La señora Peyton llegó a su casa presa de ese estado de agotamiento que sobreviene tras una lucha física. Tenía la impresión de que su charla con Clemence Verney había supuesto un combate real, que habían estado midiendo sus fuerzas. Por un instante se asustó de lo que había hecho. Se sentía como si hubiera entregado a su hijo al enemigo. Pero pronto recuperó su equilibrio moral, y pensó que simplemente había trasladado el conflicto a la única posición en que podría resolverse, ya que el premio por el que se combatía y el propio campo de batalla habían pasado a ser una misma cosa. Su reacción la dejó en una situación de desamparo al comprender que había permitido que todo el asunto quedara fuera de su alcance. Pero puesto que, según su último análisis, nunca lo había estado, y puesto que por encima de todo era necesario que el toque final lo diera cualquier mano excepto la suya, encontró enseguida valor para dejarse llevar hacia la inactividad. Había hecho todo lo que había podido, incluso más, quizá, de lo que la prudencia recomendaba, y ahora no podía hacer otra cosa más que esperar pacientemente el siguiente movimiento de todas aquellas fuerzas que ella misma había puesto en marcha.
En los dos días que siguieron a su charla con la señorita Verney vio muy poco a Dick. Éste se iba temprano al estudio y regresaba tarde. Parecía menos cansado y más sereno que durante los primeros días tras la muerte de Darrow, pero había algo nuevo e inescrutable en su manera de comportarse, una especie de cautela, casi de resistencia, como si se hubiera atrincherado contra las sospechas de su madre. La respuesta de la señorita Verney a su preocupada afirmación de que no había hecho nada para influir en Dick («Nada», había contestado la joven, «excepto leer sus pensamientos») la había sobrecogido. La señora Peyton se asustó ante este descubrimiento de tácita injerencia en la libertad de acción de su hijo, y deseó, con un fervor que él jamás conocería, mantenerse al margen de esta lucha entre sus dos destinos. Era casi un alivio que él por su parte se mantuviera a distancia; que, por primera vez en su vida, pareciera considerar su cariño como una intromisión.
Quedaban tan sólo cuatro días hasta la fecha fijada para enviar los diseños, y Dick no había hecho todavía alusión alguna a su trabajo. Tampoco había vuelto a mencionar a Darrow. Su madre deseaba saber si había visto a Clemence Verney o, más aún, si la joven le había hecho hablar. La señora Peyton estaba casi segura de que la señorita Verney no se mantendría en silencio. A veces, la renovada atención de Dick a su trabajo parecía constituir una prueba de que había hablado con él y, además, de manera muy convincente. Ante semejante idea, el corazón de Kate se heló. ¿Y si su empresa tenía éxito, pero en una dirección no prevista? ¿Y si la joven lograba que Dick asumiera sus propias debilidades? ¿Y si le arrancaba la espinita de la preocupación? La madre dio vueltas y más vueltas en torno a esta rueda de incertidumbres durante dos interminables días, pero con la segunda tarde llegó la respuesta a su pregunta.
Dick, que había regresado del estudio un poco antes de lo habitual, encontró una nota en la mesa de la entrada. Su madre había mantenido todo el día una estrecha vigilancia sobre aquel sobre, a la moda tanto por el color de la tinta como por la textura del papel, que venía dirigido a él con una letra rápida y entrecortada que parecía la viva representación por escrito de la manera de hablar de la señorita Verney. La señora Peyton no conocía la escritura de la muchacha, pero últimamente había visto suficientes notas idénticas en la mesita de la entrada como para que le resultara sencillo descubrir su procedencia. Dick miraba la nota con una expresión mudable, mientras su madre le servía el té. Luego la dobló, la guardó en su cartera, y dijo echándole un vistazo al reloj:
—Si no tenemos invitados esta noche, creo que voy a cenar fuera.
—Hazlo, querido. Te vendrá bien —admitió su madre.
Él no respondió. Siguió sentado, recostándose en la silla con las manos unidas detrás de la cabeza y los ojos clavados en el fuego. Cada centímetro de su cuerpo ponía de manifiesto una profunda languidez, pero su cara permanecía alerta y prudente. La señora Peyton, en silencio, se mantenía ocupada en los detalles del té, cuando, de pronto y de manera un tanto inexplicable, le preguntó casi sin querer:
—¿Y tu trabajo? —dijo, escuchando con extrañeza su propia voz.
—¿Mi trabajo? —Él casi se incorporó, a la defensiva, pero sin mostrar ningún temblor en su comedido rostro.
—¿Vas avanzando? ¿Has logrado recuperar el tiempo perdido?
—Bueno. Sí. Las cosas van mejor. —Él se levantó, echándole otro vistazo a su reloj—. Hora de cambiarme —dijo haciendo un gesto con la cabeza a modo de saludo, mientras se dirigía hacia la puerta.
Fue una hora más tarde, mientras cenaba sola, cuando el sonido del timbre de la puerta precedió al anuncio de la sirvienta de que el señor Gill estaba allí, recién llegado de la oficina. En el vestíbulo, en efecto, Kate se reunió con el socio de su hijo, que se disculpó diciendo que había creído entender que Peyton iba a cenar en casa, y había ido a consultarle un problema que había surgido poco después de que se marchara del estudio. Al saber que Dick había salido, y que su madre no sabía adónde había ido, la perplejidad del señor Gill se hizo tan manifiesta que la señora Peyton, después de un instante, dijo un tanto indecisa:
—Puede que esté en casa de un amigo. Podría darle la dirección.
El arquitecto cogió su sombrero.
—Gracias. Iré a ver si puedo encontrarle allí.
La señora Peyton volvió a titubear.
—Quizá —sugirió— sería mejor llamar por teléfono.
Ella le condujo hasta el pequeño estudio de detrás de la salita, donde había un teléfono sobre el escritorio. Las puertas plegables que separaban los dos cuartos estaban abiertas. ¿Debía cerrarlas cuando regresara de nuevo a la salita? Dudó un instante en el umbral, y a continuación siguió caminando para sentarse en su lugar de siempre, cerca del fuego.
Gill, mientras tanto, al teléfono, había llamado a la casa de los Verney, y ahora estaba preguntando si su socio cenaba allí. La respuesta fue evidentemente afirmativa, y poco después Kate supo que estaba hablando con su hijo. Ella permaneció sentada, inmóvil, con las manos firmes sobre los brazos de su sillón, la cabeza erguida, en una actitud de obvia atención. Si iba a escuchar, lo haría abiertamente. No debía existir sospecha alguna de que se dedicaba a espiar a escondidas por detrás de las puertas. Gill, concentrado en su mensaje, probablemente ni notaba su presencia, pero si hubiera vuelto la cabeza no habría tenido la menor dificultad en verla y en darse cuenta de que ella podía oír lo que estuviera diciendo. Gill, sin embargo, tal y como ella recordó de inmediato, desconocía que existiera la más mínima necesidad de mantener en secreto su conversación con Dick. Había visto a menudo cómo se discutían los asuntos del estudio delante de la señora Peyton, y pensaba que ella estaba al corriente de todos los detalles del trabajo de su hijo. Así que él hablaba despreocupadamente, y ella escuchaba.
Diez minutos más tarde, cuando se levantó para marcharse, ella ya sabía todo lo que deseaba averiguar. Una prolongada familiaridad con los tecnicismos de la profesión de su hijo hizo que le resultara fácil traducir la taquigráfica jerga de la oficina. Fue capaz de ampliar las abreviaturas de Gill, interpretar todas sus alusiones, y reconstruir las respuestas de Dick gracias a las preguntas que Gill le hacía. Y cuando la puerta se cerró tras el arquitecto, ella se quedó cara a cara con el innegable hecho de que su hijo, sin que nadie más que ella misma lo supiera, estaba utilizando los dibujos de Darrow para terminar su trabajo.
* * *
La señora Peyton, ya a solas, decidió continuar con sus reflexiones nocturnas junto al fuego de la salita. No deseaba llevarse a la oscuridad y al silencio de su dormitorio la verdad que tanta desolación le había supuesto. No tenía ninguna intención de quedarse levantada esperando a Dick. Sin duda, una vez terminada la cena, habría ido a reunirse de nuevo con Gill en la oficina, y prolongaría durante toda la noche esa tarea a la que ahora ella ya sabía que se había entregado. Pero estaba menos sola junto al fuego que en la inocente oscuridad que la aguardaba arriba. Una soledad mortal la invadió. Se sintió como si se hubiera quedado en el camino, agotada y deshecha, tras una lucha de la que desconocía incluso su propósito. Había intentado desviar el curso natural de los acontecimientos, había sacrificado su felicidad personal a un descabellado ideal del deber, y su castigo era el de quedarse a solas con su propio fracaso, excluida del devenir cotidiano de los esfuerzos y los pesares humanos.
No deseaba ver a su hijo en ese momento. Habría preferido dejar que se calmara toda aquella agitación interna, adaptarse a esta nueva situación de la vida, antes de volver a ver sus ojos. Pero mientras estaba allí sentada, sintiéndose muy lejos, a la deriva en su desgracia, el sonido de una llave en la cerradura hizo que se irguiera. Se levantó. El corazón le decía que debía retirarse, pero sus sentidos se hallaban demasiado confusos para poder obedecer. Y, mientras seguía allí inmóvil, dudando, la puerta se abrió y él entró en la habitación.
En la habitación, y con la cara iluminada, apareció un Dick que ella no había visto desde que la tensión del concurso arrojara sobre él su terrible sombra. Ahora brillaba como en un amanecer victorioso, tendiéndole unas manos exultantes de las que ella se alejó de manera instintiva.
—¡Madre! ¡Sabía que me estarías esperando! —Él ahora la estrechaba contra su pecho y le besaba el pelo—. Siempre he pensado que sabías todo lo que me sucedía, y ahora has adivinado que deseaba verte esta noche.
Ella luchaba débilmente contra aquellas adoradas expresiones de cariño.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, retrocediendo algo aturdida para poder mirarle.
Él la había llevado hacia el sofá, se había dejado caer a su lado, y había vuelto a abrazarla con esa infantil necesidad de que se tocara y se percibiera su felicidad.
—¡Me he comprometido! —gritó—. Querida bobita, ¿de verdad necesitas que te lo explique?