.
—Ya. ¿Y cómo fue eso? ¿Te lo pidió y tú aceptaste así, por las buenas?
—Es que me dio un eslabón de oro… —Bastante intimidado, rebuscó en su bolsa hasta encontrarlo—. Mira, mira; este es.
—Pero vamos a ver, hombre. ¿No te chocó que un prisionero tuviera un eslabón de oro y te lo diese por cambiar con él de calzado?
El otro agachó la cabeza y, farfullando, removió los pies. Eutiques comprendió que no debía de ser hombre de muchas luces. Behor Cutúa lo estuvo contemplando con muy mala cara, sin dejar de sobarse la gran barba.
—Tenías que ser tú —inspiró de forma sonora—. Desde luego, no serías más tonto ni aunque hubieras nacido de culo —hizo luego un gesto de aburrimiento—. Anda, vete.
Se quedó después como ensimismado, toqueteando sus pulseras de oro, antes de volver a dirigirse a los prisioneros.
—No sé si Prolampo tiene suerte o no; pero de lo que no tengo duda es de que es hombre de recursos. Consiguió a base de labia que Mantelor le liberase y el truco este de las sandalias me suena a cosa suya. Mantelor es bueno con las armas en la mano, pero —y aquí abrió con desprecio las manos— no tiene mucho en la cabeza.
—¿Qué piensas hacer con nosotros? —Se atrevió a preguntar Eutiques—. Dijiste que nos darías una oportunidad de ser libres.
—Lo dije y os la daré, y también a vosotros —añadió, dirigiéndose a los guías, antes de señalar a sus espaldas, a un cadáver depositado a la diestra de la diosa negra—. Era un jefe y, aunque se peleó con Mantelor, y a mi juicio es tan sacrílego como él, hemos de darle unos funerales dignos de su condición. Os batiréis en el funeral, para honrar su memoria, hasta que de los cuatro sólo quede uno.
—¿Y ese? —quiso saber Xanto.
—Tendrá que luchar conmigo, cara a cara y en igualdad de condiciones —respondió con soltura el bárbaro—. Si consigue matarme, quedará en libertad.