Capítulo IX

Tras sus reflexiones nocturnas, la señora Peyton llegó a la conclusión de que las horas siguientes pondrían fin a su incertidumbre. Aquel día sería decisivo. Si Dick se ofrecía a mostrarle los dibujos, resultaría que sus miedos eran infundados; en cambio, si evitaba el tema, quedarían justificados.

Se vistió temprano para desayunar con él, pero al entrar en el comedor la sirvienta le dijo que el señor Peyton se había quedado dormido y había dado orden de que le subieran el desayuno a su habitación. ¿Era un pretexto para evitarla? Se sentía molesta por su propia disposición a ver indicios en los episodios más simples; pero aunque se ruborizara ante sus propias dudas, a la vez permitía que la dominaran. Dejó abierta la puerta del comedor decidida a verle si bajaba mientras ella estaba desayunando; luego regresó a la salita y se sentó ante su escritorio, intentando mantenerse ocupada con unos cálculos mientras esperaba escuchar sus pasos. Había dejado también aquí la puerta abierta, pero en ese momento incluso un cambio tan leve en sus costumbres diarias le pareció una incoherencia en la actitud pasiva que había adoptado, así que se levantó y la cerró. Podría oír sus pasos en las escaleras —Dick había heredado la rápida cadencia de su padre al andar— pero, mientras escuchaba e intentaba escribir en vano, la puerta cerrada parecía simbolizar una negativa a compartir su sufrimiento, una manera de endurecerse ahora que él podía necesitarla. ¿Y si bajaba con la intención de hablar, y al creer que le había vuelto la espalda se olvidaba de su propósito? Obstáculos más leves han desviado el curso de los acontecimientos en esos confusos momentos en que el alma flota entre dos mareas. Se levantó rápidamente y, al poner la mano en el picaporte, oyó sus pasos en las escaleras.

Cuando Dick entró en la salita ella había regresado a su escritorio y pudo ofrecerle a su hijo un rostro sereno. Llegó apresuradamente, aunque con una especie de reticencia: de nuevo los pasos de su padre. Ella sonreía, pero apartó la mirada mientras se le acercaba; parecía revivir su propio pasado igual que se reviven las cosas bajo los alterados efectos de la fiebre.

—¿Te vas ya? —le preguntó, echando un vistazo al sombrero que llevaba en la mano.

—Sí. Ya voy con retraso. Me he quedado dormido. —Se detuvo e inspeccionó vagamente el cuarto—. Esta noche llegaré tarde. No me esperes a cenar.

Ella se movió de forma impulsiva:

—Dick, estás trabajando demasiado. Vas a enfermar.

—Qué absurdo. Esta mañana me encuentro tan bien como cualquier otro día. No empieces a imaginar cosas.

Le dio su beso habitual en la frente y luego se giró para salir. En el umbral se detuvo brevemente, y ella advirtió que había algo en él que la buscaba para después echarse atrás.

—Adiós —dijo mientras la puerta se cerraba tras él.

Ella se sentó e intentó analizar la situación, despojada ya de sus miedos nocturnos. No había hecho ninguna alusión a su deseo de ver los dibujos, pero ¿eso qué significaba? ¿No podría ser que lo hubiera olvidado? ¿Acaso no estaba forzando los detalles más triviales para que cuadraran con sus propias interpretaciones? Desafortunadamente, era consciente de que no podía hallar consuelo en semejantes ideas ya que si sabía cómo pensaba Dick era gracias a sus minuciosos análisis y, por otro lado, era consciente también de que para una unión como la suya, ningún indicio resultaba trivial. Estaba tan segura como si se lo hubiera dicho él mismo, de que cuando salió esa mañana de su casa estaba sopesando la posibilidad de usar los dibujos de Darrow, de terminar su propio diseño inacabado con elementos del proyecto de su amigo. Y con un amargo temblor adivinó que su hijo lamentaba haberle mostrado la carta de Darrow.

Le resultaba imposible seguir enfrentándose a tales conjeturas y, a pesar de haber suspendido todos sus compromisos tras la reciente muerte de Darrow, ahora se refugió en la idea de ir a un concierto que iba a tener lugar en la casa de un amigo esa misma mañana. El salón de música estaba lleno de conocidos, y encontró cierto alivio pasajero en esa forma de olvido que hace de la sociedad un verdadero anestésico para algunas formas de desgracia. La influencia de esa atareada vida indiferente puede ahuyentar a menudo cuestiones que se aferran al espíritu como la carne al hueso. Y si la señora Peyton no llegó a experimentar una liberación perfecta, al menos sí sintió la obligación de disimular su ansiedad. Pero la evasión fue tan sólo momentánea. Cuando los primeros compases de la obertura se llevaron las sonrisas de aprecio entre las que había intentado perderse, sintió un aislamiento aún más profundo. La música, que en otro momento la habría transportado hacia una rica corriente de emociones, ahora parecía encerrarla en sus propios pensamientos, crear una soledad artificial en la que se encontraba cara a cara con sus miedos. El silencio, el recueillement[4], que había en torno a ella, actuaba como una caja de resonancia para sus voces internas, arrojaba más luz sobre sus propias visiones, hasta que se vio acorralada frente a un luminoso horizonte vacío sobre el que cualquier posibilidad adoptaba el agudo perfil de los hechos consumados. El curso de los acontecimientos se fue desarrollando, con una precisión implacable, ante ella: vio a Dick cediendo ante aquella oportunidad, haciendo de la deshonra una victoria, consiguiendo amor, felicidad y éxito a partir de la misma maniobra que iba a llevarle a la perdición. Era todo tan simple, tan fácil, tan inevitable, que comprendía lo inútil de luchar o esperar que todo aquello no llegara a suceder. Ganaría el concurso, se casaría con la señorita Verney, y seguiría avanzando hacia el éxito gracias a los magníficos resultados de su primer éxito.

Mientras la señora Peyton llegaba a este punto en su pronóstico, alcanzó a ver físicamente el rostro de aquella joven que dominaba sus pensamientos. La señorita Verney, unas filas más allá, se hallaba concentrada en la música, en una actitud de movimiento en suspenso que, en su caso, era lo más parecido al reposo. El esbelto perfil moreno con el pelo desordenado, la mirada resuelta, y unos labios que parecían poder escuchar tanto como hablar… Todo aquello denotaba la existencia de una naturaleza por la que circulaban libremente los impulsos más elementales, una superficie amplia y yerma incapaz de albergar un refugio para brotes delicados. Tembló al pensar en los frágiles escrúpulos de Dick expuestos a semejantes ráfagas, tan desapacibles. Y entonces, repentinamente, se apoderó de ella una nueva idea. ¿Y si le diera la vuelta a todo aquello en su propio beneficio? ¿Y si pusiera toda esa energía al servicio de la liberación de Dick sin que él lo supiera? Hasta el momento había asumido que el peor peligro para su hijo residía en el riesgo de que le confiase sus preocupaciones a Clemence Verney, y ella disponía en su propio pasado de un precedente que le hacía pensar que tal confesión no era del todo inverosímil. Creía que si hacía a la joven partícipe de sus dudas, la insensibilidad de ella, su sincera incapacidad para comprender semejantes reparos, lograría que estos se disiparan como la niebla, y él era lo bastante perspicaz como para comprender que aquello sucedería y como para beneficiarse de ello. Éste había sido su razonamiento principal hasta entonces. Pero, en ese instante, teniendo delante a aquella chica, sus opiniones parecieron aclararse y se dijo que algo en el temperamento de Dick, algo que ella misma había puesto allí, se opondría a tomar ese atajo hacia la seguridad y le haría seguir el camino más tortuoso hasta su meta. No desearía llegar a su objetivo teniendo que mantener secretos con el corazón que amaba. Como ella había logrado situarlo muy por encima de su padre, para Dick supondría un enorme desengaño descubrir que Clemence Verney no compartía sus dilemas. Su madre ahora se sentía exultante, ya que podría ganar la batalla continuando con su resistencia pasiva: no, él no se lo diría jamás a Clemence Verney, y su única esperanza, su salvación, por tanto, dependía de que se lo dijera otra persona.

El entusiasmo ante semejante descubrimiento casi hizo que la señora Peyton se levantara de su butaca, en medio del concierto, para ir a sentarse junto a la joven. Temiendo perderla a la salida entre la multitud, se escabulló durante el último número y, tras demorarse un rato en la sala más retirada, permitió después que el disperso auditorio la arrastrara hacia la señorita Verney. El rostro de la joven se iluminó al encontrarse con ella, y pronto se apartaron de la muchedumbre para ir a refugiarse en el perfume del conservatorio vacío.

La joven, siempre dispuesta a exteriorizar con suma sencillez sus sensaciones, se mostró al principio muy elocuente con respecto al tema de la música, para lo que demandaba también por parte de su oyente una respuesta de aprobación o disensión; pero, una vez superado todo esto, volvió su conmovido rostro hacia la señora Peyton, para afirmar con una de sus rápidas modulaciones en la voz: «Lo sentí tanto por el pobre señor Darrow».

La señora Peyton emitió un suspiro de conformidad.

—Para nosotros supuso un dolor enorme. Y una gran pérdida para mi hijo.

—Sí. Lo sé. Imagino por lo que deben haber pasado. Y, además, es tan lamentable que haya sucedido precisamente ahora.

La señora Peyton la miró de soslayo, intentando adivinar sus intenciones:

—¿Quieres decir que muriera en la misma víspera del éxito?

La señorita Verney se giró hacia ella, y sonrió sinceramente.

—Por supuesto, eso es lo que todos deberíamos pensar. Pero me temo que soy muy egoísta en lo que a mis amigos se refiere, y lo cierto es que estaba pensando en el señor Peyton, teniendo que abandonar su trabajo en un momento tan crítico.

Habló sin darle a su voz un solo matiz de reproche: había en su oportunismo una especie de insolencia pagana.

La señora Peyton se quedó en silencio, y la joven continuó:

—Supongo que ahora le resultará prácticamente imposible terminar sus dibujos a tiempo. Es una pena que no hubiera acabado todo el proyecto un poco antes. Los pequeños detalles podrían ir solucionándose solos.

La señora Peyton experimentó una extraña mezcla de desprecio y de júbilo. ¡Si aquella joven hablara de esa manera con Dick!

—Apenas ha tenido tiempo para pensar en sí mismo últimamente —dijo intentando mantener la voz serena.

—No, por supuesto que no —admitió la señorita Verney—. Pero ¿no es ése un motivo aún mayor para que sus amigos sí que piensen en él? Fue tan amable de su parte abandonarlo todo para cuidar al señor Darrow. Pero, después de todo, si un hombre ha de alcanzar el éxito en su carrera habrá épocas en las que tendrá que pensar en sí mismo.

La señora Peyton se detuvo brevemente, intentando elegir sus palabras con mucho cuidado. Ahora estaba absolutamente segura de que Dick no había hablado, y sabía que sobre ella pesaba una enorme responsabilidad.

—¿Alcanzar el éxito? ¿Es eso lo primero que se debe tener en cuenta? —preguntó, posando sus meditativos ojos sobre los de la muchacha.

Unos ojos que no desconcertaron a la señorita Verney, quien le devolvió una mirada igualmente intensa:

—Sí —dijo de inmediato y con un leve rubor—. Con un temperamento como el del señor Peyton creo que así es. Hay quien vuelve a levantarse una y otra vez tras cada caída, pero no sé si él sería capaz de hacerlo. Creo que los obstáculos, más que reafirmarle en su empeño, le debilitarían.

Ambas mujeres habían olvidado dónde se hallaban en su afán por saber cuanto antes lo que cada una de ellas pensaba. La señora Peyton, con su orgullo maternal soliviantado, se ruborizó; pero, al advertir la inesperada perspicacia de la muchacha, reprimió cualquier posible respuesta. Estaba ante alguien que conocía a Dick tan bien como ella misma. ¿Debía considerar a la señorita Verney una adversaria o una cómplice? Notó cómo en su interior iba gestándose una leve envidia. Experimentaba esa agonía que toda madre siente ante la primera intromisión en el derecho, que hasta el momento sólo ella había disfrutado, a juzgar a su hijo, y su voz tembló de resentimiento.

—Debes de tener una opinión muy pobre de su carácter —dijo.

La señorita Verney no retiró la mirada, pero su rubor se acentuó de forma extraordinaria.

—Tengo, en todo caso, una altísima opinión de su talento —dijo—. No creo que haya muchos hombres que posean su asombrosa energía moral e intelectual.

—¿Y tú fomentarías una a expensas de la otra?

—En ciertos casos… Y hasta cierto punto —dijo mientras se desprendía de la frondosa piel de su manguito, una de esas pieles dúctiles y plateadas que envuelven a una mujer en una elegante suntuosidad. En ese momento, todo lo relacionado con ella exhalaba un aroma de riqueza y frialdad. Todo, como pronto pudo apreciar la señora Peyton, excepto el persistente rubor bajo su oscura piel. No obstante, su autodominio era tan perfecto que el rubor parecía continuar allí tan sólo porque ella se había olvidado de él.

—Supongo que usted opina que soy extraña —continuó ella—. La mayoría de la gente así lo cree, únicamente porque digo la verdad. Lo cierto es que se trata de la manera más sencilla de encubrir las propias emociones. Puedo, por ejemplo, hablar de una manera decididamente abierta sobre el señor Peyton porque usted deduce que, si estuviera lo que se dice «interesada» en él, no lo haría. Y puesto que estoy interesada en él, resulta que mi método tiene sus ventajas —concluyó con una de esas sonoras carcajadas que parecían recorrer de un extremo a otro todo su expresivo ser.

La señora Peyton se inclinó hacia ella.

—Sé que estás interesada —dijo tranquilamente—. Y, como supongo que no te negarás a que los demás disfruten de los mismos privilegios que reclamas para ti, te confesaré que te seguí hasta aquí con la esperanza de descubrir la naturaleza de ese interés.

La señorita Verney la miró, y se alejó de ella sumergiéndose en un movimiento ondulante de suaves pieles.

—¿Se trata de un encargo que le ha hecho él? —preguntó sonriendo.

—No. Desde luego que no.

La muchacha se volvió hacia ella con aire de alivio.

—Menos mal. No me habría parecido bien. —Miró de nuevo a la señora Peyton—. ¿Desea saber lo que me propongo?

—Sí.

—Entonces sólo puedo contestar que lo que me propongo es esperar y ver lo que hace su hijo.

—¿Quieres decir que todo dependerá de su éxito?

—Eso es. Si es que ese todo soy yo —admitió satisfecha.

La madre notaba cómo el corazón le latía en la garganta, y sus palabras parecían tener que luchar con esos latidos para poder salir al exterior.

—Yo… No termino de entender porqué le das tanto valor a este concurso en especial.

—Porque también él se lo da —respondió la muchacha de inmediato—. Porque para él se trata de la respuesta definitiva a sus propias dudas, a la pregunta de si llegará a ser alguien o no. Él dice que si hay algo especial en él, es ahora cuando debe aflorar. Todas las condiciones le son favorables, y ésta es la ocasión que siempre ha estado esperando. Como puede observar —continuó con un tono casi confidencial pero sin perder lo más mínimo la compostura—, me ha contado muchas cosas acerca de sí mismo y de sus muchos proyectos, de sus momentos de indecisión y de rabia. Hay infinidad de talentos efímeros por el mundo, y cuanto antes se vean derrotados por las circunstancias, mejor. Pero me da la impresión de que él tiene realmente algo en su interior que puede hacerle destacar. Es como si el problema estuviera en su carácter y no en su talento. Y eso es lo interesante, lo que más me atrae. No se puede enseñar a un hombre a tener talento, pero si ya lo posee, sí que se le puede enseñar a utilizarlo. Y ahí es donde entro yo, ¿sabe? Para lograr que esté a la altura de sus propias posibilidades.

La señora Peyton había estado escuchando con una atención tan intensa que de repente se vio incapaz de dar una respuesta apropiada. Había algo escalofriante pero también casi atractivo en aquella declaración de principios. Lo normal era que no se enunciaran en voz alta, aunque marcaran las pautas cotidianas de comportamiento.

—¿Y crees —dijo por fin— que en este caso él se ha situado por debajo de sus posibilidades?

—No puedo asegurarlo, por supuesto. Pero su desaliento, su abattement[5], es una mala señal. No creo que albergue ninguna esperanza de ganar.

La madre volvió a dudar un instante.

—Puesto que eres tan sincera —dijo entonces—, permíteme que también yo lo sea y te pregunte cuándo fue la última vez que le viste.

La muchacha sonrió ante el circunloquio:

—Ayer por la tarde —dijo con toda sencillez.

—Y le encontraste…

—Fatal. Él mismo me dijo que tiene la mente en blanco.

La señora Peyton volvió a sentir los latidos en la garganta, y un lento rubor ascendió a sus mejillas.

—¿Fue eso todo lo que dijo?

—Acerca de sí mismo, sí. ¿Es que hay algo más? —preguntó la chica al instante.

—¿No te habló de una posible oportunidad de compensar todo el tiempo que ha perdido?

—¿Una oportunidad? No entiendo qué quiere decir.

—¿No te habló, entonces, de la carta del señor Darrow?

—No me ha dicho nada de ninguna carta.

—Hay una carta. Apareció tras la muerte del pobre Darrow. En ella le autoriza a Dick a utilizar sus diseños para el concurso. Dick dice que el proyecto de Darrow es extraordinario. Le aportaría justo lo que necesita.

La señorita Verney la escuchaba embelesada, con un rubor que la envolvió como si de un haz de luz se tratara.

—Pero ¿cuándo ha sucedido todo esto? ¿Dónde encontraron la carta? ¡No me ha dicho nunca ni una palabra acerca de ella! —exclamó.

—Hallaron la carta el día de la muerte de Darrow.

—¡No lo entiendo! ¿Por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué parece entonces tan desesperado? —Volvió su atractivo rostro, lleno de interrogantes, hacia la señora Peyton. Resultaba prodigioso, pero era cierto: no sentía nada ni veía nada más allá de la simple existencia de aquella fantástica oportunidad.

La voz de la señora Peyton se estremeció ante lo perfecto de su triunfo.

—Supongo que no te lo contó porque tiene ciertos reparos.

—¿Reparos?

—Cree que utilizar ese proyecto sería deshonesto.

Los ojos de la señorita Verney se clavaron en ella con una mirada de conmiseración.

—¿Deshonesto? ¿Cuando era lo que ese pobre hombre deseaba? ¿Cuando se trata de su última voluntad? ¿Cuando está ahí la carta para demostrarlo? ¡Ese diseño le pertenece a su hijo! ¡Nadie más tiene derecho a él!

—Pero el derecho de Dick no se extiende hasta el punto de poder hacerlo pasar por suyo. Tengo la impresión de que eso es al menos lo que él cree. Si ganara el concurso lo estaría ganando de manera fraudulenta.

—¿Por qué dice de manera fraudulenta? Su diseño pudo haber sido mejor que el de Darrow si hubiera tenido tiempo para completarlo. Creo que el señor Darrow llegó a la misma conclusión. Debió de pensar que le debía a su amigo una compensación por el tiempo que le estaba robando. No puedo imaginar nada más natural que su deseo de hacer algo así a cambio del sacrificio de su hijo.

Se mostraba absolutamente radiante por la fuerza de su convicción, y la señora Peyton, durante un extraño instante, sintió flaquear su propia resistencia. No había contemplado jamás la cuestión bajo esa óptica: desde el punto de vista de que Darrow pudiera considerar su regalo como una compensación lógica. Pero, tras esa breve reflexión, lo único que deseó fue poder ocultar su estremecimiento tras una repentina parquedad de palabras.

—Por supuesto, ese argumento —dijo con frialdad— sería más convincente para Darrow que para mi hijo.

La señorita Verney elevó la mirada ante el cambio de voz de la señora Peyton.

—Entonces, ¿usted está de acuerdo con él? ¿Cree que sería deshonesto?

La señora Peyton vio que se había traicionado a sí misma.

—Mi hijo y yo no hemos hablado del asunto —dijo evasiva. Y advirtió un inmenso alivio en el rostro de la señorita Verney.

—¿No han hablado de ello? ¿Cómo sabe entonces lo que piensa él de todo esto?

—Tan sólo lo intuyo… En realidad, mis deducciones se basan en su mismo silencio.

La joven suspiró profundamente.

—Ya veo —murmuró—. Así que ése es precisamente el motivo por el que no habla.

—¿Qué motivo?

—Usted sabe cómo piensa. Y él es consciente de que usted lo sabe.

La señora Peyton estaba asombrada de su sutileza:

—Te aseguro —dijo levantándose— que no he hecho nada para influir en él.

La joven la miró reflexivamente:

—No —dijo con una débil sonrisa—. Nada excepto leer sus pensamientos.