10

Sólo un par de días después de aquel encuentro a pie de playa, Eutiques recibió un aviso de Piripompo en el que le urgía a reunirse con él. Fue ya al ocaso y el corintio, que se encontraba en esos momentos en un festín, apartó en el acto su corona de vides para acudir sin demora a casa de su benefactor. Suponía que algo extraordinario debía de haber ocurrido, ya que Piripompo, al margen de aquellos famosos banquetes que celebraba a veces, llevaba la vida ordenada de un mercader, se acostaba pronto y despachaba todos sus asuntos antes del mediodía.

En cuanto Eutiques pisó la casa, le salió al encuentro el viejo Pleistodoro, hombre de confianza del dueño, para llevarle hasta él. Se encontraba en la azotea, lugar al que solía subir este a esas horas para disfrutar del aire fresco que se levantaba con el ocaso. El sol se había puesto ya tras la sierra, las sombras eran grandes y espesas, y él cielo, de rojos y violetas que viraban hacia el negro, iba encendiéndose poco a poco de estrellas.

—Eutiques —le anunció con mesura el mercader, que estaba sentado en la casi oscuridad, con una copa de vino entre las manos—. Mis agentes han confirmado la historia que nos contaron el otro día. Hay, en efecto, tres enviados de los tartesios que recorren el país libofenice, dispuestos a recuperar los tesoros del túmulo al precio que sea, mejor si es pagando que a punta de armas. Y buscan la placa de plata y también andan preguntando por ti.

—¿Y? —Como no le invitaban a sentarse, se apoyó en su bastón largo.

—No tardarán en llegar a Mainake.

—Y no se irán sin la placa. —Eutiques, amigo de cazar las ocasiones al vuelo, no perdió la oportunidad que se le brindaba—. No debes demorar más tu decisión. Es tiempo de actuar, Piripompo, antes de que…

Se interrumpió, porque el anfitrión había alzado una mano entre las sombras.

—Por desgracia, tenemos ahora un problema más grave e inmediato. —Suspiró—. Me han robado el pacto de plata, Eutiques. Delante de mis narices, en mi misma casa.

El corintio se quedó de piedra. Se acarició la barba y, tras aguardar unos momentos, viendo que el otro no añadía nada, acabó por preguntar:

—¿Cómo ha ocurrido tal cosa?

—Ha sido Prolampo —aclaró sólo entonces el mercader, con voz estrangulada.

—¿Cómo?

—¡Prolampo! —rugió de repente el anfitrión, perdida la máscara de calma, de forma que hizo dar un brinco a su visitante. Arrojó rabioso la copa, que se rompió en mil pedazos contra una esquina de la azotea—. ¡Prolampo! ¡Él! ¡Maldito canalla!

Eutiques apartó inquieto los ojos de su rostro, que ahora se retorcía entre dos luces con una cólera insensata, mientras seguía barbotando maldiciones.

—¡Así me ha pagado la hospitalidad! ¡Robándome! ¡Cuando le ponga la mano encima…! —Hizo un esfuerzo por serenarse, tal vez al advertir la mirada del otro—. Le están buscando, porque tiene que estar aún aquí. Desde el mediodía, no ha salido ningún barco, y el robo ha tenido lugar esta misma tarde.

—Yo no estaría tan seguro de que siga en Mainake. Piensa que hay otras posibilidades. —El corintio se acarició la barba—. Tengo un buen amigo en el barrio indígena y quizá sepa algo. Y, si no lo sabe, podrá averiguarlo. Si te parece, me voy a hablar ahora mismo con él.

—Te lo agradezco. —El mercader se removió en la oscuridad—. Las puertas ya están cerradas, pero eso se puede arreglar.

—Lo sé. No es necesario que hagas nada. Me voy ahora mismo extramuros —concluyó, notando que acababa de crecer mucho en la estima del mercader.

—Aguarda, hombre, que te vamos a buscar a alguien que te acompañe —le contuvo Piripompo, quien, pese a sus manías, era un hombre en general sensato—. Si vas solo, lo único que conseguirás es que te den una paliza o algo peor, y que te roben hasta las barbas.

Uno de los mayores temores de los focenses de Mainake era a un posible golpe de mano desde tierra, sobre todo por la zona rayana con la ciudad indígena, donde las chozas llegaban casi al pie de la muralla. Por eso siempre había muchos guardias a las puertas y estas se cerraban al ocaso. De noche, brillaban fogatas y teas en lo alto de los muros, mientras que hombres armados hasta los dientes patrullaban sin cesar los parapetos, atentos a movimientos sospechosos abajo.

Pero todo eso no quería decir ni mucho menos que fuese imposible salir o entrar luego de la caída del sol. Siempre había quienes —viajeros rezagados, juerguistas, prostitutas indígenas— necesitaban cruzar tras la hora de cierre, dificultad que se allanaba mediante sogas y una buena propina a los guardias.

A Eutiques no le costó nada ajustar un precio para él y sus dos acompañantes, dos esclavos de Piripompo que esgrimían buenos garrotes. Mientras los soldados lanzaban las cuerdas, él se asomó al borde para contemplar el barrio indígena, ya callado y sumido en sombras. En la periferia del mismo, se veía sin embargo resplandor rojo de llamas y hasta sus oídos llegaba música y algarabía.

—¿Qué pasa ahí? ¿Es que hay fiesta? —le preguntó a uno de los guardias.

Este se volvió un momento para observar el reflejo de los fuegos que dibujaba, negro contra el temblor del rojo, las siluetas de las cabañas.

—Como todas las lunas llenas. —Agitó la cabeza, tocada con casco cónico, antes de dar un tirón tentativo a la cuerda—. Ya podéis bajar. Cuando volváis, dadnos una voz y os subiremos. Si traéis mujeres, tendréis que pagar aparte. Y que no vengan hombres, bárbaros, se entiende, porque no les dejaremos pasar.

Ya abajo, uno de los esclavos encendió una antorcha y se aventuraron en las tinieblas del barrio, yendo hacia el resplandor de las hogueras, que se agitaba por encima de las techumbres de cañizo.

En las afueras del poblado, junto al muro de adobe indígena, habían dispuesto un gran círculo de hogueras y, en su interior, una multitud bailaba una danza suelta y muy movida. Brincaban, giraban y, en un lateral, músicos casi desnudos batían toda clase de tambores, soplaban flautas, hacían resonar carracas y crótalos, o redoblaban palos de diversa longitud. Y, fuera del ruedo de fogatas, se agolpaba una muchedumbre aún mayor, batiendo palmas o sencillamente mirando. Aunque no había verdadera diferencia entre unos y otros, porque a cada momento alguien se anima a participar o, cansado, salía resollando del baile.

Allí no había estatuas de dioses ni altares, y aquella danza misma resultaba una mezcolanza de sagrado y profano. La gente bebía, conversaba, reía, y Eutiques pudo ver a más de un griego allí. Aunque casi todos eran libofenices: garbosos, aceitunados de piel, con una gracia natural en los gestos, ligeros de ropa, cargados de joyas bruñidas y con los hierros desnudos metidos en la faja.

Anduvo de acá para allá, buscando a Ardis, porque suponía que estaría en ese descampado y no en su choza. Y no se equivocaba, ya que al poco pudo verle un poco aparte, echando la buenaventura a un par de mujeres. Se inclinaba sobre la tierra parda, ciñendo un lienzo amarillo a modo de falda, con sus dos largos puñales en la cintura y los amuletos balanceándose sobre su pecho desnudo. A intervalos, lanzaba un puñado de huesecillos al aire, antes de inclinarse e interpretar su disposición, mientras las dos mujeres reían.

Esperó hasta el final de la sesión y, haciendo aguardar a los dos esclavos, se llevó a su viejo compinche a un lado, al tiempo que las dos mujeres se alejaban ya, comentando los vaticinios. El lidio casi no cambió de gesto al saber lo ocurrido. Se limitó a agitar con párpados entornados la cabeza calva, dejando aletear las yemas de los dedos sobre los pomos de sus cuchillos.

—Lo que yo me pregunto, Ardis, es: ¿para qué puede querer robar alguien como Prolampo el pacto de plata?

—Para venderlo y no precisamente por lo que pueda valer la plata de la que está hecho.

—Eso es. —Se permitió un guiño de astucia—. Ahí quería yo llegar. ¿Y a quién acudirías tú, en su lugar, con la placa? A alguien que tuviese mucho interés en obtenerlo; alguien que pudiese y quisiese pagar mucho por ella. Alguien con el que, además, pudieses ponerte fácilmente en contacto.

El otro, los brazos cruzados sobre el pecho, asintió lentamente.

—Ya: a los tartesios.

—No creo que Prolampo trate de salir de Mainake por mar, sino por tierra. Quizá no está en la ciudad, como piensan, sino escondido en alguna de estas chozas. —Abarcó con la mano la aglomeración de cabañas a oscuras, tras el muro de adobe—. En esto es en lo que me puedes ayudar.

—Voy a preguntar por ahí. Conozco a más de uno que parece no tener otra cosa que hacer que enterarse de todos los chismes. Y no deben de andar muy lejos.

—Te espero aquí mismo.

El lidio desapareció entre el gentío. Eutiques se entretuvo dando paseos cortos a la luz de las llamas, parándose a ratos para mirar el tumultuoso baile de la luna. Hacía mucho calor, apenas soplaba aire y el retumbar de los tambores parecía llenar la oscuridad. El olor a cuerpos apretujados era muy fuerte y las pavesas incandescentes saltaban en torbellinos de las fogatas. El bullicio era apabullante y muchos allí estaban más o menos borrachos. Se entretuvo en contemplarles, porque aquellos libofenices eran de veras una raza agraciada, amante de los colores llamativos y las joyas.

Por fin regresó el lidio como se había marchado, apareciendo de repente entre el gentío arremolinado.

—¿Ya? Poco has tardado.

—No te creas que me ha salido barato, pero ha merecido la pena. —Cogiéndole de forma familiar por el codo, le arrastró consigo hasta casi el borde de la luz, lejos de posibles oyentes—. Ese Prolampo ya no está en Mainake, Se ha marchado esta tarde por el camino de tierra.

—¡Cómo! —Eutiques, que lo último que esperaba escuchar era eso, golpeó de forma impulsiva el suelo con su báculo—. ¿Pero cómo es posible? ¿Es que se ha ido solo?

—No. Tampoco andabas tan descaminado en tus suposiciones. Se ha marchado con una pequeña caravana tartesia, que es la que ha llamado la atención de la gente; porque su salida ha sido cualquier cosa menos normal —sin ningún motivo en concreto, echó una ojeada en torno—. Esta noche los tartesios bailan también en su isla, en honor de la luna. Ya sabes que esa tradición es para ellos tan sagrada como para esta gente —abarcó con un ademán a los juerguistas que les rodeaban—, aunque mucho más formal en su caso. Por eso una partida así, tan de repente, resulta tan extraña.

—Porque tienen la plata y estaban todos compinchados. Prolampo debió de ponerse de acuerdo con ellos, antes de robar la placa. —Se pasó la mano por la frente—. ¿Cuántos van en esa caravana?

—Apenas una veintena de hombres, contando guardias y porteadores.

—Sí que es pequeña.

—Y más ahora, con la sierra llena de bandas guerreras, rebeldes a Argantonio. Lo normal era que hubiesen esperado hasta que se reuniese un grupo mayor. Además, han salido ya por la tarde, cuando lo suyo es hacerlo de mañana y cubrir etapas, para ir haciendo noche en los enclaves controlados por los tartesios.

—¿Pero cómo es posible que nadie en Mainake se haya dado cuenta de lo raro que resulta todo eso?

—Los griegos no prestáis demasiada atención a lo que nacen las demás gentes. —Al resplandor cambiante de las llamas, dejó escapar una sonrisa desabrida—. Además, Prolampo ha salido de la ciudad a solas y se ha reunido después con los caravaneros, ya al pie del camino.

—No hay más que hablar. —El corintio volvió a remover el polvo con su bastón—. Ese filósofo de pega lo tenía ya hablado con ellos. En cuanto ha tenido ocasión, ha robado el pacto y todos juntos han puesto tierra por medio. Seguro que esperan que Argantonio les cubra de riquezas.

—Por lo menos con su peso en plata —asintió—. Y si cruzan la sierra…, a ver quién se atreve a presentarse en país tartesio, a reclamarles algo que, después de todo, es suyo.

—Me voy a casa de Piripompo. —Eutiques movió los hombros, como quien se sacude la inacción—. No sé qué medidas piensa tomar ese hombre, pero, por si acaso, estate donde te pueda localizar que, si se organiza algo, ya me encargaré yo de que tomes parte en ello.

—El baile dura hasta el alba. Andaré por aquí, sacándome algo con la lectura de las suertes. Después, estaré en mi choza.

‡ ‡ ‡

El mercader aún estaba en la azotea de su casa, en compañía de su factótum Pleistodoro; aunque ahora habían encendido un par de lámparas, mitigando en parte la oscuridad. Eutiques, sin perder tiempo en zalemas, le informó de todo.

—¡Claro que hay que perseguirles! —Aporreó la mesilla que les separaba, haciendo bailotear la vajilla, mientras las luces temblaban. Con un gesto brusco, le invitó a sentarse—. Si no lo hacemos, podemos dar por perdido el pacto y todo lo que él significa —bufó, rabioso—. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

—Si me permites —terció con tacto el viejo Pleistodoro—. Están tus invitados, que son no pocos y, muchos de ellos, jóvenes y aguerridos… y todos dispuestos a lo que sea por la causa griega —añadió con cierta sorna, que el dueño de la casa prefirió ignorar.

—No conocen la sierra, ni la ruta —objetó—. Prolampo y los tartesios tendrán guías, llevan ventaja y, en estas condiciones, no harán sino aumentarla. Nunca los cogerán.

—No tiene por qué ser así. No, si Xanto acepta hacer de guía para los nuestros.

—¡Xanto! —El mercader dio un brinco, derramando parte del vino—. ¿Es que ese descastado está en Mainake?

—Si no, está, yo sé de uno que me ha mentido.

—¿A qué esperas, hombre? Que venga ahora mismo a verme.

—¿Y si estuviera acostado? La hora…

—¡Qué se levante! —Volvió a golpear la mesa, está vez a mano abierta, con fuerte sonido, tan imperioso como un déspota oriental.

Encogiéndose de hombros, Pleistodoro se fue a cumplir el encargo. Oyeron durante unos instantes resonar su báculo, al golpear el suelo de la terraza y las escaleras. Luego, todo quedó en silencio. Piripompo y Eutiques aguardaron sentados en silencio, sumidos en la penumbra amarilla de las lámparas. Al cabo, el primero avanzó el cuerpo con brusquedad para coger la jarra y llenar a rebosar una copa, para tendérsela después a su invitado.

—Bebe mientras esperamos.

No hubo más palabras, volvieron a reclinarse en sus divanes. La noche era calma, despejada y un calor sofocante colgaba como una losa sobre los tejados. El corintio, al dar el primer sorbo, se percató de que el vino era fuerte y espeso, con muy poca agua. Según lo paladeaba, se sonrió para sus adentros, notando la paradoja, porque, por otras veces, sospechaba que, en el fondo, a Piripompo como más le gustaba el vino era así, casi sin aguar, tal como lo bebían los bárbaros.

Al recordar lo que le había dicho Ardis sobre la fiesta lunar de los tartesios, se asomó al mar, ya que estaban sentados casi al borde de la terraza. Pero la casa de Piripompo no estaba en línea con el islote, otros edificios tapaban la vista y no pudo distinguir nada. Con la imaginación, se pintó una escena de grandes hogueras, lámparas encendidas y tambores redoblando, mientras los bailarines enmascarados evolucionaban entre el revuelo de pavesas, interpretando danzas que sus sacerdotes decían que eran tan viejas como el mundo.

Pero enseguida apartó tales imágenes y, reclinándose de nuevo, volvió a abismarse en el vino. Al cabo de cierto tiempo, sin mediar palabra, su anfitrión le rellenó la copa.

Por fin, tras una espera que —en la oscuridad, el calor, el silencio— a Eutiques se le hizo casi interminable, Pleistodoro regresó, anunciándose por anticipado con el golpeteo del báculo. Le acompañaba un personaje que, a la escasa luz de las lámparas, parecía de talante huraño, flaco y magro. Un hombre de edad incierta, renegrido por el sol y con el cabello tan rubio que resultaba casi blanco. Su manto se veía viejo y raído y, terciada a la espalda, con la empuñadura asomando bajo la axila, a la griega, llevaba una espada falcata de factura indígena.

—Gracias por honrar mi casa, Xanto —le recibió sin levantarse el mercader, con un tono que desmentía la bienvenida de las palabras—. Bueno, espero poder llamarte aún así. ¿O has cambiado ya tu nombre griego por algún otro bárbaro?

—¿Has hecho que me molesten a estas horas para preguntarme tonterías? —El recién llegado apoyó su peso sobre el pie izquierdo para adoptar una postura que tenía mucho de desdén.

—No. Se trata de algo mucho más importante.

—Ya está informado —intervino Pleistodoro—. Yo mismo se lo he contado mientras veníamos.

—¿Por qué has hecho eso? No es algo de lo que uno deba ir hablando por ahí, con el primero que pasa, a la ligera.

—Te pido perdón —el viejo factótum manoseó su báculo, impertérrito—, pero supuse que era más importante ganar tiempo.

—Ah, es cierto: has hecho bien, como siempre. —Su patrón desarrugó un tanto el ceño, antes de encararse otra vez con Xanto—. Entonces, ya conoces cuán importante es todo esto.

—Por supuesto que conozco lo importante que es: nada en absoluto.

Hubo un momento de silencio pero, en contra de lo que temía Eutiques, Piripompo no explotó. Echando mano a su copa, dio un trago reposado y se tomó su tiempo antes de replicar.

—¿Esa es tu opinión? —dijo con suavidad—. Bueno, pero somos unos cuantos los que pensamos que esa plata es muy importan té y que no debemos dejar que se nos escape de las manos.

—Allá cada cual…, pero ¿qué tiene que ver todo esto conmigo?

—Como si no lo supieras, farsante. No hay griego que conozca como tú la sierra: quiero que hagas de guía a un grupo de persecución. Hay que recuperar ese pacto a cualquier precio.

—¿Un grupo de…? —sonrió lleno de desprecio—. ¿Con quiénes lo vas a formar? ¿Con esos bribones a los que das techo?

—Vuelvo a decirte que tus opiniones no me interesan lo más mínimo. Lo que yo quiero de ti es saber si vas o no a guiarlos.

Xanto descansó la zurda sobre el pomo de su espada, que le asomaba bajo el sobaco, mientras con la diestra se acariciaba la barba rubia, como sopesando la propuesta. Eutiques, reclinado entre las sombras, le contempló con interés, porque ya en su época de traficante por el interior había oído hablar acerca de aquel Xanto. Un griego que vivía desde hacía años entre los bárbaros, hablaba a la perfección sus lenguas, era respetado por sus jefes y hechiceros, y tenía un par de esposas entre ellos. Un personaje que tenía un algo de leyenda en la sierra, pero al que hasta entonces nunca había tenido ocasión de ver.

El guía cambió el peso de pie y Eutiques volvió a observarle, dando casi por supuesto que iba a declinar con alguna respuesta hiriente y preguntándose cómo reaccionaría Piripompo. Pero se equivocaba.

—Muy bien —aceptó, aunque con otra mueca desdeñosa—. Vamos a divertirnos: si esos gandules son capaces de formar una partida, cosa que hasta dudo, yo estoy dispuesto a hacer de explorador para ellos.