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12-10-2009

Simon alargó su móvil a Charlie.

—Veo que no vas a decirme quiénes eran ni qué te han dicho —vaticinó Charlie.

—Cuando esté preparado. —Simon estaba haciendo sus ejercicios, como Charlie gustaba de llamarlos. A diferencia de los ejercicios de los demás, no tenían nada que ver con cintas móviles ni con máquinas de remar; era un asunto privado entre Simon y su cerebro. Quien quisiera unirse a la fiesta se enteraba en seguida de que estaba de más allí.

—Es la tercera llamada secreta que recibes desde que salimos. ¿Va a haber más? —No hubo respuesta—. Es una cuestión de seguridad, por no mencionar otras cosas —prosiguió Charlie con irritación—. Si no te gustara tanto mantenerme en la oscuridad, podrías poner el teléfono en modalidad de manos libres y conducir con las dos.

—Que tengas en la mano una lata de Coca-Cola light y tengas barriga no significa que estés a régimen —dijo Simon mientras doblaban por Bengeo Street.

—¡Otra vez no, por favor! —Charlie se dio un cabezazo contra la ventanilla de su lado.

—Vas con un paraguas y llueve. Pero eso no significa necesariamente que lleves un paraguas porque esté lloviendo.

—¿Y qué quieres decir con eso?

Simon se detuvo delante de la casa de Stella White.

—Dillon White le dijo a Gibbs que vio a un hombre con un paraguas en el salón de Helen Yardley. Al principio no nos lo tomamos en serio porque el lunes no llovió, tampoco los meteorólogos habían previsto lluvia y Stella White, que es el otro testigo, no vio ningún paraguas. Además, Stella dijo que era imposible que su hijo viese al hombre aquella mañana en el salón de los Yardley. Después nos enteramos de que Dillon vio al hombre en una ocasión anterior: en el salón de Helen, donde también estaba el propio Dillon. Y asimismo Stella, Helen y Paul Yardley, y otro hombre y otra mujer cuyos nombres no conocía el niño. Aquel día sí estaba lloviendo y el agua del paraguas del hombre goteaba en la alfombra. —Larga pausa. Luego dijo Simon—: ¿Hay algo que quieras preguntarme?

—Sí —dijo Charlie—. ¿Me contarás, por favor, qué crees que sabes?

—¿No quieres preguntarme si los Yardley tienen vestíbulo?

—No especialmente.

—Pues deberías. Porque tienen vestíbulo, con suelo de listones de madera. Que da directamente al salón. ¿Por qué metería nadie un paraguas chorreante en un salón con alfombra? ¿Por qué no dejarlo en el vestíbulo, sobre todo si el vestíbulo no tiene alfombra?

—¿Porque el hombre del paraguas no sabía lo que era la buena educación? —sugirió Charlie—. ¿Porque estaba ocupado, pensando en otras cosas?

—¿Y si sabía lo que era la buena educación? —dijo Simon—. ¿Y si era tan atento como para contar una historia entretenida a un niño pequeño, una historia de viajes espaciales y magia? A pesar de lo cual, entra con el paraguas en el salón y deja que gotee en la alfombra. ¿Por qué haría una cosa así?

—¿Es el paraguas un elemento esencial para la historia de magia?

Simon negó con la cabeza. Y encima tenía la frescura de poner cara de decepción porque Charlie no había caído en la cuenta todavía. ¿Había olvidado que el caso no era de ella? En teoría, no tenía por qué estar en un coche con él, camino de Bengeo Street; en teoría tenía que estar trabajando en lo suyo.

—Dillon dijo que el otro hombre que estaba presente, el que no era ni Paul Yardley ni el del Paraguas Mágico… dijo que también tenía un paraguas, pero que no era mágico y por eso lo había dejado fuera. —Simon desvió los ojos de la calzada y miró a Charlie—. Cuando Stella dijo a Gibbs que el lunes anterior había sido un día soleado y con mucha luz, Dillon comentó: «No había mucha luz. Hacía poco sol y no había mucha luz». Eso era lo que el niño había oído decir al hombre: repetía sus palabras una por una.

—No se refería al lunes anterior —dijo Charlie—. Se refería al día de «más allá», cuando llovía y seguramente estaba nublado.

—Cuando «hacía poco sol y había poca luz» —subrayó Simon.

—Explícamelo antes de cinco segundos o le contaré a tu madre que estás metido en una conspiración para mentirle en lo de la luna de miel —chantajeó Charlie.

—En cierto modo, el hombre tenía razón en lo de la magia. El paraguas tenía por lo menos una virtud especial: producía luz. Eso es lo que era: no un paraguas para la lluvia, sino un paraguas de fotógrafo, un reflector con foco, negro por fuera, plateado por dentro. Era de Angus Hines. Hines es actualmente editor gráfico de London on Sunday, pero entonces no lo era. Entonces era un fotógrafo que trabajaba para varios periódicos, entre ellos uno que publicó un artículo sobre dos mujeres extraordinarias: Helen Yardley y Stella White.

—Entonces, el hombre y la mujer cuyos nombres desconocía Dillon…

—Imagino que un reportero del periódico y una encargada de maquillaje —dijo Simon.

—La de veces que vemos esas cosas en las conferencias de prensa, donde nunca hay luz natural —dijo Charlie, malhumorada por no haberlo adivinado. ¿Cuántos «paraguas» de fotógrafo habían iluminado su desdichado rostro en 2006, cuando todos los periódicos habían buscado imágenes de la policía caída en desgracia y el jefe de Policía le había dicho que accediera si quería conservar el empleo?

—Angus Hines no pudo impedir que la lluvia gotease en la alfombra del salón de los Yardley —dijo Simon—. Era la habitación más fotogénica de la casa y quería hacer las fotos allí. Cuando Stella White me dio la lista de todas las personas que recordaba haber conocido en casa de Helen Yardley, el de Hines, como es lógico, no estaba. Stella ha sido fotografiada para la prensa cientos de veces, ya que era la corredora de maratón decidida a derrotar el cáncer. No podía recordar el nombre de los fotógrafos, ¿no crees? Cuando le pregunté por el hombre del paraguas mágico que había visto Dillon, Stella no lo relacionó con el reflector fotográfico porque yo le había dicho que aquel día estaba lloviendo; al formularle la pregunta, le di a entender lo que justificaba la presencia del supuesto paraguas y por eso no se molestó en buscar otras conexiones.

—Pero… Helen Yardley trabajaba para JPCI —dijo Charlie con el entrecejo fruncido—. Hizo campaña para que pusieran en libertad a Ray. Debía de saber quién era Angus cuando este apareció en su casa y si Stella White estaba allí con ella…

—Helen se comportó como si no conociera a Hines, lo saludó como se saluda a un desconocido —dijo Simon—. La primera de las tres llamadas que he recibido era de Sam. Ha hablado con Paul Yardley. Yardley recuerda perfectamente el día de «más allá». En lo referente a los Yardley, Angus Hines era uno de los malos: no apoyó a su mujer como Yardley apoyó a Helen ni como Glen Jaggard apoyó a Sarah. Cuando se presentó un reportero en casa de los Yardley y detrás llegó Angus Hines para hacer las fotos, Paul esperaba que su mujer organizara un escándalo y lo echara a la calle.

—Y no lo hizo —adivinó Charlie.

—Según Paul Yardley, Helen no quiso dar a Hines la satisfacción de saber que no era bien recibido. Paul sabía que su mujer detestaba la presencia de aquel hombre en su casa, pero le estrechó la mano y dijo: «Mucho gusto en conocerlo». —Simon se mordisqueó el labio inferior—. Como si no lo hubiera visto nunca. Y él le siguió el juego.

—Por eso no dejó Hines ningún recuerdo en Stella White —dedujo Charlie—. Porque Helen lo trató como si fuera un fotógrafo de prensa más.

—Exactamente —dijo Simon afirmando con la cabeza.

—Y el lunes pasado se presentó en la casa por segunda vez y Dillon White lo vio de lejos, y se acordó de que ya lo había visto el día de «más allá» —dijo Charlie, resumiendo la hipótesis de Simon—. Se quedó todo el día y al final mató a Helen de un disparo. Alto, un momento, ¿no dijiste que Angus Hines tenía una coartada?

Simon sonrió.

—La tiene, mejor dicho, la tenía: un hombre llamado Carl Chappell, que dijo que estuvo bebiendo con Hines en el pub Retreat, de Bethnal Green, el pasado lunes entre las tres y las siete de la tarde. Cuando Sellers nos enseñó el artículo del Sun que hablaba de Warren Gruff, de Bethnal Green, sonó una campanilla en mi cabeza. Gruff vive allí, su exnovia Joanne Bew mató allí a su hijo Brandon… pero yo había visto hacía poco el nombre de Bethnal Green… Y entonces lo recordé: por la coartada de Angus Hines. Antes de ponernos en camino le pedí a Sam que indagase un poco más. No tardó en averiguar que Brandon Bew fue asesinado en un piso que está encima de un pub de Bethnal Green que antes se llamaba Dog and Patridge y ahora se llama Retreat…

—Increíble —murmuró Charlie.

—… y que Carl Chappell, que fue testigo de cargo en el primer juicio de Joanne Bew, declaró haber visto a la madre asfixiar al pequeño. Sam habló con Chappell. Angus Hines le había dado el número de móvil de Chappell cuando dijo que este era su coartada. Chappell estaba muy borracho y además era un cretino, y cuando Sam lo presionó a propósito de haber estado con Hines el lunes pasado, dijo, para fanfarronear de su suerte económica, que Angus Hines le había dado mil libras en metálico por servirle de coartada, de falsa coartada. También dijo que alguien más, un hombre al que había visto en la caja tonta algunas veces, un tipo corpulento, rubio, con cuello de toro, le dio dos de los grandes por no testificar en el segundo juicio de Joanne, alegando que no había visto nada la noche que murió Brandon, que estaba demasiado borracho.

—¿Laurie Nattrass? —preguntó Charlie. ¿Qué otro podía ser?

—Ese. Nattrass —dijo Simon con voz enfadada—. Don Justicia Para Todos. Seguramente quería que absolvieran a Joanne Bew la segunda vez porque sabía que eso enturbiaría la imagen de Duffy: otra mujer inocente encarcelada por su culpa. Y Chappell no fue el único al que sobornó Nattrass: también dio dinero a Warren Gruff, para que no le rompiera los brazos y las piernas a Chappell cuando este dijo que no iba a declarar contra Joanne.

—¿Cómo coño sabes todo eso? —preguntó Charlie.

—La segunda llamada que he recibido era de Gibbs —dijo Simon—. Gruff ha confesado que agredió a Jaggard y mató a Duffy. Está detenido y ha cantado, hasta cierto punto al menos. Yo creía que el Cerebro, o sea Angus Hines, tenía alguna clase de influencia sobre Gruff, pero por lo que Gruff dice, es más bien un caso de lealtad mal entendida. Gruff creía que Hines era la única persona que lo comprendía realmente: Hines había perdido dos niños y él uno. Hines había sido maltratado en la prensa por Nattrass y otros comentaristas por decir que creía en la culpabilidad de su mujer, a pesar de lo cual se mantuvo firme. Gruff lo admira. Por eso mató a Duffy, la mujer que hizo lo que pudo por condenar a la asesina de su pequeño, aunque fue el último trabajo que accedió a hacer, dado que formaba parte del gran plan de Hines. Gruff admiraba a Duffy, pero su héroe es Hines. Habría hecho cualquier cosa que le dijera: su papel era el de ayudante. ¿La foto de Gruff que nos enseñó Sellers en el ordenador? Se la hizo Angus Hines para el Daily Express después del segundo juicio de Joanne Bew, momento en que Gruff volvió a ser noticia brevemente. Así se conocieron Hines y Gruff. Es posible que Hines sintiera auténtica simpatía por Gruff, ¿quién sabe? En cualquier caso, sabía muy bien cómo manipularlo.

—Has dicho «el gran plan de Hines» —dijo Charlie—. ¿Cuál era?

—Gibbs dice que Gruff no lo contará, alega que no es suficientemente listo para explicarlo como es debido. Dice que Hines no se lo perdonaría nunca si hablara para protegerse. Hines es el único que tiene que explicarlo, ya que el plan es suyo.

Charlie no soportaba la idea de que Gruff admirase a Duffy y a pesar de todo la hubiera matado. Habría podido recuperar la cordura en aquel momento, haber hecho caso a su instinto y haber dicho basta. ¿Por qué su mitificación de Angus Hines no había terminado cuando Hines le había pedido que matase a una persona que según el propio Gruff no merecía morir?

Charlie no había contado a Simon que Duffy no había querido abrir la puerta cuando llegó Gruff, que ella, Charlie, había insistido porque se había sentido demasiado cohibida para el momento de franqueza que la médica parecía buscar.

«Olvidémoslo».

«No, afróntalo».

Había esperado sentirse culpable por la muerte de Duffy, pero, por extraño que pareciese, no se sentía así. Imaginaba lo que Duffy habría dicho: «Que no salvaras una vida no te convierte en mala persona, como el hecho de salvar varias no te convierte en buena». En fin, algo parecido.

—¿Sabes por qué Angus Hines eligió a Carl Chappell para comprarse una coartada? —preguntó Simon, mirando por la ventanilla la casa de Stella White—. Porque sabía que Nattrass ya lo había sobornado.

—¿Cómo pudo averiguarlo? —preguntó Charlie.

—Se lo dijo el propio Chappell. Hines localizó a Chappell, le contó que había investigado los casos de muerte infantil en los que Judith Duffy había aparecido como perito. Quería saber por qué el testigo presencial del asesinato de Brandon Bew había cambiado su declaración. Obtuvo la respuesta por el precio de una botella de whisky. Chappell estaba borracho perdido cuando quiso reconstruir lo que le había dicho Hines, pero por lo que Sam coligió, parece que Angus Hines pensaba servirse de las mismas personas que Nattrass, pero para obtener el efecto contrario, un efecto que habría sacado de quicio a Nattrass si se hubiera enterado. Era uno de sus pequeños juegos de poder: demostrarse a sí mismo que quien movía las piezas del tablero era él y no Nattrass. Le dijo a Chappell: «Quien te paga ahora soy yo, no lo olvides». Supongo que eligió a Gruff como cómplice delictivo por la misma razón: Nattrass había manipulado ya a Gruff, así que Hines tenía que demostrar que él podía manejarlo con más eficacia. Bueno, hasta cierto punto.

—No haces más que repetir eso —dijo Charlie—. Warren Gruff ha cantado hasta cierto punto, Angus Hines manipulaba a Gruff hasta cierto punto

—Así es —dijo Simon a la defensiva—. Hasta el punto de que nada más insinuar que íbamos por ellos, Warren Gruff y Carl Chappell han delatado a Angus Hines. Hines es listo: sabía que ocurriría, sabía que no podía confiar en que Gruff y Chappell tuvieran la boca cerrada. No le importa. Quiere que sepamos que es él, que siempre lo ha sido, desde el comienzo. De aquí lo de las tarjetas. Quería llamar nuestra atención sobre la página doscientas catorce de Nada más que amor porque sabía que esa pista nos conduciría a él, siempre, claro está, que entendiéramos sus claves, cosa que no ocurrió al principio de todo. Ya te he dicho que es un tipo listo. Yo creo que, como apodo, «el Cerebro» le viene que ni pintado. Concibió un plan maestro y se muere de impaciencia porque lo sepamos, para jactarse; ojalá supiera yo en qué coño consiste y si matar a Ray forma parte de él. Si Sellers no llega a tiempo a Twickenham o si Hines se ha llevado a Ray a otro sitio…

—Sellers llegará a tiempo —dijo Charlie automáticamente, aunque no tenía la menor idea al respecto.

Simon se removió y se rascó los riñones.

—Es evidente que Hines supuso que Gruff y/o Chappell lo delatarían, a él y a Laurie Nattrass. Creo que le gusta la idea de que Nattrass sea denunciado por pervertir el curso de la justicia: la ironía tiene que fascinarle. Nattrass apoyó a Ray cuando Hines no lo hizo y atacó públicamente a Hines precisamente por no apoyarla.

—De todos modos, sería su palabra contra la de Gruff y Chappell, ¿no? —dijo Charlie—. No tiene posibilidades. Laurie Nattrass se quedará tan campante; aterrizará de pie, como siempre. —Sentía una ligera desazón en el fondo de la mente. No sabía lo que era y estaba ya a punto de desistir cuando adquirió forma comprensible—. ¿Qué pista hay en la página doscientas catorce de Nada más que amor para que conduzca a Angus Hines?

—La tercera llamada que he recibido era de Klair Williamson —dijo Simon.

—¿De quién?

—Una sargento de policía que investiga los asesinatos Yardley-Duffy. Le pedí que hablase con Rahila Yunis, la periodista que entrevistó a Helen Yardley en la cárcel de Geddham Hall y que dice que Yardley cambió el poema.

—¿No dijo Sam que Yunis, al principio, era reacia a hablar?

—Sí —Simon afirmó con la cabeza—. Y ahora sabemos por qué: Yunis se guardó en el tintero la parte más importante de la historia. Angus Hines también estuvo allí aquel día, en Geddham Hall. No tenía por qué estar. El reglamento decía que nada de fotógrafos, pero Laurie Nattrass y Helen Yardley habían instruido a Yunis y a Hines sobre la manera de saltarse el reglamento, sobre con quién de la cárcel había que hablar para conseguirlo. Muchas funcionarias de prisiones simpatizaban con Helen y creían en su inocencia, así que se saltaron las normas por ella y Hines pudo pasar con su cámara. Los directivos del Telegraph hicieron una mueca al ver que Hines era el fotógrafo de aquel reportaje concreto, ya que por entonces todo el mundo sabía que Hines había dicho que su mujer era culpable y también se sabía que Helen había proclamado la inocencia de Ray Hines.

—Es comprensible —dijo Charlie.

—Desde luego. Pero según ha contado Yunis a Klair Williamson, Helen Yardley accedió a ser entrevistada con la condición de que estuviera delante un fotógrafo. No uno cualquiera, sino uno muy concreto: ni más ni menos que Angus Hines. Hines saltó de alegría. Por lo visto, Hines y Yardley ardían en deseos de conocerse. Cuando se vieron, se concentraron tanto en ellos mismos que fue como si Yunis no estuviera allí; todo esto, según Yunis. Durante casi media hora no le dirigieron la palabra ni de refilón.

—¿De qué hablaron? —preguntó Charlie.

—De Ray Hines. Helen acusó a Angus de deslealtad y trató de convencerlo de que su postura era una equivocación. Angus acusó a Helen de apoyar a Ray para promover su propia inocencia, utilizando a Ray como emblema de su propia causa.

—Interesante —dijo Charlie—. ¿Y qué tenían que ver con eso los dos poemas, el del microbio y del «espacio en blanco»?

—Cuando Helen dijo que «El microbio» era su poema predilecto, Angus rompió a reír y la acusó de ser idiota. «Pero los científicos, que deben de saberlo, / nos aseguran que ha de ser así: / ¡Oh, no dudemos nunca jamás /de lo que nadie sabe con seguridad!» —recitó Simon—. Para Helen, el poema retrataba la arrogancia de Judith Duffy al creerla culpable, pero Angus le señaló que podría aplicarse igualmente a Russell Meredew y a los demás médicos que declararon a favor de Helen. Estaban tan convencidos de ser los amos de la verdad como Duffy. Los peritos de ambos bandos dijeron a los miembros del jurado que no dudaran nunca jamás de lo que nadie sabía con seguridad. Según Rahila Yunis, Angus dio las gracias a Helen por darle a conocer «El microbio» y le dijo que también era ya su poema predilecto, porque validaba todas las dudas que había tenido sobre Ray, Helen, Sarah Jaggard, mujeres que alegaron muerte súbita infantil cuando fueron acusadas de asesinato. Yunis contó a Klair Williamson que Helen quedó visiblemente afectada cuando Angus dijo aquello, aunque hasta entonces ningún comentario del hombre parecía haberla molestado. Poco después de burlarse Angus de la elección del poema por parte de Helen, esta puso fin a la entrevista. Un par de horas después, Laurie Nattrass habló por teléfono con Yunis y le dijo: «No sé qué le habrá dicho Angus Hines porque Helen no me lo ha contado, pero nunca la he visto tan furiosa». Lo único que al parecer contó Helen a Nattrass fue que Hines se había burlado de ella, que la había humillado. En el Telegraph no apareció ningún artículo; Nattrass le dijo a Yunis que lo retirase o se quedaría sin trabajo. Yunis creyó que Nattrass lo decía en serio y obedeció. No le gusta hablar del asunto porque Nattrass la humilló, la asustó para que retirase un buen reportaje.

—Entonces, Helen mintió en el libro en lo relativo al poema que al parecer era tan importante para ella —dijo Charlie con actitud meditabunda.

—No solo mintió —dijo Simon—. Además, pirateó. Bueno, más o menos. «Espacio en blanco» es el poema favorito de Rahila Yunis. Se lo dijo a Helen antes de que Angus Hines metiera baza y señalase que «El microbio» no significaba lo que Helen había pensado. Joder. —Stella White acababa de aparecer en la puerta del número 16 y miraba con expresión intrigada hacia donde estaban ellos—. Debe de preguntarse por qué estamos aparcados delante de su casa y no entramos —añadió Simon—. ¿Tienes las fotos?

—Sí. —Charlie bajó del coche y se estiró. Sus rodillas emitieron un crujido, como si hubiera estado inmóvil durante años. Iba a echar a andar hacia la casa de Stella cuando Simon la retuvo.

—Cuando terminemos aquí, nos vamos a casa —dijo el hombre—. Directamente.

—De acuerdo. ¿Puedo preguntarte para qué?

—Claro que puedes. —Simon se alejó de ella y saludó a Stella en voz alta.

—¿Es para algo malo? —dijo Charlie a su espalda.

—Esperemos que no mucho —dijo Simon por encima del hombro.

Y como Simon cruzaba ya la puerta, Charlie no pudo preguntarle nada más sin arriesgarse a que la oyeran oídos ajenos.

Dillon estaba sentado en el sofá, dando patadas al mueble con los talones.

—He tenido que apartarlo a rastras de las carreras —dijo Stella—. Pensé que aquí les prestaría más atención, para variar.

El niño ponía cara de no pensar como su madre, pero no dijo nada.

—Tiene usted muy buen aspecto —dijo Simon a Stella—. Mejor que la última vez.

—Estoy en remisión —dijo Stella—. Lo he sabido hoy. Apenas puedo creerlo, pero ¿qué quieren?

—Muy bien —Charlie le sonrió. «Directamente a casa» solo podía significar una cosa…

—Hola, Dillon —dijo Simon con cierta torpeza.

—Hola —respondió el niño con voz monocorde.

Charlie no habría sabido decidir cuál de los dos tenía más don de gentes.

Simon alargó la mano y Charlie le dio las fotos.

—Voy a enseñarte unas fotografías —dijo Simon a Dillon—. Me gustaría que me dijeras quiénes son.

Dillon asintió con la cabeza. Simon se las enseñó una por una, empezando por la de Glen Jaggard.

—No lo sé —dijo el niño. La misma respuesta recibió la de Sebastian Brownlee.

—¿Y este? —Simon le puso delante una foto de Paul Yardley.

—Tío Paul.

—¿Y este? —Laurie Nattrass.

—Lo he visto —dijo Dillon, animado de repente—. Ha estado muchas veces en casa de tía Helen. Una vez yo estaba jugando fuera y me dijo que tuviera cuidado de no alejarme, y me dijo una palabra muy fea.

—¿Y este?

Los ojos de Dillon chispearon.

—Es él —dijo sonriendo a Simon—. El hombre del paraguas mágico.

La foto era de Angus Hines.