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Lunes, 12 de octubre de 2009

Hora y media después de salir de Marchington House me encuentro delante del Planetarium, según las instrucciones que he recibido. No sé si Laurie se retrasa o si ya no tiene ganas de verme y no se ha molestado en informarme del cambio de planes; lo único que sé es que no está allí. Transcurren veinte minutos y empiezo a preguntarme si su intención era que nos viéramos dentro. Vuelvo a mirar el mensaje de texto que me ha enviado y que, como es habitual en él, rebosa ternura e intimidad: «Planetarium, 2 tarde. LN».

Estoy a punto de moverme y buscarlo dentro cuando veo que avanza hacia mí, cabizbajo, las manos en los bolsillos. No levanta los ojos hasta que no tiene más remedio.

—Lo siento —murmura.

—¿Por llegar tarde o por no hacer caso de mis llamadas?

—Las dos cosas.

Lleva una camisa rosa que parece nueva. Por lo que sé, Laurie jamás ha vestido de rosa. Tengo ganas de enterrar la cara en su cuello y oler su piel, pero no estoy aquí para eso.

—¿Dónde has estado? —le pregunto.

—Por aquí y por allá. Paseemos. —Señala con la cabeza la calle que tenemos delante y se pone en marcha.

Voy tras él.

—Por aquí y por allá es no decir nada. —Mi corazón se ha endurecido y mi voz también—. Llamé esta mañana a la oficina de JPCI: hace días que no saben nada de ti. He estado en tu casa más de cinco veces: no has aparecido. ¿Dónde estabas?

—¿Y dónde estabas tú? —replica—. En tu casa no.

—¿Has estado allí? —«No te atrevas a hundirte, Felicity. Esto ha de hacerse»—. Estaba con Ray Hines en Twickenham, en casa de sus padres.

Laurie da un bufido desdeñoso.

—¿Eso te dijo? Los padres de Ray viven en Winchester.

Repaso las conversaciones que hemos sostenido. Suponía que Marchington House era de sus padres por la foto que vi en la cocina, la de los dos hermanos navegando por un río. Puede que la casa sea de un hermano.

—Yo he acampado en casa de Maya —dice Laurie.

—¿Maya? —O sea que no soy la única que miente a la policía. Cuando los agentes le preguntaron si sabía dónde se encontraba Laurie, Maya se olvidó de mencionar que se había mudado a su domicilio.

A Maya la chifla el rosa.

—¿Hay algo entre vosotros? —le pregunto sin poder contenerme.

—¿Es eso lo que tan urgentemente tenías que contarme? —Laurie se detiene en seco y me vuelve hacia mí—. Escucha, no te debo nada, Fliss. Te di una oportunidad en el trabajo porque pensé que la merecías. Fin de la historia. El otro día pegamos un polvo, ¿vamos a complicarnos la vida por eso?

—¿Por el polvo? No, claro que no. Pero hay un par de cosas que sí pueden complicárnosla. Tres cosas, para ser exactos: tres complicaciones. Una para desayunar, otra para almorzar y la última para cenar.

—¿Qué cosas?

—Sigamos andando —digo, tomando la dirección de Regent’s Park. Sé lo que esto significa: que nunca más podré volver por esta zona—. ¿Has leído la prensa? Resulta que la tarjeta que me enviaron… ¿recuerdas que te la enseñé y que tenía unos números? Quien mató a Helen Yardley y a Judith Duffy dejó en los cadáveres sendas tarjetas exactamente iguales. He hablado con Tamsin. Sé que tú recibiste otra. La vio en tu mesa mucho antes de que mataran a Helen Yardley.

—¿Y?

—¿Por qué no lo dijiste cuando te enseñé la tarjeta que me mandaron y te pregunté por lo que podía significar? ¿Por qué no dijiste: «Yo también he recibido una como esa»?

—No sé —dice Laurie con impaciencia.

—Yo sí. Tú sabías lo de la tarjeta encontrada en el cadáver de Helen, ¿verdad? Debías de saberlo, es lo único que lo explica. No sé cómo te enteraste, pero lo sabías. Yo creo que te lo dijo Paul Yardley y que te asustaste. Pensaste que quien enviaba las tarjetas se había decidido a matar. Y si habían matado a Helen, tú podías ser el siguiente. Tú, Helen y JPCI tenéis defensores leales, pero también os habéis ganado enemigos. Ayer encontré varios sitios web contrarios a JPCI y en todos se afirma que habéis creado un clima de terror que disuade a médicos y pediatras. Que casi todos tienen miedo de declarar en los juicios por presuntos malos tratos, por si los perseguís y destruís como hicisteis con Judith Duffy. —Laurie no replica, se limita a andar junto a mí, cabizbajo. Me alegro de no verle la cara—. Te entró miedo. No veías la forma de proseguir con tu afán de justicia si para ello tenías que pagar un precio personal, por ejemplo que quisieran matarte. Solo te importas tú, ¿verdad? Necesitabas poner tierra por medio en seguida, distanciarte de toda la polémica de los asesinatos de niños, por eso anunciaste que dejabas Binary Star, que te ibas a Hammerhead. Por cierto, he estado charlando sobre ti con personal de Hammerhead. Sé cuándo te hicieron aquella oferta que no podías rechazar: hace más de un año. Y es curioso que decidieras aceptarla un día después de que mataran a Helen Yardley. —Me detengo para darle la oportunidad de confirmar o negar lo que digo. Sigue callado—. Enviaste e-mails a todo el mundo para decir que yo iba a ocuparme de la película. Me elegiste a mí porque si tenías razón y la próxima víctima del asesino iba a ser la persona que hiciera el documental, era mejor que fuera alguien prescindible como yo, alguien que de todos modos no valía nada. —Sigo andando, esta vez con furia. Quién diría que la ira tiene efectos aeróbicos—. Naturalmente, habrías podido acudir a la policía. Contar lo de la tarjeta que habías recibido, decir que era la misma que la hallada en el cadáver de Helen. Y cuando te enseñé la mía, pudiste haberme alertado del peligro en que estaba. Salta a la vista por qué no hiciste ni una cosa ni otra. No podías arriesgarte a que otros sumaran dos y dos y dedujeran que tú estabas en la agenda del asesino, y que abandonaste bruscamente la película sobre los presuntos asesinatos de niños como quien pasa una patata caliente. La gente podía enterarse de que tenías miedo. El gran Laurie Nattrass, ¡asustado! Imagínate si se hubiera filtrado a la prensa. Por eso había que despedir a Tamsin. Era la única persona que sabía que tú habías recibido los números, ya que había visto la tarjeta en tu mesa.

—El despido de Tamsin no fue cosa mía —replica Laurie, lo cual me obliga a preguntarme si es lo único que puede desmentir—. Raffi dijo que estábamos saturados, que teníamos que reducir gastos…

—Y sugeriste el nombre de Tamsin para el sacrificio —concluyo por él—. Mi mejor amiga.

Estamos ya en Regent’s Park. Pensaría que es hermoso si Laurie y yo no sostuviéramos la conversación más desagradable del mundo.

—Yo tenía una mejor amiga —dice con voz monocorde—. Se llamaba Helen Yardley. Y no te elegí para hacer la película porque pensara que eres prescindible y no vales nada; eso es paranoia tuya.

«Te elegí porque te quiero. Te elegí porque la película es importante para mí, y tú también lo eres».

—Pensé que serías fácil de dirigir. Como la película me importa, pensé que no pondrías objeciones a hacerla como quiero que se haga.

Ah. Pues qué bien.

—Pero tienes complejo de inferioridad —añade. Y hace que suene a enfermedad asquerosa, a estado psíquico del que debería avergonzarme. Yo habría dicho que es bueno que algunos seres humanos tengamos dudas sobre nosotros mismos. ¿No somos las personas como yo el contrapeso de las personas como Laurie?

—¿Y por qué no me lo explicaste? —digo—. Cuando te enseñé la tarjeta, ¿por qué no me contaste…?

—No quería que te preocuparas.

estabas preocupado, tanto como para…

—¿Tenemos que analizarlo y sacarle las tripas a todo? —me interrumpe—. Ya has conseguido lo que pretendías, ponerte en un plano moral superior.

Busco en el bolso y saco la última versión de su artículo para la British Journalism Review.

—Lo he leído. —Se lo pongo bruscamente en el pecho. No lo sostiene y las páginas caen a tierra. Ninguno de los dos se agacha para recogerlas—. Me ha parecido mejor que la primera versión. Quitar ciertos nombres de la lista ha sido un buen gesto.

Laurie arruga el entrecejo.

—¿Qué lista?

—Esa que es muy larga.

—¿De qué coño estás hablando?

—«La doctora Duffy ha sido responsable de destruir la vida de docenas de mujeres inocentes cuyo único delito fue estar en el lugar y el momento menos indicados, precisamente cuando moría uno o varios niños: Helen Yardley, Lorna Keast, Joanne Bew, Sarah Jaggard, Dorne Llewellyn… la lista es muy larga». ¿No te suena?

Laurie vuelve la cabeza.

—Hay un problema y es que en esta última versión —me agacho a recoger las páginas— la lista no es muy larga. En esta versión, la lista se limita a tres nombres: Helen Yardley, Sarah Jaggard y Dorne Llewellyn. No dirijo ninguna revista, pero creo que la primera lista era mejor. Si quieres evocar las docenas de mujeres inocentes cuya vida ha sido destruida por Duffy, cinco nombres cumplen mejor ese cometido que tres. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te han limitado el espacio?

Laurie ha echado a andar hacia el lago.

—¿Por qué lo preguntas si ya lo sabes?

Lo oigo porque el viento me ha traído sus palabras. Corro para alcanzarlo.

—Has eliminado a Lorna Keast y a Joanne Bew. Keast era una madre soltera de Carlisle con trastornos de personalidad. Asfixió a su hijo Thomas en 1997 y a su hijo George en 1999. Judith Duffy testificó contra ella y fue declarada culpable en 2001. Cuando anularon las sentencias de Helen Yardley, echaste tanto cieno sobre Duffy que la Comisión para la Revisión de Casos Criminales se vio obligada a intervenir y se puso a estudiar casos parecidos. En marzo de este año… y sospecho que fue después de que escribieras el primer borrador de tu artículo sobre «La médica que mentía»… en marzo, digo, se concedió a Lorna Keast autorización para recurrir, autorización denegada hasta entonces. Se conoce que la faceta sincera de su personalidad estaba en primer término aquel día, porque quedó hecha polvo cuando los abogados le dijeron que había una posibilidad de salir en libertad. Había insistido en su inocencia hasta aquel momento, pero cuando le dijeron que a lo mejor salía pronto, confesó que había asfixiado a sus hijos. Alegó que quería quedarse en la cárcel, quería ser castigada por lo que había hecho. No quiso que la acusaran de infanticidio, que fue una de las posibilidades que le plantearon después de haber confesado, y que habría recibido una condena menos dura: quería que la castigaran por asesina.

—Lo que tus búsquedas en Internet no te habrán contado es que, además de estar loca de remate, Lorna Keast es una de las mujeres más imbéciles que arrastran los nudillos por la superficie de este planeta —dice Laurie—. Aun en el caso de que fuera inocente, que la declararan culpable y la encerrasen puede haber bastado para creerse homicida y merecedora de estar en la trena. —Me lanza una rápida mirada de desprecio—. También es posible que prefiriese la seguridad de la vida carcelaria a tener que pelear por su descerebrado yo en la jungla de asfalto.

—O que fuera culpable —digo.

—¿Y qué si lo era? ¿Hacía eso menos peligrosa a Judith Duffy? Claro que quité el nombre de Keast de la lista; no quiero que la gente lea el artículo y piense que si Duffy tuvo razón en su caso, cabe la posibilidad de que también la tuviera en los restantes. No la tenía en los casos de Helen, Sarah Jaggard, Ray Hines, Dorne Llewellyn… —Me coge el brazo y me da la vuelta para ponerme frente a él—. Alguien tenía que pararle los pies, Fliss.

Me suelto de su presa.

—¿Y Joanne Bew?

—A Bew le concedieron autorización para recurrir.

—Toma ya. Rebobina un poco, anda. ¿Por qué la encerraron? —La boca de Laurie se tensa y forma una delgada línea—. ¿Tendré que contar la historia para los dos? Joanne Bew mató a su hijo Brandon…

—Pulsa el avance rápido un poco, anda —dice imitándome—. Hubo un segundo juicio y fue absuelta.

—Entonces ¿por qué borraste su nombre del artículo? Probablemente es el mejor ejemplo del daño que los peritos irresponsables pueden hacer: primero la condenan por el testimonio tendencioso de una médica, luego la vuelven a juzgar y la absuelven cuando la médica en cuestión ha sido denunciada por el maravilloso Laurie Nattrass. Vamos, hombre, es la perfecta chica de calendario de JPCI. ¿No? ¿Por qué no, Laurie?

Tiene los ojos clavados en el lago, como si fuera la masa de agua más fascinante del mundo.

—Joanne Bew, antigua encargada de lo que hoy es el pub Retreat de Bethnal Green, mató a su hijo Brandon en enero de 2000 —digo—. Estaba borracha perdida y en una fiesta cuando lo hizo. Hubo un testigo, Carl Chappell, que también estaba muy borracho. Chappell fue al lavabo y pasó por delante de la puerta del dormitorio donde Joanne había dejado durmiendo al pequeño Brandon, de seis semanas. Miró por casualidad dentro de la habitación y vio a Joanne arrodillada en la cama, con un cigarrillo en una mano y con la otra apretando la boca y la nariz del niño. Vio que mantenía la mano inmóvil y apretada durante cinco minutos.

—Como bien dices, también él estaba como una cuba. Y tenía antecedentes por agresiones físicas…

—En el primer juicio de Joanne, celebrado en abril de 2001, Judith Duffy fue testigo de cargo. Dijo que había indicios claros de ahogamiento.

—Y ese fue el único motivo por el que el jurado creyó a Chappell —dice Laurie—. Su declaración coincidió con la opinión de una respetada perito médica.

—Hubo muchas otras personas que declararon también contra Joanne. Amigos y conocidos dijeron que nunca llamaba a Brandon por su nombre; se refería a él llamándolo «La equivocación». Warren Gruff, novio de Joanne y padre de Brandon, dijo que maltrató al niño desde el primer día; que a veces, cuando se ponía a gritar de hambre, ella se negaba a darle leche y probaba a alimentarlo con patatas fritas o pollo rebozado.

—Era una madre desnaturalizada. —Laurie se encoge de hombros y echa a andar—. Eso no quiere decir que lo matara.

—Cierto. —Lo alcanzo, voy al mismo paso que él. Me imagino cogiéndolo del brazo y casi me echo a reír. Seguro que lo consideraría una ofensa; me encantaría ver su reacción. Siento la tentación de hacerlo, solo para demostrarme a mí misma que tengo ovarios—. Pero Bew era ya una asesina convicta y confesa, ¿no? —No veo la menor sorpresa en su cara. Sabía que yo lo sabía y piensa que es eso, que es mi as en la manga. Por eso no está preocupado—. Ella y Warren Gruff ya habían pasado una temporada entre rejas por matar a Zena, hermana de Bew. La mataron a puñetazos y patadas en la cocina de Gruff a raíz de una disputa familiar y se echaron las culpas mutuamente. En el primer juicio de Bew, el de 2001, no se habló de la muerte de Zena, tal vez se pensó que podía influir en el jurado. A mí no me entra en la cabeza. Quiero decir que el hecho de que una mujer mate a golpes a su hermana y sea una madre desnaturalizada, como tú has dicho, no significa que haya matado a su hijo. Sin embargo, y sin necesidad de recordar la inoportuna anécdota de Zena, los doce jurados creyeron que Bew era una asesina.

—¿Has visto alguna vez un juicio criminal? —dice Laurie con desdén.

—Sabes que no.

—Pues deberías asistir a alguno. Mira a los jurados cuando prestan juramento. Pocos llegan a leer el texto del juramento de corrido y sin tropezar con las palabras. Algunos ni siquiera saben leer.

—¿Y los jurados que absolvieron a Joanne Bew en el segundo juicio, el de mayo de 2006? ¿Estos no eran idiotas? A estos sí les dijeron que Bew había estado en la cárcel por matar a su hermana. Lo que no sabían era que ya había sido condenada por matar a Brandon. No sabían que era un segundo juicio.

—Eso es…

—Normal. Lo sé. —Camino cerca de Laurie, todo lo cerca que puedo sin tocarlo. Él se aparta, para ampliar el espacio que nos separa—. Judith Duffy no declaró contra Bew la segunda vez —prosigo—. Gracias a ti, ningún fiscal que necesitase un perito se habría acercado a ella en mayo de 2006. Lo que me pregunto es si el jurado habría creído a Carl Chappell si hubiera vuelto a declarar que vio a Bew asfixiar a Brandon.

—No les dieron la oportunidad de creerle ni de no creerle —dice Laurie—. Chappell modificó su declaración alegando que aquella noche estaba tan borracho que no habría recordado ni su nombre, por no hablar de lo que vio o no vio.

—A los borrachos se los reconoce a la legua, ¿verdad? —Estoy ya muy cerca, muy cerca del final del largo peor momento de mi vida—. La nariz hinchada con los capilares rotos. Es el candidato ideal para un sonado cambio de imagen, ¿no te parece? Diez años más joven.

Laurie se detiene.

Sigo adelante, hablando sola. No me importa si me oye o no.

—No veo ese programa desde que no lo presenta Nicky Hambleton-Jones, ¿te lo puedes creer? No es lo mismo sin ella.

—¿Has conocido a Chappell? —Laurie está a mi lado otra vez—. ¿Cuándo?

—Ayer. Vi en Internet un artículo que decía que era cliente habitual del Retreat, que antes se llamaba Dog and Patridge, así que me dejé caer por allí y pregunté si lo conocían. Pocas personas sabían quién era, pero una me indicó en qué agencia de apuestas podría verlo a primera hora de la mañana de hoy. Así lo he conocido. ¿También tú lo conociste allí, cuando le ofreciste dos mil libras por modificar su declaración, una declaración llena de mentiras que aseguraría el veredicto de inocencia para Joanne Bew y otro punto para ti en tu batalla contra Judith Duffy?

—Escucha, lo que…

—Chappell no estaba cuando apareciste, pero le dejaste una nota que confiaste a un tercero, que te prometió entregársela. Y se la entregó.

—No puedes demostrar nada de eso —dice Laurie—. ¿Crees que Carl Chappell guarda notas de hace años, por si la British Library quiere comprarle los archivos algún día? —Se echa a reír, complacido con su chiste. Recuerdo que Tamsin me contó hace unos meses que la British Library había pagado una obscena cantidad de dinero por los papeles de Laurie. Me pregunto cuánto pagaría por una larga carta mía en la que explique con pelos y señales lo que pienso de él. Puede que uno de estos días llame por teléfono para averiguarlo.

—Chappell no guardó la nota —digo—, pero recuerda lo ocurrido y recuerda dónde lo citaste. Ojalá lo hubieras esperado en el Museo de Madame Tussaud, o en la National Portrait Gallery, o aquí mismo, a orillas del lago de Regent’s Park. —Laurie debe de pensar que todo esto me divierte. Pero odio cada segundo que estoy viviendo—. ¿Qué mensaje le dejaste? ¿Se parecía al que me enviaste a mí? —Saco el móvil del bolso y se lo pongo delante de la cara—. ¿Era «Planetarium, 2 tarde. LN»? ¿«Estimado Sr. Chappell, reúnase conmigo en la puerta del Planetarium, hay allí dos mil libras para usted»?

—¿Crees que le di dos de los grandes por mentir? ¿De veras crees que hice eso, pagar a un hombre por fingir que no vio un asesinato que vio?

—De veras creo que lo habrías hecho —digo—. Creo que hiciste lo que tenías que hacer, que pareciera que Joanne Bew era otra mujer inocente encarcelada por culpa de Judith Duffy.

—Gracias por el voto de confianza —dice—. La verdad, por si te interesa, es que Carl Chappell no presenció nada la noche que murió Brandon. Era colega de Warren Gruff, el padre del niño. Gruff lo incitó a que mintiera en el primer juicio de Joanne Bew. Había dicho claramente que esperaba que Chappell volviera a mentir en el segundo juicio, cosa que Chappell, que no pensaba por sí mismo, estaba dispuesto a hacer. Yo le pagué para que dijera la verdad.

Me esfuerzo por recordar lo que me ha dicho Carl Chappell. «Me dio dos de los grandes por decir que no había visto nada». ¿He juzgado mal a Laurie? ¿Acabo de hacerlo víctima de lo mismo que lo acuso de hacer con Judith Duffy: inventar cualquier historia que necesite con tal de condenarlo?

—Los dos de los grandes cubrieron sus necesidades de jugador, pero no amortiguaron el miedo que tiene a Gruff, que es un granuja —dice Laurie—. Localízalo si puedes y pregúntale cuánto le pagué de mi propio peculio por prometerme que no mataría a palos a Chappell si cambiaba su declaración.

—¿Cuánto le pagaste? —pregunto.

Laurie me hace una seña para que me acerque. Doy un paso hacia él. Me busca la mano, la cierra alrededor de mi móvil. Forcejeo para no soltarlo. Fracaso.

—¿Qué ganas con esto? —digo. Podrá borrar el texto que me envió, pero no el recuerdo que guardo de él. Y siempre podré decir a quien quiera que Laurie me citó en el Planetarium, lo mismo que a Carl Chappell y probablemente también a Warren Gruff.

—Nada —dice—. Nada en absoluto. —Echa a correr hacia el lago como un lanzador de disco y lanza mi móvil al agua.