11
Sin más tardanza, Piripompo mandó llamar a todos cuantos le debían algo. Y así, mientras sus esclavos iban por toda la ciudad, aporreando puertas en mitad de la noche, el viejo Pleistodoro se ocupaba de levantar a los invitados y, luego de ponerles en antecedentes, armarlos a costa del dueño. Sin poder ahorrarse la zumba, el factótum había contemplado con una media sonrisa aquella colección de rostros abotargados, ojos enrojecidos, gestos hoscos, antes de apostillar:
—Bueno, amigos: pudiera haber alguno que, después de haber estado medrando en la generosidad del amo, se sienta ahora reacio y esté tentado de escabullirse. —Sonrió, al tiempo que se acariciaba con la punta de los dedos la barba blanca—. De ser así, yo, en su lugar, no me limitaría a quedarme tan tranquilo en Mainake, sino que pondría por medio cuanta mar o tierra pudiese. —Volvió a sonreír ante las expresiones, de repente cautas, que aparecieron en los rostros de algunos de sus oyentes—. He de advertir, a quienes no lo sepan, que Piripompo es un hombre bastante desmedido, tanto en la amistad como en la enemistad; como sin duda va a descubrir ese ingrato de Prolampo cuando le atrapéis.
De esa forma, una banda de correligionarios, clientes, parásitos y esclavos de Piripompo fue a descolgarse en plena noche por los muros de la ciudad, mientras los guardias, asomados al pretil, movían la cabeza ante lo diverso de los personajes y la disparidad de armamentos. Al pie de la muralla les aguardaban Ardis y dos guías libofenices, llamados estos últimos a instancias de Xanto. Enseguida, bordeando por las tapias del barrio indígena, cogieron el camino de caravanas que llevaba tierra adentro.
La luna, muy grande y amarilla, aún colgaba sobre el mar y, a su resplandor, acometieron a buen paso la subida. En aquellos pagos, la sierra llegaba casi al mar, conformando una costa pétrea y salvaje, rota por las vegas de ríos monteses —largas, estrechas, feraces—, donde se asentaba la población indígena, además de no pocos colonos fenicios y griegos.
Los libofenices, que se conocían al dedillo la ruta, iban adelantados para prevenir emboscadas, volviendo de tanto en cuanto a consultar con Xanto, que iba arriba y abajo del grupo, tratando de que nadie se rezagase. Este último tuvo enseguida una agarrada con Metacles, un sujeto de buena familia al que Piripompo había confiado el mando de esa turba. Metacles, todo un atleta, acuciaba a sus hombres, mientras Xanto no dejaba de reprocharle que, a ese paso, estarían demasiado agotados cuando llegase la hora de luchar.
—¿Pero no te das cuenta de que estamos ganando terreno? —mascullaba—. ¿No sabes que llevan porteadores? ¿Cuánto crees que pueden recorrer hombres cargados con fardos? Maldición, podemos alcanzarles sin necesidad de llegar con la lengua fuera.
—¡Bah! —A la luz descolorida de la luna, Metacles agitaba la cabeza, flameando la cimera del casco como las crines de un caballo impetuoso—. Si consiguen llegar al primer puesto tartesio, podemos dar la plata por perdida.
—¡Qué tontería! —se impacientó Xanto. Su interlocutor aludía a las fortalezas y poblaciones controladas por los tartesios que, todo a lo largo de esa ruta, servían de parador a las caravanas, así como de punto de comercio con las tribus de la sierra—. Los puestos se sitúan de forma que cubren jornadas o puntos estratégicos, y los mercaderes pueden ir haciendo noche en ellos. Pero estos han salido por la tarde y van a tener que acampar al raso.
—¡Estúpido! Aún nos sacan ventaja. Buscarán la protección de los suyos y los tartesios, desde luego, no nos van a entregar la tablilla, ni a Prolampo.
—¡El estúpido lo serás tú! ¡A ver si os molestáis alguna vez en fijaros en lo que sucede más allá de vuestras murallas! Así sabríais más de vuestros vecinos y sacaríais quizá más provecho. Los puestos tartesios están al mando de nobles, pobres o de poca monta, es cierto, pero nobles al fin y al cabo. Si esos a los que perseguimos se confiasen a uno de ellos, este se apoderaría del pacto para ganarse él los honores. Ellos, como sólo son mercaderes, no podrían impedírselo y sólo sacarían una pequeña recompensa… No creo que corran tantos riesgos por tan poco. De lo contrario, no habrían salido así de Mainake.
Así anduvieron, entre palabras gruesas, amenazas mutuas, promesas de ajustar luego las cuentas e intentos de los demás por aplacarlos, hasta que Metacles aceptó a disgusto reducir algo el paso.
Pero poco después, al ocultarse la luna, tuvieron un segundo altercado, igual de desabrido. Porque Metacles era partidario de seguir al resplandor de las teas, mientras que Xanto aducía que, aparte de peligroso, esas luces pondrían sobre aviso a todos los montañeses de la vecindad. Y eso, en esos días, con bandas de guerreros recorriendo la sierra, en abierta revuelta contra el poder tartesio, no era otra cosa sino locura. Siguieron discutiendo un trecho, de muy malos modos, mientras a su alrededor los hombres tropezaban y maldecían en las tinieblas, hasta que Metacles, aunque hirviendo de rabia, se atuvo a las razones del guía.
Se detuvieron a descansar al borde de la senda, en completa oscuridad. Los más curtidos echaron una cabezada, mientras el resto se arrebujaba tiritando en sus ropajes, porque soplaba el viento cortante de la sierra, silbando y aullando entre las peñas. Miles de estrellas palpitaban sobre sus cabezas y, en la negrura, se intuían las formas masivas de los riscos, a ambos lados del camino. Xanto y los libofenices montaban guardia y, aparte del viento, el ulular de los búhos y algún crujido ocasional, producido por los durmientes, el silencio era completo.
Así transcurrieron unas pocas horas y, apenas hubo un resquicio de claridad, Metacles se incorporó de un salto, despertando a todos con voces destempladas y, en apenas nada, reanudaron la marcha.
Amanecía claro y limpio, con un cielo despejado, y si a esa primera hora el aire era frío, enseguida comenzaría a apretar el calor. La ruta serpenteaba por un terreno agreste y despoblado, hecho de roquedales, peñascos y árboles que se aferraban a cualquier grieta, colgando sobre las cabezas de los viajeros. A veces, una vuelta del camino les permitía mirar atrás: a la falda de los montes, la costa rocosa, las playas blancas y el mar al fondo, azul y dorado. Y, asomándose al borde de los despeñaderos, en alguna ocasión llegaban a divisar, ya muy lejos, los muros, los templos, las casas, los barcos de Mainake, y más de uno se preguntaba entonces, con un punto de desazón, si volvería a pisar aquellas calles.
Cada cual se había armado a su gusto, porque en Mainake, como en cualquier colonia, abundaban los grandes depósitos de armas. Y, si bien los hombres de sentido común habían optado por armamentos ligeros, los había que caminaban bajo el peso de corazas, grebas, cascos, hoplones, bañados en sudor y resollando como bueyes. A esos, Xanto les azuzaba de palabra, preocupado de que alguno se rezagase.
—Nos vigilan: hay montañeses al acecho. —El curtido guía señalaba con el dardo hacia los peñascales y las espesuras colgantes que flanqueaban el camino—. Están ahí, esperando una ocasión. Si alguien se para a descansar, morirá. Eso es lo que hacen, atacar como lobos a cualquiera que, por una u otra causa, se aparta o se queda atrás.
Multitud de aves revoloteaban entre las peñas. Los buitres, desde lo alto de los riscos, abrían sus grandes alas y levantaban vuelo, aprovechando las corrientes de aire cálido. Alzando los ojos, los hombres les veían trazar amplios círculos en el azul de lo alto, y se preguntaban si eso sería buen o mal augurio. Y precisamente sobre el vuelo de esos buitres fue sobre lo que Xanto llamó la atención de Metacles, un poco después.
—¿Ves cómo acuden y dan vueltas por allá? —Se los mostró, apuntando con el dardo—. Me apuesto lo que quieras a que hay carroña camino adelante.
—Es verdad. —El otro se echó algo atrás, hacia la nuca, su casco de gran cimera—. Manda a indagar a uno de los guías.
—Ya lo he hecho.
Siguieron todavía un trecho, ahora aún más alertas, con las armas listas y ojeadas recelosas a la rocalla y la maleza circundantes. El libofenice volvió a la carrera, agitando los dardos que empuñaba en cada mano y dando grandes voces. Xanto salió de forma apresurada a su encuentro. Cambiaron unas pocas palabras rápidas.
—Los mercaderes están ahí, a pocos pasos. —El griego se encaró con sus compatriotas—. Les han asaltado y están todos muertos.
—¡Vamos! —Se arrancó el impetuoso Metacles.
—¿A qué apurarse, hombre? —El guía se pasó los dedos por entre la barba rubia—. ¿No te digo que están bien muertos?
—Acerquémonos con cuidado —medió Eutiques, más que nada para evitar que se desatase una nueva disputa entre esos dos—. No sea que repitan la emboscada con nosotros.
Reanudaron la andadura, ahora en una formación más apretada, por si hubiera que luchar de un momento a otro y, al cabo de unos doscientos pasos, tras una curva, el libofenice pudo enseñarles el escenario de la matanza.
En aquel punto, las peñas retrocedían y la cuesta se rellanaba, formando una especie de pequeño anfiteatro natural, muy cerca del camino. Era evidente que los tartesios se habían detenido a pernoctar en ese lugar, y que allí les habían sorprendido los bandidos montañeses. Había un par de fogatas, ya apagadas, y los muertos yacían muy cerca, en un corto radio. Los cadáveres estaban completamente desnudos, les habían cortado la cabeza, como trofeo, y también los genitales, a modo de humillación.
Tras deliberar de forma breve, Xanto y los dos libofenices se lanzaron como hurones en busca de rastros, mientras el resto deambulaba por entre aquella carnicería. Dejando a unos y otros, el lidio Ardis se dirigió al borde del anfiteatro, a la umbría, allá donde el agua de un manantial resbalaba susurrando por la roca. Eutiques se reunió con él.
—¿Sabes? —El griego se refrescó el rostro—. Empiezo a pensar que de veras hay una maldición sobre esa tablilla.
El otro dejó escapar una de sus sonrisas, antes de beber un sorbo de agua helada, recogida en el hueco de las manos.
—¿De qué te ríes, hombre? Para haber sido sacerdote, a veces resultas un tipo de lo más descreído.
—He viajado mucho y he estado muy lejos, buscando… —El lidio agitó la cabeza calva, poniendo los ojos en el otro lado del circo rocoso—. Tú sabes que he pagado sin rechistar el precio de la iniciación, un precio que no es nada barato. Por eso, muchas veces, soy tan escéptico…, porque yo sé.
—Entonces no crees que…
—Lo que yo creo es que no hay necesidad de buscar explicaciones complicadas cuando se tiene una sencilla a mano. Es verdad que, allá donde va, esa plata siembra la traición, la desgracia y la muerte. Pero ¿no sucede así con todo lo valioso o —y aquí dejó escapar una sonrisa taimada— con lo que la gente cree que es valioso? Si hay alguna maldición, esa está en la codicia de la gente, que les vuelve locos, Eutiques, y no en la plata.
Ahora fue el griego quien no dijo nada. El lidio comenzó a juguetear con un dardo, haciéndolo redoblar suavemente sobre su escudo, pequeño y redondo. Al poco, se arrancó a canturrear entre dientes, al ritmo del tamborileo, en una lengua que Eutiques no pudo, no ya entender, sino ni siquiera identificar. Luego, se detuvo bruscamente.
—Ahí viene Xanto.
Al levantar la cabeza, Eutiques vio a los tres guías, que llegaban saltando entre las rocas. Los griegos se arracimaron en su torno, expectantes.
—Es un grupo grande, desde luego —anunció lacónico Xanto—. Llevan a tres prisioneros consigo y uno de ellos pudiera ser ese Prolampo; por lo menos, eso me hace pensar la huella de sus sandalias, que son de tipo griego. Pero tampoco puedo jurar nada: ya ves —dijo eso volviéndose hacia Metacles— que les han robado todo y es posible que él también esté muerto y uno de los montañeses se haya calzado sus sandalias.
—No, no —se opuso alguien—, tiene que ser Prolampo. He estado mirando y estoy casi seguro de que ninguno de esos cadáveres es el suyo.
—Pues no perdamos más tiempo. —Metacles se abrió paso a través de los hombres como un toro entre las olas. Se caló el casco de gran cimera—. Tienen la plata y Prolampo les acompaña. Vamos tras ellos. Xanto, guíanos.
Se desató una marejada de protestas y objeciones. Xanto meneó la cabeza.
—¿No has oído lo que te he dicho antes? Nos superan en número y están en su terreno.
—También tú lo estás. ¿O no dicen de ti que te conoces estos montes como la palma de tu mano? Guíanos y, cuando les demos alcance, ya veremos.
—¿Así de fácil?
—Yo no he dicho nada de fácil. Pero le prometí a Piripompo, que es como un padre para mí, que recuperaría esa plata y volvería con Prolampo, vivo o muerto. Y estoy dispuesto a cumplir mi palabra, cueste lo que cueste. —Encarándose con los otros, sacudió la cabeza, haciendo arremolinarse la cimera de crines—. En cuanto a vosotros, todos, de una u otra forma, estáis en deuda con Piripompo. En los buenos días aceptasteis su favor y ahora estáis obligados a corresponderle. Y, el que no quiera hacerlo por gratitud, que lo haga por miedo. Ya sabéis cómo las gasta él con quienes le disgustan.
—Oye, Metacles. —Xanto se le llevó un poco aparte, blando un poco la voz—. ¿Te emperras en perseguir esa plata? Bien, pero por lo menos dividamos el grupo en dos: en uno de ellos pondremos a los que no nos sirvan y les mandaremos de vuelta a Mainake…
—¡No!
—¡Asno! —El guía comenzaba ya a acalorarse—. Pero mira a ese, o a ese otro. ¿De qué sirven excepto de estorbo? Hay que andar por terreno abrupto, por entre barrancos y malezas. Debemos escoger sólo a los que nos sean útiles y deshacernos del resto.
Tras un intervalo de silencio, su interlocutor inspiró con fuerza y asintió muy despacio, a regañadientes. Entre ambos, fueron descartando a los demasiado viejos, a los débiles y a los que, a simple vista, estaban muy bajos de forma. Luego aún hicieron intercambiar a algunos las armas y, como había quienes agobiaban con protestas a Metacles, como moscones en su redor, diciendo que estaban agotados, sin fuerzas, y pidiéndole que les incorporase al grupo de regreso, aquel acabó explotando.
—¿Pero aquí quién manda? —rugió—. Yo ya he elegido quiénes irán en cada grupo. Sin embargo, el que quiera volverse por su cuenta, que lo haga. Pero lo dicho. —Les apuntó con el dedo, exasperado—. Piripompo no es de los que pasa por alto cierto tipo de desaires.
A pesar de todo eso, más de uno, al final, con ojos gachos y arrastrando los pies, prefirió unirse a los que se volvían. Metacles les observó apretando el puño sobre el asta del dardo, pero no hizo amago alguno en su dirección.
—Déjalos. Estamos mejor sin ellos —le consoló Xanto, meneando la cabeza ante el cuadro que formaba aquel grupo—. Si no tienes inconveniente, voy a mandar que les acompañe uno de los dos libofenices.
—¿Para qué? —se opuso, huraño—. Sólo tienen que seguir el camino: no creo que vayan a perderse.
—Hay muchos sitios propicios a una emboscada y, sin un guía que los conozca, dudo mucho que logren llegar a Mainake. La verdad, Metacles, es que no quisiera tener la sangre de esa gente sobre mí; al menos, no sin una buena razón…, no quiero que ningún espíritu vengativo venga a rondar mi puerta, al caer la noche, pegando aullidos.
—No digas esas cosas.
—Aparte de que, si esos hombres mueren, eso no traerá más que disgusto a Piripompo. Y a ti también. Bastantes de ellos son ciudadanos de la propia Mainake y no creo que sus magistrados se crucen de brazos ante una matanza…
—Basta, basta. De acuerdo. Que uno de esos dos les acompañe.
De esa forma, el grupo se escindió y algo más de la mitad de sus integrantes se volvió a la costa. Se despidieron con voces y gestos algo exagerados, y hubo quien los estuvo mirando hasta que desaparecieron de vista, con no poca envidia. Mucho más tarde, se enterarían de que, en efecto, los rapaces montañeses, a la vista de lo débiles que eran, así como de la riqueza en armas que portaban, les habían atacado a lo largo de la ruta, acosándoles con dardos y pedradas. Cuantos fueron quedando tan heridos que no podían continuar, fueron siendo abandonados, y los serranos les asesinaron y despojaron de hasta el último lienzo de tela.
Pero eso estaba aún por suceder y los que se quedaban todavía tardarían en saberlo. Mientras les contemplaban alejarse, alguien llamó la atención de Xanto.
—¿No vamos a hacer nada con estos muertos? —inquirió, señalando los cuerpos mutilados de los tartesios.
—No.
—Son bárbaros, pero…
—Nosotros nada tenemos que ver con su muerte. Además, vamos a perseguir a sus matadores. Los espíritus de estos muertos no tienen nada que reprocharnos y, si derramamos la sangre de sus asesinos, estarán contentos —mostró la palma de la mano, dando por zanjado el asunto, antes de volverse hacia Metacles—. Por mí, cuando quieras.
—Pues andando.