Capítulo XI

Necesitaba, desde luego, una explicación. Su sorpresa era completa y abrumadora. Se quedó inmóvil, con las manos temblorosas entre las de su hijo, hasta que vio cómo él se sonrojaba. Enseguida comenzó a advertir que la confiada presión de los dedos de él se relajaba.

—Entonces, ¿no lo habías adivinado? —exclamó él, levantándose y alejándose de ella.

—No. No lo había adivinado —confesó ella con un tono de voz casi inaudible.

Él se quedó de pie, entre desafiante y a la defensiva.

—¿Y no tienes nada que decirme? ¡Madre! —imploró.

Ella se levantó también, y le abrazó dándole un beso.

—¡Dick! ¡Mi querido Dick! —murmuró.

—Ella cree que no te gusta. Dice que es algo que siempre ha sabido. Y, no obstante, admite que has sido encantadora con ella y que has intentado ganarte su amistad. Yo pensaba que sabías lo mucho que significaría para mí, ahora mismo, acabar con esta incertidumbre, y creí que habías intentado ayudarme, intercediendo por mí. Pensaba que había sido tú quien había logrado que ella se decidiera.

—¿Yo?

—Por tu charla con ella el otro día. Me contó lo de vuestra conversación.

Su madre retiró las dos manos de sus hombros, y fue a hundirse de nuevo en su sillón. Sabía que aquel silencio resultaba cruel, pero a sus labios afloró tan sólo un breve murmullo inarticulado. Antes de hablar debía abrirse un hueco entre el asfixiante empuje de sus emociones. Por el momento, sólo podía repetirse a sí misma que Clemence Verney se había rendido antes de la prueba final y que, en cierto modo, ella era responsable de esta nueva carambola del destino, ya que, de repente, podía ver cómo se habían ido tensando los nudos de la situación. Mientras en su cabeza todo iba cobrando sentido, empezó a comprender que esto, precisamente, era lo que deseaba aquella chica; que esto era por lo que le había concedido a su hijo la corona antes de que él obtuviera la victoria. Al comprometerse con Dick, se había asegurado también, a cambio, el compromiso de él, y ahora de ello dependía su honor, en una cínica tergiversación de la palabra. Kate vio ante sí, desplegándose como un mapa, la sucesión de acontecimientos, y la perspicacia de los métodos de la joven la asustó. La señorita Verney había dirigido aquella campaña como una estratega. Había admitido con toda sinceridad que su interés por el futuro de Dick dependía de su capacidad para el éxito, y con la intención de prepararle anímicamente para su primer triunfo, le había mostrado un primer anticipo de los posibles resultados.

Todo esto le pareció evidente a la señora Peyton de forma casi inmediata, pero sus deducciones la llevaron incluso más lejos, ya que era obvio que la señorita Verney no habría puesto tanto en juego sin antes haber intentado ganar la partida a un menor precio. Si se había entregado a sí misma como premio, era porque ningún otro soborno previo había sido eficaz. Por tanto, tal y como la madre comprendió con un atisbo de esperanza, todo esto quería decir que Dick, quien desde la muerte de Darrow se había aferrado a los deseos de su amigo con una voluntad férrea, se había apartado de ellos ante el primer indicio de connivencia por parte de Clemence Verney. Kate no había calculado mal: las cosas habían sucedido como ella había previsto. Sus intenciones, contempladas a la luz del beneplácito de la joven, habían adquirido un aspecto odioso, y las había rechazado. Y ella, para restablecer su menoscabada fuerza, tuvo que prometerse a sí misma, atraparle así en las redes de su propia entrega.

Kate, elevando la mirada, contempló el joven y perplejo rostro de su hijo. En él, la pospuesta felicidad seguía esperando a desbordarse. Con un nuevo acceso de tristeza, se dijo que se trataba de su vida, que aquel era su momento irrecuperable, y que ella se lo estaba ensombreciendo con su silencio. Sus recuerdos la trasladaron a ese mismo instante de su propia existencia: aún podía sentir aquella llama en el corazón. ¿Qué derecho tenía a interponerse entre Dick y su momento de esplendor? ¿Quién era ella para decidir que su propio criterio era mejor que el de su hijo? Le tendió las manos, e hizo que se sentara a su lado.

—Ella será mi creadora, ¿sabes, madre? —dijo mientras ambos se reclinaban juntos en el sillón—. Ella pondrá nueva vida en mí. Me ayudará a recuperar las energías. Su conversación es como una brisa fresca que soplara para disipar la niebla de mi cabeza. No había conocido nunca a nadie que viera con tanta claridad en el corazón de las cosas, que tuviera un control semejante de los valores. Va derecha hacia la vida, se apodera de ella, y nadie puede hacer que la suelte.

Dick se levantó y cruzó la habitación. Después regresó y se quedó de pie, sonriendo, delante de su madre.

—Ya sabes que tú y yo somos un poco complicados —dijo—. Siempre dándoles vueltas a las cosas para obtener nuevos puntos de vista. Siempre cambiando los muebles de sitio. Y ella, de alguna forma, simplifica tanto la vida… —Él se dejó caer a su lado con una risa de reproche—. No es que quiera decir, querida madre, que no me haya venido bien discutir ciertas cosas conmigo mismo hasta llegar a un acuerdo, como tú me enseñaste a hacer. Es sólo que hoy en día resulta muy sencillo que todo el mundo empuje al hombre que se detiene a hablar hasta dejarle atrás. No creo que los arcángeles de Milton hubieran tenido mucho éxito en los negocios.

Al principio su tono de voz fue el propio de una persona tranquila y confiada, pero Kate detectó que, según iba avanzando, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por mantener ese mismo matiz. Su hijo seguía hablando en un vano esfuerzo por llenar el silencio que crecía entre los dos. También ella deseó poder cubrir con algo ese vacío amenazador, construir un puente sobre él mediante alguna palabra o una mirada conciliadora. Pero su espíritu se resistía, y tuvo que refugiarse en un vago murmullo de ternura.

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —repitió. Y él se sentó a su lado sin hablar, tomando sus manos como único medio para salvar la enorme distancia que se había abierto entre sus pensamientos.

* * *

El compromiso, como sabría Kate posteriormente, no iba a anunciarse hasta más adelante. La señorita Verney incluso había decidido que de momento no debía existir ningún reconocimiento oficial ni por parte de su propia familia ni por parte de la de Dick. No deseaba interferir en su última etapa de trabajo para el concurso, y le había hecho prometer, mientras él se reía y aceptaba, que no volvería a verla hasta haber enviado sus planos. Su madre advirtió que no iba a hacer más alusiones a su trabajo, pero cuando le dio las buenas noches agregó que tal vez no la viera la siguiente mañana, puesto que debía ir temprano a la oficina. Ella lo tomó como una indirecta de que deseaba estar solo, y se quedó en su dormitorio al día siguiente hasta que el sonido de la puerta al cerrarse le indicó que había salido de casa.

Ella también se había despertado temprano y, mientras bajaba las escaleras, tuvo la sensación de que había transcurrido ya buena parte del día. Aquella casa jamás le había parecido tan vacía. Incluso durante las ausencias más largas de Dick, siempre había quedado por las habitaciones algún indicio suyo: un delicioso rastro de recuerdos y de vínculos que necesitaban tan sólo una breve evocación por su parte para transformarse en una casi palpable imagen de Dick. Pero ahora él parecía haberse alejado definitivamente; parecía haber roto cada uno de los hilos que habían mantenido sus vidas unidas. Donde antes había notado vivamente su presencia ahora quedaba tan sólo un insondable vacío, y ella tenía la impresión de que aquel que había salido de su casa era en realidad un extraño.

Vagó de habitación en habitación, sin rumbo, intentando adaptarse a la soledad reinante. Ya había soportado aquella misma soledad antes, durante esos años en que el corazón de casi todas las mujeres está henchido de felicidad. Pero eso había sucedido mucho tiempo atrás y la soledad, después de todo, había sido menos plena entonces puesto que aún albergaba la esperanza de que algún día pudiera desaparecer. Tuvo un hijo y su vida se desbordó, pero ahora la marea volvía a bajar y ella se quedaba sola ante una árida superficie de años desperdiciados. ¡Desperdiciados! Ahí residía ese desconsuelo letal, ese mal para el que no existía cura alguna. Su fe y su esperanza habían sido luces en la marisma atrayéndola hacia los páramos, y su amor un edificio inútil erigido sobre arenas movedizas.

En su paseo por las habitaciones, llegó por fin al estudio de Dick. Estaba lleno de recuerdos de su niñez: podría trazar la historia de su pasado gracias a aquellos objetos y a sus extrañas reliquias, a los libros de texto que continuaban en sus atiborrados estantes, a las fotografías del colegio y a los trofeos de la universidad, que se encontraban entre sus tesoros más recientes. Todos sus éxitos y todos sus fracasos, sus alegrías y sus imperfecciones… Todo había quedado registrado en aquella cálida, atestada y heterogénea habitación. Por todas partes podía ver las pinceladas de su propia mano, los vestigios de sus propios pasos. Tan sólo ella tenía las claves de acceso al laberinto. Sólo ella podía abrirse paso por entre la confusión y las contradicciones de su pasado, y su alma rechazó entonces la idea de que el futuro de su hijo pudiera escapar para siempre de sus manos. Se dejó caer en su raído sillón de la universidad, y ocultó el rostro entre los papeles de su escritorio.