-¿Te gusta, madre?
Dick Peyton se lo preguntó al reunirse con ella en el umbral. Luego la llevó satisfecho hacia el interior de la pequeña habitación cuadrada y añadió, con una risa ruborizada:
—Ya sabes que se trata de una persona extraordinariamente observadora, que se fija en los pequeños detalles.
Él se giró sobre los talones para seguir la sonriente inspección de su madre por el apartamento.
—Parece poseer todas las cualidades —dijo la señora de Denis Peyton, dando por finalizado su recorrido ante la hermosamente rematada mesa de té.
—Todas —dijo él, reconociendo el sarcasmo implícito en aquel énfasis al adoptarlo de inmediato también él. Dick había tenido siempre esa sana manera de apropiarse y utilizar esos pequeños giros de ironía materna con que ella le atacaba de vez en cuando.
Kate Peyton se rió y se quitó las pieles.
—Tiene un aspecto encantador —dijo terminando su examen al acercarse a la ventana que mostraba, allí abajo, la perspectiva oblicua de una larga calle lateral que llevaba a la Quinta Avenida.
Aquel elevado apartamento era la oficina privada de Dick Peyton, un refugio separado del recinto más amplio en el que, bajo la luz del norte y en una hilera de mesas de trabajo, tres o cuatro jóvenes delineantes se dedicaban afanosamente a elaborar sus proyectos arquitectónicos. La puerta exterior de la oficina mostraba el rótulo: «Peyton y Gill, Arquitectos». Pero Gill era una persona práctica y tan discreta como su apellido, que se contentó con tener un escritorio en el taller y que dejó que Dick se apoderase del pequeño apartamento en el que recibían a los clientes y donde se desarrollaba la parte social del negocio.
Kate Peyton estaba al tanto de que en esta ocasión aquel lugar iba a servir como escenario para un té, cuyo propósito era el de introducir a cierta joven en el ambiente de trabajo de su hijo. Últimamente, la señora Peyton había oído hablar mucho de Clemence Verney. Dick era comunicativo por naturaleza, y los estrechos vínculos que le unían a su madre (unos vínculos reforzados por la temprana muerte de su padre), a pesar de haber tropezado en sus días de escuela y de universidad con los obstáculos habituales, se habían restablecido más tarde gracias a cuatro años de complicidad en París, donde la señora Peyton, en un apartamento minúsculo de la Rue de Varennes, había hecho todo lo necesario para que él terminara sus estudios de Bellas Artes. Desde luego, no faltaron las críticas por parte de otras mujeres que acusaban a Kate Peyton de estar demasiado presente en la vida de su hijo; de no haber tratado de pasar inadvertida durante ese período en que, como todo el mundo sabe, lo mejor es dejar que los jóvenes hagan uso de su libertad para extraer sus propias conclusiones del mundo. Si se hubiera tomado la molestia de defenderse, la señora Peyton habría alegado que Dick, aunque comunicativo, no era muy influenciable, y que la misma destreza que le permitía zafarse de sus sarcasmos le protegía también de sus prejuicios. En efecto, no era lo que se dice un caballero pegado a las faldas de su madre, sino un joven resuelto y autosuficiente, cuya tierna amistad con su madre había servido tan sólo para cubrir con un velo de delicadeza las difíciles aristas de la juventud.
Pero lo cierto es que la señora Peyton jamás confesaría sus auténticos motivos: la relación con su hijo era la única necesidad de su vida a la que ella, con un tacto y una discreción infinitos, pero con una persistencia idéntica, se había aferrado en cada etapa de su crecimiento, disimulando sus propias emociones, adaptándose, rejuveneciendo, en el vehemente propósito de estar siempre a su lado aunque sin suponer jamás un obstáculo en su camino.
Denis Peyton había muerto tras siete años de matrimonio, cuando su hijo no había cumplido aún los seis. Durante esos siete años se las había ingeniado para dilapidar la mayor parte de la fortuna que había heredado de su hermanastro, de modo que a su muerte dejó a su viuda y a su hijo en una situación bastante precaria. La señora Peyton, durante la vida de su marido, no había hecho ningún esfuerzo aparente por refrenar sus gastos. Esas personas tan sensatas que siempre están dispuestas a enjuiciar el comportamiento de los demás, la habían acusado de fomentar la negligencia del pobre Denis para satisfacer su propia ambición. De hecho, al principio de su matrimonio ella había intentado lanzarle en su carrera política, y quizá había recurrido a su capital más de la cuenta en ese primer entusiasmo de toda contienda; pero como el experimento concluyó siendo un fracaso, como solían terminar todos los experimentos con Denis Peyton, no volvió a reclamar más fondos. En realidad, sus gustos personales eran inusualmente sencillos, pero su abierta indiferencia por el dinero no estaba, en opinión de sus críticos, destinada a servir de freno a las actividades de su marido, lo que hizo que a su muerte ella se viera en serias dificultades económicas, de todo lo cual era imposible no extraer una moraleja.
Sus escasos medios y el esmero en la educación de su hijo fueron buenos pretextos para recluirse en un barrio residencial de las afueras, alejado de la sociedad, en donde se dedujo que estaba expiando, con malos alimentos y ropa de confección, su imprudente menosprecio de la riqueza. Asumiera la penitencia de la señora Peyton esta forma o no, lo cierto es que manejó sus recursos con tanta audacia que no sólo pudo darle a Dick la mejor educación, sino también proponerle, al dejar Harvard, que prolongara sus estudios de Bellas Artes durante otros cuatro años. Había sido la alegría de su vida que su hijo mostrara pronto una marcada disposición hacia una rama concreta de trabajo. No habría soportado ver que quedaba reducido a ser un mero fabricante de dinero, aunque no lamentaba el hecho de que sus reducidos medios impidieran el cultivo de una improductiva vida de ocio. En sus días de universidad, Dick la había preocupado por una sobreabundancia de gustos, por su impaciente revoloteo de una forma de expresión artística a otra. Deseaba practicar cualquier forma de arte que le hiciera disfrutar, y pasó de la música a la pintura, de la pintura a la arquitectura, con una facilidad que a los ojos de su madre parecía indicar más la ausencia de un proyecto específico que un exceso de talento. Había observado que estos cambios se debían generalmente, no a la autocrítica, sino a cierto desaliento externo. Cualquier ataque a su trabajo bastaba para convencerle de lo inútil que resultaba perseverar en esa forma concreta de arte, y esa reacción le llevaba al inmediato convencimiento de que en realidad él estaba destinado a destacar en alguna otra materia. Así, había ido pasando de una vocación a otra hasta que, al final de su carrera universitaria, su madre dio el paso decisivo de matricularle en Bellas Artes con la esperanza de que el estudio de un tema específico, combinado con el estímulo de la competencia, pudiera consolidar sus titubeantes aptitudes. El resultado confirmó sus expectativas, y los cuatro años en la Rue de Varennes demostraron felizmente que podía confiar en él. El talento de Dick fue reconocido no sólo por su madre, sino también por sus profesores. Estaba absorto en su trabajo y sus primeros éxitos aumentaron su perseverancia. El único recelo de su madre residía en que continuaba dependiendo demasiado de los elogios. No estaba segura de cuánto tiempo podría su ambición seguir amparándole ante un fracaso. Respondía magníficamente cuando sabía que iba a obtener algo a cambio; pero quedaba por ver si era capaz de trabajar sin un reconocimiento posterior. Ella le había educado en un sano desprecio por las recompensas materiales y la naturaleza parecía, en este sentido, haber secundado su formación. El dinero le resultaba sinceramente indiferente, y su disfrute de la belleza era de esa feliz variedad que no genera un deseo de posesión. Mientras su fuero interno dispusiera de alimento suficiente que poder admirar, apenas se preocuparía por la escasez que pudiera existir a su alrededor; o, mejor dicho, él consideraba que la suma total de la belleza que le rodeaba constituía ya una muy valorada posesión que le liberaba de los desasosiegos que siempre acarrea el deseo de acaparar propiedades. La señora Peyton había cultivado hasta el exceso esta indiferencia por las condiciones materiales, pero ahora comenzaba a preguntarse si, al obrar así, no habría ejercido demasiada presión sobre un temperamento ya por naturaleza exaltado. Al reprimir otros intereses, quizá había fomentado en él con demasiada exclusividad esas actitudes que en ella, debido a sus propias circunstancias, se habían desarrollado de un modo inusual. Tanto su entusiasmo como su indiferencia resultaban demasiado categóricos para disponer de ese feliz término medio en el carácter que es la mejor defensa contra las sorpresas del destino. Al enseñarle a otorgar un valor extraordinario a las recompensas inmateriales, ¿acaso no había conseguido únicamente desplazar ese punto de peligro en que siempre habían residido sus temores? A veces se estremecía al pensar cómo un poco de amor y una vigilancia de por vida habían servido para desviar terribles propensiones heredadas.
Sus miedos se habían confirmado en cierta medida durante los dos primeros años de su vida en Nueva York, al inicio de su carrera como arquitecto profesional. Poco después de sus fáciles triunfos como estudiante, llegó una escalofriante indiferencia pública. Dick, al regresar de París, formó una sociedad con un arquitecto que tenía ya varios años de experiencia en una oficina de Nueva York; pero el reservado y laborioso Gill, aunque obtuviera para la nueva firma algunos pequeños trabajos que sobraban del negocio de su antiguo patrón, no era capaz de transmitirle a los demás su propia fe en el talento de Peyton, y era muy duro para un genio que se sentía capaz de crear palacios tener que limitar sus energías a edificar casitas suburbanas o a proyectar reformas baratas para casas particulares.
La señora Peyton dedicó todos sus esfuerzos a elevar el ánimo de su hijo; y en su tarea se vio apoyada por un amigo que Dick había hecho durante sus estudios de Bellas Artes, y que había regresado a Nueva York dos años antes que los Peyton para comenzar su propia carrera como arquitecto. Paul Darrow era un joven de una seriedad rigurosa que, tras una juventud de arduo trabajo y formación en su estado natal del noroeste, había obtenido una beca que le envió al extranjero para especializarse en Bellas Artes. Sus dos años allí coincidieron con la primera parte de la estancia de Dick, y el talento de Darrow cautivó inmediatamente al estudiante más joven. La admiración de Dick por las dotes de su rival no conocía límites, y la señora Peyton, siempre dada a cultivar ese tipo de generosidad, apoyó su entusiasmo haciéndole al joven estudiante las más amables ofertas de hospitalidad. Darrow se convirtió así en un agradecido asiduo de su pequeño salón, y la amistad entre los jóvenes se reanudó tras su regreso a Nueva York, aunque a la señora Peyton le resultó bastante complicado hacer que el amigo de Dick frecuentara su salita de Nueva York cuando le había resultado tan sencillo en los informales alrededores de la Rue de Varennes. Allí, sin duda, aislada y concentrada en el trabajo de su hijo, le había parecido a Darrow casi una compañera, otra estudiante; pero al verla entre sus propios conocidos volvió a ser la mujer elegante e inalcanzable, separada de él por el terrible abismo que suponía la evidente soltura de ella y la torpeza de Darrow. La señora Peyton, que había adivinado la causa de su alejamiento, no iba a permitir ni por un instante que aquello pudiera afectar a la amistad de los dos jóvenes. Animó a Dick a que se relacionara con Darrow, en quien percibía una tenacidad creativa y una enorme confianza artística, que contrastaba sorprendentemente con sus titubeos sociales. El ejemplo de su perseverante capacidad para el trabajo era justo la clase de influencia que su hijo necesitaba, y si Darrow no iba a visitarles, entonces ella insistiría en que Dick fuera a buscarle y no le permitiera pensar jamás que una discrepancia social iba a deteriorar una amistad basada en cosas más profundas. Dick, que era leal por naturaleza y que sentía un orgullo sincero por el creciente éxito de su amigo, no necesitaba que se le animara a mantener su camaradería, y sus frecuentes informes de las conversaciones que mantenían a medianoche en la habitación alquilada de Darrow le demostraban a la señora Peyton que tenía un buen aliado en su ahora invisible amigo.
En cierto modo, por tanto, supuso toda una sorpresa descubrir con el tiempo que la influencia de Darrow estaba siendo compartida, si no contrarrestada, por la de una joven en cuyo honor Dick iba a dar ahora su primer té profesional. La señora Peyton había oído hablar mucho de la señorita Clemence Verney, primero por parte de los proveedores habituales de ese tipo de informaciones y, más recientemente, por parte de su hijo quien, probablemente, al adivinar que los rumores le precedían, adoptó su táctica habitual de desarmar a su madre confiándose a ella. Pero por mucha información que tuviera, ésta seguía siendo desconcertante y contradictoria, y ni siquiera sus escasos encuentros con la joven le ayudaron a formarse una opinión definida. Saltaba a la vista que la señorita Verney pertenecía a la «nueva escuela» de comportamiento e ideas: una mujer joven de actividades febriles y con criterios que exponía sin problemas, cuya propia versatilidad hacía de ella un ser difícil de definir. La señora Peyton era lo bastante astuta como para dejar un margen para las características circunstanciales. Lo que deseaba averiguar era qué quedaba de aquel carácter bajo la variable superficie de la señorita Verney.
—Tiene un aspecto encantador —repitió la señora Peyton mientras arreglaba los crisantemos en el florero que había sobre la mesa de su hijo.
Dick se rió, y le echó un vistazo al reloj.
—No llegarán hasta dentro de un cuarto de hora. Creo que le voy a decir a Gill que limpie a fondo el taller antes de que vengan.
—¿Vamos a ver los dibujos para el concurso? —preguntó su madre.
Él negó con la cabeza, sonriendo.
—No podéis. Les he pedido a un par de compañeros de Bellas Artes que vengan hoy, ya sabes. Y, además, el viejo Darrow también estará aquí.
—¡Imposible! —exclamó la señora Peyton.
—Me lo juró ayer por la noche. —Dick se rió otra vez, con un tonillo de autosatisfacción—. Me da la impresión de que quiere ver a la señorita Verney.
—Bien —murmuró su madre. Hubo un silencio antes de que agregara—: ¿De verdad va a participar Darrow en ese concurso?
—¡Por supuesto! ¡Ya lo creo! Se está matando a trabajar.
La señora Peyton se sentó haciendo girar su manguito entre las manos, pensativa. Por fin dijo:
—No puedo decir que me parezca muy amable por su parte.
Su hijo se detuvo ante ella, con una mirada incrédula.
—¡Madre! —exclamó.
El tono ofendido de la exclamación hizo que se ruborizara.
—Bueno… Considerando vuestra amistad, y todo lo demás.
—¿Todo lo demás? ¿A qué te refieres con todo lo demás? ¿A que él tiene más talento que yo y, por tanto, más probabilidades de ganar? ¿A que necesita el dinero y el éxito muchísimo más que cualquiera de nosotros? ¿Es ésa la razón por la que crees que no debería presentarse? ¡Madre! Nunca antes te había oído decir algo tan mezquino.
Su rubor inicial se volvió carmesí, y ella se levantó con una risa nerviosa.
—Sí. He dicho algo mezquino —aceptó—. Supongo que estoy celosa por ti. ¡Odio esos concursos!
Su hijo sonrió de modo tranquilizador.
—No tienes por qué hacerlo. No estoy asustado. Creo que esta vez lo voy a lograr. En realidad, Paul es el único hombre al que temo… A Paul siempre le temo. Pero el mero hecho de que él esté metido en todo esto representa para mí un enorme estímulo.
Su madre continuó observándole con una intranquila ternura:
—¿Ya has trazado todo el proyecto? ¿Todavía lo ves?
—Bueno, más o menos, sí. Aún me queda alguna parte por aquí y por allí, pequeños detalles confusos más bien. Es el problema más difícil al que me he tenido que enfrentar en mi vida. Pero se trata también de mi mayor oportunidad, y… ¡Esta vez debo lograrlo!
La señora Peyton seguía sentada en silencio, contemplando el rubor en el rostro de su hijo y sus ojos brillantes, que eran más los de un vencedor que ya se acerca a la meta que los de un corredor que apenas está comenzando el recorrido. Recordó entonces algo que Darrow había dicho una vez de él: «Dick siempre ve el final demasiado pronto».
—No te queda mucho tiempo —murmuró.
—Justo una semana. Pero después de esto no iré a ningún sitio. Renunciaré al mundo. —Le echó una sonriente mirada a la mesa de té ya dispuesta para la velada, y a su abarrotado escritorio—. Cuando vuelva a aparecer, será o con el pie sobre el cuello de Paul, el pobre viejo Paul, o bien… O bien… ¡Mi cuerpo sin vida será arrastrado por la arena!
Su madre prolongó la risa nerviosa con la que él había terminado su frase.
—Bueno, sin vida no —dijo.
El rostro de él se nubló:
—Bien, en ese caso lisiado para siempre —dijo entre dientes.
La señora Peyton no respondió. Sabía lo mucho que dependía de la posibilidad de ganar ese concurso que, durante las últimas semanas, le había tenido ensimismado. Se trataba de un diseño para el nuevo Museo de Escultura, para el que el Ayuntamiento había aprobado una dotación de medio millón recientemente. El estilo de Dick se había dirigido, naturalmente, hacia lo grandioso, y la construcción de edificios públicos había sido siempre su mayor aspiración. Aquí tenía una oportunidad incomparable y estaba al tanto de que, en un concurso de ese tipo, un recién llegado dispondría de las mismas probabilidades de éxito que la empresa más asentada y de mejor reputación, puesto que cada participante se presentaba individualmente y los diseños se sometían a un jurado de arquitectos que votaban sin conocer los nombres de los candidatos. A Dick, como era de esperar, no le preocupaban las empresas más veteranas. De hecho, como le había dicho a su madre, Paul Darrow era el único rival al que temía. La señora Peyton comprendía que, hasta cierto punto, la confianza en uno mismo es una buena señal. Pero, de alguna manera, tenía la impresión de que la confianza de su hijo no era de las más convenientes: parecía no poseer dimensión sino tan sólo extensión. Sus temores, además, se unían a la sospecha de que por debajo de su entusiasmo por el éxito profesional yacía la idea de que la aceptación de la señorita Verney iba a depender de su victoria. Era eso lo que, quizá, le daba un toque tan febril a su ambición, y ahora la señora Peyton, analizando el futuro desde lo alto de sus reveladoras apreciaciones, adivinaba que la situación dependía básicamente del punto de vista de la joven. Lo que habría dado por saber qué opinión le merecía el éxito a la señorita Clemence Verney.