Capítulo XII

El día quedó grabado en su memoria como una larga extensión de horas sin sentido: callejones sin salida que conducían a un agónico muro de indolencia.

Por la tarde recordó que había prometido salir a cenar fuera e ir a la ópera. Al principio pensó que el contacto con la vida le resultaría insoportable; luego no se atrevió a encerrarse a solas con su desdicha, y por último se dejó arrastrar por el curso de los acontecimientos, franqueando la mecánica rutina del día sin mucha conciencia de lo que estaba sucediendo.

Con el crepúsculo, cuando iba a sentarse en la salita, llegó el periódico de la tarde y, al echarle un vistazo por encima, tropezó con un párrafo que parecía impreso en unos caracteres más llamativos que el resto. El titular decía «El Nuevo Museo de Escultura», y debajo pudo leer:

«Los artistas y arquitectos seleccionados para continuar en el concurso de proyectos para el nuevo museo comenzarán sus sesiones el lunes, y mañana es el último día para enviar los diseños al comité. El concurso ha despertado un enorme interés, ya que tanto el eminente lugar elegido para ubicar el nuevo edificio, como la suma excepcionalmente alta que el Ayuntamiento ha aprobado para su construcción, constituyen una plataforma poco habitual para poner de manifiesto las nuevas destrezas arquitectónicas».

Ella se recostó, cerrando los ojos. Era como si un reloj hubiera sonado, ruidosa e inexorablemente, para marcar una hora irrecuperable. Se vio invadida de repente por un vivo deseo de ir a buscar a Dick para dejarse caer de rodillas ante él y rogarle. Se trataba de una de esas obsesiones ante las que el cuerpo debe fortalecer los músculos, y la mente las ideas. En una ocasión incluso llegó a levantarse con la intención de pedir un taxi pero, una vez más, volvió a contenerse, con la respiración agitada como después de una pelea, aferrándose a los brazos de su sillón para poder seguir sentada.

—Todo lo que puedo hacer es continuar esperándole. Esperándole… —se oyó decir, y sus palabras dieron paso a los sollozos.

Finalmente subió a cambiarse para la cena. Una apariencia fantasmal le devolvía la mirada desde el espejo del tocador. Observó cómo aquella visión iba ejecutando las mecánicas labores del aseo, vistiéndose sin necesitar, al parecer, ayuda alguna por su parte. Cada pequeño movimiento resultaba excesivo para el confuso estado de su mente: cuando habló con su criada su voz sonó extraordinariamente alta. Su casa nunca había estado tan silenciosa. Aunque… ¡Un momento! Sí. Había padecido aquel mismo silencio en una ocasión, cuando Dick, en sus días de escuela, cayó enfermo y ella pasó la noche decisiva en vela, a su lado. El silencio había sido entonces igual de profundo e igual de terrible. Mientras terminaba de vestirse pudo ver, allí, ante ella, el dormitorio de su hijo, la cama en la que dormía, su cabeza inquieta hundida en la almohada, sus habituales pecas sobre su tan abatido y extraño rostro. Aquella podía ser la vigilia de su muerte. Los médicos le habían dicho que debía estar preparada. Y, en medio de todo aquel silencio, su alma había luchado por su hijo; su amor se había elevado sobre él como un par de alas. Su abundante, odiosa e inútil vida había hecho lo imposible para introducirse en las vacías venas del niño. Y había tenido éxito. Ella le había salvado. Había vertido su vida en él y, al día siguiente, en lugar de aquella extraña criatura a la que había velado durante toda la noche, pudo estrechar por fin a su propio hijo contra su pecho.

Entonces le pareció que aquella había sido la noche más terrible de su vida, pero ahora comprendía que se trató en realidad de una de esas agonías enriquecedoras, y que una pasión semejante renace cuatro veces de sus cenizas. No habría podido soportar esta nueva vigilia a solas. Debía huir de su estéril desamparo, refugiarse en otras vidas hasta recuperar el valor suficiente para enfrentarse a la suya. En la ópera, con las luces del primer entreacto, al mirar a su alrededor embargada por el helado dolor de su desdicha, se preguntó cómo era posible que los demás pudieran hablar y sonreír y mostrarse indiferentes. Y fue entonces cuando le pareció que toda aquella vibrante animación se concentraba directamente en el rostro de Clemence Verney. La señorita Verney estaba sentada enfrente, en la primera fila de un palco lleno de gente, un palco cuyo fondo forrado de negro se movía y reorganizaba continuamente. La señora Peyton sintió un estremecimiento de cólera al ver el radiante y despreocupado aspecto de la joven. Olvidó que también ella estaba hablando, sonriendo y tendiéndole la mano a los recién llegados en una estudiada parodia de la vida, mientras su auténtico yo seguía interpretando su propia tragedia entre bastidores. Entonces se le ocurrió que para Clemence Verney aquella situación no era ninguna tragedia. Según los cálculos de la joven, el éxito de Dick estaba prácticamente asegurado y, para ella, el único desastre imaginable era el fracaso.

La señora Peyton tuvo la impresión durante toda la velada de que se enfrentaba a alguien que, con su explícita actitud adversa, estaba negándole sus propios sentimientos. El espacio existente entre ella y la joven pareció desaparecer, la multitud que había entre ambas pareció dispersarse, hasta que se hallaron cara a cara y a solas, confinadas en la celda de su enemistad mortal. Finalmente, la sensación de humillación y de derrota se le hizo insoportable a la señora Peyton. La joven parecía oponerse abiertamente a ella con la insolencia de la victoria. Estaba allí sentada como el símbolo visible de su naufragio. Era mejor, después de todo, estar sola en casa con sus pensamientos.

Mientras se alejaba de la ópera, pensó en ese otro posible desvelo, el de Dick, tan sólo unas calles más allá. Se preguntaba si habría terminado el trabajo, si le habría puesto ya el punto final. Y como si le tuviera allí delante, firmando su pacto con el diablo en la soledad de la noche conspiradora, se vio arrastrada por un impulso incontrolable. Debía acercarse en el coche hasta su ventana y comprobar si aún había luz. No subiría, no se atrevería a hacerlo, pero al menos pasaría cerca de él, compartiría su vigilia sin dejarse ver, y se asomaría al borde de sus pensamientos. Bajó la ventana y le dio la dirección al cochero.

El alto edificio de oficinas se erguía silencioso y oscuro, pero lo cierto era que, mientras se aproximaba, pudo ver allí arriba una luz procedente de las tan conocidas ventanas. El corazón le dio un vuelco y el reflejo de aquella luz nadó entre sus lágrimas. El coche se detuvo pero ella se quedó sentada, inmóvil, durante unos minutos. El cochero se inclinó entonces para preguntarle si debía seguir conduciendo y, aunque ella intentó pronunciar un sí, sus labios se negaron a hacerlo y negó con un movimiento de cabeza. Él siguió observándola algo perplejo y, por fin, ante aquella actitud interrogante, le resultó imposible seguir allí, paralizada, por lo que abrió la puerta y salió. También resultaba imposible quedarse de pie en la acera, así que comenzó a andar y sus pasos la llevaron hasta la puerta del edificio. Buscó a tientas el timbre y llamó, todavía sintiéndose un poco responsable ante el cochero por la forma en que había ido encadenando sus pequeños avances, y poco después el vigilante nocturno abrió la puerta, retirándose sorprendido ante la rutilante aparición que había surgido ante él. Al reconocer a la señora Peyton, a quien había visto en el edificio durante el día, intentó adaptarse a la situación balbuceando una vaga disculpa.

—He venido a ver si mi hijo todavía está aquí —dijo ella titubeante.

—Sí, señora. Está aquí. Ha pasado aquí casi todas las noches últimamente, hasta después de las doce.

—¿Y está el señor Gill con él?

—No. El señor Gill se fue casi inmediatamente después de que yo llegara esta tarde.

Ella elevó la mirada hacia la cavernosa oscuridad de las escaleras.

—¿Cree usted que estará él solo allí arriba?

—Sí, señora. Sé que está solo porque he visto que los demás se marcharon un poco más tarde que el señor Gill.

Kate alzó la cabeza rápidamente.

—Entonces subiré a verle —dijo.

Al parecer, al vigilante no le pareció conveniente hacer ningún comentario acerca de un proceder tan poco habitual, y ella se internó en la oscuridad al instante, como un pájaro nocturno revolotea entre las vigas del techo, trémula y crepitante. Había diez tramos de escalera, y en cada uno de ellos tuvo que detenerse porque le faltaba el aire al respirar. Sólo si se ponía las manos sobre el corazón lograba aliviar en cierto modo el peso que sentía en el pecho, y así pudo seguir subiendo, más y más arriba, dejando a sus pies el gran edificio oscuro con sus interminables pisos de puertas mudas y pasillos misteriosos. Por fin llegó a la planta de Dick, y allí vio una luz que brillaba por debajo de su puerta. Se apoyó en la pared, con la sensación de que le faltaba el aire y de que el silencio le latía de forma estridente en los oídos. A pesar de haber llegado hasta allí, todavía no era demasiado tarde para darse la vuelta. Se asomó a las escaleras, dejando que sus ojos se sumergieran en la oscuridad de las profundidades, y pudo apreciar allí abajo una única y muy tenue luz procedente de la lamparilla del vigilante. Entonces se dio la vuelta, y avanzó sigilosa hacia la puerta de su hijo.

Delante de la puerta se detuvo brevemente y volvió a prestar atención, intentando captar, a través del intenso zumbido de sus propios latidos, cualquier ruido que pudiera llegarle desde el interior. Pero el silencio era absoluto. Parecía que la oficina estaba vacía. Pegó la cara a la puerta, haciendo un gran esfuerzo por oír algo. Sabía que él nunca permanecía mucho tiempo sentado cuando estaba trabajando, y le parecía inexplicable no escuchar sus inquietos pasos en torno a la mesa de dibujo. Por un momento pensó que tal vez estuviera dormido, pero lo cierto era que no le resultaba nada fácil conciliar el sueño tras un prolongado esfuerzo mental. Recordaba perfectamente las largas horas de intranquilos paseos por su habitación después de haber regresado de su trabajo nocturno en la oficina.

Empezó a temer que pudiera estar enfermo. Un nervioso temblor se apoderó de ella, y entonces puso la mano en el picaporte, susurrando: «¡Dick!».

Un susurro que sonó muy alto en medio de todo aquel silencio. No obstante, no hubo respuesta y, tras una pausa, volvió a decir su nombre. Con cada nueva llamada el silencio parecía hacerse más profundo: se cerraba en torno a ella, tenebroso e impenetrable. Su corazón se estremecía en breves latidos sobresaltados. Un solo segundo más, y se pondría a chillar. Respiró profundamente, y accionó el picaporte.

La habitación exterior, la oficina privada de Dick, con su alfombra roja y sus bonitas sillas, mostraba a la luz de la lámpara una agradable y deshabitada quietud. La última vez que visitó aquel lugar, Darrow y Clemence Verney estaban también allí, y ella había observado sus movimientos mientras permanecía sentada cerca de la tetera. Se detuvo un momento. Había percibido un sonido procedente de un poco más allá, y cruzó sigilosamente la habitación caminando por la alfombra. Luego empujó la puerta batiente, y se detuvo en el umbral del taller. Allí las lámparas de gas formaban un apagado círculo de luz verdosa que iluminaba la enorme mesa de dibujo situada en el centro de la habitación. Tanto la mesa como el suelo estaban atestados de papeles desordenados: proyectos y bocetos hechos pedazos, arrugadas hojas de papel de calco que parecían haber sido arrancadas del tablero de dibujo tras un repentino ataque de furia destructiva; y, en medio de toda aquella confusión, con los brazos extendidos sobre la mesa y el rostro oculto entre ellos, se hallaba Dick Peyton.

No pareció percibir los pasos de su madre, y ella se detuvo para mirarle, notando una fuerte presión en el pecho provocada por un nuevo temor.

—¡Dick! —dijo ella—. ¡Dick!

Él entonces se incorporó, contemplándola un tanto aturdido. Aunque, casi de inmediato, al comprender lo que estaba sucediendo, sus ojos se iluminaron y surgió en ellos un creciente brillo de reconocimiento.

—Has venido… Has venido —dijo tendiéndole las manos. Y Kate, de repente, vio que se había abrazado a ella, como si buscara un refugio.

—¿Querías que estuviera aquí? —susurró ella mientras le estrechaba contra su pecho.

Él la miró, cansado, sin aliento, con el pálido resplandor del corredor que se acerca a la meta.

—¡Ya estabas aquí, querida madre! —dijo mirándola con una sonrisa extraña, y ella advirtió entonces que el corazón le daba un inmenso vuelco al comprender lo que su hijo quería decir.

Ella había retirado los brazos de sus hombros, y ahora estaba de pie apoyada en él, invadida por una profunda timidez ante aquel descubrimiento. Porque aún podría ser que su hijo no deseara que reconociera todo lo que había hecho por él.

Pero Dick la rodeó con un brazo, como un niño, y la condujo hacia una de las butacas que había entre las mesas. Una vez allí, se arrodilló ante ella en el suelo y ocultó el rostro en su regazo. Ella se quedó inmóvil, sintiendo la amada calidez de su cabeza sobre las rodillas, dejando que sus manos se perdieran por el pelo de su hijo en débiles caricias.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Después él elevó los ojos y la miró:

—Supongo que ya sabes lo que me ha estado sucediendo —dijo.

Ella se negaba a dar la impresión de querer inmiscuirse en su vida ni un milímetro más de lo que él estuviera dispuesto a permitirle. Así que apartó los ojos y contempló los dibujos desperdigados por la mesa.

—¿Has abandonado el concurso? —dijo.

—Sí. Y he hecho mucho más que eso. —Él se levantó. La ola de emoción había retrocedido un poco. No obstante, y a pesar de su recuperada calma, seguía estando más cerca de ella que al principio, cuando todo resultó tan sorprendente—. No sabía, en un primer momento, hasta dónde habían llegado tus suposiciones —siguió hablando tranquilamente—. Lamenté haberte enseñado la carta de Darrow, pero no me preocupó demasiado porque supuse que jamás creerías que yo… Que iba a aprovecharme de algo así. Ha sido muy recientemente cuando he comprendido que en realidad lo sabías todo. —La miró con una sonrisa—. Aún no sé cómo lo averigüé, porque eres estupenda guardándote las cosas para ti sola y jamás me diste ningún indicio. Simplemente lo noté por una especie de proximidad, como si no pudiera alejarme de ti. Hubo momentos, cuando intenté darte la espalda y ver las cosas desde el punto de vista de otras personas, en que habría preferido no tenerte cerca. Pero tú estabas siempre allí. No ibas a rendirte. Y yo me cansé de intentar explicarte las cosas, de intentar convencerte. Tú ni te apartabas ni te acercabas más a mí. Simplemente te mantenías ahí, invariable, y observabas todo lo que hacía. —Dejó de hablar un instante y, como era habitual en él, comenzó a caminar inquieto por la habitación. Luego puso una silla a su lado y se dejó caer en ella, emitiendo un profundo suspiro—. ¿Sabes? Al principio odiaba la situación con todas mis fuerzas. Quería estar solo y quería formarme mi propia opinión de las cosas. Si hubieras dicho una sola palabra, si hubieras intentado influenciarme, todo el hechizo se habría roto. Pero como el real se mantuvo aparte y no curioseó ni se inmiscuyó, el otro tú, el que existe en mi corazón, pareció retenerme con más firmeza aún. No sé cómo explicártelo. Está todo mezclado en mi cabeza, pero lo que siempre has hecho y las cosas que siempre me has dicho regresaban una y otra vez a mí, dificultando enormemente lo que estaba intentando hacer, mirándome sin hablar, como viejos amigos a los que les hubiera dado la espalda, hasta que simplemente no pude seguir soportándolo más tiempo. He logrado oponerme a todo ello hasta esta noche, pero cuando regresé para acabar el trabajo ahí estabas tú otra vez. Y, de repente, no sé cómo, ya no eras un obstáculo sino un refugio, y avancé muy lentamente hasta tus brazos como solía hacer cuando las cosas me iban mal en el colegio. —Sus manos volvieron sigilosamente a reunirse con las de su madre, y luego apoyó la cabeza sobre su hombro como haría un niño—. Soy un estúpido y un ser espantosamente débil, ya lo sabes —concluyó—. No soy digno de la terrible lucha que has tenido que mantener por mí. Pero quiero que sepas que se trata de tu obra. Quiero que sepas que si me hubieras dejado un solo instante me habría hundido… Y si me hubiera hundido, jamás habría vuelto a salir vivo a la superficie.