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12-10-2009

Tenían a una especialista en perfiles.

Además tenían a siete agentes del 17.º Grupo de Investigación Criminal de Londres, ninguno de los cuales parecía contento de que lo hubieran destinado a Spilling. Simon se sentía incómodo teniendo cerca a aquellos hombres; la única experiencia que había tenido con agentes de la Policía Metropolitana, el año anterior, había sido completamente negativa.

La especialista en perfiles —Tina Ramsden, licenciada, máster y doctora en no se sabía cuántas cosas— era pequeña y musculosa, de piel bronceada y pelo rubio hasta los hombros. Simon pensó que tenía aspecto de tenista profesional. Parecía nerviosa y su sonrisa era casi de disculpa. ¿Estaría a punto de confesar que no tenía ni pajolera idea? Simon, en cambio, tenía unas cuantas.

—Yo siempre presento mis perfiles diciendo que no hay soluciones fáciles —dijo Ramsden—. En el presente caso hay que subrayarlo especialmente. —Se volvió hacia Proust, que estaba apoyado en la cerrada puerta de la atestada sala de la brigada criminal con cara de encontrarse tan desplazado como un personaje del cuento de «Los tres osos»: «¿Quién ha estado en mi sitio?»—. Me disculparé por adelantado, porque no sé si voy a ser de mucha ayuda con los detalles externos que podrían permitirles localizar a esta persona. No quisiera comprometerme con el grupo de edad, el estado civil, origen étnico, antecedentes sociales y educativos, ocupación…

—Permita que me comprometa yo por usted con algunos aspectos —dijo Proust—. El Pelón ha sido visto por dos testigos: Sarah Jaggard y nuestra propia sargento Zailer. Sabemos que tiene entre treinta y cuarenta y cinco años, es blanco y tiene la cabeza afeitada. Sabemos que tiene acento de los barrios bajos de Londres. Sobre la forma de la cara hay ciertas discrepancias…

—No he querido tener en cuenta las declaraciones de los testigos oculares —dijo Ramsden—. Un perfil es inútil si se crea alrededor de datos conocidos. Hay que fijarse en los delitos y en nada más.

—¿Podría ser un skin blanco y barriobajero de treinta y nueve años? —preguntó Proust.

—A propósito de la edad, la raza, la ocupación, la formación, si es soltero o tiene una relación larga, es decir, los detalles externos, como he dicho, no quisiera comprometerme —repitió Ramsden—. En cuanto al carácter, podría ser un solitario o muy sociable en apariencia.

—No resulta especialmente útil saber que podría ser cualquiera, doctora Ramsden —dijo el Muñeco de Nieve—. Nos han sugerido más de trescientos nombres desde que la fea jeta del Pelón profanó la prensa del sábado, y alrededor de un centenar de teorías estrafalarias sobre los dieciséis números, a cual más ridícula.

—¿Quiere saber lo que puedo decirles sobre este hombre? Lo más chocante que hay en él es las tarjetas que envía y que deja en los escenarios de sus delitos. Dieciséis números, los mismos, en el mismo orden, en todos los casos, dispuestos en cuatro filas de cuatro. —Ramsden dio media vuelta y señaló el tablón que tenía detrás—. Si miramos las que dejó en los cadáveres de Helen Yardley y Judith Duffy, y la que se encontró en el bolsillo de Sarah Jaggard cuando fue agredida, vemos que a nuestro hombre le gusta ser cuidadoso y coherente. Cada vez que aparece, por ejemplo, el número cuatro, vemos que está escrito exactamente del mismo modo. Lo mismo cabe decir del número siete, lo mismo de todos los números. La distancia entre los dígitos es también muy parecida, da la impresión de que los escribió midiendo las distancias entre ellos con una regla graduada. La disposición filas/columnas nos dice que valora el orden y la organización. Detesta la idea de hacer algo al azar, está orgulloso del cuidado que pone en las tarjetas, por eso utiliza cartulina cara y de gran calidad. Aunque por desgracia para ustedes, de venta en multitud de comercios.

Se oyeron unos cuantos gruñidos procedentes de la garganta de los pobres cabrones que habían pasado días enteros comprobando el último dato.

—La obsesión por el orden podría significar que es militar —dijo Chris Gibbs—. Recordemos que mata con un arma propia del ejército estadounidense.

—Podría significar que es militar —admitió Ramsden—. También podría significar cárcel, internado, cualquier institución. Incluso cabría la posibilidad de que fuera un sujeto que ha crecido en una familia caótica e inestable, y que ha reaccionado contra su medio volviéndose muy controlado. No es inusual: el muchacho cuyo dormitorio reluce como los chorros del oro, pero que vive en una pocilga donde la vajilla vuela y los padres se gritan… Pero, como digo, no quiero hablar de rasgos externos porque no estoy segura de ellos. Con lo único que quiero ser concreta es con su modo de pensar en esta etapa.

—Ha dicho usted «muy controlado» —dijo Simon desde el fondo de la sala—. Suponiendo que tenga familia y amistades, ¿no cree que se habrán fijado en ese aspecto? A veces, el modo de pensar se extiende hasta los rasgos externos.

—Ajá. Gracias, agente…

—Waterhouse. —A Simon le molestaban muchas cosas, pero en los puestos más altos de la lista figuraba el decir su nombre delante de grupos numerosos. Su único consuelo era que nadie lo sabía.

—No he dicho que fuera muy controlado —dijo Ramsden con cara de satisfecha de sí misma—. He dicho que tal vez proceda de una familia práctica y emocionalmente caótica.

—Y que nuestro hombre pudo haber reaccionado contra su medio volviéndose muy controlado. —Simon sabía lo que había oído.

—Sí —dijo Ramsden, haciéndole con la mano una seña que a él le pareció de espera—. Yo diría que es probable que en algún momento fuera un maniático del control que supo poner orden en su vida. Pero el control se le escapa. Esto es lo más curioso de este individuo. Hace todo lo que puede por tener el dominio de la situación, se aferra a la ilusión de que es él quien manda, pero no es así. Pierde el contacto con el mundo real, con su lugar en ese mundo, posiblemente con su cordura. Las mismas tarjetas que revelan su minuciosidad y su amor por el orden, revelan al mismo tiempo su irracionalidad e incoherencia. Fijémonos bien: mata de un tiro a Judith Duffy y a Helen Yardley, y deja una tarjeta en ambos cadáveres. Agrede a Sarah Jaggard con un cuchillo, no con una pistola, a la luz del día, en una calle concurrida, no en casa de la víctima, no la mata y le deja una tarjeta en el bolsillo. Además, envía tarjetas a dos productores de televisión a los que no agrede ni mata, y luego, a una productora, le manda una foto de la mano de Helen Yardley, mano que sostiene una tarjeta y un ejemplar del libro de la víctima.

Ramsden recorrió la sala con los ojos para comprobar si todos se daban cuenta de lo que estaba diciendo.

—Él cree que tiene un plan muy bien pensado, pero nosotros vemos que está dando palos de ciego en todas direcciones, sin ningún sentido, imaginando que lo tiene todo controlado cuando lo único que hace es correr sin parar hacia el descontrol. Su trayectoria mental es como la de un carrito de supermercado que baja por una pendiente pronunciada, adquiere velocidad mientras avanza, pero sus ruedas se tuercen en un sentido y en otro; y ya saben ustedes lo que son los carritos de supermercado, lo difíciles que son de gobernar.

Algunos rieron. Simon no. No iba a fiarse de las conclusiones de Tina Ramsden solo porque hubiera ido al supermercado.

—Cree que es un tipo astuto por presentarse con un cuadrado de números que nadie parece capaz de descifrar —prosiguió Ramsden—, pero cabe la posibilidad de que los números no signifiquen nada. Podría estar loco o ser simplemente idiota perdido. Es posible que tenga una vena nihilista: quiere malgastar el tiempo de la policía obligándolos a ustedes a ir detrás de un significado que él sabe que no está allí. O bien, y sé que esto no es muy útil, sé que da la impresión de que digo que cualquier cosa es posible, es muy inteligente y la serie de números es significativa y contiene una clave o de sus intenciones o de su identidad. —Ramsden se detuvo para respirar—. Pero aunque así sea, la elección de los destinatarios de la tarjeta sugiere que la parte de su cerebro que sabe de qué va todo está en proceso de ser arrollada por la parte equivalente al carrito de supermercado que corre cuesta abajo.

Simon abrió la boca, pero la experta en perfiles estaba embalada.

—Sarah Jaggard y Helen Yardley: sí, el vínculo está claro. Las dos fueron juzgadas por asesinato. Pero ¿Judith Duffy? No solo no tiene nada en común con Jaggard y Yardley, sino que es su polo opuesto: su oponente en una conocida polémica. ¿No puede decidir nuestro hombre de parte de quién está? ¿Y qué hay de Laurie Nattrass y Felicity Benson? Están relacionados con las tres mujeres mencionadas por su trabajo, pero aparte de eso no hay ningún terreno en común. Ni Nattrass ni Benson están personalmente implicados en ningún caso de asesinato.

—Permítame contradecirla —dijo Proust—. Resulta que la señorita Benson está personalmente implicada. Esta mañana hemos averiguado que su padre perdió el empleo en los Servicios Sociales por un lío que tuvo por resultado la muerte de un niño. Y el hombre se suicidó.

—Ah. —Ramsden pareció un poco azorada—. Bueno, vale, entonces Benson está relacionada con las muertes infantiles a través de su trabajo y de su vida personal. En cierto modo, eso corrobora mi argumento. Que básicamente no hay ninguna estructura visible. Estas personas no tienen nada en común.

—¿Habla usted en serio? —preguntó Simon—. Puedo hacerle ver la estructura con una sola frase: nuestro hombre envía tarjetas a personas relacionadas con el documental de Binary Star y con los tres casos que se comentan en él: Yardley, Jaggard, Hines.

—Bueno, sí, en cierto modo tiene usted razón —admitió Ramsden—. Esos casos están grabados en su mente, no lo niego. Puestos a ello, yo diría que puede ser alguien que ha sufrido un serio trauma emocional por culpa de este asunto. Puede que haya perdido un hijo, o un hermano, o un nieto, o que haya quedado afectado por alguna muerte súbita, por culpa de la cual se haya obsesionado por personas como Helen Yardley y Judith Duffy. Pero matar a las dos cuando, como digo, son polos opuestos en función de lo que representan… no tiene lógica ni explicación racional. Y lo más preocupante de los asesinos al estilo del carrito de supermercado cuesta abajo es que aumentan la velocidad antes de hacerse pedazos.

—Siento interrumpirla, pero… —Simon esperó a ver si el Muñeco de Nieve lo hacía callar. No lo hizo callar—. Habla usted como si la relación del asesino con la película de Binary Star fuera puramente temática: es un pariente afectado y por eso se ha obsesionado con los tres casos.

—Yo solo he dicho que podría

—La conexión tiene que ser más fuerte y más cercana —dijo Simon—. No sé desde cuándo ni hasta qué punto conoce usted los hechos, pero Laurie Nattrass envió el martes un e-mail a todas las personas relacionadas con el documental, médicos, enfermeras, abogados, policías, las mujeres afectadas y sus familias, personal de la BBC y de JPCI. A las tres de la tarde del martes, alrededor de cien personas recibieron el e-mail en el que Nattrass decía que Fliss Benson iba a ser la productora ejecutiva de la película. Hasta ese momento, Benson no tenía absolutamente ninguna conexión con estos casos. Quien le envió la tarjeta debió de ser una de las personas que recibieron el mensaje de Nattrass. Él o ella leyeron el e-mail, prepararon inmediatamente una tarjeta para Benson y se la mandaron por correo a Binary Star, donde Benson la recibió el miércoles por la mañana.

—Doctora Ramsden, todos los destinatarios del e-mail de Nattrass tienen coartadas que los eximen de uno o de los dos homicidios —dijo Proust. Habría sido lo mismo si hubiera levantado los brazos y gritado: «Escúcheme a mí, no le haga caso a él»—. Todos sin excepción. Y a menos que el agente Waterhouse piense que Sarah Jaggard y la sargento Zailer han urdido un plan para despistarnos, cosa que no voy a ser tan ingenuo de descartar, dado que tiene cierta propensión a ser obstinado, no tenemos ninguna necesidad de molestarnos con eso de «él o ella». Sabemos que el Pelón es un hombre.

—Sí —dijo Simon—, y sabemos que mató a Duffy y agredió a Jaggard, pero no sabemos si es quien envía las tarjetas y no sabemos si es quien mató a Yardley.

—Pero suponemos que sí, ¿verdad? —dijo la sargento Klair Williamson.

—Verdad —dijo Proust con firmeza.

—Yo no —replicó Simon—. Dillon White vio el retrato robot de la policía y dijo que no, que no era el hombre de…

—Aviso: el agente Waterhouse va a hablarnos de un paraguas mágico —soltó el Muñeco de Nieve.

—Hay dos personas implicadas en estos homicidios —teorizó Simon como si hablase de un hecho comprobado. Si se equivocaba, ya se preocuparía después por lamentarlo—. Una es el Pelón. La otra podría ser un hombre o una mujer, pero digamos «él» para facilitar las cosas. Es quien organiza todo, es el cerebro que está detrás de la operación: listo, controlador y quien tiene la sartén por el mango. Es quien envía las tarjetas, sabe qué significan los dieciséis números y nos desafía dándonos a entender que solo lo atraparemos si somos tan listos como él.

—O sea que ahora tenemos un calvo y otro que no tiene un pelo de tonto —dijo Colin Sellers riendo.

—El Cerebro podría haber contratado los servicios del Pelón —dijo Simon—. También cabe la posibilidad de que el Pelón le guarde lealtad por la razón que sea, que le deba algún favor o favores. Cuando el Pelón dijo: «Cuando se va demasiado lejos ya no se puede regresar» se refería al control que el Cerebro tiene sobre él. El Cerebro, autor y remitente de las tarjetas, es la persona a quien el Pelón llamó en casa de Judith Duffy después de matarla. Quería instrucciones sobre lo que hacer con Charlie, si debía matarla o no.

—Si estás en lo cierto, con coartada o sin ella, cualquiera que recibiese el martes el e-mail de Laurie Nattrass podría ser el remitente de las tarjetas —dijo Sam Kombothekra—. O cualquiera de Binary Star, cualquiera a quien Nattrass o Benson contaran que Benson iba a hacer de productora ejecutiva.

—Yo me inclino a creer que el Cerebro tiene una coartada sólida para el sábado, cuando mataron a Duffy, pero no para el lunes —dijo Simon—. Creo que cuando el Pelón agredió a Sarah Jaggard y fue interrumpido por una viandante, el Cerebro decidió encargarse personalmente de Helen Yardley. Luego, cuando llegó el momento de liquidar a Duffy, le dio al Pelón otra oportunidad. Puede que en el ínterin lo hubiera adiestrado un poco mejor.

—Presento mis más humildes disculpas en nombre del agente Waterhouse —dijo Proust. Tina Ramsden empezó a mover la cabeza y abrió la boca para decir algo, pero el Muñeco de Nieve se lo impidió con su creciente entusiasmo por su tema favorito: la inutilidad de Simon—. No hay ningún fundamento para creer que en estas agresiones estén implicadas dos personas. ¿Un niño de cuatro años que dice cosas sin sentido y el hecho de que el Pelón llamara a alguien por teléfono? Puede que llamara a su novia para decirle que quería salchichas rebozadas para cenar. Habría podido llamar a cualquier persona por cualquier motivo. ¿No lo cree usted también, doctora Ramsden?

Ramsden asintió con la cabeza.

—Cuando las personas se encuentran en situaciones de peligro, buscar seguridad es un impulso normal.

—Lo que hay que oír —dijo Simon—. O sea que el tipo está en el vestíbulo de Judith Duffy con un cadáver delante, tiene inmovilizada a Charlie a punta de pistola ¿y de pronto se toma un respiro para llamar a un amigo porque quiere serenarse oyendo una voz conocida? —Se echó a reír—. Vamos, anda, esto no es serio.

—Yo no estoy convencido de que haya aquí una pérdida de control o una serie de actos irracionales —dijo Chris Gibbs, poniéndose en pie—. Haya dos culpables o uno solo, ¿cómo sabemos que todo lo ocurrido hasta la fecha no forma parte de un plan? Solo porque Helen Yardley y Judith Duffy hayan sido asesinadas…

—Lo cual sugiere con mucha fuerza que el asesino no sabe de qué lado está o quizá que ha llegado a un punto en el que ya solo recuerda nombres y no qué defienden o representan —dijo Tina Ramsden. Simon simpatizaba con su deseo de ser útil. Interrumpía cuando le parecía oportuno y no parecía ofenderse cuando no se estaba de acuerdo con ella.

—De una cosa no se sigue necesariamente la otra. —Gibbs miró a su alrededor en busca de apoyo—. Pongamos que el asesino es Paul Yardley…

—¿El mismo Paul Yardley que tiene coartada para el lunes y el sábado, que no tiene acento barriobajero y sí mucho pelo en la cabeza? —preguntó Proust—. Y hablando de pelo en la cabeza, Gibbs, veo que aún lo conserva usted. ¿No le dije que se la afeitara?

Simon deseaba que Gibbs prosiguiera con su teoría y no quedó defraudado.

—Pongamos que Yardley no estuviera tan convencido de la inocencia de Helen, que no fuera una columna tan firme como se nos ha hecho creer; puede que tuviera dudas, aunque no las expresara. La mayoría de los hombres en su situación… digámoslo claramente, en el fondo no lo sabía. No estaba totalmente seguro. Lo único que sabe es que su vida está hecha pedazos; primero pierde a sus dos hijos, luego su mujer va a la cárcel, luego los Servicios Sociales le quitan a su hija. Levantarse por las mañanas todos los días tuvo que ser una auténtica prueba para él, pero mientras Helen sigue en la cárcel, se fija una meta y esa meta es sacarla de allí. Cuando por fin sale Helen, Paul se queda sin objetivo. Ella se carga de actividades, con Laurie Nattrass, con JPCI. ¿En qué piensa Yardley día tras día mientras está por ahí, arreglando techos?

—¿En impostas y sofitos? —sugirió Sellers riendo por lo bajo.

—Vaya al grano, Gibbs —dijo el Muñeco de Nieve con cansancio.

—¿Y si Yardley es un perturbado? ¿Y si empieza a convencerse de que alguien debe pagar por todos sus sufrimientos? ¿De quién es la culpa? Tal vez de Helen, si mató a sus hijos. ¿De Duffy? Por su culpa, Yardley perdió a su mujer durante nueve años.

—¿Y Sarah Jaggard? —preguntó Simon.

—Sarah Jaggard no fue asesinada —dijo Gibbs—. Ni siquiera resultó herida. Puede que el plan fuera ese. Puede que la agrediera para despistarnos, para ampliar el radio de las sospechas y que pasáramos del caso de Helen Yardley a otros casos parecidos.

—A ver si lo he entendido —dijo Proust, alisándose las solapas de la chaqueta—. Dice usted que Paul Yardley mató a su mujer y a Judith Duffy porque quería castigar a una de las dos por haber echado su vida a perder, ¿y no estaba seguro de cuál tenía la culpa?

Gibbs asintió con la cabeza.

—Sí, podría haber sido así, aunque hay otra forma de exponerlo: no como una opción, no como o una o la otra, sino que culpa a los dos por igual: a Helen por la pérdida de los dos chicos y a Duffy por la pérdida de Helen y de su hija.

Simon se dijo que las dos posibilidades eran igual de inverosímiles, pero se alegraba de que Gibbs las hubiera expuesto. Que no se dijera que sus colegas carecían de imaginación.

Tina Ramsden sonreía.

—Parece que tiene usted aquí un pelotón de expertos en perfiles psicológicos —dijo a Proust—. ¿Seguro que quiere que me quede? Debo decir que no estoy de acuerdo con la hipótesis de que hay dos personas en acción. —Miró a Simon y se encogió de hombros a modo de disculpa—. Y estoy totalmente segura de que estamos ante un proceso de irracionalidad creciente. El remitente de las tarjetas como elemento racional y controlado no se sostiene, porque su forma de repartirlas no sigue una pauta regular: unas veces las manda por correo postal, sin violencia, o por correo electrónico, en forma fotográfica; otras veces las deja en los bolsillos de víctimas de homicidio.

—Si supiéramos lo que significan los números acabaríamos por identificarlo —dijo Simon—. Es un desafío. Envía tarjetas a personas a quienes juzga con su mismo nivel intelectual, personas que cree que son suficientemente inteligentes para descifrar la clave. —Al ver que Sellers abría la boca, Simon levantó la mano para impedirle hablar—. ¿Vas a decir que Helen Yardley era cuidadora de niños y Sarah Jaggard peluquera, que no eran muy brillantes intelectualmente, desde el punto de vista del Cerebro, a pesar de lo cual recibieron una tarjeta?

Sellers movió la cabeza en sentido afirmativo.

—No. No recibieron ninguna, Helen Yardley y Sarah Jaggard no recibieron tarjetas. Judith Duffy tampoco recibió ninguna. —Simon se quedó escuchando el rumor que producía la confusión reinante en la sala en aquellos momentos—. Yardley, Jaggard y Duffy no estaban destinadas a ser destinatarias de las tarjetas. En cualquier caso, Duffy estaba muerta cuando recibió la suya. Esas tres tarjetas eran para nosotros, para la policía. Nuestra misión es averiguar qué ocurre, ¿no? El trabajo de Laurie Nattrass y Fliss Benson consiste en desenterrar la verdad que hay debajo de los tres errores judiciales. —Había acaparado ya la atención general—. Hemos de investigar las dos cosas por separado, la violencia y las tarjetas. En la primera categoría tenemos a dos mujeres asesinadas y a otra amenazada con un cuchillo, las tres conectadas por casos de presuntos asesinatos. En la otra categoría tenemos cinco tarjetas, tres dejadas para la policía, de manera indirecta, y dos enviadas a cineastas: cinco tarjetas destinadas a personas que el Cerebro parece creer con inteligencia suficiente para entender su clave cifrada. No hay nada irracional en todo esto —prosiguió Simon, dirigiéndose ahora a Tina Ramsden—. En mi opinión, todo resulta muy lógico y con esto quiero decir que Fliss Benson y Lauri Nattrass no corren ningún peligro, no más peligro que cualquiera de nosotros. La elección de las víctimas en la categoría de la conducta violenta también tiene sentido: Helen Yardley y Sarah Jaggard fueron elegidas por un motivo, aunque no el más evidente. El Cerebro quería indicarnos que lo habíamos subestimado. Por eso la siguiente víctima fue Judith Duffy y no Ray Hines. —Simon estaba convencido de tener razón en este punto—. Nosotros lo obligamos a actuar. Nuestro colega Sam fue citado el sábado en todos los periódicos de tirada nacional; según sus palabras, partíamos de la hipótesis de que el asesino era un justiciero que agredía a mujeres culpables que desde su punto de vista habían escapado a la acción de la justicia. Pero su motivación no es esa y ese mismo día nos lo demostró matando a Judith Duffy; y digo «el asesino» para no repetir que pudo ser también «la asesina», recuérdenlo.

—Sexista —se oyó murmurar a una mujer.

—Puede que para matar a Duffy no tuviera en realidad más motivo que darnos a entender que estábamos equivocados en cuanto a sus razones —prosiguió Simon—. Así como es minucioso, y escribe siempre los cuatros y los sietes del mismo modo, también es objetivo, o eso cree él: no quiere que lo malinterpretemos y quiere que lo sepamos. Probablemente es alguien que asocia el espíritu justiciero con la idiotez extrema: con el proletario mugriento que consume prensa amarilla y es partidario de la mano dura. Seguramente no le gustó el simbolismo que estaba en juego porque es un tipo inteligente, y si se me permite especular, yo diría que pertenece a la clase media. Quiere que pensemos que la justicia que administra, personalmente o por mediación del Pelón, es exactamente eso: justicia noble, no sucia venganza. Al matar a las abanderadas de los dos ejércitos en pugna, Helen Yardley y Judith Duffy, nos está diciendo que es justo e imparcial.

Todos se miraron. Nadie quería ser el primero en reaccionar. Proust estaba con los brazos cruzados, mirando al techo, formando con la barbilla y el cuello un ángulo de casi ciento ochenta grados. ¿Estaría meditando?

—Bien, si nadie más quiere intervenir, lo haré yo —dijo Tina Ramsden al cabo de diez segundos de silencio. Levantó sus notas para que todos las vieran, las rompió por la mitad y rompió a su vez las dos mitades resultantes—. No saben ustedes lo irritante que es hacer esto después de pasarme casi toda la noche en vela, tratando de ordenar todos los datos. Pero si no obro con sinceridad, no les seré útil. Me rindo ante el superior análisis del agente Waterhouse.

—¿Ante su qué? —dijo Proust.

Ramsden miró a Simon.

—Prefiero su perfil al mío —dijo.

—¿Crees que su plan era levantarte en brazos y pegarte un buen polvo? —dijo Olivia Zailer con animación. Lo había dejado todo para correr a Spilling y auxiliar a su hermana. Dado el trance por el que había pasado Charlie, se cercioró antes de que no tuviera ninguna lesión que necesitara intervenciones de urgencia.

—Ni idea, chica —dijo Charlie—. Lo único que sé es que me dejó una carta de amor; bueno, un papelito de amor; y me dijo que el sábado volviera lo antes posible.

—Pero la siguiente vez que te vio, no hizo el menor movimiento. —Olivia arrugó la nariz como si estuviera decepcionada.

—La siguiente vez que me vio fue poco después de que el asesino de Judith Duffy me hubiera puesto una pistola en la cabeza. Todavía estaba demasiado temblorosa para recordar que teníamos una cita más o menos sexual y Simon estaba más interesado por hacerme preguntas sobre el hombre que llaman el Pelón.

Liv dio un bufido.

—Su equilibrio vida/trabajo es como un balancín con un rinoceronte de hormigón en un extremo. A pesar de todo, te dejó una bonita carta; eso ya es un gran paso adelante, ¿no?

Charlie asintió con la cabeza. Las dos estaban en su cocina, sentadas a la mesa, tomando té, aunque Liv había llevado una botella de champán rosado. «Para celebrar que no te pegaran un tiro», había explicado.

El sol brillaba como si no hubiera diferencia entre el verano y el invierno; Charlie había tenido que bajar la persiana de la cocina. Desde que Simon le había escrito aquellas diecisiete palabras, el sol había brillado casi constantemente, aunque cada vez que ponía las noticias locales veía grandes nubes grises en el cielo de Culver Valley. Charlie se fiaba de sus sentidos; era la gente de la tele la que se equivocaba.

—Casi no te he hablado de la carta de amor —dijo.

—¿Qué? —Nada horrorizaba más a Olivia Zailer que la idea de que no le contaran algo.

—Pensé que la encontrarías ridícula; ni siquiera era un papel como Dios manda; la palabra amor brillaba por su ausencia…

—¡Por favor! ¿Qué clase de criatura desalmada crees que soy?

—Tuvimos una pequeña polémica por la luna de miel —añadió Charlie. ¿Estaba tan acostumbrada a pelearse con Olivia que necesitaba darle algo de carnaza, para que ella pudiera adoptar su habitual postura defensiva?—. Los padres de Simon tienen miedo a los aviones, así que empezó diciendo que no teníamos que salir del Reino Unido.

—Por favor, dime que los padres de Simon no van a ir de luna de miel con vosotros.

—¿Bromeas? Les entra taquicardia si se alejan hasta el final del jardín. No, tienen miedo de que vuele Simon. Su madre le dijo que no dormiría ni comería durante medio mes si sabía que iba a subir a «un aeroplano de esos». Así los llama ella.

—Esa tía es más tonta que Abundio —dijo Olivia con irritación.

—Lo malo es que lo dice en serio. Simon sabe que no comerá ni dormirá hasta que vuelva sano y salvo, y saber que a su regreso podría encontrarse con una calavera marchita donde antes estaba su madre es aguarnos la fiesta. Aunque puestas a decirlo todo, no creo que apreciara la diferencia. —Charlie se interrumpió para verificar su nivel de culpabilidad: cero—. Yo no quería pasar mi luna de miel en un hostal de Rawndesley, cosa que mi suegro sugirió muy seriamente…

—¡Increíble!

—… así que llegamos a una solución negociada. Simon accedió a ir a cualquier lugar que estuviese a menos de tres horas de avión y yo accedí a mentir a sus padres y fingir que íbamos a la costa sur de Inglaterra, a Torquay, que está suficientemente cerca para que se queden tranquilos y suficientemente lejos para que Simon pueda decir a su madre, con la conciencia tranquila, que no podrá regresar para la comida del domingo.

—Supongo que Kathleen y Michael saben que los coches también sufren accidentes —dijo Liv.

—Ah, pero es que vamos a Torquay en tren. —Charlie no pudo contener la risa—. Porque la gente muere en las autopistas. Es realmente ridículo. Simon va en coche todos los días, pero como esta vez va a aventurarse lejos de la zona protectora de su mamá…

—La gente también muere en accidentes de tren —señaló Olivia.

—Pues no se lo digas a Kathleen o nos veremos obligados a pasar los quince días de luna de miel en su habitación de invitados.

—Entonces ¿adónde vais?

—A Marbella, que está casi a tres horas de avión. A dos horas y cincuenta y cinco minutos.

—Pero… —Olivia entornó los ojos—. Puestos a mentir a Kathleen y a Michael, podríais ir a cualquier sitio: a Mauricio, a Santa Lucía…

—Ya le dije todo eso a Simon, ¿y sabes qué respondió? Adivina adivinanza.

Liv cerró los ojos, apretó los puños y murmuró:

—Espera, no me lo digas, no me lo digas… —Parecía tener seis años. Charlie envidiaba a su hermana por aquella forma suya de disfrutar de la vida sin complicaciones—. ¿Que sería alejarse demasiado por si su madre se ponía enferma de repente y había que volver en seguida? No me extrañaría que Kathleen recurriese a una estratagema así.

—Caliente, caliente, pero la verdad es más demencial aún: que cuanto menos tiempo pase volando, menos probabilidades habrá de que muera en un accidente aéreo y menos en consecuencia de que sus padres lo pillen en una mentirijilla.

—Lo cual, evidentemente, es lo peor que puede ocurrir cuando te matas en un accidente aéreo —dijo Liv riendo por lo bajo.

—Evidentemente. Sin necesidad de consultar las estadísticas y pasando totalmente por alto el hecho de que casi todos los accidentes aéreos se producen al despegar o al aterrizar, Simon ha llegado a la conclusión de que los vuelos cortos son más seguros que los largos.

—¿No podrías convencerlo? Quiero decir: ¿Marbella?

—Bueno, encontré en Internet un chalecito precioso. Es…

—Pero tendréis que volar hasta Málaga. El avión estará lleno de gente con «amor» y «odio» tatuados en los nudillos y que se dedicará a gritar «Oggie, oggie, oggie». —Liv se estremeció—. Si el vuelo ha de durar menos de tres horas, ¿qué te parecen los lagos italianos? Podríais ir a Milán…

—¿Eso es mejor?

—Joder, claro —dijo Liv—. Nada de tatuajes y mucho lino.

Charlie había olvidado la tremenda cursilería de su hermana.

—Pensaba que nos reprochabas la mentira, no el punto de destino —dijo—. Por una parte me apetece mandarlo todo a paseo y hacer que la mentira sea verdad. Me gusta Torquay y no quiero que haya nada negativo ni complicado que nos estropee la luna de miel. En un mundo ideal, me gustaría estar en condiciones de contar la verdad.

—Y puedes contarla, a todos menos a Kathleen y a Michael. No creo que se crucen ni hablen con nadie. —Olivia abrió la cremallera de su bolso y sacó cuatro libros con el lomo agrietado—. Los he traído para ti. Espero que me lo agradezcas, porque me lo han deformado y es de Orla Kiely. —Pinchó el lateral del bolso con el dedo índice—. No sabía cuánto tiempo estarías de baja, pero supongo que bastarán.

—Me reincorporo mañana. —Al ver la expresión alicaída de su hermana, añadió inmediatamente—: Me los llevaré de todos modos. Gracias. Los leeré en Marbella.

Olivia puso su peor cara de maestra de escuela.

—¿No piensas leer novelas hasta julio del año que viene?

—¿Son buenas? ¿Son de las que has comentado tú? —preguntó Charlie. Cogió una. En la cubierta se veía una mujer de expresión aterrorizada que huía de una mancha oscura e irreconocible. Liv solía regalarle novelas sobre mujeres que acababan abandonando a las inútiles y habitualmente psicóticas parejas con quienes habían malgastado su vida, para perderse en el crepúsculo con hombres mejores—. Yo tengo un libro que quiero que leas —añadió. Señaló con la cabeza el ejemplar de Nada más que amor que había en la mesa.

—¿Memorias amargadas? —Olivia se lo acercó deslizándolo sobre el tablero y luego se limpió los dedos en el pantalón con mucho teatro—. ¿Lo has comprado después de reservar los pasajes a Málaga?

—No me digas que no —le dijo Charlie—. Han estado cerca de matarme, tienes que ser complaciente conmigo. Siento curiosidad por saber qué impresión te produce Helen Yardley, si te parece una auténtica víctima de un error judicial o una persona que está representando un papel.

—¿Por qué? ¿Piensas que pudo haber matado a sus hijos? ¿No había resultado que no los mató?

Resultar. Liv tenía problemas para diferencia la vida real de la ficción. Abrió el libro al azar, por el centro, y se lo acercó a la cara. El efecto óptico tuvo algo de surrealista, como si llevara la contracubierta de Nada más que amor como un antifaz. «Hola, me llamo Olivia y vengo a esta fiesta disfrazada de memorias amargadas».

—Hay signos de admiración, no en los diálogos, sino en el texto narrativo —dijo con expresión horrorizada. Pasó otra página—. ¿De veras quieres que yo…?

Charlie le quitó el libro. Las manos le temblaban y el temblor se le extendió por todo el cuerpo.

—Dios mío, no me lo puedo creer. —Pasaba las páginas lo más aprisa que podía—. Vamos, vamos —murmuraba entre dientes.

—Lo estaba leyendo yo —protestó Liv.

La adrenalina que corría por las venas de Charlie le agarrotaba y aflojaba los dedos al mismo tiempo. No podía coordinarlos bien y acabó pasando demasiadas páginas a la vez. Volvió atrás y por fin encontró la página que estaba buscando. Era aquello. Tenía que ser aquello.

Al ponerse en pie derribó la silla.

—Perdona —gritó por encima del hombro, recogió las llaves del coche y salió corriendo de la casa. Cuando cerró de un portazo se le ocurrió que seguramente se parecía a la mujer asustada de la cubierta de la novela que le había llevado Liv y de cuyo título ya no podía acordarse. Su cerebro, por el momento, solo tenía espacio para un título.

Nada más que amor. Nada más que amor. Nada más que amor.