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Lunes, 12 de octubre de 2009

—Sospechó de mí desde que la policía se presentó en casa por primera vez —dice Ray a la cámara. Asiento para indicarle que continúe y me cuente todo lo que pueda antes de que llegue Angus. Me temo que no será tan franca con él escuchando—. Su actitud hacia mí cambió, se volvió horriblemente frío y distante, pero tampoco quiso perderme de vista. Se mudó a una de las muchas habitaciones vacías que teníamos en una época en que esperábamos llenarlas de niños… —Se interrumpe—. ¿Sabes que queríamos tener un montón?

—No.

—Angus tiene cinco hermanos. Queríamos por lo menos cuatro. —En este punto enmudece.

—No quería perderte de vista —digo para estimularla.

—Me… vigilaba. Como si le hubieran dicho que espiara todos mis movimientos e informase de ellos. En mis momentos más paranoicos me preguntaba si sería así. No era verdad, naturalmente. La policía habría imaginado, y ciertamente imaginó, que Angus y yo permaneceríamos unidos. Me vigilaba estrechamente por razones propias, no por indicación ajena. Trataba de reunir pruebas de mi culpabilidad o de mi inocencia.

—¿No creyó que Marcella y Nathaniel tuvieran una reacción adversa a la vacuna?

Ray niega con la cabeza.

—No se lo reprocho. Todos los expertos dicen que las vacunas son seguras y no estuvo presente cuando las dos criaturas tuvieron los ataques. Solo Wendy y yo vimos lo que sucedió. Por lo que Angus sabía, yo era una asesina que había convencido a Wendy de que mintiera.

—Eras su mujer —le recuerdo—. Debería haber sabido que nunca habrías matado a tus niños.

—Puede que hubiera reaccionado de manera positiva de no ser por la depresión que afirmé sufrir. Fingí para irme a Suiza con Fiona. Por culpa de mi comedia dudó de todo lo que creía saber de mí. Y no se lo reprocho porque fue culpa mía. No se lo reproché ni siquiera entonces, aunque… —La voz se le quiebra y mira al techo como temerosa de que Angus haga aparición en cualquier momento. «No puede tenerle miedo y menos si planea volver a casarse con él».

—Empecé a sentirme aterrorizada ante él —dice—. No me dirigía la palabra… eso era lo peor. Yo no cesaba de preguntarle si creía que había matado a Marcella y a Nathaniel y él no respondía. Lo único que decía era: «Solo tú sabes lo que has hecho, Ray». Se mostraba tan impenetrable, tan espantosamente… tranquilo. No podía creer que estuviera tan sereno cuando nuestra vida se estaba desmoronando: yo acusada de asesinato, quizá condenada a ir a la cárcel. Al pensar en aquellos días creo que sufrió una especie de trauma. Estoy segura de que fue eso. Nadie cree que sea posible enloquecer con toda tranquilidad, pero es posible. Y eso es lo que le sucedió a Angus. No sabía que el dolor lo haría pedazos, creía estar en plena posesión de sus facultades y que reaccionaba del modo que suponía más lógico: a mí me acusaban de homicidio, así que su misión era vigilarme y tomar nota de mi conducta para estar seguro de si había o no una base real para acusarme; estoy segura de que es así como él se lo planteaba.

—Cuando dices «tomar nota»… ¿Te refieres literalmente a ponerlo por escrito?

—Yo acabé por desesperarme, cuando se negó categóricamente a tener comunicación conmigo. Registré la habitación en que dormía y encontré todo aquel… horrible material en un cajón, un cuaderno en el que describía mi conducta, y multitud de páginas de artículos que había bajado de Internet, sobre la importancia de las vacunas y los infames exhibicionistas que alegaban que eran peligrosas…

—¿Qué escribió de ti en el cuaderno? —pregunto.

—En realidad, nada interesante. «Desayuno 8 mañana: un Weetabix. Se sienta en el sofá llorando, una hora». Cosas por el estilo. Yo no hacía prácticamente nada en aquella época, nada excepto llorar, responder a las interminables preguntas de la policía y tratar de hablar con Angus. Cierto día que no podía resistir su silenciosa mirada le dije: «Si un jurado me declara inocente, ¿te convencerás de que digo la verdad?». Se echó a reír de un modo horrible… —Ray se estremece—. Nunca olvidaré aquella risa.

«Y sin embargo, quieres casarte con él por segunda vez».

—Dijo: «¿En serio esperas que base mi juicio en las opiniones de doce desconocidos, la mayoría de los cuales probablemente no tiene estudios? ¿Crees que Marcella y Nathaniel significan tan poco para mí?». Perdí la cabeza entonces. Le grité que en ese caso nunca lo sabría, ya que no me creía a mí ni creería a un jurado. Con mucha calma me respondió que me equivocaba. Otro día me dijo que lo sabría. «¿Cómo?», le pregunté, pero no me lo dijo. Y se alejó. Cada vez que le hacía esa pregunta, me daba la espalda. —Se pinza la parte superior del puente de la nariz y a continuación mueve la mano como si de pronto se acordase de la presencia de la cámara—. Por eso mentí en el juicio —añade—. Por eso empecé a comportarme del modo más incoherente que pude, contradiciéndome cada vez que tenía la oportunidad. No sabía cuál era el plan de Angus, pero sabía que tenía uno y que debía huir de él… y de lo que se propusiera en relación conmigo.

Asiento con la cabeza. Lo sé todo sobre la necesidad de huir de Angus Hines. Vuelvo al momento en que giré sobre mis talones y lo vi detrás de mí en la puerta de mi casa…

A todo esto, ¿dónde está? ¿Qué hace arriba para tardar tanto?

—No podía soportar un día más con él —dice Ray—. Se había convertido en un… un ser aterrador, ya no era mi marido, ya no era el hombre al que amaba. La cárcel iba a ser una bagatela en comparación con el horror de seguir viviendo con aquello; por lo menos en la cárcel nadie trataría de matarme, porque eso era lo que temía de Angus, de manera creciente. Tan desquiciado me parecía.

—Mentiste para que el jurado pensara que no eras de fiar.

—Para que se me considerase una embustera, sí. Sabía que si el jurado pensaba eso, me declararía culpable. Entiéndelo, ya no me importaba dónde me tocaría vivir. Lo había perdido todo: el marido, los hijos. Y mi casa… mi casa era peor que el infierno. No podía respirar allí, no podía dormir, no podía comer. La cárcel iba a ser un descanso, al menos eso pensaba entonces. Y lo cierto es que lo fue. Lo fue realmente. Ya no estaba asustada todo el tiempo ni sometida a vigilancia. Era libre de dedicarme a lo único que deseaba: pensar en paz en Marcella y en Nathaniel. Echarlos de menos en paz.

—Pero hiciste que el mundo creyera que los habías matado. ¿No te molestó eso?

Ray me mira de un modo extraño, como si le hubiera hecho una pregunta absurda.

—¿Por qué tenía que molestarme? Yo sabía la verdad. Y las únicas tres personas cuya opinión me habría importado… habían desaparecido. Marcella y Nathaniel habían muerto, y en cuanto al Angus que amaba… sentía que había muerto también con ellos.

—Entonces, cuando viste lo que le pasaba a Nathaniel, cuando dijiste que dejaste entrar inmediatamente a la enfermera evaluadora…

—Yo sabía perfectamente que no fue así. La dejé esperando en la puerta por lo menos diez minutos, tal como declaró ella en el juicio.

—¿Por qué?

No responde en seguida. Cuando lo hace, su voz es un susurro:

—Nathaniel estaba muerto. Sabía que la enfermera lo advertiría en cuanto entrase. Sabía que lo diría en voz alta. Yo no quería que estuviera muerto. Cuanto más tiempo esperase fuera la enfermera, más tiempo podría yo engañarme a mí misma.

—¿Quieres que hagamos un alto? —pregunto.

—No. Gracias, pero prefiero continuar. —Acerca la cara a la cámara—. Angus bajará en seguida. Espero que hablar de lo que sucedió lo ayude a recuperarse. Recibí ayuda psiquiátrica en la cárcel, pero Angus no se ha sincerado nunca con nadie. No estaba preparado, pero ahora sí lo está. Por eso es tan importante este documental, que no es solo una forma de contarle y explicarle… —Apoyó las manos en su vientre.

«El niño». Con él es con quien Ray quiere hablar, no conmigo, no con los televidentes. Con su hijo. La película es el regalo que hace al niño, la historia de la familia.

—También Angus mintió —prosigue Ray—. Cuando me declararon culpable, dijo a la prensa que había tomado una decisión antes de que se pronunciara el veredicto: que dijera lo que dijese el jurado, culpable o inocente, no lo creería. Yo sabía que eso era mentira y Angus sabía que yo lo sabía. Estaba desafiándome de lejos, recordándome su desprecio por un jurado analfabeto y su promesa de que algún día averiguaría por sus propios medios si yo era culpable o no. Sabía que yo entendería el mensaje oculto tras su declaración oficial. Pero mientras yo estuviera en la cárcel, no podría llegar hasta mí.

—¿Te visitó?

—Me negué a verlo. Me daba tanto miedo que cuando Laurie Nattrass y Helen Yardley se interesaron por mí, deseé que me dejaran en paz. Se necesitó mucha terapia para convencerme de que no debía estar entre rejas, dado que no era una asesina.

—Si querías ir a la cárcel y quedarte allí, ¿por qué no te declaraste culpable?

—Porque era inocente. —Da un suspiro—. No defraudé a mis hijos mientras dije claramente que no los había matado. La gente tenía la posibilidad de creerme. Si hubiera dicho que era culpable, habría traicionado su recuerdo al fingir que había habido un momento en que había deseado su muerte. No me importó mentir acerca de otras cosas, pero no podía subir al estrado y decir bajo juramento que había deseado que mis queridos hijos murieran. Además, declararme culpable habría sido contraproducente. Habría recibido una sentencia menos severa, quizá una acusación menor: homicidio involuntario en vez de asesinato. Habría estado en la calle al cabo de cinco años, al cabo de menos por lo que sé, y en ese caso habría tenido que enfrentarme a Angus.

—Pero cuando saliste, cuando abandonaste el hotel de las urnas pintadas, volviste con él, a Notting Hill. ¿Ya no te daba miedo?

Afirma con la cabeza.

—Me daba más miedo vivir el resto de mi vida aterrorizada. Me reservara Angus lo que me reservase, quería afrontarlo de una vez. Cuando abrió la puerta y me hizo pasar, pensé sinceramente que podía no salir viva de allí.

—¿Pensaste que te mataría y a pesar de eso fuiste a verlo?

—Lo quería. —Se encoge de hombros—. Mejor dicho, lo había querido y todavía amaba a la persona que había sido antes. Y él me necesitaba. Se había vuelto loco, tan loco que no se daba cuenta de lo mucho que me necesitaba, aunque yo me daba cuenta. Yo era la única persona en el mundo que amaba a Marcella y a Nathaniel tanto como Angus, ¿cómo no iba a necesitarme? Pero sí, pensé que podía matarme. Lo que me había dicho seguía resonando en mi cabeza: que algún día averiguaría si yo era culpable o no. ¿Cómo podía averiguarlo si no me creía a mí ni a un jurado? En lo único que yo pensaba era en que me diría que iba a morir, que no tenía escapatoria. Puede que entonces yo confesara, si es que había algo que confesar. Tal vez planeara torturarme o… —Cabecea—. Se piensa en toda clase de cosas horribles, pero tenía que descubrirlo. Tenía que saber qué había planeado.

—¿Y? ¿Quiso matarte?

Se abre la puerta.

—No, no quise matarla —dice Angus.

—No, no quiso matarme —repite Ray—. Lo cual fue una suerte para mí, porque si lo hubiera intentado, lo habría conseguido.

«No. Esa respuesta no es válida. Quiso matarla. Debió de quererlo, porque…». Se enciende una luz en mi cabeza: las tarjetas. Los dieciséis números. Y las fotografías, la mano de Helen Yardley…

Me vuelvo hacia Angus.

—Siéntese junto a Ray y mire a la cámara cuando hable, no a mí —le digo—. ¿Por qué me mandó aquellas listas por correo electrónico? Me refiero a las listas de las personas contra las que declaró Judith Duffy en tribunales de lo criminal y lo familiar.

Arruga la frente, insatisfecho de que pasemos de un tema a otro.

—Creí que estábamos hablando de lo que ocurrió cuando Ray volvió a casa.

—Ya hablaremos de eso, pero antes quiero que me explique por qué me envió aquellas listas. A la cámara, por favor.

Mira a Ray y esta asiente con la cabeza. Veo que Ray tiene razón: Angus la necesita.

—Pensé que le sería útil comprobar a cuántas personas había acusado Judith Duffy de matar o agredir deliberadamente a sus hijos —dice.

—¿Por qué? ¿Por qué tenía que serme útil? —Angus mira fijamente a la cámara—. No quiere decírmelo. Usted piensa que yo debería ser capaz de adivinarlo. Pues lo siento mucho, pero no soy capaz.

—¿No es evidente? —dice.

—No.

—Díselo, Angus.

—Supongo que conoce usted aquella frase pegadiza que hizo famosa a Judith Duffy: «tan improbable que es casi imposible».

Le digo que sí.

—¿Sabe a qué se refería cuando la pronunció? —prosigue.

—A las probabilidades de que hubiera dos muertes súbitas en una familia.

—No, eso es un error muy extendido. —Parece complacido por poder llevarme la contraria. El corazón me late tan fuerte que me sorprende que la cámara no tiemble—. Eso es lo que creyó la gente, pero a Ray le contó otra cosa. No se refería a cuestiones generales, sino a dos casos concretos, a Morgan y Rowan Yardley, y a la probabilidad de que fallecieran de muerte natural, dadas las pruebas físicas que había en ambos casos.

—Pero ¿va a decirme o no por qué me mandó aquellas listas? —insisto.

—Yo tengo mi propio método de probabilidad y se lo expondré con mucho gusto —dice Angus—. Si Judith Duffy declara que Ray es una asesina y Ray lo niega, ¿qué probabilidades hay de que Duffy tenga razón?

Medito la pregunta.

—Ni idea —digo con el corazón en la mano—. Suponiendo que Duffy sea una perito imparcial y que Ray pudiera estar muy motivada para decir que era inocente aunque no lo fuera…

—No, olvidemos eso —dice Angus con impaciencia—. No piense en motivaciones, imparcialidades ni pericias, ya que ninguna de esas cosas se puede medir científicamente. Hablo de probabilidad pura. Puestos a ello, olvidémonos de Ray y de Duffy, y vayamos a un plano más abstracto. Una médica acusa a una mujer de asfixiar a su niño. La mujer dice que no lo hizo. No hay testigos. ¿Qué probabilidades hay de que la médica tenga razón?

—¿Mitad y mitad? —aventuro.

—Exacto. Así que, en este guión, la médica puede acertar completamente en su dictamen, pero también puede estar completamente equivocada. No puede tener un poco de razón y estar un poco equivocada, ¿verdad que no?

—No —digo—. La mujer mató a su hijo o no lo mató.

—Muy bien —Angus asiente con la cabeza—. Ahora probemos con una cantidad mayor. Una médica, la misma médica, acusa a tres mujeres de matar a determinados niños. Las tres mujeres alegan que son inocentes. —Ray, Helen Yardley y Sarah Jaggard—. ¿Qué probabilidades hay de que las tres sean culpables? ¿Otra vez mitad y mitad?

Joder, lo que detestaba yo las mates en la escuela. Recuerdo que los ojos se me salían de las órbitas cuando tenía que hacer ecuaciones de segundo grado: «Como si fuéramos a necesitar estas pedanterías cuando seamos mayores». Mi maestra, la señora Gilpin, decía: «La agilidad numérica te será más útil de lo que imaginas, Felicity». Y parece que estaba en lo cierto.

—Si la probabilidad de que la médica tenga razón es mitad y mitad en cada caso, la probabilidad de que tenga razón en los tres casos será… otra vez mitad y mitad, ¿no?

—No —dice Angus, incapaz de creer que yo sea tan idiota—. En los tres casos solo hay una probabilidad entre ocho de que la médica tenga razón o no la tenga.

Ray y yo lo miramos mientras saca del bolsillo de la chaqueta un recibo arrugado y un bolígrafo y se pone a escribir, apoyado en la rodilla.

—C es culpable e I inocente —dice, y me entrega el recibo cuando ha terminado.

Miro lo que ha puesto.

Mujer 1:    C C C C I I I I

Mujer 2:    C C I I I I C C

Mujer 3:    C I C I I C I C

—¿Se da cuenta? —dice—. Hay una probabilidad entre ocho de que la médica tenga razón en los tres casos y una probabilidad entre ocho de estar equivocada en los tres casos. Ahora supongamos que hay mil casos…

—Entiendo adónde quiere ir a parar —digo—. Cuantos más sean los casos en que Judith Duffy sostiene la culpabilidad y las mujeres su inocencia, más probabilidades habrá de que la médica acierte unas veces y no acierte otras. —«Por eso tuviste la precaución de decirme en el e-mail que Judith Duffy declaró a favor del progenitor o progenitora en veintitrés ocasiones. Unas veces declara a favor, otras en contra: ese era el mensaje. Unas veces tiene razón, otras no». En otras palabras, cuando Laurie la retrata como una cazadora de inocentes, Laurie miente con toda la barba.

—Exactamente. —Angus me premia con una sonrisa—. Cuantas más mujeres inocentes, injustamente acusadas, saque Laurie Nattrass del sombrero, presuntas víctimas del presunto afán de Duffy por destruir vidas, más probable será que algunas sean culpables. No tengo inconveniente en creer que la justicia puede cometer una injusticia ni que una médica se pueda equivocar. Pero esperar que la gente crea en una cadena interminable de errores de la justicia y en una médica que se equivoca en cada caso concreto…

—¿Y yo tenía que adivinar todo eso mirando las listas que me envió usted?

—Es el Teorema Probabilístico de Hines, así lo llamo yo: una mujer acusada de asesinato por Judith Duffy puede ser culpable o inocente. Un centenar de mujeres acusadas de asesinato por Judith Duffy han de ser culpables e inocentes. Es probable que muchas sean culpables, del mismo modo que es probable que muchas sean inocentes.

—Y usted quería que yo lo supiera porque Laurie, por lo visto, no —digo con toda tranquilidad—. Él, según parece, cree que todas las mujeres a las que Duffy acusó de matar niños deben ser inocentes. No se daba cuenta de que tenía que haber culpables camufladas entre las inocentes.

—El bosque le impedía ver los árboles —dice Ray, afirmando con la cabeza.

Suena el timbre de la puerta.

—¿Quieres que abra? —dice Ray.

—No, ya voy yo. Sea quien sea, diré que pase otro día. —Sonrío forzadamente y añado—: Quedaos aquí, vuelvo en seguida.

Ya en el vestíbulo, me entra el miedo y me detengo, incapaz de dar otro paso. Judith Duffy abrió la puerta de la calle y le pegaron un tiro, un hombre con la cabeza afeitada.

La ranura del buzón se abre y veo unos ojos castaños y parte de una nariz.

—¿Fliss? —Reconozco la voz: es Hugo, el hermano cremallera de Laurie. ¿Por qué habrá llamado al timbre? Por el amor de Dios, es su casa.

Abro la puerta.

—¿Qué quieres? —Sin que mi cerebro lo autorice, me pongo a cortar el aire con las manos en sentido lateral: «vamos, dale caña».

—Quería disculparme por lo que…

—No te preocupes por eso —digo, bajando la voz—. Necesito que hagas algo por mí. —Tiro de él para que entre y lo llevo a la habitación más cercana a la puerta, que es la sala de música. Le señalo la banqueta que hay delante del piano y se sienta sin rechistar—. Espera aquí —susurro—. Quédate sentado y no hagas absolutamente nada. En silencio. Apaga el móvil y haz como si no estuvieras. No toques el piano, no pulses ni una tecla. Ni siquiera «Chopsticks».

—No sé tocar «Chopsticks».

—¿En serio? —Yo creía que todo el mundo sabía tocar «Chopsticks».

—Pero sé quedarme sentado sin hacer absolutamente nada. Es una habilidad que poseo y que a menudo llama la atención de las personas que tengo cerca.

—Estupendo —digo—. Espera aquí y no te vayas. Prométeme que no te irás.

—Te lo prometo. ¿Te importa si te pregunto…?

—Sí me importa.

—Pero ¿qué…?

—Puede que necesite que me lleves en coche —le digo.

—¿Y dónde tienes el coche? —dice, también entre susurros.

—Sigue en la concesionaria de Rolls-Royce, esperando a que gane la lotería o encuentre un marido rico. Ahora quédate callado hasta que vuelva. —Doy media vuelta para regresar al gabinete.

—¿Fliss?

—Tengo que irme. ¿Qué quieres?

—¿Te sirvo como marido rico?

Tiemblo de pies a cabeza.

—No seas tonto. Ya me he acostado con tu hermano.

—¿Y eso sería un problema?

—No sé por qué utilizas el condicional —murmuro—. Es un problema y gordo.

—También lo es para mí —dice Hugo Nattrass, sonriendo como un necio—. ¿Crees que importa tanto como que tengamos muchas cosas en común?