Cuando por fin apareció la señorita Verney, siguiendo la estela de una impersonal y exclamativa joven casada que servía de fondo a su vívido perfil, parecía dispuesta a dar de inmediato cualquier tipo de información que se le solicitara. Nunca le había parecido tan atenta ni tan eficiente a la señora Peyton. Una elegancia que combinaba estilo y color suavizaba su figura con la encantadora bruma de la juventud, pero a su antagonista se le ocurrió pensar que igual podría emerger de esa niebla de la mañana como una marchita y férrea anciana.
Tal vez la señorita Verney apreciara en el recibimiento de Dick una atención especial, pero no se mostró por ello petulante ni autosuficiente. Su actitud podía ser un poco más impetuosa de lo normal, pero mantuvo una radiante serenidad tanto en la mirada como en su forma de hablar, de modo que se podía adivinar, a pesar de lo vertiginoso de sus palabras, una tranquila firmeza de ideas. Se interesó enormemente pero con criterio por los trabajos de su anfitrión y, cuando los otros invitados se reunieron para deambular por el laberinto de dibujos a escala y proyectos originales haciendo todo tipo de cumplidos, la señora Peyton observó que la señorita Verney era la única que sabía ya lo que significaban ciertos símbolos.
Peyton se opuso risueño a las pretensiones de los visitantes que querían ver los planos para el concurso; decisión que se vio reforzada por la presencia de dos colegas arquitectos: dos jóvenes que conservaban tanto en su forma de vestir como en su forma de hablar los persistentes vestigios de sus estudios de Bellas Artes, y que mantenían la actitud de Gavarni[3] deslumbrando a las señoras con sus alusiones a los cerramientos y al éntasis. Casi todo el grupo había regresado ya a la mesa de té, cuando unos dubitativos golpes en la puerta anunciaron la llegada de Darrow. Apareció dando un traspié, con su aire habitual de haberse equivocado de sitio, avergonzado de su sombrero y de su gabán, y aún más confuso cuando le presentaron a las señoras, que se habían agrupado en torno a la tetera. A los hombres les lanzó un áspero saludo con la cabeza y, después de que Dick se ocupara de sus pertenencias, se replegó al amparo de la bienvenida de la señora Peyton. Esta última, de forma juiciosa, le dio tiempo para recuperarse, y cuando se giró hacia él le encontró entregado a una furtiva inspección de la señorita Verney, cuya oscura delgadez, recortada ante las desnudas paredes de la oficina, le hacía parecer un joven San Juan de Donatello. La joven le observó a su vez con una de sus miradas transparentes, y la señora Peyton advirtió cómo, después de que el grupo volviera a disolverse, ella decidió aproximarse a Darrow. Finalmente, los visitantes vagaron de nuevo hacia el taller para ver una carpeta con las acuarelas de Dick, pero la señora Peyton se quedó sentada junto a la tetera, escuchando las conversaciones que le llegaban a través de la puerta abierta e intentando ordenar sus impresiones.
Vio que la señorita Verney estaba sinceramente interesada por el trabajo de Dick: era la naturaleza de su interés lo que seguía estando en tela de juicio. Como si deseara aclarar esa duda, la joven reapareció en ese momento sola en el umbral y, al descubrir a la señora Peyton, avanzó hacia ella con una sonrisa.
—¿Está usted cansada de oírnos elogiar los dibujos del señor Peyton? —preguntó, dejándose caer en una silla baja al lado de su anfitriona—. La admiración de los poco instruidos debe de ser una lata para aquellos que entienden, y el señor Darrow me ha dicho que es usted casi tan erudita como su hijo.
La señora Peyton le devolvió la sonrisa, pero eludió la pregunta:
—Lamentaría tener que considerar tu admiración como poco instruida —dijo—. Me gusta pensar que el trabajo de mi hijo es apreciado por gente que lo comprende.
—Bueno, yo tengo las nociones habituales —dijo tranquilamente la señorita Verney—. Creo saber por qué admiro su trabajo, aunque estoy segura de que descubro muchas más cosas en él cuando alguien como el señor Darrow me dice cuán notable es.
—¿El señor Darrow dice eso? —exclamó la madre, perdiendo la perspectiva de sus propósitos ante una repentina ráfaga de satisfacción maternal.
—No habla de otra cosa. Parece ser el único tema capaz de hacer que se le suelte la lengua. Creo que le gustaría más que su hijo ganase el concurso que ganarlo él mismo.
—Es muy buen amigo —asintió la señora Peyton, impresionada por el modo en que la joven había vuelto a dirigir el asunto, sin el más mínimo resto de afectación, hacia el tema concreto que le interesaba.
—Está convencido de que va a ganar el señor Peyton —continuó la señorita Verney—. Resulta apasionante oír sus argumentos. Es un hombre extraordinariamente interesante. Debe de ser un enorme estímulo tener un amigo así.
La señora Peyton titubeó.
—Su amistad es adorable, pero no creo que mi hijo necesite un estímulo semejante. Ya es demasiado ambicioso.
La señorita Verney elevó la mirada alegremente:
—¿Se puede ser eso, demasiado ambicioso? —dijo—. ¡La ambición es algo tan magnífico! Debe de ser fantástico ser un hombre e ir superando obstáculos, directamente hacia aquello que se persigue. Me temo que no me interesa demasiado la gente que está por encima del éxito. ¡Me gustan los matrimonios a los que se llega tras una esforzada conquista!
Se levantó con su risa voluble y permaneció de pie, ruborizada y radiante, ante la señora Peyton, que continuó mirándola con gravedad.
—¿Qué es lo que entiendes por éxito? —preguntó esta última—. Implica tantas cosas distintas.
—Bueno, sí. Ya sé… La aprobación interna y todo eso. Bien, me temo que a mí me interesa un éxito de otro tipo: los tambores y las guirnaldas y las aclamaciones. Si yo fuera el señor Peyton, por ejemplo, preferiría mil veces ganar el concurso a ser tan generosa como el señor Darrow.
La señora Peyton sonrió.
—Espero que no se lo digas —contestó medio en broma—. Ya está sobreestimulado, y se deja influir con tanta facilidad por cualquiera que… cuya opinión aprecie.
Se detuvo precipitadamente, con una extraña sacudida interna, al oírse repetir las palabras que la madre de otro hombre le había dicho a ella en una ocasión. La señorita Verney no pareció darse por aludida ya que continuó mirando a la señora Peyton con una serena cordialidad.
—¡Pero no podemos evitar que nos interese! —declaró.
—Es muy amable de tu parte, pero me gustaría que todos le ayudaseis a pensar que, después de todo, el concurso tiene muy poca importancia comparado con otras cosas: su salud y su paz de espíritu, por ejemplo. Parece horriblemente agotado.
La joven miró en ese preciso instante a Dick, que estaba entrando en la habitación al lado de Darrow.
—¿Eso cree? —dijo ella—. A mí me da la impresión de que quien está agotado de verdad es su amigo.
La señora Peyton siguió su mirada con sorpresa. Había estado tan abstraída que no había reparado en Darrow, cuyo anodino rostro presentaba siempre una apagada palidez por la que poco podían hacer sus lentos ojos de color gris, excepto en muy raros momentos de esparcimiento. Ahora a su rostro asomaban los profundos surcos de una máscara mortuoria en la que tan sólo parecía mantenerse con vida la sonrisa que le dirigía a Dick. Semejante visión la llenó de remordimientos. ¡Pobre Darrow! Parecía enormemente cansado, como si necesitara cuidados y caricias y alimentarse bien. Nadie sabía exactamente cómo vivía. Su habitación, según le había dicho Dick, carecía de chimenea y estaba mal cuidada, pero él seguía allí porque su casera, a la que había rescatado de cierto apuro financiero, no encontraba más huéspedes. No pertenecía a ningún club y deambulaba solo para comer, rechazando de forma misteriosa la hospitalidad de sus amigos. Resultaba obvio que era muy pobre, y Dick sospechaba que le enviaba todo lo que ganaba a una tía de su pueblo natal, pero Darrow mantenía tan en secreto tales asuntos que, más allá de su profesión, parecía no tener vida personal.
La señorita de compañía de la señorita Verney le informó en ese instante de que debían marcharse, aviso que se vio seguido de una despedida generalizada. Dick acompañó a las señoras a sus coches y Darrow, mientras tanto, empezó a ponerse el gabán a trancas y barrancas, un proceso que siempre le llevaba a un estado de sudoroso aturdimiento. La señora Peyton, sorprendiéndole en medio de su labor, le sugirió que lo dejara para más tarde, y que hablara con ella.
—Permite que te prepare otro té —dijo mientras Darrow, ruborizado, se deshacía del gabán—. Y cuando regrese Dick iremos a casa caminando juntos. No he tenido ocasión de intercambiar contigo ni dos palabras este invierno.
Darrow se hundió en una silla a su lado, y contempló nervioso sus botas:
—He estado muy ocupado con mi trabajo —dijo.
—Lo sé. Demasiado, me temo. Dick dice que has estado dejándote los ojos en los planos para el concurso.
—Bueno… Ahora tendré tiempo para descansar —respondió él—. Les he dado el último toque esta mañana.
La señora Peyton le miró:
—Vas por delante de Dick, entonces.
—Tan sólo en lo que se refiere al tiempo —dijo él sonriendo.
—Lo que ya es una ventaja —contestó ella con cierta aspereza en la voz. A pesar de sus sinceros esfuerzos por ser imparcial, por el momento no podía evitar ver a Darrow como un obstáculo en la trayectoria de su hijo—. ¡Cómo desearía que el concurso hubiera finalizado ya! —exclamó consciente de que su voz la había traicionado—. Odio tener que veros a ambos con semejante aspecto, tan exhaustos.
Darrow sonrió de nuevo, quizá ante su estudiada manera de incluirle también a él.
—Oh, Dick está bien —aseguró—. Se recuperará en dos días.
Lo dijo con un énfasis que en otras circunstancias la habría conmovido, pero en ese instante, ante la alusión a su hijo, volvió a dejar a un lado la ternura que sentía por Darrow.
—No si no gana —exclamó.
Darrow cogió el té que ella le había servido y, al intentar llevar a cabo la hazaña de sostener la taza con cierta elegancia, dejó caer la cucharilla al suelo. Al agacharse para recoger la cucharilla, golpeó la mesa con el hombro e hizo bailar las tazas. Tras recobrar un poco la calma, dio un pequeño sorbo del té aún demasiado caliente y, con un grito ahogado, lo dejó peligrosamente cerca del borde de la mesa. La señora Peyton rescató la taza, y Darrow, olvidando al parecer que ella seguía allí, a su lado, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Siempre le resultaba muy difícil permanecer sentado y quieto cuando hablaba.
—¿Quiere decir que está obsesionado con ganar, sea como sea? —preguntó.
La señora Peyton vaciló:
—Tú le conoces casi tan bien como yo —dijo—. Es capaz de cualquier cosa cuando ve una posibilidad de éxito. Pero me asusta pensar en las posibles consecuencias.
—Bueno… Dick es un hombre adulto —dijo Darrow sin rodeos—. Además, va a ganar.
—Me gustaría que él mismo no estuviera también tan seguro de eso. No debes pensar que me preocupo por él. Es un hombre, y quiero que asuma riesgos y que se enfrente a otros hombres, pero me gustaría que no se preocupase tanto por lo que piensan los demás.
—¿Los demás?
—La señorita Verney, en concreto. Supongo que estás al tanto.
Darrow se detuvo delante de ella:
—Sí. Me ha hablado mucho de ella. ¿Cree que ella quiere que gane?
—¡Cueste lo que cueste!
Él frunció el ceño:
—¿Qué quiere decir con cueste lo que cueste?
—Bueno… En ese caso, creo que lo que está en juego es ella misma.
Darrow la miró desconcertado:
—¿Quiere decir que fue ella quien le dio tantísima importancia a este concurso?
—Parece ser que para ella se trata de algo simbólico. Al menos eso es lo que he deducido. Y me temo que a él le ha dado la misma impresión.
La extraña sonrisa de Darrow se extendió por su hundido rostro:
—Bien… ¡En ese caso lo logrará! —exclamó.
La señora Peyton se levantó emitiendo un suspiro.
—Casi espero que no lo haga, al menos por ese motivo —dijo.
—El motivo no se verá reflejado en su trabajo —contestó Darrow. Y, tras una pausa dedicada probablemente a buscar la palabra exacta, agregó—: Dick parece pensar mucho en ella.
La señora Peyton clavó en él una mirada reflexiva:
—Me gustaría saber qué es lo que piensas tú.
—¡Cielos! Si no la había visto en mi vida.
—No. Pero hoy has hablado con ella. Te has formado una opinión. Y creo que has venido aquí con ese propósito.
Él se rió entre dientes, orgulloso de su astucia: siempre había pensado que se trataba de una mujer dotada de una perspicacia sobrenatural.
—Bien, lo cierto es que deseaba conocerla —admitió.
—¿Y qué piensas?
Él dio unos pasos vacilantes y después se detuvo ante la señora Peyton.
—Creo —dijo sonriendo— que le gusta tener ayuda y, a la vez, ocuparse de todo.