En la cena, la señora Peyton recordó con cierto remordimiento que después de todo no había hablado con Darrow de su salud. Él la había distraído al referirse a Dick, y, además, por mucho que le interesaran las teorías de Darrow, lo cierto era que su personalidad nunca le había llamado la atención. Siempre le había considerado un mero vehículo para intercambiar opiniones.
Fue Dick quien le recordó en cierto modo su descuido al preguntarle si no creía que el viejo Paul parecía más desmejorado de lo habitual.
—Parecía muy cansado —admitió la señora Peyton—. Quise decirle que se cuidara más.
Dick se rió de lo inútil de aquella idea.
—El viejo Paul nunca está cansado. De las veinticuatro horas que tiene el día, Paul es capaz de trabajar veinticinco. Su problema es que está enfermo. Me temo que algo no funciona bien en su organismo.
—Vaya… Cuánto lo siento. ¿Ha visitado a algún médico?
—No quiso escucharme cuando se lo sugerí el otro día. Pero es tan condenadamente reservado que no sé lo que habrá hecho desde entonces. —Dick se levantó, dejando su taza de café y su cigarrillo a medio fumar—. Estoy casi decidido a presentarme en su casa por sorpresa esta misma noche, y ver cómo le va.
—Pero si vive en el otro extremo del planeta. Y tú estás rendido.
—No estoy cansado. Sólo un poco agobiado —contestó él sonriendo—. Y, además, voy a reunirme con Gill en la oficina dentro de poco para trabajar esta noche. No me pasará nada por echarle primero un vistazo a Paul.
La señora Peyton permaneció en silencio. Sabía que era inútil enfrentarse a su hijo cuando se trataba de trabajo, e intentó consolarse recordando las palabras que ella misma le había dicho a Darrow: Dick era un hombre y debía asumir riesgos con otros hombres.
Él entonces, mirando su reloj, exclamó con fastidio:
—¡Cielos! Al final no me va a dar tiempo. Gill me estará esperando ya. Creo que hoy hemos cenado con demasiada tranquilidad. —Fue a hacerle a su madre un pequeño arrumaco en la mejilla—. Deja de preocuparte —le imploró. Y al ver que ella le devolvía la sonrisa, agregó con un repentino rubor de felicidad—: Ella no… Ya sabes… Tiene tanta confianza en mí.
La sonrisa de la señora Peyton se desvaneció y, poniendo una mano firme sobre la de él, le dijo con repentina franqueza:
—¿Tiene confianza en ti o en tu éxito?
Él vaciló:
—Para ella ambos términos son sinónimos. Cree que voy a salir elegido.
—Pero ¿y si no?
Él se encogió de hombros riéndose, pero con un ligero pliegue entre sus despreocupadas cejas.
—¡Vaya! En ese caso tendré que abrirle paso a alguien más, supongo. Es ley de vida.
La señora Peyton se irguió, mirándole con una especie de solemnidad.
—¿Es también la ley del amor? —preguntó.
Él la miró con una sonrisa un tanto temblorosa:
—Mi querida y romántica madre, ya sabes que yo no deseo su compasión.
* * *
Dick llegó a casa al día siguiente poco antes de que amaneciera, volvió a salir de nuevo tras un desayuno apresurado, y la señora Peyton no supo nada de él hasta el anochecer. Había prometido regresar para la cena, pero unos instantes antes de las ocho, cuando ella bajaba a la salita, la sirvienta le entregó una nota escrita a toda prisa:
«No me esperes», decía. «Darrow está enfermo y no puedo dejarle. Te enviaré unas líneas cuando el médico le haya visto».
La señora Peyton, que era una mujer de reacciones rápidas, leyó aquellas palabras presa de los remordimientos. Se sentía avergonzada por los celos que había sentido de Darrow y por el egoísmo que le había hecho ignorar sus problemas al considerar únicamente el bienestar de Dick. Incluso Clemence Verney, a quien secretamente acusaba de no tener corazón, se había conmovido por el aspecto enfermizo de Darrow, mientras ella tenía tan sólo ojos para su hijo. ¡Pobre Darrow! ¡Qué fría y egocéntrica debió de parecerle! Su primer impulso, fruto de la intensidad del arrepentimiento, fue el de acercarse inmediatamente a su domicilio, pero el recuerdo de la propia timidez de Darrow se lo impidió. La nota de Dick no daba ningún detalle. La enfermedad era evidentemente grave, pero ¿no vería Darrow su visita como una intromisión? Reparar su negligencia del día anterior con una repentina invasión de su privacidad tan sólo constituiría una falta de tacto aún mayor. Y, tras un momento de deliberación, decidió mandar a preguntarle a Dick si deseaba que fuera a reunirse con él.
La respuesta, que llegó tarde, era la que había esperado: «No. Tenemos toda la ayuda que necesitamos. El médico ha enviado a una buena enfermera, y regresará más tarde. Es pulmonía pero, por supuesto, todavía no disponemos de mucha información. Por favor, mándame un poco de caldo de carne tan pronto como pueda hacerlo la cocinera».
Tras haber hecho preparar y enviar el caldo de carne, se entregó a una vigilia que contrastaba melancólicamente con la de la noche anterior. Entonces se había dejado atrapar por los estrechos límites de sus intereses maternos, pero ahora las barreras del yo se habían venido abajo y sus preocupaciones personales se veían arrastradas por la corriente de una compasión mucho más amplia. Mientras estaba allí sentada, al amparo del anillo de luz de la misma lámpara que durante tantas noches les había mantenido a Dick y a ella en un embelesado halo de ternura, vio que su amor por su hijo se había convertido en una especie de egoísmo desproporcionado. El amor la había empequeñecido en lugar de engrandecerla, había vuelto a erigir entre ella misma y la vida los mismos muros que, muchos años atrás, tuvo que derribar con dedos ensangrentados. Resultaba horrible, cómo había llegado a sacrificarlo todo por el único empeño de obtener lo mejor para su hijo…
Con la llegada del nuevo día, envió a otro mensajero, uno de sus propios criados, que regresó sin haber visto a Dick. El señor Peyton había mandado decir que no se había producido ningún cambio. Escribiría más adelante. No deseaba nada. El día transcurrió sombrío. En una ocasión, Kate se descubrió contabilizando las preciosas horas que Dick estaba perdiendo, sin poder invertirlas en su tarea inacabada. Se ruborizó ante su inquebrantable egoísmo e intentó volver a centrarse en el pobre Darrow. Pero no podía dominar sus impulsos y ahora se sorprendía albergando la idea de que su enfermedad, al menos, le dejaría fuera del concurso. Pero no… Recordó que le había dicho que ya había terminado su trabajo. Pasara lo que pasase, se interpondría en el camino de su hijo hacia el éxito. Se odiaba a sí misma por alimentar pensamientos semejantes, pero lo cierto era que no iban a cesar.
La tarde pasó sin que le llegara ninguna nota de Dick. Por fin, enfrentándose avergonzada a todos sus temores, pidió un coche y subió a cambiarse. No podía mantenerse más tiempo al margen: debía ir a ver a Darrow, aunque fuera tan sólo para huir de sus infames pensamientos. Mientras volvía a bajar, oyó la llave de Dick en la cerradura. Aceleró sus pasos y cuando llegó al pasillo, él estaba allí, de pie ante ella, sin hablar.
La señora Peyton le miró y la pregunta murió en sus labios. Él asintió con la cabeza, y avanzó lentamente por delante de ella.
—Perdimos toda esperanza desde el principio —dijo.
Dick pasó todo el día siguiente entregado a los preparativos del funeral. El fallecimiento se le notificó debidamente a su tía lejana, que parecía ser el único familiar de Darrow pero, al no recibir respuesta por su parte, quedó en manos de su amigo el desempeño de las gestiones habituales. De nuevo volvió a estar fuera la mayor parte del día; y cuando regresó al anochecer, al observarle desde la mesa de té en que le esperaba, la señora Peyton quedó impresionada por la profunda tristeza de su rostro.
Sus propios pensamientos eran demasiado dolorosos para poder expresarlos con facilidad, y los dos permanecieron unos minutos sentados en una silenciosa comunidad de desdicha.
—¿Está todo arreglado? —le preguntó finalmente.
—Sí. Todo.
—¿Y no has tenido noticias de su tía?
Él negó con la cabeza.
—¿No puedes localizar a ningún otro familiar?
—No. Repasé todos sus papeles. Había muy pocos, y no encontré más dirección que la de su tía. —Se recostó en la silla, sin prestar atención a la taza de té que ella le había servido maquinalmente—. Aunque encontré esto —añadió, tras una pausa, sacando una carta de su bolsillo y entregándosela a ella.
Ella la tomó recelosa:
—¿Debo leerla?
—Sí.
Vio entonces que el sobre, con la letra de Darrow, iba dirigido a su hijo. En su interior había unas cuantas palabras escritas a lápiz, fechadas el primer día de su enfermedad, el siguiente a aquel en que ella le había visto por última vez.
«Estimado Dick», leyó, «quiero que utilices mis planos para el museo si es que puedes sacar algún provecho de ellos. Incluso si llego a salir de ésta, quiero que lo hagas. Yo tendré otras oportunidades, y me da la impresión de que este concurso es muy importante para ti».
La señora Peyton permaneció sentada sin habla, mirando fijamente la fecha de la carta que, de inmediato, relacionó con su última conversación con Darrow. Se dio cuenta de que él la había entendido perfectamente, y esta idea le abrasó el alma.
—¿No es maravilloso de su parte? —dijo Dick.
Ella dejó caer la carta, y ocultó el rostro entre las manos.