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Sólo al final de la batalla, los observadores fenicios, que hasta ese momento habían guardado una distancia prudente, apostados en lo alto de un cerro próximo, se atrevieron a bajar al campo. Había armas de bronce y hierro por todas partes, así como gran número de cadáveres traspasados por lanzas. Los cuervos acudían ya a posarse en los muertos, entre graznidos, y el viento arrastraba torbellinos de hojas muertas, agitando los mantos de los guerreros tartesios. A veces alguna ráfaga llegaba desde el sur, llenando el aire de aromas marinos.

Los árboles se mecían susurrando, nubes de lluvia, oscuras e hirvientes, volaban por el cielo de la tarde y se veía pasar a las formaciones de aves contra el azul, aleteando rumbo a África. Los vencedores danzaban y gritaban entre los herbazales pisoteados, y los había que despojaban ya a los caídos mientras personajes lúgubres de mantos blancos y rostros pintarrajeados recorrían el campo con hachas entre las manos, dando el golpe de gracia a los moribundos.

Los fenicios iban de un lado a otro, atentos a los detalles y comentando entre ellos, rodeados siempre de sus mercenarios griegos. Unos pocos grupos de vencidos aguantaban obstinados al borde del campo de batalla, blandiendo armas con gran griterío. Pero eso no era más que un gesto final de los últimos, los más fieros, antes de retirarse. Porque habían sido derrotados en combate, sus fuerzas estaban dispersas e incluso su caudillo había caído. Y nada de eso tenía ya remedio.

Casi todos los fenicios allí presentes procedían de Tiro, la gloriosa, y habían querido conocer la forma de guerrear de los pueblos del lejano Occidente. Y si algunos, testigos de tremendas batallas en Asia, movían la cabeza al comparar a esos ejércitos tribales con la infantería, los arqueros, los carros de los imperios orientales, otros quedaron impresionados ante el colorido y la furia desplegada en la batalla. Ni unos ni otros, empero, habían sabido ver más allá de la vorágine de bailes, desafíos y luchas, ni descifrar el maremágnum de guerreros que avanzaban y retrocedían sin cesar, como las olas, entre gritos y agitar de hierros.

Pero no así Magón. Nativo de Gadir, había navegado por esas costas y recorrido los caminos del interior. Hablaba las lenguas indígenas, estaba familiarizado con sus costumbres y pocos fenicios como él, pese a su juventud, conocían tan bien la madeja política del imperio tartesio. Había acompañado a los tirios hasta el campo de batalla, tanto para hacerles de guía como por servir a su ciudad natal, y allí donde ellos no vieron sino torbellino y confusión, él había leído tan claro como un augur en las entrañas de las víctimas.

Había seguido de lejos la batalla, como un halcón atento, estudiando las maniobras de los distintos contingentes tribales, así como las actitudes de los reyezuelos y los jefes presentes. Había ponderado su entusiasmo o la falta de él, el brío con el que habían entrado en liza o la facilidad con que cedieron ante el enemigo. Porque todo eso eran como las señales del clima, signos que podían servir a los fenicios de Gadir para navegar las turbulentas aguas de la política indígena.

Caminando junto a los demás, con su manto estampado y su gorro cónico, había dejado ir los ojos por el campo, sin rumbo, y, viendo la cosecha de cadáveres y las columnas de prisioneros maniatados, no pudo ahorrarse un gesto de suficiencia.

—Ved. Los tartesios han vencido y nosotros teníamos razón.

—¿Razón? —Varios de los tirios se revolvieron, picados; porque ellos habían hecho lo imposible para que los gaditanos apoyasen a los rebeldes—. Si Gadir hubiera hecho algo, puede que esta batalla hubiera tenido un final distinto.

Magón se encogió de hombros. Cierto era que los fenicios habrían ganado mucho con un descalabro del imperio tartesio y, por tanto, del aflojar de ese control férreo que ejercía sobre las minas y el comercio con el interior. Replicó:

—Quizás. ¿Pero qué pasa con los riesgos?

—Sin riesgos no hay ganancia.

—Ya. —Se acarició la barba, espesa y muy negra—. Pero, como ya se os ha explicado mil veces, tomar partido por los rebeldes era apostar con la existencia misma de Gadir. Jugárselo todo por ganar un poco más. Y eso es una locura. Nuestras relaciones con Tartessos son complicadas y ya tontea bastante Argantonio con los griegos, sin necesidad de que apoyemos con nuestros barcos y soldados a sus enemigos.

—Sin embargo, opinamos que…

—Conocemos de sobra vuestra opinión. Pero los ancianos tomaron en su momento una decisión y ya está todo hecho.

Señaló con la diestra a los muertos, zanjando la discusión con escasa cortesía. Pero es que Magón no sentía gran aprecio por hombres como esos, dispuestos siempre a arriesgarse con vidas y bienes ajenos. Hastiado de todo aquello, volvió de nuevo la mirada al campo ensangrentado.

Sus ojos fueron vagando entre matas rotas y cuerpos caídos hasta fijarse, de lejos, en un hombre de cabellos blancos y fastuoso manto rojo, al que rodeaba una muchedumbre de guerreros armados hasta los dientes. Por donde pasaba, los hombres se volvían y le aclamaban con delirio, al tiempo que jefes y reyezuelos acudían ligeros a postrarse a sus pies, para recibir su bendición.

—Argantonio —anunció el gaditano, ahora solemne—. Miradle, mirad bien para que podáis decir, de vuelta a Tiro, que habéis visto con vuestros propios ojos al rey de Occidente.

Todos se detuvieron para contemplar callados cómo aquel hombre legendario vagaba entre los muertos, con el manto rojo alborotado por el aire de la tarde. A veces se paraba ante los muertos apilados e incluso removía con su báculo, como si buscase a alguien en concreto. Magón, desde tan lejos, comprendió enseguida a quién andaba buscando; aunque, por antipatía, nada explicó de todo eso a sus compañeros.

Porque había sido en aquella parte del campo donde, viendo la batalla apurada y que sus aliados cedían y se retiraban con sus contingentes guerreros, el caudillo de los rebeldes había empuñado sus armas para lanzarse en persona al combate, en un esfuerzo por cambiar el signo de la lucha. Allí había muerto y no solo, porque gran número de hombres habían caído a su lado y muchos otros lo habían hecho después, tratando de rescatar su cadáver.

Por eso a los tartesios les costó encontrar el cuerpo, tapado por muertos caídos los unos sobre los otros. Sin embargo, tras tanto buscar, cuando por fin los nobles de su guardia pudieron mostrárselo con un gran clamor, el amo de Tartessos tan sólo se apoyó en su báculo y, acariciándose la barba, estuvo contemplando en silencio el rostro de su enemigo.

Una nube negra cruzó entonces por delante del sol y todo se volvió oscuro de repente. Muchos alzaron la vista y no pocos quisieron ver algún tipo de señal en aquel suceso. Pero luego el cielo se abrió, el sol de última tarde lo barnizó todo de reflejos melancólicos, oro viejo, fue como si no hubiera pasado nada y casi todos lo olvidaron. Argantonio, como el que espanta algún mal sueño, se volvió hacia sus guardias.

—No le dejéis ahí tirado, como si fuese un cualquiera.

Los hombres se apresuraron a fabricar unas andas con lanzas y escudos, y a depositar sobre ellas el cuerpo manchado de polvo y sangre. El viejo rey le echó otra larga ojeada, aún apoyado en su báculo.

—Soltad a los prisioneros. La guerra ha acabado. Que cada cual vuelva a su casa.

—¿Y sus jefes?

—Dejadlos ir a todos sin excepción, y que se lleven a sus muertos para darles una sepultura decente.

—Pero tanta generosidad, amo, es como invitarles a nuevas revueltas —objetó uno de sus consejeros.

—Para rebelarse, no necesitan excusa alguna. —Sonrió sin humor—. No podemos impedir que los jefes se alcen en armas, así que hagamos más fácil que las depongan ante la derrota. Si los degollamos o los vendemos a los fenicios, la próxima vez lucharán como fieras, hasta el último hombre.

—Pero hay que imponerles un castigo o se tomarán esto como muestra de debilidad.

—Matar no es el único castigo. Tampoco con frecuencia el mejor. Subid los impuestos a los magnates y poblados rebeldes, y multad a las sociedades guerreras que hayan luchado contra nosotros. Eso sí: si alguno se resiste a pagar, que no os tiemble la mano.

—¿Y él, amo? —Uno de los guerreros de la escolta señaló con su espada al cadáver que yacía sobre las andas.

—Confiscad todos sus bienes. Que se respete la vida de sus parientes, todos. Desde este momento están bajo mi protección y pobre del que toque a alguno de ellos. Sin embargo, se les dispersará entre otras familias, de forma que aquí se acabe su linaje.

Hizo una pausa muy larga, siempre apoyado en su báculo, para contemplar de nuevo al cadáver.

—En cuanto a él, enterradle como al grande que fue. Pero lo mismo que aquí acaba su estirpe, desde este momento carece también de nombre. Yo se lo quito. A eso le condeno. —Dio la espalda al cadáver y ese simple acto fue, a ojos de los presentes, como una maldición irrevocable—. Que no falte de nada en su tumba: ni armas, ni joyas, ni comida. Pero ni imágenes suyas ni inscripciones. De hoy en adelante, si alguien se atreve a pronunciar su nombre, no importa quién sea o por qué, matadle en el acto.