Había prometido volver a verle, pero tal promesa no implicaba que hubiera rechazado su oferta de libertad. No pudo recuperarse del todo al principio, en los primeros momentos de desdicha. Se sentía atada al destino de Denis por cientos de nudos trabados mediante una larga cadena de afectos y costumbres pero, tras una noche de insomnio pensando en él —ese terrible vínculo entre sus almas—, el nuevo día despertó sin que él tuviera lugar en su vida. Ni ella había buscado su libertad ni él se la había concedido, pero un abismo se había abierto a sus pies, y ambos se hallaban en lados opuestos.
Ahora podía analizar el desastre desde la melancólica posición de ventaja que le otorgaba su independencia. Incluso podía obtener cierto consuelo por haber dejado de amarle. Resultaba inconcebible que una emoción tan entretejida con cada fibra de su ser pudiera interrumpirse tan repentinamente como el flujo de la savia lo hacía de una planta arrancada. Pero ella nunca se había dejado engañar por la habitual palabrería de los sentimientos, y no había frases hechas que pudieran protegerla de la verdad.
Debido, probablemente, a que había dejado de amarle, lo cierto era que, con una especie de espantosa serenidad, estaba deseando volver a verle. Había decidido, por supuesto, que la boda se iba a posponer pero no había establecido más condiciones que la de poder disfrutar de dos días para sí misma: dos días en los que él no podría ni siquiera escribirla. Deseaba encerrarse con su desdicha para acostumbrarse a ella como se había acostumbrado a la felicidad. Pero el aislamiento real era imposible: de manera casi inmediata, los más sutiles acontecimientos de la vida comenzaron a derrumbar sus defensas. No podía mantener su desdicha más tiempo del que era capaz de mantener cualquier otra emoción: todo lo que sucedía a su alrededor repercutía de forma inconsciente en su estado de ánimo. Intentó concentrarse en qué podía hacer para ayudar en todo lo posible al pobre Denis, ya que su amor, al desaparecer, había dado paso a una compasión de una profundidad insospechada. Pero se le hacía cada vez más difícil considerar su situación a la luz imprecisa del bien y del mal. La expiación pública todavía le parecía el único remedio, aunque intentó en vano imaginar a la señora Peyton compartiendo ese mismo punto de vista. Con todo, la señora Peyton debía saber al menos lo que había sucedido. ¿Acaso no era ella, en última instancia, quien debía pronunciarse sobre la manera en que se había comportado su hijo? Por un instante, esta evasión de la responsabilidad fascinó a Kate. Casi había decidido decirle a Denis que debía empezar por confesárselo todo a su madre, cuando comenzó a asustarse casi de inmediato de las posibles consecuencias. No había nada que temiera más respecto a él que imaginar que alguien pudiera tomarse su acto a la ligera. Podrían convertir en una simple excusa todo aquello que para Denis había sido irremediable. Y presintió que la señora Peyton haría precisamente eso. Una vez superado el primer arranque de desdicha, envolvería toda la situación en una bruma de conveniencia. Sentada en el banquillo del juicio de Kate, la señora Peyton pronto se mostró incapaz de presentar actitudes más elevadas.
El concepto que Kate tenía de ella estaba aún compareciendo ante el juez cuando la verdadera señora Peyton entró. Era el segundo día, por la tarde, tal y como lo expresaría ella misma en la taciturna reconstrucción de su universo. Había estado pensando tanto en la señora Peyton que su frágil presencia plateada parecía poco más que una proyección de sus propios pensamientos, pero cuando Kate recobró la calma y recuperó el contacto con el mundo exterior, su preocupación cedió ante la enorme sensación de sorpresa. La señora Peyton casi nunca hacía visitas. Durante años había permanecido instalada en una semiinvalidez que le impedía hacer esfuerzos aunque no divertirse, y la joven adivinó inmediatamente que su presencia allí escondía un propósito especial.
Todo el ceremonial habitual de la señora Peyton imposibilitó que Kate pudiera poner en práctica una técnica de ataque directo, así que tuvo que sentarse y pasar por los preámbulos habituales de habladurías y anécdotas. No obstante, la voz de la anciana señora adquirió pronto un matiz de trascendencia y, poniendo sus manos sobre las de Kate, murmuró:
—He venido a charlar contigo de ese triste asunto. —Kate empezó a temblar. ¿Era posible que, después de todo, Denis hubiera hablado? Una nueva esperanza contuvo sus palabras y comprendió de repente que él podría aún recuperar toda su influencia sobre ella. Pero la señora Peyton continuó con delicadeza—: Ha sido un golpe terrible para mi pobre hijo. No sabría cómo expresarte el dolor que le supuso tener que entrar en contacto con el pasado de Arthur, pero este último asunto, tan horrible… El acto infame de esa mujer…
—¿Infame? —preguntó Kate.
La apacible mirada de la señora Peyton pareció recriminarle:
—¿Acaso no nos enseña la religión que el suicidio es un pecado? ¡Y asesinar a su hijo! No debería hablarte de estas cosas, querida. Nadie ha pronunciado jamás frases tan terribles en mi presencia. Mi amado esposo solía protegerme con todo cuidado del lado más doloroso de la vida. Teniendo tantas cosas hermosas en que fijarnos, deberíamos intentar ignorar la existencia de semejantes horrores. Pero hoy en día está todo en los periódicos, y Denis me dijo que creía que sería mejor que supieses las noticias por él.
Kate movió la cabeza sin decir nada.
—Él ya sabía que sería espantoso tener que contártelo. Pero yo le repito que está tomándose todo este caso desde una perspectiva malsana. Por supuesto, es normal que se sienta afectado por el crimen de esa mujer, pero, si se va un poco más allá, ¿cómo evitar pensar que tal vez se tratase de un designio trazado para rescatar a ese pobre niño de una vida de vicio y miseria? Ése es el enfoque que quiero que asuma Denis: quiero que entienda que todos los obstáculos de la vida se desvanecen cuando se aprende a buscar un propósito divino en los sufrimientos humanos.
La señora Peyton descansó un momento en este tramo como se detendría brevemente un escalador experimentado para dejarse alcanzar por un compañero menos ágil. Pero enseguida advirtió que Kate seguía estando muy abajo, y pensó que tal vez necesitaba un estímulo más convincente para seguir ascendiendo.
—Mi querida niña —dijo con desenvoltura—, quiero decirte ahora mismo que lamento terriblemente que te veas obligada a oír hablar de este triste asunto, pero después de todo tú eres la única que puede evitar sus consecuencias.
Kate respiraba inquieta:
—¿Sus consecuencias? —titubeó.
El tono de voz de la señora Peyton se hizo solemnemente más bajo.
—Denis me lo ha contado todo —dijo.
—¿Todo?
—Que insistes en posponer la boda. ¡Querida mía, te ruego que reconsideres tu postura!
Kate se hundió en la silla con la sensación de haber entrado de nuevo en un territorio de triste oscuridad:
—¿Es eso todo lo que dijo?
La señora Peyton la miró con un sarcasmo malicioso:
—¿Todo? ¿No es eso todo, en cuanto a él se refiere?
—Me refiero a si le explicó mis razones.
—Me dijo que pensabas que después de una tragedia semejante debería haber, por decoro, un aplazamiento. Y comprendo lo que sientes. ¡Resulta tan inoportuno que esa mujer fuera a elegir este preciso momento! Pero según pasen los años ya te irás dando cuenta de que la vida está llena de tristes contrastes como éste.
Kate se iba endureciendo lentamente bajo el cálido goteo de los tópicos de la señora Peyton.
—Tengo la impresión —continuó la anciana señora— de que sólo hay una perspectiva desde la que considerar el asunto, y es la de su repercusión en Denis. Pero para eso deberíamos evitar saber nada más del caso. Excepto que ha hecho muy infeliz a mi hijo. El pleito fue una experiencia terrible para él. Esa espantosa mala reputación, la revelación de los padecimientos del pobre Arthur. Denis es tan sensible como una mujer. Es esa sutileza tan poco común lo que le hace tan digno de ser amado por ti. Pero esa sensibilidad se puede llevar al exceso. No debe permitir que este desgraciado incidente se apodere de él. Denota una falta de confianza en el orden divino de las cosas. Y eso es lo que me preocupa: su fe en la vida se ha visto afectada. Y, debes perdonarme, mi querida niña, sé que me perdonarás, pero no puedo dejar de culparte a ti un poco por ello.
El tono de la señora Peyton convirtió la acusación en una caricia, que prolongó presionando tímidamente la mano de Kate.
La joven la miró sin comprender.
—¿Me culpa a mí?
—No te ofendas, niña mía. Tan sólo temo que tu excesiva indulgencia para con Denis, la propia delicadeza de tus sentimientos, pudieran haberte llevado a alentar sus perniciosas ideas. Él dice que te quedaste muy impresionada, como es lógico, como lo estaría cualquier muchacha. ¡No te imaginaría de otra manera, querida Kate! Es encantador que ambos os sintáis así. De lo más encantador. Pero ya sabes que la religión nos enseña que no debemos dejarnos arrastrar en exceso por la pena. Tienes que permitir que los muertos entierren a sus muertos. Los vivos se deben los unos a los otros. ¿Y qué tenía que ver esa desdichada mujer con ninguno de vosotros? Es una desgracia para Denis haber tenido que relacionarse con un hombre del carácter de Arthur Peyton. Pero, después de todo, el pobre Arthur hizo todo lo posible para reparar la deshonra que él mismo había arrojado sobre todos nosotros haciendo a Denis su heredero. Y puedes estar segura de que no tengo la más mínima intención de cuestionar los designios de la Providencia. —La señora Peyton se detuvo otra vez y tomó suavemente las dos manos de Kate—: Por mi parte —continuó— veo en todo esto un nuevo ejemplo del hermoso orden de los acontecimientos. Justo después de que la herencia de nuestro querido Denis anulara el último obstáculo para vuestra boda, este triste incidente viene a demostrar lo desesperadamente que él te necesita, y lo cruel que sería pedirle que aplazara su felicidad.
Entonces se detuvo, dejando a un lado su habitual placidez al apartar de pronto las manos de la joven. Kate siguió sentada inmóvil, con la mirada perdida y sin que asomara a sus labios ninguna respuesta.
Finalmente, mientras recogía sus cosas como para dar a entender de una forma un tanto vacilante que iba a marcharse, la señora Peyton continuó:
—¿Puedo irme a mi casa y decirle que no pospondrás la boda?
Kate permaneció en silencio, y su visitante la miró con la suave sorpresa del abogado poco acostumbrado a defender una causa en vano.
—Si tu silencio implica una negativa, querida, creo que deberías darte cuenta de la responsabilidad que asumes. —La voz de la señora Peyton había adquirido un tono de justificada aspereza—. Si Denis tiene algún defecto es el de ser demasiado dulce, demasiado complaciente, demasiado dispuesto a dejarse influenciar por aquellos a los que quiere. Tu influencia sobre él es ahora primordial, pero si le das la espalda justo en el momento en que más te necesita, ¿quién puede predecir las consecuencias?
Este razonamiento, aunque admirablemente presentado, apenas convenció a su oyente. Pero, quizá por esa misma razón, Kate reaccionó repentina e inesperadamente deshaciéndose en un mar de lágrimas y hundiéndose de nuevo en su silla. Para la señora Peyton, sin embargo, esas lágrimas eran la prueba evidente de la rendición y, sentándose junto a Kate al instante, se apresuró a suavizar su triunfo con magnanimidad.
—No pienses que no te comprendo, pero ambas debemos olvidarnos de nosotras mismas por el bien de nuestro muchacho. Le dije que regresaría con tu promesa.
La señora Peyton retiró el brazo que había deslizado por el hombro de Kate cuando ella empezó a hablar. Kate había intuido de repente el provecho que se iba a sacar de su desconcierto.
—No. No. Me ha entendido mal. Yo no puedo hacerle ninguna promesa —dijo.
La anciana señora siguió sentada unos segundos, indecisa. Luego volvió a poner el brazo en el mismo hombro del que tan precipitadamente lo había apartado.
—Mi querida niña —dijo en un tono de tierna confianza—, si te he malinterpretado, ¿no deberías aclararme las cosas? Me has preguntado hace un instante si Denis me había explicado tus motivos para este extraño aplazamiento. Él me dio una razón, pero no me parece suficiente para justificar tu conducta. Si hay alguna otra, y te conozco lo bastante bien como para estar segura de que así es, ¿no vas a confiar en mí? Si mi muchacho ha sido tan incorrecto como para incomodarte, ¿no le darás a su madre la ocasión de abogar por su causa? Recuerda que no debe condenarse a nadie sin darle antes la posibilidad de hablar. Como madre de Denis, tengo derecho a saber tus motivos.
—¿Mis motivos? ¿Mis motivos? —balbuceó Kate, jadeando agotada por aquel enfrentamiento. ¡Si la señora Peyton pudiera liberarla de todo aquello!—. Si tiene derecho a saber de qué se trata, ¿por qué no se lo dice él? —exclamó.
La señora Peyton se levantó, estremecida.
—Iré a casa y se lo preguntaré —dijo—. Le diré que tiene tu permiso para hablar.
Entonces se encaminó hacia la puerta con la prisa alterada de una persona poco acostumbrada a tener que tomar medidas contundentes. Pero Kate se situó delante de ella.
—No, no. ¡No le pregunte! ¡Le ruego que no le pregunte nada! —gritó.
La señora Peyton se volvió hacia ella con una repentina superioridad en la voz y en su actitud:
—No sé si te entiendo —dijo—. Admites tener una razón para posponer la boda y, no obstante, me prohíbes a mí, la madre de Denis, preguntarle qué sucede. Mi pobre niña, no necesito preguntárselo porque ya lo sé. Si te ha ofendido y tú le niegas la oportunidad de defenderse, no necesito buscar más para saber cuáles son tus motivos. Se trata, simplemente, de que has dejado de amarle.
Kate se apartó de la puerta en la que de manera instintiva se había atrincherado.
—Quizá se trate de eso —murmuró, y dejó pasar a la señora Peyton.
* * *
Las ruedas del coche que traía de vuelta al señor Orme se cruzaron con la indignada partida de la señora Peyton, y una hora más tarde, durante la cena, Kate escuchaba, a la suave luz de las velas y con una bien experimentada fortaleza de ánimo, los comentarios de su padre sobre la carne de venado.
Mientras le esperaba en la salita, se preguntó si su padre advertiría algún cambio en su aspecto. Estaba segura de que el azote de sus pensamientos debía de haber dejado rastros visibles. Pero el señor Orme no era un hombre dado a las apreciaciones sutiles, excepto en aquello que pudiera menoscabar su propio bienestar personal. Aunque su egoísmo estuviera dotado de los más selectos receptores, no imaginaba que los demás pudieran disponer de una capacidad similar. Su hija, como parte de sí mismo, entraba dentro de los límites de sus preocupaciones habituales, pero ella no era más que una región periférica, una provincia sometida. Y el señor Orme constituía un sistema de gobierno muy centralizado.
Había oído en el club las noticias sobre aquel doloroso incidente —con frecuencia hablaba igual que la señora Peyton—, lo que había alterado en cierto modo la digestión de un desayuno cuidadosamente encargado, pero desde entonces habían transcurrido dos días, y el señor Orme no tardaba cuarenta y ocho horas en superar las desgracias de los demás. Todo aquello era repugnante, por supuesto, y él deseaba fervientemente que no le hubiera sucedido a alguien que estaba a punto de entrar en su círculo más íntimo, pero se tomaba aquel asunto con el fastidio pasajero de un caballero que no ha podido evitar que le salpicase el barro arrojado por un fugitivo en su huida.
Dadas las circunstancias, el señor Orme adoptó un estoicismo campechano y afable, justo en el extremo opuesto a la actitud de reprobatoria negación de los hechos de la señora Peyton. Era un mal asunto; lamentaba que Kate se viera mezclada en todo aquello, pero pronto estaría casada y entonces se daría cuenta de que la vida no era precisamente una parábola de escuela dominical. Todo el mundo estaba expuesto a que le sucedieran incidentes tan desagradables como ése. Él recordaba un caso en su propia familia. Sí, un primo lejano de quien Kate no habría oído hablar. Un pobre tipo que se había liado con una mujer de esa misma clase y que cuando su padre, con toda la razón del mundo, le echó de casa, justificó el proceder de éste al falsificar de inmediato su apellido. Un tema muy desagradable en general. Pero afortunadamente se echó tierra sobre el asunto, sobornaron a la mujer, y el pródigo, tras una temporada en libertad condicional, se casó sin problemas con una amable joven que disponía de una buena renta, a quien la familia de él le dijo que los médicos le habían recomendado que se estableciera en California.
Afortunadamente se echó tierra sobre el asunto. La frase destacaba sobre el oscuro fondo de desdicha de Kate. Sin duda, eso era lo que casi todo el mundo deseaba. Esas palabras representaban la opinión respetable más generalizada. La mejor manera de reparar un defecto era ocultarlo: cavar la tierra y enterrar a la víctima por la noche. ¡Sobre todo, sin jueces y sin autopsias!
Empezó a sentir un extraño interés por su primo lejano.
—Y su esposa, ¿supo lo que él había hecho?
El señor Orme se quedó mirándola. Una vez recalcada su ética, había regresado al análisis de sus propios asuntos.
—¿Su esposa? Por supuesto que no. La cuestión se ha mantenido desde entonces en secreto de forma admirable. Pero todas las propiedades de ella se depositaron en un fondo, así que está a salvo.
¡Sus propiedades! Kate se preguntó si también habrían depositado en un fondo la confianza de aquella mujer en su marido, si habrían puesto también sus sentimientos a salvo de sus posibles nuevas correrías.
—¿Crees que es justo haberla engañado de esa manera?
El señor Orme la miró desconcertado: no le gustaba tener que seguir los vericuetos de las conjeturas éticas.
—Los suyos quisieron darle al pobre tipo una segunda oportunidad. Hicieron todo lo posible por ayudarle.
—¿Y no ha hecho nada deshonroso desde entonces?
—Nada que yo sepa. Lo último que oí era que tenían un pequeño, y que era feliz. De todos modos, a esa distancia no es muy probable que se le ocurra venir a molestarnos a nosotros.
Mucho después de que el señor Orme hubiera dejado el tema, Kate continuaba perdida en su análisis. Había empezado a considerar que la hermosa envoltura de la vida era en realidad un laberinto formado por una extensa red de alcantarillado moral. Cada casa respetable había llevado a cabo sus propias reformas para la expulsión privada de los escándalos de la familia. Tan sólo los imprudentes y los poco previsores descuidaban semejantes precauciones higiénicas. ¿Quién era ella para juzgar los méritos de un sistema semejante? Debía preservarse la salud social. Los medios dispuestos eran el resultado de una larga experiencia y del instinto colectivo de conservación. Ella había querido decirle a su padre aquella noche que había pospuesto la boda, pero no lo hizo, no porque albergara ninguna duda acerca de la conformidad del señor Orme (siempre podía hacérsele reparar en la fuerza de los escrúpulos convencionales), sino porque todo ese tema le parecía ahora insignificante comparado con la cuestión más extensa que habían planteado sus palabras.
En su habitación, aquella noche, transitó por esas penalidades del alma que dan lugar a una existencia más profunda. Al principio sintió una enorme soledad moral, un aislamiento más completo, más impenetrable, que aquel en el que la había hundido el descubrimiento del acto de Denis. Porque entonces se había apoyado de manera imprecisa en un sentido colectivo de la justicia que debía responder a sus propias ideas de lo que era correcto y de lo que no. Todavía creía en la correspondencia lógica entre la teoría y la práctica. Pero ahora comprendía que entre los más cercanos a ella no había nadie que reconociera la necesidad moral de la expiación. Comprendió que confiar en su padre o en la señora Peyton no haría más que ampliar el círculo de estéril desdicha en el que ella y Denis ya se movían. Al principio, el aspecto de la vida que así se le había revelado le pareció simplemente mezquino y vil, un mundo donde el honor era un pacto de silencio entre cómplices bien adiestrados. La cadena de acontecimientos se había ido ciñendo en torno a ella, y cada esfuerzo por escapar sólo había conseguido que sus eslabones se estrecharan aún más. Pero, a medida que sus propios conflictos fueron cesando, sintió la liberación espiritual que suele venir tras la aceptación. Y no se trataba de connivencia con el deshonor, sino de reconocimiento del mal. La luz estaba al llegar para disipar toda aquella oscuridad. El rayo se convertiría en un pilar de fuego. Porque ahora, por fin, la vida se mostraba ante ella tal y como era: no valiente ni engalanada ni victoriosa, sino desnuda, postrada y enferma, arrastrando sus lisiados miembros a través del fango y, a pesar de todo, alzando sus lastimeras manos hacia las estrellas. ¡El mismo amor, antes glorificado en lo alto de un altar de sueños, cómo la asaltaba ahora, golpeado por la tormenta y marcado con una cicatriz, suplicando el cobijo de su pecho! El amor, no como lo había imaginado, sino como una presencia más grave, más austera: la caridad de las tres virtudes místicas. Creyó que había dejado de amar a Denis, pero ¿qué era lo que había amado en él sino la felicidad de ambos? Su mutuo afecto había sido el jardín cerrado de los Cantares por el que iban a pasear para siempre en un delicado retiro de dicha. Pero ahora el amor le parecía algo más que eso, algo más ancho, más profundo, más duradero que la pasión egoísta de un hombre y una mujer. Lo vio en todas sus implicaciones, hasta el primer encuentro de dos miradas jóvenes prendiendo una luz que podría ser un faro ubicado en lo más alto, al otro lado de las oscuras aguas de la humanidad.
No llegó a todas estas conclusiones de una manera nítida, consecutiva, sino gracias a una serie de reflexiones veladas e intercambiables. El matrimonio había significado para ella, como para todas las jóvenes educadas en la inexperiencia de la vida, tan sólo la exquisita prolongación del cortejo. Si en algún momento había contemplado otras ramificaciones, vínculos más amplios, lo había hecho con el ánimo del viajero que observa una tierra cubierta por una bruma de oro, tan lejana, que la imaginación decide aplazar su exploración. Pero ahora, a través de lo borroso de sus emociones, había una imagen que persistía de forma insólita: la imagen del hijo de Denis. ¿Había pensado alguna vez en la posibilidad de tener un hijo? No podía recordarlo. Se sentía como alguien que despierta tras una larga fiebre. No recordaba nada de lo que había sido antes ni nada de sus sensaciones previas. Tan sólo sabía que esa visión persistía: la visión del hijo de quien ella no iba a ser madre. Era imposible casarse con Denis. Lo más recóndito de su ser lo rechazaba… Pero, precisamente porque ella no iba a ser la madre del niño, su imagen la perseguía de una forma suplicante. Veía con perfecta claridad cuál iba a ser el curso inevitable de los acontecimientos. Denis se casaría con otra (era uno de esos hombres predestinados a casarse), y no necesitaba recordar las palabras de su madre acerca de que abandonarle en una crisis emocional le arrojaría sobre la primera muestra de comprensión que hallara en su camino. Se casaría con una joven que no supiera nada de su secreto (Kate estaba segura de que no estaría dispuesto a confesarse otra vez). Se casaría con una muchacha que confiara en él, que se apoyara en él, como ella, Kate Orme, la antigua Kate Orme, había hecho tan sólo dos días antes. Y con este engaño entre ellos nacería su hijo, arrastrando una herencia de secreta debilidad, un vicio moral, como podría nacer con una mácula física oculta que le destruiría antes de que se llegara siquiera a detectar la causa… Bien, ¿y entonces? ¿Iba a sentirse responsable? ¿No hay miles de niños que nacen con imperfecciones insospechadas? Sí, pero ¿y si ahora tenía uno ante sí al que podía salvar? ¿Y si ella, que había tenido una noción tan exquisita de la condición de esposa, reconstruía de sus ruinas esa visión de maternidad protectora? ¿Y si el afecto por su amado no se hubiera perdido sino transformado y expandido hasta llegar a esta extraordinaria compasión por su descendencia? ¿Y si ella pudiera expiar y redimir su falta, convirtiéndose en un refugio para sus previsibles consecuencias? Ante esta extraña extensión de su amor, todas las antiguas restricciones se vinieron abajo. Algo había resquebrajado la superficie del yo, y en su lugar manaron los misteriosos designios primarios, el instinto de sacrificio de su sexo, una pasión de maternidad espiritual que la llevó a querer interponerse entre ese niño aún no nacido y su destino.
No sabría jamás, ni en ese instante ni más tarde, cómo pudo llegar a este clímax místico de anulación. Tan sólo era consciente, en su angustia, de esa elevación del alma que hizo que uno de los santos declarase que la alegría se hallaba en el mismo centro del dolor. Ya que, sin duda, lo que sentía era una especie de alegría, si es que las palabras tradicionales pueden servir para seguir designando tan insólitas pasiones; una oleada de liberadora fe en la vida, aquel inmemorial credo quia absurdum[2] que es la secreta consigna de todo esfuerzo supremo.