Capítulo III

Cuando el ama de llaves aludió a que el señor Orme estaría en casa al día siguiente para la cena, y quiso saber si preferiría la carne de venado con salsa de burdeos o con gelatina, Kate retomó la noción de lo que sucedía a su alrededor. Su padre regresaría al día siguiente, y le otorgaría a la preparación de la carne de venado una importancia tan minuciosa como obviamente, en su opinión, se merecía cada detalle que afectase a su propio bienestar. Y si no era la carne de venado sería cualquier otra cosa. Si no era el ama de llaves sería el señor Orme, hablando de una conversación con su agente, de una reunión del comité en el club o de alguno de los otros incidentes que, al ocurrirle a él, se convertían en acontecimientos de forma automática. Kate se vio atrapada en la inexorable secuencia de la vida, se vio observando un escenario en ruinas iluminado por la reaparición puntual de las costumbres, tal y como la mirada pausada de la naturaleza ilumina el nuevo día tras una tormenta.

La vida continuaba pues, y la arrastraba atada a sus ruedas. Ella no podía ni controlar su velocidad ni soltarse (cielos, con cuánta dicha lo haría) y disolverse en la oscuridad y el sosiego. Debía seguir dando tumbos, atormentada, rota, pero absolutamente viva. Lo único que podía esperar era una tregua de unas pocas horas, no de sus propios terrores, sino de la presión de las demandas externas: el descanso al mediodía, cuando se desata a la víctima mientras sus torturadores se recuperan del esfuerzo. Hasta el regreso de su padre tendría toda la casa a su disposición y, una vez despachada la cuestión de la carne de venado, podría entregarse a sus largos paseos solitarios por las habitaciones vacías, y luego postrarse estremecida sobre su almohada.

Su primer impulso, a medida que las brumas fueron disipándose de su cabeza, fue el habitual: hallar las verdaderas implicaciones de lo que había sucedido. Quería ponerse en lo peor. Y para ella, como comprendió súbitamente, lo peor había sido el tono de fatalismo que había adquirido el asunto. Se estremeció ante su propia manera de decir las cosas. No era cierto, ni siquiera de manera figurada, que hubiera albergado alguna vez, desde que comenzara su relación con Denis, duda alguna relacionada con todo aquello que habían sugerido sus palabras, puesto que su imaginación jamás le había puesto a él en entredicho. Ella solía someterse a duras pruebas teóricas pero, por alguna razón, jamás se había llevado a Denis con ella en esas aventuras. Lo que ahora comprendía era que, en un universo extraño, él seguía resultándole el ser más cercano. No se encontraba en el trágico papel de la joven que desenmascara inesperadamente a su amado. Del rostro de Denis no había caído ninguna máscara: tan sólo se habían retirado las pantallas rosadas de las lámparas, y ahora podía verle por primera bajo una luz cruda y deslumbrante.

Una luz que no alteraba las facciones, pero que sí ponía un grotesco énfasis sobre sus rasgos más atractivos, convirtiendo su sonrisa en una mueca, su capacidad de tolerancia en una mera predisposición a la dejadez. Y el elegante perfil de Denis tendía precisamente hacia esos rasgos marchitos, de extrema debilidad. En la terrible charla que había seguido a su confesión, en la que cada una de las palabras que él había pronunciado dejaba traslucir sus íntimos procesos morales, a ella no le había parecido tan horrible lo que había hecho como la transformación que se había operado en su conciencia, convirtiéndola en una superficie pasiva que canalizaría las consecuencias de sus actos. Era como un niño que hubiera acercado una cerilla a las cortinas y que luego se quedara boquiabierto ante las llamas. Encender la cerilla constituía una travesura enorme, pero la responsabilidad del niño no iba más allá. En este asunto de Arthur, en el que todo había salido mal desde el principio, donde la legítima defensa podría haber sido una buena justificación para su causa a falta de un derecho concreto que aplicar, había sido fácil, después del primer resbalón, caer un poco más bajo tras cada nueva ofensiva. La mujer… Esa mujer era, digamos, de las que se aprovechan de ese tipo de hombres. Arthur, allí fuera, en sus horas más bajas, se había echado a perder al irse a vivir con ella, igual que se echa a perder quien se entrega a la bebida o al opio. Él sabía lo que ella era. Él sabía de dónde había salido. Pero había enfermado y ella le cuidó. Le cuidó con devoción, naturalmente. Era su oportunidad y lo sabía. Antes de que él dejara de tener fiebre, ella ya le había puesto la soga al cuello, y cuando volvió en sí ya estaba casado. Cosas así ocurren con bastante frecuencia. Si el hombre se recupera, soborna a la mujer y consigue el divorcio. Todo forma parte del mismo negocio: la unión, el soborno, el divorcio. Algunas de esas mujeres se habían hecho con una buena renta de esa forma. Se casaban y se divorciaban una vez al año. Si Arthur, al menos, hubiera salido bien de todo aquello… Pero, en vez de eso, había sufrido una recaída y había muerto. Y allí estaba esa mujer, convertida en su viuda por un desafortunado accidente, por así decirlo, con su hijo en brazos (¿el hijo de quién?), y con un abogado miserable y chantajista que iba a llevar su caso. Estaba bastante claro lo que reclamaba: su derecho a la legítima, un tercio de la herencia. Pero ¿y si él no quería casarse con ella? ¿Y si había caído en la trampa con la misma facilidad con que se despluma a un labriego en un salón de juego? Arthur, en sus últimas horas, confesó que se había casado, pero admitió también su locura. Y tras su muerte, cuando Denis se dispuso a hacer averiguaciones, descubrió que los testigos, si es que había alguno, se hallaban dispersos e ilocalizables. Todo giraba en torno a la confesión que Arthur le había hecho a su hermano. Suprimida esa confesión, la demanda se evaporaba y con ella el escándalo, la humillación, la obligación de cargar toda la vida con la mujer y el niño arrastrando el nombre de Peyton por Dios sabe qué simas. Denis juraba que había pensado en todo eso en primer lugar, antes que en el dinero. El dinero, naturalmente, había tenido su importancia. Era demasiado honrado como para no admitirlo. Pero fue más tarde cuando juró… Cuando habría jurado por su honor… La palabra le aturdió, y logró que se sonrojara.

De este modo, con frases inacabadas, se defendió ante ella: una defensa improvisada, que iba ensamblándose sobre la marcha, para encubrir la burda irreflexión de sus actos. Porque, mientras le escuchaba, Kate advirtió que en realidad no se había producido ninguna lucha en su interior. Que, de no haber sido por la adversa lógica del azar, quizá no habría sentido jamás la necesidad de justificarse. Si aquella mujer, siguiendo la pauta de todas esas malogradas cazadoras, hubiera continuado vagando en busca de una nueva presa, él podría, de forma bastante sincera, haberse felicitado por haber salvado de sus garras un apellido decente y una fortuna honrada. Era el precio que debía pagar por la interposición de aquella demanda que por primera vez le había hecho considerar, lleno de espanto, que tal vez ella tuviera razón. Su conciencia reaccionaba tan sólo ante la presión concreta de los hechos.

Con la angustia de un descubrimiento semejante, Kate Orme se encerró en sí misma una vez finalizó la conversación. No podía recordar más que de forma muy confusa cómo había concluido su charla o cómo, finalmente, había salido él de la sala y luego de la casa. Lo trágico de la muerte de la mujer y de la implicación de Denis en todo aquello no era nada comparado con lo catastrófico de comprobar que él estaba firmemente convencido de que su manera de actuar había sido irreprochable. En una ocasión, cuando ella le gritó: «¡Te habrías casado conmigo sin decirme nada!», y él protestó: «Pero si te lo he dicho», ella se sintió como un domador blandiendo un látigo ante un animal asustado.

No obstante, persistió implacable.

—Me lo has contado porque te has visto obligado a hacerlo. Porque te consumían los nervios. Porque sabías que decírmelo no iba a acarrearte ningún perjuicio. —El perplejo ruego que captó en su mirada casi logró que decidiera no seguir hablando—. Me lo has contado porque para ti hacerlo suponía un alivio. Pero nada te va a aliviar de verdad… Nada podrá ayudarte hasta que se lo hayas dicho a alguien que… Alguien que pueda hacerte daño.

—¿Alguien que pueda hacerme daño?

—Hasta que hayas dicho la verdad igual… Igual que antes mentiste.

Él dio un respingo, horrorizado.

—No te entiendo.

—Debes confesar. En público, abiertamente. Debes ir al juez… No sé bien cómo se hacen estas cosas.

—¿Al juez? ¿Cuando los dos están muertos? ¿Cuando todo ha terminado? ¿En qué le beneficiaría eso a nadie? —protestó.

—Para ti no ha terminado todo. Más bien está empezando. Debes librarte de esa culpabilidad. Y sólo hay un camino: confesar. Y además debes devolver el dinero.

Esto pareció ser la prueba concluyente que ponía de manifiesto su completa inexperiencia.

—¡Desearía no haber oído hablar jamás de ese dinero! Pero ¿a quién me harías devolvérselo? Te digo que era una golfilla salida de los bajos fondos. No creo que nadie supiera su verdadero nombre. No creo ni que tuviera uno.

—Debía de tener una madre y un padre.

—¿Crees que voy a dedicar mi vida a buscarlos por todos los tugurios de California? ¿Y cómo sabré si los he encontrado? Es imposible que lo comprendas. Lo hice mal. Lo hice fatal. Pero ésa no es la manera de repararlo.

—¿Cuál es, entonces?

Él se detuvo, mirándola con recelo.

—Hacerlo mejor. Hacer todo lo que esté en mi mano —dijo con una repentina firmeza—. Aprender la lección de este terrible…

—¡Oh! ¡Cállate! —gritó ella, y ocultó la cara.

Él la miraba desesperado. Por último, dijo:

—No creo que debamos seguir hablando. No vamos a arreglar nada. Sólo quiero añadir una cosa más: has de saber que, por supuesto, eres libre.

Lo dijo con sencillez y, de pronto, con su voz y cadencia habituales, ante lo que ella cedió como ante una caricia. Luego elevó la cabeza y le miró.

—¿De verdad? —dijo pensativa.

—¡Kate! —explotó él. Pero ella levantó una mano apaciguadora.

—Me siento encarcelada —dijo—. Encarcelada contigo en el interior de esta cosa tan terrible. Primero debo ayudarte a salir, y entonces tendré tiempo de sobra para pensar en mí misma.

Él bajó la cabeza y murmuró:

—No te entiendo.

—No puedo decirte lo que voy a hacer, o cómo me voy a sentir, hasta que no sepa lo que vas a hacer y cómo te vas a sentir tú.

—Seguro que ves cómo me siento. ¿No te das cuenta de que estoy medio muerto por culpa de todo esto?

—Sí. Pero sólo medio.

Él pensó en lo que acababa de escuchar durante un perceptible espacio de tiempo, antes de preguntar lentamente:

—¿Quieres decir que me abandonarás si no hago esa locura que me propones?

Ella, a su vez, permaneció también en silencio un instante:

—No —dijo—. No deseo sobornarte. Debes sentir tú mismo la necesidad de hacerlo.

—¿La necesidad de proclamar todo esto en público?

—Sí.

Él se sentó con la mirada perdida.

—Por supuesto, comprendes lo que significaría hacer algo así —dijo finalmente.

—¿Para ti? —preguntó ella.

—Dejemos eso a un lado. Para los demás. Para ti. Tendría que ir a la cárcel.

—Supongo que sí —dijo ella simplemente.

—Pareces asumirlo con mucha facilidad. Me temo que mi madre se lo tomaría de otra forma.

—¿Tu madre? —Esto produjo el efecto que él había esperado.

—No habías pensado en ella, por lo que veo. Algo así probablemente la mataría.

—¡También la mataría pensar que fuiste capaz de hacer lo que has hecho!

—La habría hecho muy infeliz, pero hay una diferencia.

Sí. Había una diferencia. Una diferencia que ninguna retórica podía disfrazar. El pecado secreto habría hecho que la señora Peyton se sintiera muy desdichada, pero no la habría matado. Ella habría asumido exactamente el mismo punto de vista de Denis acerca de la flexibilidad de la expiación. Habría aceptado el arrepentimiento personal como un digno sustituto de la expiación pública. Kate incluso podría imaginársela extrayendo una «lección» del hecho providencial de que no hubieran descubierto a su hijo.

—Ya ves que no es tan sencillo —dijo él con un matiz de triste victoria en la voz.

—No. No es sencillo —admitió ella.

—Hay que pensar en los demás —continuó, afianzándose en su razonamiento al comprobar que ella se limitaba a asentir.

Kate no contestó y pasados unos segundos se levantó para irse. Hasta ese momento, retrospectivamente, podía seguir el curso de su conversación. Pero cuando, al irse, los razonamientos se convirtieron en súplicas y la renuncia en el ruego vehemente de que le diera al menos una nueva oportunidad, sus recuerdos se transformaban en una confusa amalgama de desolación y tan sólo recordaba que, mientras la puerta se cerraba, le prometió que volvería a verle una vez más.