El funeral se celebró a la mañana siguiente y, al regresar del cementerio, Dick le dijo a su madre que debía ir a revisar las cosas de la oficina de Darrow. El día anterior había tenido noticias de la tía de su amigo, una persona desvalida a quien le resultaba difícil telegrafiar e inconcebible viajar, y quien, en ocho páginas de retórica carente de signos de puntuación, le cedía a Dick lo que ella definió como el triste privilegio de liquidar los asuntos de su sobrino.
La señora Peyton miraba con inquietud a su hijo:
—¿No hay nadie que pueda hacer todo eso en tu lugar? Debía de tener un empleado o alguien que conociera los pormenores de su trabajo.
Dick negó con la cabeza.
—Últimamente ya no. No hizo mucho durante el invierno, y estos últimos meses lo dejó todo para trabajar exclusivamente en sus planos.
La palabra produjo un leve rubor en las mejillas de la señora Peyton. Era la primera vez que uno de los dos aludía al legado de Darrow.
—Por supuesto, debes hacer todo lo que esté en tu mano —murmuró ella, entrando sola en casa.
Las emociones de la mañana la habían alterado profundamente, y se quedó sentada en el interior de su casa todo el día, dejando que su mente vagara, en una especie de piedad retrospectiva, en torno a la lealtad del pobre Darrow. Le había dedicado muy poco tiempo mientras vivió, había accedido con demasiada condescendencia a su creciente tendencia al aislamiento, y ahora le parecía una muestra de insensibilidad no haber estado más cerca de la única persona que había querido a Dick tanto como ella misma. Un remordimiento baldío la invadió al recordar cómo había reflejado ese grandísimo afecto en su carta. La extravagancia de la oferta hacía que ésta se revistiera de un patetismo aún mayor. Resultaba extraordinario, incluso teniendo en cuenta las servidumbres de la amistad, que un hombre de su casi perniciosa rectitud dejara a un lado las restricciones del honor profesional, implicando con ello la posibilidad de que también su amigo hiciera lo mismo. Su ofrenda parecía aún más perfecta al adquirir, involuntariamente, la forma de una sutil tentación.
Esta última palabra interrumpió los pensamientos de la señora Peyton. ¿Una tentación? ¿Para quién? No, seguramente, para alguien capaz, capaz como lo era su hijo, de estar a la altura de la extraordinaria lealtad de su amigo. La oferta sería para Dick tan sólo, como lo era para ella, la última y conmovedora manifestación de una callada fidelidad: la afirmación de un cariño que por fin había hallado una vía de expresión. La señora Peyton rechazó como nociva cualquier otra perspectiva del caso. Se sentía molesta consigo misma por suponer que Dick pudiera verse remotamente afectado por la posibilidad a la que aludía la renuncia del pobre Darrow. La propia naturaleza de la oferta eliminaba cualquier viabilidad práctica y la arrastraba, en cambio, hacia la idealizada región de los sentimientos.
La señora Peyton había estado a solas con sus reflexiones durante la mayor parte de la tarde, y la oscuridad empezaba a adueñarse de todo cuando Dick entró en la salita. Apareció de una forma casi alarmante bajo la tenue luz, con su palidez acentuada por el sombrío efecto del luto, y resucitando cierta impresión largamente olvidada que, por un instante, pareció abrirse paso por entre las sombras. Ella no supo al principio qué pudo producir tal efecto, pero pronto comprendió que se trataba del enorme parecido que Dick tenía con su padre.
—Bien, ¿ya ha terminado? —preguntó mientras él se dejaba caer en una silla sin hablar.
—Sí. Lo he examinado todo. —Se reclinó cruzando las manos por detrás de la cabeza, extenuado y con la mirada perdida.
Ella permaneció en silencio unos segundos, y después dijo tímidamente:
—Mañana podrás volver a tu trabajo.
—Sí… ¡Mi trabajo! —exclamó él como si quisiera pasar por alto un comentario jocoso muy poco oportuno.
—¿Estás demasiado cansado?
—No. —Él se levantó y comenzó a vagar por la habitación, arriba y abajo—. No estoy cansado. Ponme un poco de té, por favor. —Se detuvo delante de ella brevemente mientras le servía el té en su taza, y entonces, sin llegar a cogerla, se dio la vuelta para encender un cigarrillo.
—Seguramente todavía tengas tiempo —sugirió ella, sin dejar de mirarle.
—¿Tiempo? ¿Para acabar mis planos? Oh, sí… Hay tiempo. Pero ya no merece la pena.
—¿Cómo que no merece la pena? —Ella se levantó y después volvió a sentarse en la misma silla, avergonzada por haber puesto de manifiesto su ansiedad—. Siguen siendo tan válidos como la semana pasada —dijo pretendiendo darle a su voz cierta alegría.
—Para mí no —respondió él—. Entonces no había visto los de Darrow.
Se produjo un largo silencio. La señora Peyton seguía sentada, con la mirada clavada en sus manos unidas, mientras su hijo caminaba por la habitación, inquieto.
—¿Tan buenos son? —preguntó por fin.
—Sí.
Ella volvió a quedarse en silencio, pero poco después, elevando hacia él una mirada estremecida, dijo:
—Lo que convierte su oferta en algo aún más atractivo.
Dick estaba encendiendo otro cigarrillo, y su cara quedaba oculta.
—Sí. Supongo que sí —dijo en voz baja.
—Según me dijo, estaban casi acabados —continuó ella, bajando la voz de manera inconsciente hasta dejarla al mismo volumen que la de él.
—Sí.
—Entonces entrarán en el concurso.
—Naturalmente. ¿Por qué no? —contestó él casi con rudeza.
—¿Tendrás tiempo para ocuparte de todo eso y también para terminar lo tuyo?
—Bueno… Supongo que sí. Ya te he dicho que no es una cuestión opinable. He comprendido que no merece la pena preocuparse más por lo mío.
Ella se levantó y se le acercó para poner las manos sobre sus hombros:
—Estás cansado y afectado. ¿Cómo vas a juzgar nada en estas circunstancias? ¿Por qué no me enseñas los dos diseños mañana?
Él se sonrojó vivamente bajo su atenta mirada, y se apartó con un gesto casi impaciente.
—Me temo que eso no me ayudaría. Tú siempre vas a pensar que lo mío es mejor —dijo riéndose.
—Pero ¿y si te explicara mis razones? —insistió ella.
Él cogió su mano como si se sintiera avergonzado de su propia impaciencia.
—Querida madre, el mero hecho de que tuvieras que darme cualquier tipo de explicación ya implicaría que son malos.
Su madre no le devolvió la sonrisa.
—¿No me permitirás entonces ver los dos diseños? —dijo con un débil matiz de obstinación.
—Por supuesto que sí. Si tanto lo deseas. ¡Sólo te pido que no me hables más de todo este asunto! ¿No ves que estoy molido? —dijo de forma incontrolable. Y, al ver que ella seguía de pie, en silencio, añadió con una voz apática y cansada—: Creo que voy a subir, a ver si puedo echar una pequeña siesta antes de la cena.
* * *
A pesar de haberse separado de él dando por hecho que podría ver los dos diseños si así lo deseaba, la señora Peyton sabía que Dick no se los iba a enseñar. Desde luego, no se negaría si volvía a pedírselo, pero ¿acaso no contaba él ya con que era muy poco probable que lo hiciera? Pasó toda la noche enfrentada a aquella pregunta. La situación adquirió esa fantasmagórica nitidez que poseen todas las visiones nocturnas. Ahora sabía por qué Dick, de repente, le había recordado tanto a su padre: ¿no había percibido ella antes, en otra ocasión, tras esos mismos ojos esa misma forma de pensar? Estaba segura de que su hijo se había planteado la idea de utilizar los dibujos de Darrow. Mucho después de la medianoche, mientras seguía tumbada en la oscuridad, le oyó recorrer su habitación del piso superior. Contuvo la respiración mientras escuchaba el repetitivo sonido de aquellos pasos que parecían los de un espíritu encarcelado, agitándose exhausto por el interior de una jaula en la que sólo fuera posible albergar un único pensamiento. Sabía que la existencia de su hijo había entrado en un momento de crisis, y que el trance que ahora debía superar tendría un efecto decisivo en su futuro. Las circunstancias de su pasado habían elevado a la categoría de clarividencia su talento natural para comprender las motivaciones humanas; habían hecho de ella un barómetro moral que respondía a las más sutiles fluctuaciones atmosféricas, y los años de ávida meditación habían logrado que se familiarizara con la forma que, con toda probabilidad, iban a asumir las tentaciones de Dick. El peculiar tormento de la situación consistía en que no podía, excepto de manera indirecta, poner ni su intuición ni su capacidad de previsión a su servicio. Era consciente de que la vida es la única consejera auténtica, y de que una sabiduría que no hubiera pasado por el filtro de la experiencia personal directa jamás serviría para tejer las redes morales de nadie. Un amor como el suyo tenía una función: preparar y orientar. Pero debía saber también cómo retener su mano y cómo guardarse sus consejos, cómo ocuparse de su objeto mediante una influencia invisible más que con una intromisión tangible.
Kate Peyton se repitió a sí misma todo esto una y mil veces durante esas horas de afligidas suposiciones en que había intentado profetizar el futuro de Dick, aunque ni en sus más descabelladas premoniciones habría imaginado que se pudiera poner a prueba su valor de una forma tan cruel. Si sus oraciones por él se hubieran centrado en un asunto concreto, habría rogado que no tuviera que pasar por ese impresionante y drástico examen de su fuerza de voluntad: que sus tentaciones resbalaran sobre él envueltas en un deslucido disfraz al que no deseara prestar ninguna atención. Ella le había protegido contra todas las formas habituales de bajeza; pero el punto vulnerable estaba más arriba, en esa región del egoísmo idealizado que es el centro de la existencia para temperamentos como el suyo.
Gracias a todos esos años de solitarias previsiones, era capaz de mantener una extraordinaria actitud alerta ante distintas posibilidades. Comprendió de inmediato que la situación era tan peligrosa porque implicaba un mínimo riesgo. Darrow había elaborado sus planos para el concurso sin ayudantes, y su aislada vida casi garantizaba que no se los habría mostrado a nadie y que tan sólo Dick y ella sabían que estaban terminados. Por otro lado, formaba parte de las obligaciones de Dick revisar el contenido de la oficina de su amigo, y al hacerlo nada resultaría más sencillo que apoderarse de los dibujos y utilizar cualquier parte que pudiera servirle. Tenía el permiso de Darrow para hacerlo y, aunque el hecho implicara una leve contravención de la probidad profesional, ¿no podía apelarse a los deseos de su amigo como secreta justificación? La señora Peyton se descubrió casi odiando al pobre Darrow por haber sido el inconsciente instrumento de la tentación. Pero ¿qué derecho tenía ella, después de todo, a sospechar que Dick fuera a plantearse, siquiera por un instante, el acto del cual estaba ella tan dispuesta a acusarle? Su poca disposición a mostrarle los dibujos podría haber sido una consecuencia circunstancial de su cansancio y del desaliento. Estaba agotado y preocupado, y ella había elegido el peor momento para pedírselo. Su falta de interés podría deberse incluso al deseo de ocultarle lo mucho que le había superado su amigo. Ella sabía lo muy sensible que era en ese sentido, y se reprochó a sí misma no haberlo previsto. Pero sus propios argumentos no la convencían. Una horrible duda merodeaba muy por debajo del amor que sentía por su hijo y muy por debajo de su confianza en él. Ahora, al mirar atrás, apenas podía definir qué fue lo que la impulsó a casarse con Denis Peyton: tan sólo sabía que algo en su carácter se había perdido, y que la corriente la había arrastrado precisamente hacia ese destino del que su corazón deseaba huir. Pero si por un lado su matrimonio seguía siendo un problema, por otro su maternidad parecía resolverlo. Nunca abandonó la idea de que había librado a su hijo de un oscuro peligro que todavía se cernía sobre él, que se mantenía al acecho, y con cada nuevo logro de su amor vigilante él se hacía un poco más suyo, puesto que el acto de rescate no se había consumado de una vez por todas en el momento de la inmolación. Había edificado para él el milagroso refugio de su amor no mediante un sorprendente acto heroico, sino gracias a un empeño imperecedero e infatigable. Y ahora que estaba allí erigido, ese sagrado cobijo contra el fracaso, ella no podía ni poner una luz en el cristal que guiara sus pasos, sino que debía dejarle hallar su propio camino a tientas, sin ninguna ayuda.